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sábado, 3 de febrero de 2024

Derecho y desigualdad

No sé si hay más imbéciles que nunca o es que yo les presto más atención, pero tengo la sensación de que cada vez empiezo más artículos hablando de uno con el que me crucé en Twitter. Pues adivinad. Un liberalazo argentino que da clases en la Universidad de Chicago (es decir, un imbécil) ha dicho que: «Unpopular opinion: el "derecho laboral" no debería existir. Ninguna "Cámara del Trabajo" debería existir». La Cámara del Trabajo es el nombre que adoptan allí sus tribunales laborales, y la nacional acaba de declarar inconstitucional la reforma laboral de Milei, por lo que los fachas locales están enfadadísimos. 

Esta afirmación no es solo la boutade de un tonto: es un reflejo profundo de cómo los liberales creen que es la sociedad y, por tanto, de cómo deberían ser las instituciones. Vamos a analizarla un poco.

Todo el mundo sabe que existen diferentes ramas del derecho. Puede que alguien no sepa lo que hacen o en qué se diferencian, pero sí tiene la idea de que el derecho civil, el derecho penal y el derecho laboral no son lo mismo. Lo que no es tan fácil, eso sí, es contar cuántas y cuáles ramas existen. El derecho de consumidores, por ejemplo, ¿es una rama autónoma o es parte de otra? Una forma de identificar esas ramas es acudir a las principales asignaturas de la carrera. Otra, algo más fiable, es ver el listado de jurisdicciones.

Una jurisdicción, orden jurisdiccional o fuero es el conjunto de tribunales que se ocupan de una cierta materia o conjunto de materias. Cada país tiene las jurisdicciones que considere, aunque son similares en todas partes. En España hay cuatro:

  • Civil, que se encarga de las relaciones entre personas y de todo lo no atribuido a otros órdenes.
  • Penal, que se encarga de juzgar los delitos y ejecutar las penas.
  • Contencioso-administrativo, que se encarga de los litigios contra la Administración.
  • Social, que se encarga de las materias laborales y de Seguridad Social.

 

La cosa es que estos órdenes jurisdiccionales no aparecieron de la nada, ni todos a la vez. Se fueron creando según iban siendo necesarios, en especial (y de esto va el artículo) según los Estados liberales pasaron a ser Estados democráticos y necesitaron gestionar situaciones de desigualdad.

Tras las revoluciones liberales, el sistema jurídico tenía básicamente dos ramas: civil y penal. La rama penal se encargaba de los delitos, y la civil de todo lo demás. Todo lo que no fuera un delito (es decir, un ataque grave a otra persona) se llevaba a los tribunales civiles y se sustanciaba por el derecho civil. Y esto ya prejuzgaba la solución, porque el derecho civil, al menos toda la parte de contratos y obligaciones, se basa en la igualdad de las partes.

El liberalismo político y económico está asentado sobre la idea de sujeto autónomo. Lo importante es que los ciudadanos sean capaces de definir su propia ética y marcarse sus propios objetivos vitales, y para ello es crucial que el Estado no intervenga. Los poderes públicos deben estructurarse de tal manera que nunca se metan en la vida privada de los individuos, y a estos se les deben garantizar ciertos derechos.

Esta perspectiva tiene ciertas asunciones implícitas. La más importante es que todos estos individuos son similares, que pueden entenderse entre ellos en plano de horizontalidad. Es decir, que todos están más o menos igual de formados e informados, que pueden negociar entre sí los contratos y poner y quitar las cláusulas que acuerden, que pueden elegir con quién contratar, que pueden presionarse parecido entre sí para obtener ventajas, y así sucesivamente.

Esto en parte se consigue, al principio, sacando de la categoría de individuos a mujeres, esclavos, extranjeros, criados domésticos, etc., ya que las relaciones privadas de opresión sobre estas personas son obvias. Y el liberalismo no puede admitirlas. Porque si aceptamos que hay individuos más poderosos que otros, que pueden obligar a los demás a cumplir su voluntad (es decir, si aceptamos que puede haber tiranías en lo privado, no solo en lo público) se nos cae todo el sistema. Si los acuerdos entre individuos no son libres, si la gente no tiene verdadera posibilidad de elegir, que el Estado no intervenga deja de ser una regulación ideal para pasar a ser casi un crimen.

Fue pasando el tiempo y este sistema liberal tuvo que admitir que hay casos donde las partes son desiguales. Primero apareció el derecho administrativo y la correlativa jurisdicción contencioso-administrativa, que se basa en la desigualdad de las partes, una desigualdad explícita y aceptada en la ley: la Administración tiene potestades que el ciudadano no. Eso exige una nueva regulación y unos nuevos tribunales que ventilen los conflictos que la misma genera.

El derecho administrativo y la jurisdicción contencioso-administrativa son creaciones del siglo XIX, y también es un poco lo máximo que el liberalismo puede aceptar. Que la Administración no puede relacionarse con los administrados por medio del derecho civil porque no es ni va a ser igual a ellos es casi un desarrollo lógico de la teoría liberal, que separa con radicalidad al Estado de los individuos. Hubo que esperar al siglo XX y a la evolución de los Estados democráticos para que las leyes admitieran la desigualdad entre particulares y respondieran en consonancia.

Hoy en día estamos muy acostumbrados a que el derecho tutele a la parte débil de una relación privada. El derecho antidiscriminación, por ejemplo, es una muestra de esta corriente. También lo es el derecho arrendaticio: en los alquileres de vivienda el inquilino no está tan protegido como nos gustaría, pero tiene unas cuantas defensas legales, como el plazo mínimo de estancia y la prohibición de subir los precios más del IPC durante esos años. Y tenemos también el derecho de consumidores, que se basa en una idea muy simple: cuando un particular contrata con una empresa, no puede negociar el contrato ni presionar a su contraparte, sino que le dan un conjunto cerrado de cláusulas y solo puede elegir entre firmarlas o no. Por ello, el derecho debe garantizar que esas cláusulas sean justas.

El derecho laboral es el rey de esta tendencia. Como hemos visto, se ha convertido en una rama jurídica propia, con sus propios tribunales (la jurisdicción social), igual que le pasó en su tiempo al derecho contencioso-administrativo. Se ha desgajado del antiguo tronco civil y ahora nadie diría que alguna vez fueron la misma cosa.

Cuando el trabajo estaba regulado por el derecho civil, la normativa era muy magra: el Código Civil dedica cinco artículos al «servicio de criados y trabajadores asalariados», en los que separa a los criados de labranza y artesanos de los criados domésticos, cuya situación es ligeramente mejor. Si el jefe es un empresario, el Código de Comercio dedica 22 artículos a sus trabajadores, que reciben los nombres de factor (gerencia de la empresa o establecimiento), dependiente (desempeño de alguna/s gestión/es propias del tráfico de la empresa) y mancebo (realización de operaciones mercantiles concretas). Puede uno imaginarse la cantidad de regulación que cabe ahí, y la calidad de la misma (1).

No vamos a comparar eso con lo que hay actualmente. Un Estatuto de los Trabajadores que reconoce la naturaleza desigual de la relación de trabajo y está lleno de medidas para paliarla (aunque no tantas como nos gustaría). Por debajo de este Estatuto, los convenios colectivos, cuyo proceso negociador y fuerza vinculante están garantizados por la Constitución. El reconocimiento del derecho de huelga y la libertad sindical como fundamentales. Una jurisdicción social que resuelve estos conflictos. Obviamente, la situación no es perfecta, pero los trabajadores ya no somos mancebos al servicio del factor de la empresa.

Quienes quieren eliminar el derecho laboral y los tribunales laborales buscan cargarse todo este siglo de avances. Enarbolan esa visión liberal que no concibe más opresión que la del Estado ni más violencia que la física directa («nadie te ha puesto una pistola en la cabeza para que tengas que trabajar ahí, puedes irte cuando quieras») y que considera que las desigualdades sociales son beneficiosas, porque incentivan a prosperar y tampoco son lo bastante graves como para detener a un individuo decidido que quiera hacerlo. Es decir, una visión ciega, completamente ajena al funcionamiento real del mundo. Y desde esa visión ciega, la propuesta es comprensible. Si dos particulares no pueden oprimirse ni coartarse la libertad entre sí, nos sobra toda legislación que proteja a una sobre otra.

Yo no sé cuál es la sociedad perfecta, pero sí me atrevo a decir que no vamos a llegar a ella dirigidos por ciegos.

 

 

 

(1) Tanto los artículos del Código Civil como los del Código de Comercio siguen en vigor, en el sentido de que ninguna norma los ha derogado expresamente. Sin embargo, han sido completamente superados por la normativa laboral y no se aplican.



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2 comentarios:

  1. Había un musico que se llamaba Niño de Elche que llegaba a decir que las partes no son iguales en la relación laboral pero que daba igual, que contratarán libremente de todos modos, lo cual llega a ser incluso un nivel superior de estupidez.

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    1. Ah, eso les encanta. Considerar libertad a todo lo que no sea pura coerción física, con independencia de todo lo demás, es la cumbre del pensamiento liberal.

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