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viernes, 13 de abril de 2018

Desconcierto


La educación concertada me repugna. Es un problema de principios: no me parece bien que se dedique dinero de nuestros impuestos a garantizar los beneficios de empresas privadas (muchas de las cuales tienen además un marcado carácter adoctrinador) en vez de a mejorar un sistema público que tiene una carencia de medios perpetua. Pero es que, más allá de la cuestión ideológica, está el tema de las consecuencias prácticas.

El otro día leía a una profesora particular hablar sobre la diferencia entre los alumnos de la privada y los de la pública. No es que la pública sea la panacea, claro, pero los alumnos de la privada parecen estar en una extraña cámara de eco. En el caso concreto mencionado, se trataba de que los de la privada ni siquiera conocían el concepto “homofobia”. No es la primera vez que veo esta diferencia (yo mismo tengo experiencia como profesor particular) o que amigos míos que sufrieron la concertada me cuentan el cambio que fue pasar a la pública.

Esta anécdota me ha hecho volver a pensar en el tema de la educación obligatoria. Al fin y al cabo, ¿por qué los Estados democráticos instauran un servicio público consistente en una red de colegios e institutos? ¿Por qué se regula la educación como un derecho fundamental? ¿Por qué se establece la escolaridad obligatoria hasta los 16 años? A mi entender, se buscan dos objetivos. El primero es la igualdad de oportunidades: debe garantizarse que todo el mundo va a llegar a la edad adulta con una serie de conocimientos necesarios para manejarse en la vida y para acceder a niveles superiores de educación. El segundo es de cohesión social: se busca mostrar a los estudiantes una serie de valores (libertad, igualdad, respeto, solidaridad, civismo etc.) para mejorar la calidad democrática de la sociedad.

Esa y no otra es la función de la educación pública: transmitir una serie básica de conocimientos y de valores con el fin último de fomentar una ciudadanía igualitaria y democrática. Todo lo que esté más allá de esto, es una excentricidad que el Estado no debería asumir. ¿Quieres que tu criatura vaya al Colegio de los Padres Profesorios, que es muy prestigioso? ¿Deseas que vaya a un instituto propiedad de una fundación laica donde se aplica una metodología innovadora y sin deberes? Adelante, nadie te lo impide: haz la matrícula. Pero si no puedes pagarlo, el Estado no tiene la obligación de garantizártelo, igual que no tiene por qué garantizarte que tu retoño reciba clases de parapente.

Se podría contraargumentar que el modelo mixto (en el que conviven centros públicos y centros privados con concierto económico) es simplemente otra forma de garantizar que todo el mundo reciba esa formación mínima. Es lo que suelen decir los defensores del sistema español, que salpican esta idea con la afirmación de que los concertados “ahorran dinero” al Estado. Yo no voy a hablar del tema económico (1), sino de la idea de que el modelo mixto es equivalente al público. Y lo voy a hacer teniendo en cuenta la realidad española, en la que una abrumadora mayoría de colegios e institutos concertados son de carácter religioso católico: se habla de un 63% del total de centros privados.

Por el lado de los conocimientos, es obvio que no son los mismos los requisitos para acceder como profesor a la enseñanza pública que a la privada. No hablo del Máster de Acceso al Profesorado, sino de una oposición al final de la cual el profesor está encuadrado en una especialidad que solo le permite dar determinadas materias. En un centro privado, se contrata a quien quiere la dirección (sea mejor o peor docente) y no hay nada que impida poner a un geólogo a dar la asignatura de Física o, estirándolo mucho, la de Matemáticas. Sí, es cierto que hay centros que lo hacen bien, pero nada impide que los que lo hacen mal sigan considerándose colegios prestigiosos y merecedores de concierto.

Pero el principal problema que le veo a la educación concertada no va por la pata de los conocimientos, sino por la de los valores. Por decirlo mal y pronto, poner a curas y monjas a dirigir una educación que pretenda impartir valores democráticos es una mala idea lo mires por donde lo mires. Los centros católicos son lugares de adoctrinamiento: las órdenes religiosas no fundan colegios porque estén muy comprometidas con la educación, sino para captar vocaciones. El efecto “cámara de eco” del que hablaba más arriba genera un entorno contraproducente para llevar a cabo una educación en valores. ¿Cómo vas a educar a nadie en el respeto al otro si estás en una institución con una ideología oficial que aplasta cualquier discurso contradictorio? ¿De qué manera van a aprender tus alumnos a tratar con la diversidad si en tus aulas se tiende a la homogeneidad?

Porque esa es otra. Después de años en el sistema mixto, parece que lo que está cristalizando es una educación en tres niveles: las clases altas van a colegios privados sin concierto, la llamada “clase media” (es decir, trabajadores con ínfulas) va a colegios privados con concierto y los colegios públicos quedan para el resto. Hablo de inmigrantes, hablo de hijos de familias con poco dinero, hablo de alumnado con necesidades especiales y de todos esos estudiantes que, según una expresión que odio pero que se repite mucho, “bajan el nivel” (2). La mayoría están en el sistema público porque los concertados, como buenas empresas privadas que son, deciden a quiénes quieren de clientes (3).

Así que no, ni en conocimientos ni en transmisión de valores destaca la enseñanza concertada (4). Al final, el único argumento que tienen sus defensores es ese presunto “derecho a elegir”, que se interpreta como “derecho a que el Estado me subvencione el centro de mi preferencia”. Y no, mira. La creación de una red paralela de centros concertados es una decisión del legislador, mantenida más por razones ideológicas que de eficiencia (hay mucha más concertada en comunidades “del PP” que en comunidades “del PSOE), pero que podría suprimirse mañana mismo sin que se vieran afectados los derechos de nadie. El derecho a elegir centro es una facultad de configuración legal, que cede ante derechos fundamentales como el de educación.

¿Y qué pasa con el derecho de los padres a educar a sus hijos en sus propios valores morales y religiosos? Ese derecho sí está en la Constitución, pero se suele hacer de él una interpretación inflada: se hincha hasta convertirse en el derecho a que nadie más que yo transmita valores morales a mi hijo. Así transformado, se usa como arma para defenderse de una amplia variedad de materias, desde la educación sexual hasta la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Y es también la base de la exigencia de que me paguen el colegio que yo quiera. Por supuesto, en España la mayoría de padres son indiferentes en materia religiosa; solo esgrimen el derecho para poder sacar a sus hijos de la pública a bajo coste y meterlos en centros donde no estén esos “alumnos que bajan el nivel”.

En realidad ese derecho no tiene esa interpretación, claro. Si lo hinchas tanto se come todo lo demás. Los padres pueden transmitir a su prole sus propios valores, de acuerdo, pero nada más. Tienen que aceptar que no son los únicos actores en la formación ética de una criatura en crecimiento, y también que la protección estatal que debe brindarse a todo derecho no lo abarca todo. Si de verdad quieres darle a tu hijo una formación moral católica, estoy seguro de que en tu parroquia te sabrán orientar hacia recursos apropiados a tu situación económica. Pero exigir una red de centros religiosos paralela a las instituciones públicas es pasarse.

Suprimir los conciertos educativos va siendo una necesidad acuciante, antes de que cristalice esta tripartición social de la que hablaba más arriba. Puede que históricamente sí que fueran necesarios, dado el déficit de inversión que había en este tema, pero hoy en día la educación pública está en condiciones de asumir a la totalidad del alumnado. No tenemos ninguna necesidad de seguir subvencionando a proselitistas religiosos y a empresarios de la educación: con ello no se garantiza ningún derecho y sí se merma el más importante, el que debiera estar en el centro de todo y sin el cual apenas se pueden ejercitar los demás: el derecho a una educación de calidad.







(1) Aunque no me resisto a preguntarme de dónde sale el ahorro. Es decir, si es verdad que el Estado paga una cantidad menor en concepto de concierto de lo que pagaría si gestionara directamente ese centro, ¿cómo repercute esta reducción en los salarios del personal y en los gastos de mantenimiento? Sobre todo si tenemos en cuenta que el centro concertado es una empresa que busca sacar beneficio.

(2) Según el artículo enlazado más arriba, un escalofriante 82% de alumnos con necesidades especiales está en la pública.

(3) La educación concertada es gratuita, pero ya se encargan los colegios de que esa gratuidad no sea real: solicitudes de aportaciones “voluntarias”, afiliaciones más o menos forzosas al AMPA, uniformes que hay que comprar en un lugar determinado, etc. Se trata de una forma eficaz y oculta de discriminar.

(4) No soy yo mucho de comparar países, pero no puedo evitar pensar que si los mejores en calidad educativa apuestan por la pública por algo será. Parece que, en Europa, solo Bélgica y Malta tienen más porcentaje de alumnos que España en centros privados.


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2 comentarios:

  1. Muy de acuerdo con la crítica a los concertados. Sin embargo, no estoy de acuerdo con que, a día de hoy, el sistema educativo busque enseñar valores democráticos. Mi opinión es que el sistema educativo busca producir borregos, gente incapaz de pensar por sí misma y con poquita cultura.

    Un saludo.

    P.D. Las notas al pie son cómodas en papel, pero muy incómodas en pantalla. Si al menos pudieras ponerlas con enlaces, como en la Wikipedia, sería de mucha ayuda.

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    Respuestas
    1. A ver, una cosa son los ideales y otra la práctica, sobre todo después de sucesivas reformas educativas xD

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