Creo que es evidente que vivimos un repliegue conservador. La «sociedad de propietarios» creada en los ’70 y ’80 ante una URSS que se derrumbaba es muy propensa. En épocas de crisis, cada familia se vuelve hacia lo suyo, hacia su casa y hacia su gente, y olvida lo colectivo, por lo que siente una profunda desconfianza (a pesar de que ha sido el Estado del bienestar quien le ha permitido tener esa magra propiedad que ahora atesora). Y sabe dios que estamos en una época de crisis. Ni siquiera habíamos llegado a salir en condiciones de la de 2007 cuando vino la pandemia, la guerra de Ucrania y el genocidio palestino, en una rápida ráfaga de tres años.
En épocas de crisis económica y social, el estado mental que nos sale como respuesta es la nostalgia. Inventarnos un pasado que en realidad no existió y querer estar en él. Publicar memes de «nunca podré recuperarme financieramente de esta compra». Comprar el libro de Ana Iris Simón sobre lo bonito que es el fascismo; perdón, sobre lo bonita que era la vida de sus padres en el pueblo (1). Y hacer el razonamiento espurio de que, como antes había estabilidad económica y no había «cosas raras» (concepto que puede abarcar el feminismo, los pelos de colores, los pronombres en la bio, el lenguaje inclusivo, las personas LGTB+ visibles o cualquier fobia que tenga uno ese día), si eliminamos esas «cosas raras» volverá la estabilidad económica. Al menos para las personas de bien como nosotros.
Estos días hemos podido ver dos bonitos estallidos de nostalgia. El primero ha sido a cuenta de fallecimiento del sedicente humorista Arévalo. Yo, como niño de los ’90, recuerdo que de este señor se hablaba, primero, poco, y segundo, como de algo casposo y rancio. ¿Chistes de mariquitas y gangosos recopilados en casetes que comprabas en gasolineras? ¡La moderna sociedad de los ’90 y los ’00, con su burbuja inmobiliaria y su desarrollo económico, tenía aquello muy superado! Sin embargo, ha sido morirse el buen señor y aparecerle un espontáneo ejército de defensores, con su «esto hoy no se podría hacer» y sus «los woke han matado el humor». ¡Como si no hubiera estado haciendo chistes en un escenario hasta anteayer! Pero al nostálgico le dan igual los hechos: Arévalo fue la cumbre del humor español y si no apreciamos sus chistes sobre colectivos vulnerables es que somos unos pieles finas.
El segundo estallido ha sido un artículo del bueno de Pérez-Reverte que ya empieza declarando que va a ser reaccionario. ¿Qué desata esta semana las iras del ilustre académico? La costumbre de los jovenzuelos de tutear a todo el mundo. ¡Hasta a él! Antes la gente sí que sabía tratar con respeto a los demás. O bueno, no. Porque el catedrático Fernando Lázaro Carreter ya escribió un artículo sobre el tema, del cual el de Pérez-Reverte parece un calco (mismos argumentos, mismos ejemplos, mismas excepciones, mismas comparativas) hace la friolera de 34 años (2). El mundo cambia, pero los rancios nostálgicos permanecen.
Y por lo menos el bueno de Arturo Pérez-Reverte y los fans de Arévalo están ya cerca de entregar la cuchara. Pero esta nostalgia no solo afecta a gente revenida, sino también a personas jóvenes. Ves a críos de quince o veinte años diciendo memeces sobre el franquismo, época que no solo ellos no vivieron, sino que sus padres probablemente tampoco, o solo durante su primera niñez. En 2024 alguien de 20 años será hijo de personas de entre 45 o 50 años, es decir, nacidas en torno a la muerte del dictador.
Esta nostalgia a veces se va a lo público, pero en demasiadas ocasiones acaba en lo privado, en lo puramente relacional. Así, y aunque muchos miembros de la llamada generación Z son personas de izquierdas, abiertas y comprometidas, hay entre ellos también una corriente de refuerzo de los roles tradicionales de género, con todo lo que ello implica. Machismo y su correlativa justificación del maltrato, rechazo a lo LGTB+, rigidez moral, aborrecimiento de formas relacionales no normativas (la pandillita del «monogamia o bala»), ensalzamiento de los celos, etc. De nuevo la falacia: como antes había estabilidad y no había poliamor ni leyes anti-VG, si eliminamos el poliamor y las leyes anti-VG volverá la estabilidad.
El otro día me encontré por redes al ejemplo perfecto de estos críos nostálgicos: un tipo que exigía que los cuernos fueran delito. Que tuvieran penas o que, al menos, dieran derecho a indemnización. Al seguir la conversación la cosa desbarraba todavía más. Que son un acto de maldad, que suponen un desgaste económico para la víctima (la cual, por supuesto, necesitará terapia), que solo están en contra de penalizarlos quienes van a ser infieles y así sucesivamente. Cuando se intentaba razonar con él, contestaba que igual que había delitos contra el honor (como las injurias) debería haber delitos por «traición personal».
Supongo que es el siguiente paso. Ya hemos patologizado todos los problemas y conflictos de la vida, y ya nos han vendido que necesitamos terapia para todo. Ahora tenemos que judicializarlos: mi sufrimiento debe ser compensado, tanto económicamente como por medio de penas legales impuestas al causante, aunque el asunto no tenga ni la más mínima trascendencia pública.
Esta posición es nostálgica, claro que sí, porque el delito de adulterio existió y fue abolido. El Código Penal franquista (artículos 449 y siguientes) definía adulterio de forma diferenciada para hombres y para mujeres:
- Una mujer casada cometía adulterio cuando yacía con hombre que no era su marido. Este también cometía el delito.
- Un hombre casado cometía adulterio cuando tenía una amante fija («manceba») viviendo en la casa conyugal o notoriamente fuera de ella. Esta amante fija también cometía el delito.
Se trataba de un delito privado, que solo podía ser perseguido por denuncia del marido o la esposa agraviados, siempre que este no hubiera consentido el adulterio o perdonado a cualquiera de los culpables. La denuncia debía ser contra ambas personas, el cónyuge infiel y el tercero en discordia. La pena, que era de prisión de 6 meses a 6 años, podía ser levantada por perdón del ofendido, que, de nuevo, debía extenderse a ambos culpables. En un contexto donde no había divorcio, se podía llegar a condenar por adulterio incluso a parejas separadas, cuyos miembros hacían vida independiente.
Seguro que los nostálgicos estarían encantados de recuperar este delito. Por supuesto, las cosas han cambiado y vivimos en una época de igualdad de género, así que se acabaría el trato diferenciado al hombre y a la mujer. Igualamos por debajo, claro: con un polvo vas a la trena. O con sexo oral. O con tocamientos. O con conversaciones subidas de tono. Ya que nos ponemos, nos ponemos bien: es delito cualquier cosa que la otra persona considere cuernos (3). Y también se acabó lo de restringirlo solo a casados: ¡todo el mundo a pringar si le planta los tochos a su pareja! Íbamos a flipar con los jueces definiendo qué es pareja y qué no es pareja.
Este delito fue casi de lo primero que se derogó de todo el aparato legal franquista. Ya en mayo de 1978, medio año antes de la aprobación de la Constitución, se dictó la ley que lo eliminaba. Era un elemento increíblemente odiado e impopular, por lo que significaba de represión sexual y de imposición de una moral sobre relaciones privadas. Y lo sigue siendo, aunque ahora se defienda con terminología moderna.
Está claro que saltarse los acuerdos que tienes con tu pareja es un acto dañino. Pero también está claro que es comparativamente leve, y que entra dentro de la libertad e intimidad de cada cual. Si tu pareja te lo hace, móntale un pollo y mándalo a la mierda, que es la forma en que resolvemos los adultos los conflictos en donde no tiene ningún sentido que intervenga un juez. Cuando penalizamos los cuernos no estamos protegiendo ningún bien jurídico, sino dándole cuerpo a la sensación de agravio de una persona. Y yo lo siento, pero el Estado no debe inmiscuirse en esta clase de conflictos ni generar delitos que dependen en exclusiva de la subjetividad de la víctima.
Se podría argumentar que el consentimiento de la víctima es importante en muchos delitos, tanto para reducir la sanción (matar a alguien que consiente no es homicidio sino cooperación al suicidio, lesionar a alguien que consiente tiene menos pena) como para eliminarla (los actos sexuales y las transferencias patrimoniales son legales si son consentidas y delito si no lo son). Pero no es lo mismo. En estos delitos hay un bien jurídico que es claro: la vida, la integridad corporal, la libertad sexual, el patrimonio. Para analizar si ese bien jurídico ha sido lesionado debe tenerse en cuenta la voluntad de la víctima, pero, una vez consumado el hecho, está consumado. Se ha lesionado un bien jurídico, y muchas veces el proceso se inicia incluso aunque la víctima no quiera.
En un hipotético delito de adulterio, ¿qué bien jurídico se lesiona, si la víctima ni siquiera se entera de primeras? ¿La confianza en su pareja? Ese no solo no es un bien jurídico que merezca protección penal, sino que ni siquiera está bien definido, porque depende en exclusiva de cómo la persona decida tomarse una infracción que se consumó en el pasado. Incluso los delitos contra el honor (la injuria y la calumnia), que son únicos delitos privados que tiene nuestro sistema (4), requieren imputar un delito o proferir insultos graves, es decir, cosas que sin duda alguna afecten a la consideración social de una persona. No basta con la simple sensación de ofensa privada.
En fin, que no. El Estado no está para inmiscuirse hasta ese punto en relaciones privadas ni para sancionar a quien ponga cuernos. Querer que lo esté es de una rigidez moral apabullante y de una desconexión brutal con la humanidad. Es puro moralismo: creer que la moral debe ser ley, porque cualquier fallo moral refleja una maldad inherente. Y no entender que los seres humanos somos entidades muy complejas, que a veces nos equivocamos, a veces tomamos malas decisiones y a veces no estamos animados por el puro y fraternal amor al prójimo. Y que no todos nuestros fallos merecen reproche penal.
Diría aquello tan manido de que «el
sueño de la nostalgia produce monstruos», pero estaría mal dicho. La frase original
contrapone algo que se pretendía bueno (la razón) con sus consecuencias
nefastas, pero la nostalgia ni siquiera es buena. Es un punto de partida deleznable
para cualquier proyecto, sea político o privado. Ya hay que ser pardillo y ya
hay que ser triste para añorar nada menos que una época en la cual podían
meterte en la cárcel por acostarte con otras personas que no fueran tu cónyuge.
(1) Cabe notar que, que sepamos, Ana Iris Simón no se ha ido al pueblo de sus padres a disfrutar del bajo precio de los alquileres.
(2) El libro recopilatorio es de 1997, pero el artículo fue originalmente publicado en 1990.
(3) Alguna vez he visto en redes a peña que consideraba cuernos que su pareja se masturbara pensando en otras personas o incluso que las considerara atractivas.
(4) Un delito privado es aquel que
solo puede perseguirse a instancias de la víctima y en el que esta tiene la
capacidad de extinguir la pena, perdonando al agresor. Es decir, como era el
adulterio en el pasado.
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