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martes, 18 de agosto de 2020

Fumar en la calle


La prohibición de fumar en espacios abiertos siempre que no se respete la distancia de seguridad me genera más preguntas que respuestas. A priori no es una medida que me parezca mal. Tanto debido a mis propios problemas de salud como por cuidar a la gente que me rodea, apoyo todas las medidas que impliquen que el aire esté más limpio, incluso aunque no haya pandemia de coronavirus. Quiero que se sustituyan las industrias contaminantes, que se creen zonas sin coches cada vez más amplias y, sí, que se prohíba fumar en espacios abiertos concretos como puedan ser paradas de autobús. Si pienso solamente en estos términos, soy muy favorable a esta medida e incluso quiero que se prolongue en el tiempo más allá de la emergencia sanitaria.

Pero abramos un poco la visión. Las normas jurídicas se pueden analizar en términos de su validez, de su eficacia y de su justicia. Sin dura la prohibición de fumar es válida (quienes gritan que es inconstitucional son los cuatro chalados de siempre), pero las preguntas sobre su eficacia y su justicia nos arrojan a debates importantes. Lo que han pactado el Gobierno y las Comunidades Autónomas es que se prohíbe fumar y vapear en cualquier espacio al aire libre, sea o no vía pública, cuando no se pueda respetar una distancia de 2 metros entre las personas. La justificación es que el humo del tabaco y la peculiar exhalación que se hace al expulsarlo podrían ayudar la difusión de los virus, y además que fumar es algo que debe hacerse sin mascarilla. Pronto esta regla empezará a aparecer en los boletines oficiales autonómicos y será obligatoria.

Entonces, ¿qué problemas tenemos respecto de la eficacia y la justicia de esta norma? Bueno, el problema de la eficacia es obvio. Hacer cumplir la prohibición de fumar en lugares concretos (hospitales, locales de ocio, centros educativos) es más o menos sencillo: se le dice al fumador que se vaya a fumar fuera y santas pascuas. Pedirle, como yo espero que se haga en el futuro, que fume fuera de las paradas de autobús, se puede arreglar incluso con rayas pintadas en el suelo. Pero ¿qué sucede cuando lo que se exige es que busque un lugar apartado de la gente, por donde literalmente no pase ni una persona?

Es una norma que tiene un gran potencial para generar más conflictos de los que resuelve. En terrazas, por ejemplo, los camareros ya se ven venir a los listos que se niegan a apagar el cigarro salvo que les demuestres con una cinta métrica que están a menos de dos metros de la siguiente mesa. En la calle, nadie va a apagar el cigarro solo por miedo al paso casual de otro ser humano. En paradas de autobús y colas para entrar en establecimientos asistiremos al típico “yo no voy a perder mi turno para irme a fumar, váyase usted si no quiere comerse el humo”. Y, al final, se convertirá en una norma perversa.

Una norma perversa es aquella que se incumple de forma generalizada y que la autoridad también inaplica. Es un concepto que procede de la sociología pero que enseguida se ha aplicado al derecho. Algunas manifestaciones de la Ley Antitabaco actualmente en vigor son ya una norma perversa: ¿quién no conoce bares de copas o discotecas que permanecen abiertos más allá de la hora de cierre y, como no pueden dejar salir a la gente a fumar a la puerta, permiten el consumo de tabaco en el interior? ¿Quién no ha ido nunca a un velador techado y delimitado por tres o incluso cuatro paredes (por tanto un espacio cerrado a efectos de la ley) y se ha encontrado a gente fumando porque “es el exterior”?

Si esto ya es así, es plausible que lo sea más cuando se implante la prohibición de fumar anti-COVID. Y por supuesto el problema de las normas perversas es que cuando se aplican lo hacen de forma arbitraria y ejemplarizante, no justa. La gente no las recibe como una sanción merecida por una falta que no debería haber cometido, sino como un caso de mala suerte: de miles de incumplidores me ha tenido que tocar a mí. Amén de otros inconvenientes, como por ejemplo que si en el futuro se quiere avanzar en la legislación antitabaco, una posible experiencia fallida en el pasado puede ser una rémora a la hora de regular.

Sin embargo, el debate sobre la eficacia puede que no sea para tanto. Al fin y al cabo, la gente va cumpliendo las precauciones anti-COVID, y digan lo que digan los conspiranoicos la población acepta bien las medidas. Esta es un poco más compleja porque interseca con una adicción (enseguida hablamos de esto), pero siempre hay que contar con el apego a la norma y con que no hay rebeliones generalizadas contra la misma. El debate que más me interesa es el relativo a la justicia de la norma.

La prohibición de fumar en las circunstancias que ya hemos descrito parece algo necesario desde la perspectiva de la salud. No niego que lo sea. Las autoridades sanitarias saben más que yo de cómo se transmite el virus (aunque su conocimiento sea, en este caso concreto, muy nuevo y cambie casi cada día, debido a que el virus se descubrió hace menos de un año), y si recomiendan que se fume lejos de los demás, será porque hay bases científicas para esa norma. Hasta aquí todos de acuerdo.

Pero también, centrarnos en los fumadores, o en general en el mundo del ocio (de las once medidas pactadas por Gobierno y Comunidades Autónomas, siete tienen que ver con ocio, reuniones y consumo de tabaco, y de las tres grandes recomendaciones que hizo el viernes Salvador Illa dos se referían a esto también) es un poco hipócrita mientras los autobuses y los trenes de Metro y Cercanías siguen llenos de gente que va a trabajar. Ojo, que no me parece mal que se tomen medidas sobre el consumo de tabaco o en general sobre el entorno de ocio, pero entonces vamos a ponernos duros también con los transportes públicos abarrotados o con los jefes que rechazan cualquier medida de protección.

Y por último, está la cuestión de la adicción. Esto parece que se olvida, pero fumar es una adicción. No es un comportamiento racional ni fácilmente controlable sin ayuda externa, y me refiero a terapia de deshabituación. Las leyes sobre venta, publicidad y restricciones al consumo han funcionado: la gente fuma menos que hace quince años (1). Pero no basta. Si queremos que los fumadores dejen de consumir, y sabiendo como sabemos que hay muchos que quieren hacerlo pero no pueden, ¿qué recursos se están destinando para ello? ¿La sanidad se está dedicando a esto con cierto nivel de prioridad? Me parece a mí que no. Y, en esas circunstancias, ¿es justo imponer nuevas restricciones al consumo?

Parece casi un callejón sin salida, ¿no? Existen buenas razones para prohibir el consumo de tabaco cerca de otros seres humanos, pero fumar no es un capricho ni un simple hábito, y no se prevé ningún apoyo extra para abandonarlo de forma definitiva. ¿Que por qué debería preverse? Porque hay muchos lugares donde esta norma es imposible de cumplir: aceras estrechas, vías públicas muy concurridas, espacios en los que solo cabe una persona, etc. Dejar a adictos en la situación de elegir entre no fumar o incumplir una norma jurídica (con la correspondiente sanción) es injusto y nos lleva de nuevo al debate sobre la eficacia.

Hoy he leído que la nueva norma no va de prohibir fumar, sino de evitar que me fumes encima. En la teoría me parece bien, sobre todo cuando ese humo puede ser vector de transmisión de un virus. Pero en la práctica, darle a la policía una norma perversa para que penalice a su libre albedrío un comportamiento adictivo (bien que socialmente tolerado) sin darles a estas personas mayores recursos para abandonar su adicción no me acaba de hacer sentir cómodo. A saber por qué.







(1) En 2006 fumaba un 30% de la sociedad española mientras que en 2019 es un 23%.


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