Esta semana se ha cumplido el sueño
húmedo de muchos: una inspección de trabajo ha recaído sobre las Big Four, las
cuatro grandes consultoras mundiales. Los periódicos hablan de jefecillos
superados y de becarios siendo escondidos en la escalera de servicio (1). Aún no
se conocen las consecuencias jurídicas, pero las sociales y periodísticas ya
las tenemos aquí: toda la liberalada patria exigiendo al Gobierno que deje en
paz a los pobres multimillonarios creadores de empleo.
Me fascina el mantra de la creación de empleo como excusa para todo. Primero: si el empresario crea empleo es porque le renta tener esos empleados (o porque él cree que le renta, que ya sabemos que la racionalidad económica del empresario es más un mito que una realidad). Vaya, que no es que haya que agradecerle esa creación de empleo, porque obtiene de ella cuantiosos beneficios. En segundo lugar, precisamente las cuatro empresas investigadas suelen llamarse cárnicas por la forma en que cada trabajador es exprimido hasta la última gota de sangre y, entre otras cosas, hace muchas más horas de las que le correspondería. Horas que, en un modelo menos inhumano, harían dos o más trabajadores. Así que eso de que crean tantísimo empleo podría matizarse: crean el mínimo imprescindible para seguir adelante.
Pero es que, además, aunque todo lo anterior no fuera cierto, pretender que la creación de empleo es excusa para vulnerar la ley es ridículo. Y con este asunto llevamos una semana viéndolo: listos de Twitter opinando que la regulación laboral es para trabajos «poco cualificados». Si te metes en una Big Four ya sabes que tendrás que trabajar muchas horas a cambio de un salario aceptable y la posibilidad de ascender y darle un impulso a tu carrera. La versión más extrema de esto la he leído ya un par de veces esta semana: la ley no debería aplicarse a esta clase de empresas precisamente por esta razón.
Este argumento hiede por los cuatro costados. Para empezar, es clasista a más no poder. Traza una división inexistente entre trabajos no cualificados y trabajos cualificados. Sorpresa, todo trabajo requiere una cualificación para hacerlo bien, aunque esta cualificación no tenga por qué ser universitaria. Anda que no sabemos diferenciar entre un camarero bueno y uno malo, por poner un ejemplo. Y luego está lo otro: presuponer que los trabajadores «sin cualificación» son tontitos que necesitan protecciones estatales mientras que los graduados currantes de una Big Four no las necesitan porque saben dónde se meten. Como si una camarera o una limpiadora no pudieran ser plenamente conscientes de sus condiciones de trabajo.
La normativa laboral, conviene recordarlo, no es una cuestión asistencial, sino que tiene que ver con la propia estructura de las relaciones laborales. No está para proteger solo a un tipo de trabajadores, sino para igualar un poco las reglas del juego entre empleados (todos los empleados) y empresarios. Eliminarla y dejar que ciertos trabajadores (o incluso todos ellos) negocien individualmente sus condiciones de trabajo será un absoluto desastre, por mucho que sea el mantra del liberalismo. O quizás precisamente por eso.
Cuando un trabajador entra en la empresa, no tiene ninguna fuerza para negociar. Sí, hay excepciones: alta dirección, científicos de ramas concretas en las que trabajan cuatro gatos, empleados que conocen una tecnología minoritaria que la empresa necesita, cosas así. Como digo, excepciones. Cuando estamos en el momento de la entrevista de trabajo, un trabajador no puede ofrecerle a una empresa nada que no puedan ofrecerle otros quinientos. Y esto se aplica sea cual sea el nivel de cualificación, que anda que no hay graduados en derecho, ADE y economía por el mundo.
La consecuencia más importante es que el trabajador no tiene nada para presionar en la negociación. Es decir, que no hay tal negociación. Las condiciones del empresario son lentejas, y si las dejas hay miles que ocuparán tu posición. Como eso es así en todas las empresas del sector, el consejo de «si no te gustan las condiciones dimite y vete a otra que las tenga mejores» no vale para nada: en todas partes están parecido.
Llegados a este punto de la discusión, el liberal medio se pone a hablar de retención del talento y de la racionalidad del empresario. «En este caso», te dicen, «el que se quedará con el pastel será quien mejore las condiciones de trabajo de tal manera que se queden los mejores, lo cual fuerza a los demás a hacer lo mismo». Es encantador que siga habiendo adultos que crean en los Reyes Magos, ¿no?
Dejemos una cosa clara: talento hay a patadas. No es tan importante. En este mundo de grandes corporaciones, donde se ganan o se pierden millones cada día y donde hay que adaptarse rápido, no se necesitan trabajadores talentosos que tengan grandes ideas o que mejoren los procesos productivos, sino una masa de curritos altamente especializados que se dejen explotar durante jornadas maratonianas. Muchos aguantan pocos meses, pero siempre vienen más. Y solo los que resisten promocionan, con independencia del talento que posean.
Este es el modelo de las Big Four y cárnicas similares. Es lo que hacen todas; si una deja de hacerlo so pretexto de «retención del talento» empezaría pronto a perder cuota de mercado, porque estaría pagando cien por lo que las otras empresas pagan a sesenta o porque tardaría diez días en lo que las otras empresas tardan ocho. No hay mucho más que hacerle. Así las cosas, los beneficios para los empleados se resuelven en chorradas del tipo salario emocional en vez de en dinero, estabilidad y condiciones razonables.
Entonces, y por ir resumiendo: si el trabajador tiene poco o nada con lo que negociar y si las empresas no tienen incentivos para mejorar las condiciones de trabajo, la única forma de conseguir que en ellas se trabaje de manera mínimamente humana es la ley o el convenio colectivo. Es decir, la fuerza coactiva del Estado o el acuerdo alcanzado por medio de huelgas o la amenaza de las mismas. ¿Qué preferís, liberales?
Claro, esto que he dicho se puede aplicar, palabra por palabra y salvando las menciones específicas al funcionamiento de las consultoras, a cualquier empresa y sector productivo. En ninguna parte tienen los trabajadores, individualmente considerados, gran cosa con la que negociar. De donde resulta que no se pueden hacer excepciones: la legislación laboral nos tiene que alcanzar a todos, estemos donde estemos.
Resulta ridículo que en un mundo que
cada vez compra menos lo de la jornada de ocho horas que termina siendo de doce
(entre el trabajo, el transporte y la pausa para la comida) y que está empezando
a abogar muy en serio por su reducción, haya quien siga teniendo como mantra las
jornadas sin fin, sin descanso y hasta que se va el jefe. Pero en fin, ya se
sabe: los liberales, siempre a la vanguardia.
(1) Vale, esto último me lo he inventado,
pero ¿a que es creíble?
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