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lunes, 11 de marzo de 2024

Constitucionalizar el aborto

Francia ha constitucionalizado su derecho al aborto. El 8 de marzo de 2024, día de la mujer, se proclamaba solemnemente la entrada de la interrupción voluntaria del embarazo en la Carta Magna del país vecino. Vamos a ver qué ha pasado y cuáles han sido las reacciones en nuestro país, porque, por supuesto, aquí ya se han levantado voces (entre la izquierda) diciendo que deberíamos hacer lo mismo.

Esta historia no comienza en Francia, sino en EE.UU. La Constitución de EE.UU. es la segunda Constitución más antigua en vigor (1). Aunque se ha reformado en múltiples ocasiones, es un texto viejo y caduco, poco adaptado al cambiante siglo XXI. Su declaración de derechos, introducida a golpe de enmiendas, es incompleta y fragmentaria: no es solo que no reconozca derechos sociales, económicos o digitales, sino que algunos de los derechos del programa clásico liberal (como la libertad de circulación) están ausentes. Pero ojo, que la Enmienda IX contiene una cláusula de salvaguarda: «Que la Constitución enumere ciertos derechos no debe interpretarse como que niega o menosprecia otros que retiene el pueblo».

Desde 1791 que se introdujo esta enmienda han pasado más de dos siglos, y uno puede imaginar la cantidad de leyes y sentencias judiciales que han ido de un lado para otro intentando determinar cuáles son esos derechos que «retiene el pueblo» o, ya que estamos, intentando derivar derechos modernos del antiguo texto constitucional. Hay que entender que en este proceso está implicado también el reparto competencial entre la Federación y los Estados, reparto que tampoco está bien definido en la Constitución. Cuando el Tribunal Supremo dice que tal cosa es un derecho, está diciendo que es competencia de la Federación, y que es el Congreso de los EE.UU. quien debe dictar leyes para desarrollarlo. Cuando dice que tal cosa no es un derecho, está renunciando a la competencia federal y diciendo que cada Estado lo puede regular como quiera.

Eso sucedió con el derecho al aborto. La famosa sentencia del Tribunal Supremo Roe vs. Wade (1973) había hecho derivar de la Enmienda XIV (que prohíbe privar a nadie de su vida, libertad y propiedad sin un debido proceso legal) un derecho a la intimidad, que como tal no está enunciado en la Constitución. De ese derecho a la intimidad, a su vez, se derivaba un derecho al aborto de la mujer, que quedaba configurado en tres trimestres: en el primero era libre, en el segundo los Estados podían establecer regulaciones sanitarias, en el tercero los Estados podían prohibirlo salvo riesgo de la madre o del feto.

La cosa quedó así durante casi 50 años, pero en 2022 un Tribunal Supremo conservador anuló Roe vs. Wade y decretó que el aborto no era un derecho. Es decir, que los Estados podían hacer lo que les diera la gana en esta materia, incluyendo prohibirlo totalmente. Varios lo hicieron de inmediato. El impacto de esta decisión fue notable, por una razón: demostró que basar el derecho al aborto en la interpretación que haga un tribunal de la Constitución es muy mala idea. Lo que un Tribunal (Supremo, Constitucional, el que sea) ha hecho otro lo puede deshacer. Es necesario incluir el derecho al aborto, de forma textual, en la Constitución.

Esto es lo que hizo la semana pasada el Parlamento francés. A mí me sorprendió, porque la Constitución francesa, extrañamente, no tiene una declaración de derechos, como sí la tienen casi todas las demás. Lo paradójico es que fue un texto francés, la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789, quien dijo que «una sociedad en la que no están garantizados los derechos ni determinada la separación de poderes carece de Constitución», que es una de las definiciones más básicas de Constitución que hay: una lista de derechos y una regulación institucional de los tres poderes.

La Constitución francesa carece de esa primera pata. Remite para suplir su falta a otros textos, como la ya mencionada Declaración de 1789, el preámbulo de la Constitución de 1946 y la Carta del Medio Ambiente de 2003. El problema es que esos textos están ya cerrados. ¿Dónde va a insertarse un derecho al aborto? Pues al parecer en el artículo 34, que contiene un extenso listado de competencias del Parlamento. En cuanto se publique la reforma, este artículo 34 dirá que «La ley determina las condiciones en las que se ejerce la libertad garantizada a la mujer de recurrir a una interrupción voluntaria del embarazo”.

Según esta adición, la mujer tiene libertad de interrumpir el embarazo, y es la ley la que debe establecer las condiciones. Apunta hacia un sistema de plazos, no de supuestos: el aborto es un derecho de la mujer, no una gracia que te concede un médico en ciertos casos. Y ha votado a favor básicamente todo el mundo. En la votación final, realizada por todos los diputados y senadores reunidos en una única cámara, la propuesta ha salido por 780 votos a favor, 72 en contra y 50 abstenciones. Ha votado a favor toda la izquierda y una mayoría significativa de la derecha. No existe ningún grupo parlamentario que haya votado en contra o que se haya abstenido: en todos ellos hay mayoría o unanimidad de votos a favor y solo en algunos hay unos pocos en contra o abstencionistas. Es un consenso sin precedentes.

¿Y en España? En España bien, gracias. El año pasado el Tribunal Constitucional, en dos sentencias históricas, consideró que el aborto era parte del derecho fundamental a la integridad física y moral de la gestante. Es decir, que nuestro máximo intérprete de la Constitución consideró que esta garantizaba el aborto. Estas sentencias proceden, igual que la reforma de la Constitución francesa, de la oleada de acojono ante la anulación de Roe vs. Wade en EE.UU. Pero son exactamente igual de débiles que Roe vs. Wade: la doctrina que ha establecido hoy el Tribunal Constitucional, mañana puede eliminarla el Tribunal Constitucional.

Por estas razones, Sumar ha lanzado una propuesta para introducir el aborto en la Constitución, de forma similar a Francia. No hay aún texto concreto, pero no le auguro un recorrido muy largo. Hace unas semanas se ha aprobado una reforma de la Constitución en materia de personas con discapacidad, y comentábamos lo larga que ha sido la tramitación, debido a la oposición del PP. Remito al artículo del mes pasado para el razonamiento completo, pero la conclusión es: hoy, en España, necesitas al PP para sacar adelante cualquier reforma de la Constitución. Si ellos se oponen (y es más que previsible que van a hacerlo), no dan los números y la modificación constitucional no se hace.

Pero hay un segundo obstáculo, menos notorio. La Constitución tiene dos procedimientos de reforma, dependiendo de la materia de que se trate:

  • En el procedimiento general, las Cortes tramitan la reforma y la aprueban sin más.
  • En el procedimiento agravado, para cosas que requieren un nivel extra de acuerdo, es necesario disolver las Cortes, convocar elecciones y que las nuevas Cortes tramiten la reforma.

 

¿Cuál de estos procedimientos debe seguirse? Eso depende de dónde quisiéramos colocar el párrafo sobre el aborto. A mi entender, el lugar sería entre los derechos fundamentales, más en concreto en el artículo 15, que protege el derecho a la integridad física y moral. Este derecho, según el Tribunal Constitucional, es la base jurídica del aborto, así que la ubicación es lógica.

El problema es que esta es justo una de las secciones de la Constitución que requieren procedimiento agravado. Para meter el aborto entre los derechos fundamentales sería necesario convocar elecciones, y no parece que Pedro Sánchez, en plena negociación de la amnistía, esté muy por la labor. Ese es el segundo obstáculo: que el PSOE va a vetar cualquier proceso que implique convocar elecciones. De hecho, si en el PP hubiera alguien con un mínimo de maquiavelismo, presentarían ellos la propuesta y se sentarían a ver cómo el PSOE justifica su voto negativo.

Queda la opción de incluir el derecho al aborto en otra sección que no exija usar el procedimiento agravado, como entre los derechos no fundamentales o entre los principios de la política social y económica. Esta posibilidad no requiere convocatoria de elecciones, pero aboca al aborto a un menor nivel de protección: los derechos fundamentales no solo se llaman así porque haga bonito, sino porque tienen un nivel de protección mayor que el resto de derechos y principios: se desarrollan por ley orgánica, existen procedimientos más rápidos para demandar por su incumplimiento, puede recurrirse al Tribunal Constitucional, etc.

Es cierto que hay derechos no fundamentales que tienen algunas de las protecciones de los fundamentales (la igualdad y la objeción de conciencia militar). Pero no todas. Además, debido a la sistemática de nuestra Constitución, requeriría ya reformar dos artículos, uno para introducir el derecho y otro para regular su nivel de protección. Todo por tacticismo y politiquería. A poco que nos pongamos serios, lo único lógico es lo que he sugerido al principio: colocarlo en el artículo 15, como parte del derecho a la integridad física y moral. Cualquier otra opción es solo para evitar la convocatoria de elecciones.

Así que no, aun en el muy improbable caso de que el PP dijera que sí, no creo que tengamos pronto el aborto en la Constitución. Como siempre, mil quinientas palabras para decir lo que todos sabíamos: que, con esta derecha y con este PSOE, no vamos a ninguna parte.

 

 

 

 

 

(1) La primera es la de San Marino, escrita en latín en 1600.

 

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jueves, 29 de febrero de 2024

Estoy sin médico

«En estos momentos no es posible gestionar su cita. Contacte con su centro de salud». Esto es lo que me dice la aplicación de gestión de citas sanitarias de la Comunidad de Madrid cada vez que intento pedir una con mi médico de familia. Claro, contactar con el centro de salud es una odisea en sí misma, porque el teléfono que sale en la web es en realidad el de una centralita de la Comunidad de Madrid llevada por un robot muy inútil y por unos operarios muy estresados y que se enfadan bastante cuando descubren que crees que has llamado a tu centro de salud. Así que, en el momento presente, no tengo médico.

En septiembre estuve en Galicia. Me traje experiencias inolvidables, recuerdos gratos, unas cuantas fotos y una fascitis plantar cojonuda en el pie derecho. La fascia es una banda de tejido que conecta el hueso del talón con los dedos de los pies. La fascitis es su inflamación. Se trata de una afección que causa un dolor punzante cada vez que uno pisa con el pie afectado, especialmente en la parte del talón, aunque en mi caso se extendía por toda la planta. Algunas de sus causas son caminar demasiado y sobre superficies duras (ah, las bellas calles de Galicia), tener obesidad (sí soy) y usar zapatos con suelas blandas o finas (las botas de Vimes atacan de nuevo).

Durante los primeros meses pasé de ir al médico. Ya sabía lo que me iba a decir: que adelgazara, que usara zapatos mejores, que tomara Ibuprofeno, que hiciera estiramientos y que me pusiera hielo. Y todas esas cosas ya las estaba haciendo. Pero allá por diciembre, y en vista de que la cosa no mejoraba, decidí pedir cita con mi médico de cabecera. El que fuera. Porque durante todo 2023 había pedido cita en varias ocasiones, y nunca me había tocado el mismo. Pero esta vez ni cita dentro de tres semanas ni médico nuevo. «En estos momentos no es posible gestionar su cita. Contacte con su centro de salud».

Estos momentos se han extendido hasta febrero, y más que se van a extender. Porque mi centro de salud es el Vicente Soldevilla, en Vallecas. Si no estás atento a las noticias sobre la gestión sanitaria de Madrid (cosa que entiendo), te cuento que este centro de salud atiende a 30.000 personas en el barrio de San Diego, uno de los más pobres de Madrid: es el segundo barrio con menos renta media anual de la ciudad. Sin embargo, históricamente el centro de salud ha funcionado bastante bien: tenía muchos servicios, se daban citas con rapidez, los profesionales eran estables, etc.

Además, siempre fue un modelo de atención comunitaria. He encontrado un artículo de fecha tan temprana como 1993 en el que se lo utiliza como caso de estudio de organización de un centro de salud a partir de la participación ciudadana. En él se reúne la Mesa de Salud Comunitaria, una reunión de profesionales sanitarios y sociales, asociaciones y entidades vecinales. Se han hecho incluso documentales sobre la forma en que lo social y lo sanitario se entrelazaban en este consultorio.

En pandemia todo cambió. Las condiciones laborales empeoraron rápidamente. Empezaron a faltar profesionales, a no cubrirse bajas, a tensarse las relaciones entre un personal saturado y unos pacientes que dirigían su comprensible rabia a quien no procedía. Ya a finales de 2021 El País hablaba de muerte lenta del centro y de situación especialmente caótica. En noviembre de ese año, quedaban cinco de ocho médicos del turno de mañana y dos de ocho del turno de tarde (que era, por cierto, el que me atendía a mí), aunque luego metieron algún refuerzo puntual. Cada médico faltante son unos 1.700 pacientes que tienen que repartirse los demás profesionales, y llega un momento en que el reparto es imposible.

Vallecas es un barrio de lucha. Los profesionales empezaron a colgar carteles explicando la situación (carteles que la gerencia ordenó retirar por ser políticos) y se montaron manifestaciones. Pero las manifestaciones no sirvieron de gran cosa, porque la demolición de los servicios públicos no es un error ni una mala gestión: es el objetivo de nuestra presidenta autonómica. Las condiciones laborales en sanidad son cada vez peores, y estos problemas se ceban especialmente en los centros de barrios más desfavorecidos. Es lo que busca. No se la va a convencer exponiendo la discriminación que supone y los problemas a los que aboca a la población de estos barrios, porque son justo esos efectos los que quiere generar.

A finales de 2023, cuando a mí ya me saltaba el mensaje que me urgía a contactar con el centro de salud, quedaban solo dos médicos de tarde, Daniel García y Beatriz Arribas, ambos con reducción de jornada por cuidado de menores. En enero de 2024, se resolvieron solicitudes de movilidad y Arribas se fue. García, único médico que quedaba en este turno, presentó su dimisión. Por supuesto, el personal de enfermería también se está largando, porque a ver quién quiere trabajar en estas condiciones. A fecha de hoy, y de acuerdo con el último artículo enlazado, cerca de un tercio de los pacientes del Soldevilla no tenemos médico ni lo vamos a tener.

La sensación psicológica de estar sin médico es muy rara. Por suerte yo no soy una persona que necesite con frecuencia los servicios del médico de cabecera: soy relativamente joven y mi salud es buena, salvo por ciertos problemas crónicos que ya están en seguimiento por especialistas. Pero aun así me siento como si me hubieran segado la hierba bajo los pies, como si me hubieran quitado un apoyo básico que no sabía que necesitaba y ahora mi paso fuera mucho menos firme.

Los servicios públicos proporcionan un entorno seguro. Al margen de la concreta atención que presten a los casos que la necesiten, nos permiten ir por la vida sabiendo que hay ciertas prestaciones a las que podremos acceder. Siempre voy a poder ir a la sanidad, siempre podré optar aunque sea a un subsidio de desempleo o jubilación, mis hipotéticos hijos siempre tendrán plaza en la educación pública. En mejores o en peores condiciones, con más o menos masificación, pero todo eso está ahí, reduciendo la incertidumbre de nuestras vidas y permitiéndonos hacer planes. No me voy a tener que hipotecar ni depender de un crowdfunding si me detectan un cáncer.

Cuando un servicio público se corta de raíz (no es que funcione mal o de manera deficiente: es que no lo hay) ese entorno seguro se rompe. Si yo ahora mismo tengo un problema médico, solo me quedan las urgencias y rezar porque el médico que me toque no sea de esos a los que les gusta airear en redes las intimidades de sus pacientes para quejarse de un mal uso del sistema. Ya no puedo pedir una cita para que me miren esa fascitis, ese dolor inespecífico, esa tos que no acaba de irse o ese leve problema de audición. Nadie va a hacerme seguimiento y a controlar que las cosas leves no vayan a más. Me siento, de alguna manera, un poco más cerca del abismo.

Se me podría decir que estoy exagerando. «¿Y por qué no te cambias de médico?» Bueno, es factible, varios de mis amigos del barrio ya se han ido a otro ambulatorio, es hacer un trámite. Pero me jode tener que tomar esa decisión, porque es el siguiente paso en la degradación de mi centro de salud: cuando ese tercio de pacientes del Soldevilla que estamos sin profesional nos hayamos distribuido por otros consultorios, ¿para qué van a poner más médicos? Lo reformularán como centro solo de mañanas o algo así, y seguirán empeorando las condiciones. Así, poco a poco, hasta que lo cierren.

Además, tampoco es tan fácil. Una amiga que intentó hacer el cambio de centro hace poco ya tuvo problemas, porque, como es evidente, los diez mil pacientes desatendidos del Soldevilla no pueden distribuirse entre los consultorios cercanos sin provocar, a su vez, que estos colapsen. Si intentas pedir un médico cuyo cupo ya está sobrepasado, es posible que te rechacen y te cueste salir del atolladero. La siguiente opción es, directamente, buscar un centro de salud de un barrio rico al que pueda llegar con facilidad en transporte público, pero me hace más bien poca gracia.

Un paso intermedio podría ser, aprovechando mis circunstancias particulares, quedarme en el Vicente Soldevilla pero pasarme al turno de mañana. Será lo que acabe haciendo. O intentando. Porque claro, si los centros de salud cercanos al Soldevilla se están colapsando ya, ¿cómo estará el turno de mañana (al que, recordemos, le lleva faltando personal desde 2021, si bien de forma menos dramática que al de tarde)?

Así que aquí estoy. Sin médico asignado. Una situación que, la verdad, nunca pensé que pudiera darse, pero no sabemos hasta qué punto puede llegar la degradación de los servicios públicos para quienes vivimos en barrios desfavorecidos.

 


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lunes, 19 de febrero de 2024

La reforma del artículo 49 CE

Es curioso que, en este ambiente de crispación perpetua, cuando sale algo que tiene el acuerdo de los dos grandes partidos apenas nos enteramos. ¿Vosotros sabíais que anteayer entró en vigor una reforma de la Constitución? Yo sabía que se estaba tramitando, pero si no llega a ser porque sigo en Twitter al Ministerio de Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes y tengo activadas sus alertas (un residuo de cuando esa cuenta era solo la del Ministerio de Justicia y yo opositaba a cuerpos generales de justicia), no me habría enterado. El sábado colgó un enlace a la reforma recién aprobada, pero aparte de eso no he visto noticias; los principales diarios ni siquiera mencionan las palabras Constitución o constitucional en su portada. 

Vamos a explicar de qué va esa reforma (que, ya voy adelantando, es muy menor). Pero antes, un poco de contexto.

En España hay poca tradición de reformas constitucionales. Solo en dos casos (ahora tres) se ha modificado algún artículo de la Constitución. Y tiene sentido, porque la reforma de la Constitución requiere un acuerdo de los dos principales partidos, y en este país esto no siempre es fácil de conseguir, y menos cuando el PP está en la oposición.

Nuestra norma fundamental es rígida. Para reformarla hay que seguir uno de estos dos procedimientos:

  • Procedimiento ordinario. Requiere aprobación de ambas Cámaras, Congreso y Senado, por 3/5 cada una de ellas (es decir, 60% de diputados a favor y 60% de senadores a favor). Si no se obtiene, se crea una Comisión paritaria de diputados y senadores, que prepara un texto que somete de nuevo a ambas Cámaras. Si aun así no se obtiene esta mayoría, el Congreso puede aprobarla por 2/3 (66,66% de diputados) siempre que en el Senado haya salido al menos por mayoría absoluta (más del 50% de senadores). No se hace referéndum, salvo que lo soliciten un 10% de diputados o senadores.
  • Procedimiento agravado. Se aplica cuando se propone la revisión total de la Constitución, o reformas que afectan a sus partes más importantes: los principios básicos del Estado, los derechos fundamentales y la Corona. En este caso, ambas Cámaras deben aceptar la iniciativa de reforma por 2/3 (66,66% de diputados, 66,66% de senadores), luego disolverse y convocar elecciones. Las nuevas Cámaras ratifican la decisión y tramitan la reforma, que debe ser aprobada de nuevo por 2/3 de cada una. Después, el referéndum es obligatorio.

 

El procedimiento agravado no se ha usado nunca. Es obvio que está pensado para no usarse, porque requiere un nivel de acuerdo absurdamente elevado. De hecho, se dice a veces que la única forma de proclamar legalmente una república sería usar el procedimiento ordinario de reforma para cargarse el procedimiento agravado, y solo después tramitar la reforma constitucional.

Pero es que ya el procedimiento ordinario requiere unas mayorías importantísimas. Ni siquiera en las mayorías absolutas más grandes del país ha tenido nunca ningún partido 3/5 de los diputados (210 diputados): González tuvo 202 en 1982, Aznar tuvo 183 en 2000, Rajoy tuvo 185 en 2011. En el Senado sí que ha habido esas mayorías alguna vez, pero se requiere el acuerdo de ambas Cámaras. Por no hablar de la mayoría de 2/3 en el Congreso que se requiere en caso de que el Senado «solo» la apruebe con mayoría absoluta.

Nunca en España va a poder ningún partido pilotar él solo la reforma constitucional. Siempre requerirá el pacto. Lo cual era precisamente la idea de los constituyentes, y la principal razón por la cual no se han acometido más que tres reformas de la Constitución en los casi 50 años que lleva en vigor. Cuando se han logrado modificaciones ha sido, de hecho, por iniciativa de algún organismo internacional, que ha hecho que PP y PSOE cierren filas y tramiten la iniciativa a toda pastilla.

La primera reforma era necesaria para cumplir el derecho europeo. El artículo 13.2 establecía que los derechos electorales eran solo para los españoles, salvo un caso: a ciertos extranjeros residentes en España se les podía conceder el sufragio activo (derecho de voto) en las elecciones municipales, atendiendo a criterios de reciprocidad, es decir, siempre que su Estado reconozca el mismo derecho a los españoles. La reforma exigía que a estos extranjeros se les reconociera también el sufragio pasivo (derecho de presentarse como candidatos) en las elecciones municipales.

¿Por qué? Porque el tratado de Maastricht, firmado en febrero de 1992, establecía ese derecho: cualquier ciudadano europeo que viva en otro Estado puede tanto votar como presentarse como candidato en las municipales. En abril, el Gobierno preguntó al Tribunal Constitucional si este derecho era contrario a la Constitución española. El Tribunal Constitucional contestó que sí. Así que había que adaptar la Constitución o España no podía ratificar el tratado: el 7 de julio todos los grupos parlamentarios presentaron conjuntamente la iniciativa de reforma y el 28 de agosto, menos de dos meses después, entraba en vigor sin que nadie pidiera referéndum. Si cuando hay acuerdo todo es muy fácil.

La segunda reforma vino en 2011. En un contexto de crisis, recortes y rescates, se reformó el artículo 135 (que antes incluía apenas un par de normas sobre la deuda pública) para constitucionalizar el principio de estabilidad financiera, someter a todas las Administraciones a las normas de déficit de la UE y dar prioridad absoluta al pago de la deuda. Con esto se pretendía garantizar el pago de la deuda y así impedir rescates como el de Grecia. La iniciativa vino, una vez más, de la UE.

Se llegó a decir que esta reforma había sido aprobada con «agostidad y alevosía». El PSOE y el PP la propusieron conjuntamente el 26 de agosto, y el 27 de septiembre, apenas un mes después, estaba en vigor. Ambos partidos tenían más del 90% de diputados (ah, el bipartidismo) y, aunque en el Senado no era así, los partidos que podrían haber forzado un referéndum (recordemos, hay referéndum cuando lo piden el 10% de diputados o de senadores) no lo hicieron.

Y así llegamos a 2024, donde se ha acometido la tercera reforma constitucional de nuestra historia: la del artículo 49 de la Constitución. Este artículo se dedica a la protección de los discapacitados, y decía lo siguiente:

Los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos a los que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos.

Este artículo tenía dos problemas. El primero, obviamente, el lenguaje: no queda muy bonito lo de llamar disminuidos a la gente a la que quieres proteger. Y el segundo que, pese a la referencia al disfrute de los derechos, tiene todavía un enfoque muy asistencial, muy de «el Estado ayuda a estos pobrecitos», que se ha quedado desfasado.

Hoy en día, las normas sobre discapacidad han mejorado muchísimo. Ya no consideran la discapacidad una característica inherente al sujeto, sino algo que surge de la interacción entre las personas con deficiencias y las barreras que les limitan o impiden su participación en la sociedad. Es decir, ser ciego no es una discapacidad: lo que es una discapacidad es ser ciego en una sociedad sin libros en Braille y sin guías de voz para trámites. No tener piernas no es una discapacidad: lo que es una discapacidad es no tener piernas en una sociedad sin rampas para sillas. Y así sucesivamente.

En otras palabras, la discapacidad es una forma de discriminación. Y desde esta perspectiva, muy distinta a la del artículo 49 de la Constitución, está construido todo el derecho de discapacidad. A nivel internacional está la Convención de Nueva York de 2006, a la cual se adaptó España en una ley de 2011 y luego, más adelante, en otra de 2013. En 2018 se extendió el derecho de voto a las personas incapacitadas e internadas y en 2021 se abolió la propia institución de la incapacitación, que se sustituyó por una serie de medidas de apoyo. Es decir, normas que buscan ampliar la esfera de acción de las personas discapacitadas y reducir en lo posible estas barreras sociales. Y mientras tanto, el artículo 49 hablando de disminuidos.

La reforma del artículo 49 lleva años sobre la mesa. Las asociaciones lo exigían desde hacía años, pero solo a finales de 2018 el Gobierno de Pedro Sánchez, el recién salido de la moción de censura, aprobó el texto de la reforma y lo envió a las Cortes Generales. Todos sabemos lo que pasó después. En abril de 2019 se disolvieron anticipadamente las Cortes, se convocaron elecciones, no se pudo elegir presidente, hubo nuevas elecciones en noviembre y, para cuando tuvimos Gobierno, golpeó la pandemia. El año 2020 y la mitad de 2021 fue un estado de alarma constante (y en estado de alarma no se pueden proponer reformas constitucionales) y, cuando salimos de él, el PP estaba tan enquistado que ya era imposible aprobar cualquier cosa. Hablamos de esto en septiembre de 2022, pero ha sido necesario año y medio más para que salga.

¿Y qué dice el nuevo artículo 49? Pues nada muy novedoso:

1. Las personas con discapacidad ejercen los derechos previstos en este Título en condiciones de libertad e igualdad reales y efectivas. Se regulará por ley la protección especial que sea necesaria para dicho ejercicio.

2. Los poderes públicos impulsarán las políticas que garanticen la plena autonomía personal y la inclusión social de las personas con discapacidad, en entornos universalmente accesibles. Asimismo, fomentarán la participación de sus organizaciones, en los términos que la ley establezca. Se atenderán particularmente las necesidades específicas de las mujeres y los menores con discapacidad.

Elimina menciones insultantes, reconoce el enfoque de los derechos y la autonomía, constitucionaliza la accesibilidad universal, etc. Una reforma blanca, de pura actualización. Por supuesto, el partiducho nazi votó en contra (no les parecía bien lo de la particular atención a las mujeres, y también estaba el blablablá de que sería apoyar a un Gobierno ilegal y que atenta contra la Constitución), y curiosamente el PNV se abstuvo. Aparte de eso, todos los demás votaron a favor.

Evidentemente, no se ha pedido referéndum. Tampoco vamos a pasarnos de democráticos.

 

 


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sábado, 3 de febrero de 2024

Derecho y desigualdad

No sé si hay más imbéciles que nunca o es que yo les presto más atención, pero tengo la sensación de que cada vez empiezo más artículos hablando de uno con el que me crucé en Twitter. Pues adivinad. Un liberalazo argentino que da clases en la Universidad de Chicago (es decir, un imbécil) ha dicho que: «Unpopular opinion: el "derecho laboral" no debería existir. Ninguna "Cámara del Trabajo" debería existir». La Cámara del Trabajo es el nombre que adoptan allí sus tribunales laborales, y la nacional acaba de declarar inconstitucional la reforma laboral de Milei, por lo que los fachas locales están enfadadísimos. 

Esta afirmación no es solo la boutade de un tonto: es un reflejo profundo de cómo los liberales creen que es la sociedad y, por tanto, de cómo deberían ser las instituciones. Vamos a analizarla un poco.

Todo el mundo sabe que existen diferentes ramas del derecho. Puede que alguien no sepa lo que hacen o en qué se diferencian, pero sí tiene la idea de que el derecho civil, el derecho penal y el derecho laboral no son lo mismo. Lo que no es tan fácil, eso sí, es contar cuántas y cuáles ramas existen. El derecho de consumidores, por ejemplo, ¿es una rama autónoma o es parte de otra? Una forma de identificar esas ramas es acudir a las principales asignaturas de la carrera. Otra, algo más fiable, es ver el listado de jurisdicciones.

Una jurisdicción, orden jurisdiccional o fuero es el conjunto de tribunales que se ocupan de una cierta materia o conjunto de materias. Cada país tiene las jurisdicciones que considere, aunque son similares en todas partes. En España hay cuatro:

  • Civil, que se encarga de las relaciones entre personas y de todo lo no atribuido a otros órdenes.
  • Penal, que se encarga de juzgar los delitos y ejecutar las penas.
  • Contencioso-administrativo, que se encarga de los litigios contra la Administración.
  • Social, que se encarga de las materias laborales y de Seguridad Social.

 

La cosa es que estos órdenes jurisdiccionales no aparecieron de la nada, ni todos a la vez. Se fueron creando según iban siendo necesarios, en especial (y de esto va el artículo) según los Estados liberales pasaron a ser Estados democráticos y necesitaron gestionar situaciones de desigualdad.

Tras las revoluciones liberales, el sistema jurídico tenía básicamente dos ramas: civil y penal. La rama penal se encargaba de los delitos, y la civil de todo lo demás. Todo lo que no fuera un delito (es decir, un ataque grave a otra persona) se llevaba a los tribunales civiles y se sustanciaba por el derecho civil. Y esto ya prejuzgaba la solución, porque el derecho civil, al menos toda la parte de contratos y obligaciones, se basa en la igualdad de las partes.

El liberalismo político y económico está asentado sobre la idea de sujeto autónomo. Lo importante es que los ciudadanos sean capaces de definir su propia ética y marcarse sus propios objetivos vitales, y para ello es crucial que el Estado no intervenga. Los poderes públicos deben estructurarse de tal manera que nunca se metan en la vida privada de los individuos, y a estos se les deben garantizar ciertos derechos.

Esta perspectiva tiene ciertas asunciones implícitas. La más importante es que todos estos individuos son similares, que pueden entenderse entre ellos en plano de horizontalidad. Es decir, que todos están más o menos igual de formados e informados, que pueden negociar entre sí los contratos y poner y quitar las cláusulas que acuerden, que pueden elegir con quién contratar, que pueden presionarse parecido entre sí para obtener ventajas, y así sucesivamente.

Esto en parte se consigue, al principio, sacando de la categoría de individuos a mujeres, esclavos, extranjeros, criados domésticos, etc., ya que las relaciones privadas de opresión sobre estas personas son obvias. Y el liberalismo no puede admitirlas. Porque si aceptamos que hay individuos más poderosos que otros, que pueden obligar a los demás a cumplir su voluntad (es decir, si aceptamos que puede haber tiranías en lo privado, no solo en lo público) se nos cae todo el sistema. Si los acuerdos entre individuos no son libres, si la gente no tiene verdadera posibilidad de elegir, que el Estado no intervenga deja de ser una regulación ideal para pasar a ser casi un crimen.

Fue pasando el tiempo y este sistema liberal tuvo que admitir que hay casos donde las partes son desiguales. Primero apareció el derecho administrativo y la correlativa jurisdicción contencioso-administrativa, que se basa en la desigualdad de las partes, una desigualdad explícita y aceptada en la ley: la Administración tiene potestades que el ciudadano no. Eso exige una nueva regulación y unos nuevos tribunales que ventilen los conflictos que la misma genera.

El derecho administrativo y la jurisdicción contencioso-administrativa son creaciones del siglo XIX, y también es un poco lo máximo que el liberalismo puede aceptar. Que la Administración no puede relacionarse con los administrados por medio del derecho civil porque no es ni va a ser igual a ellos es casi un desarrollo lógico de la teoría liberal, que separa con radicalidad al Estado de los individuos. Hubo que esperar al siglo XX y a la evolución de los Estados democráticos para que las leyes admitieran la desigualdad entre particulares y respondieran en consonancia.

Hoy en día estamos muy acostumbrados a que el derecho tutele a la parte débil de una relación privada. El derecho antidiscriminación, por ejemplo, es una muestra de esta corriente. También lo es el derecho arrendaticio: en los alquileres de vivienda el inquilino no está tan protegido como nos gustaría, pero tiene unas cuantas defensas legales, como el plazo mínimo de estancia y la prohibición de subir los precios más del IPC durante esos años. Y tenemos también el derecho de consumidores, que se basa en una idea muy simple: cuando un particular contrata con una empresa, no puede negociar el contrato ni presionar a su contraparte, sino que le dan un conjunto cerrado de cláusulas y solo puede elegir entre firmarlas o no. Por ello, el derecho debe garantizar que esas cláusulas sean justas.

El derecho laboral es el rey de esta tendencia. Como hemos visto, se ha convertido en una rama jurídica propia, con sus propios tribunales (la jurisdicción social), igual que le pasó en su tiempo al derecho contencioso-administrativo. Se ha desgajado del antiguo tronco civil y ahora nadie diría que alguna vez fueron la misma cosa.

Cuando el trabajo estaba regulado por el derecho civil, la normativa era muy magra: el Código Civil dedica cinco artículos al «servicio de criados y trabajadores asalariados», en los que separa a los criados de labranza y artesanos de los criados domésticos, cuya situación es ligeramente mejor. Si el jefe es un empresario, el Código de Comercio dedica 22 artículos a sus trabajadores, que reciben los nombres de factor (gerencia de la empresa o establecimiento), dependiente (desempeño de alguna/s gestión/es propias del tráfico de la empresa) y mancebo (realización de operaciones mercantiles concretas). Puede uno imaginarse la cantidad de regulación que cabe ahí, y la calidad de la misma (1).

No vamos a comparar eso con lo que hay actualmente. Un Estatuto de los Trabajadores que reconoce la naturaleza desigual de la relación de trabajo y está lleno de medidas para paliarla (aunque no tantas como nos gustaría). Por debajo de este Estatuto, los convenios colectivos, cuyo proceso negociador y fuerza vinculante están garantizados por la Constitución. El reconocimiento del derecho de huelga y la libertad sindical como fundamentales. Una jurisdicción social que resuelve estos conflictos. Obviamente, la situación no es perfecta, pero los trabajadores ya no somos mancebos al servicio del factor de la empresa.

Quienes quieren eliminar el derecho laboral y los tribunales laborales buscan cargarse todo este siglo de avances. Enarbolan esa visión liberal que no concibe más opresión que la del Estado ni más violencia que la física directa («nadie te ha puesto una pistola en la cabeza para que tengas que trabajar ahí, puedes irte cuando quieras») y que considera que las desigualdades sociales son beneficiosas, porque incentivan a prosperar y tampoco son lo bastante graves como para detener a un individuo decidido que quiera hacerlo. Es decir, una visión ciega, completamente ajena al funcionamiento real del mundo. Y desde esa visión ciega, la propuesta es comprensible. Si dos particulares no pueden oprimirse ni coartarse la libertad entre sí, nos sobra toda legislación que proteja a una sobre otra.

Yo no sé cuál es la sociedad perfecta, pero sí me atrevo a decir que no vamos a llegar a ella dirigidos por ciegos.

 

 

 

(1) Tanto los artículos del Código Civil como los del Código de Comercio siguen en vigor, en el sentido de que ninguna norma los ha derogado expresamente. Sin embargo, han sido completamente superados por la normativa laboral y no se aplican.



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miércoles, 31 de enero de 2024

Presunción de inocencia

Siempre que hay una acusación pública a cualquier personaje famoso pasa lo mismo. De repente le salen fans hasta de debajo de las piedras (incluyendo gente que, habrías jurado, jamás había oído hablar de él) y estos, con una vehemencia digna de mejor causa, lo defienden de tan injustas y calumniosas críticas. ¿Cómo se atreve nadie a decir esas cosas en público de nuestro artista, político o cineasta favorito, de este genio de su campo?

Ironías aparte, estas críticas suelen ser siempre iguales. A poco que la conducta del famoso tenga visos de ser delito y sea mínimamente personal, se exige a las personas acusadoras que vayan al juzgado a interponer la correspondiente denuncia. Salen a relucir distintas variantes del discurso «una víctima real habría denunciado, no estaría llorando en redes / en el periódico», incluyendo «una víctima real no habría tardado tanto en denunciar» y «una víctima real habría tenido tal o cual conducta durante o después de los hechos».

Y luego, claro está, se menciona la presunción de inocencia. Es como un mantra. Vale para no posicionarse y para criticar a quienes creen a los acusadores y critican la conducta del famoso. Solo hay un problema, y es que la presunción de inocencia no vale para eso.

La presunción de inocencia es un derecho fundamental. Nuestra Constitución lo recoge en el artículo 24.2 junto con otros derechos del acusado en un proceso penal, como son el de conocer la acusación, el de utilizar medios de prueba, el de no declarar contra sí mismo y el de no confesarse culpable. Se trata de un haz de facultades que fueron ideadas durante la Ilustración y las revoluciones liberales para combatir el modo en el que se llevaban los procesos penales durante el Antiguo Régimen.

Antes de las revoluciones liberales los procesos penales eran oscuros, escritos, sin derechos para el reo. A veces era legal la tortura, a veces se presumía la culpabilidad y era el acusado quien tenía que probar su inocencia, a veces ni siquiera sabía uno de qué le acusaban. Esta situación es notoriamente injusta. Ante la maquinaria jurídico-penal, el acusado está inerme, es casi una hormiguita. Es necesario dotarle de una serie de derechos que le permita hacer frente a esas ruedas trituradoras.

Ese, justo ese, es el sentido de la presunción de inocencia: que el acusado tiene derecho a que se suponga su inocencia durante todo el proceso penal. Eso tiene toda una serie de consecuencias. Una es que el estado por defecto de todo encausado es la libertad sin fianza. Solo se tomarán otras medidas (detención, prisión provisional, libertad con fianza o con retirada del pasaporte) si hay indicios que las aconsejan, y siempre por decisión judicial, durante plazos limitados y sin prejuzgar el fondo del asunto. Otra emanación de este principio es que es la culpabilidad la que debe probarse, por lo que, si no se hace de forma fehaciente, hay que absolver (in dubio pro reo). Y así sucesivamente.

Donde no juega la presunción de inocencia es en las relaciones sociales. Jueces, fiscales y policías tienen que mantenerse neutrales y no prejuzgar al encausado: yo no. Cuando a mí me cuentan una historia, tengo pleno derecho a opinar lo que a mí me dé la gana de sus protagonistas y a exteriorizarlo. Me la puedo creer o no, y puedo dar más crédito a lo que dice una de las partes que a lo que dice la otra. No tengo ninguna obligación de ser ecuánime ni de indagar por mi cuenta.

Podría pensarse que, dado que la presunción de inocencia es un elemento básico de nuestro sistema penal, haríamos bien en adoptarlo como principio ético. No creernos que nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario parece, a priori, una buena regla. Pero no nos lleva a ninguna parte. Para empezar, fuera de las estrictas normas del proceso penal, ¿qué significa «demostrar lo contrario»? ¿Cuándo consideramos suficientemente demostrada una culpabilidad? ¿Cuando hay sentencia? Pero si el hecho nunca se denuncia, o si la sentencia tarda, ¿nos mantenemos durante años en una prístina posición de neutralidad? No parece sostenible. ¿Entonces? ¿La consideramos demostrada cuando hay una investigación periodística, cuando la organización donde sucedieron los hechos publica un informe, cuando hemos visto pruebas y escuchado testimonios? Al final, cada cual decide qué le vale como prueba de culpabilidad, lo cual convierte esta regla ética en inoperante, porque es lo mismo que pasa ahora.

En segundo lugar, el proceso penal está diseñado para que, aunque deba presumirse la inocencia del acusado, ello no implica afirmar que la persona que lo acusa está mintiendo. Los jueces son, en teoría, personas neutrales que buscan averiguar la verdad y que se han formado para sostenerse en ese equilibrio. A nivel de calle esto no es así. Presumir la inocencia de alguien suele significar, en la práctica, llamar mentiroso a su acusador. Y como mentir en esas circunstancias es delito (calumnia, denuncia falsa, falso testimonio), resulta que le estás imputando un delito al acusador… sin respetar su presunción de inocencia. Utilizar la presunción de inocencia en el ámbito privado nos lleva a una contradicción.

Vale, entonces ¿puedo llamar asesino o violador a cualquiera sin que me pase nada? Y si puedo, ¿por qué los periodistas no lo hacen, sino que utilizan el «presunto» para todo? Para resolver estas dudas hay que entender que la presunción de inocencia no es el único derecho fundamental que reconoce nuestra Constitución. También está, entre otros, el derecho al honor, definido como el derecho a que se respete la reputación, fama o imagen pública de una persona. Si yo llamo asesino a alguien, en especial si es una persona con proyección pública, estaría atentando contra su derecho al honor. Es por eso que a los periodistas no se les cae el «presunto» de las teclas: porque llamar a alguien asesino puede atentar contra su derecho al honor (y conllevar los juicios correspondientes), pero decir que es un presunto asesino simplemente indica que hay un proceso penal abierto (2).

Puede ser que el párrafo anterior confunda más que aclarar. Es obvio que este artículo está escrito a raíz del reportaje que ha publicado El País sobre Carlos Vermut, en el cual se le imputan actos muy probablemente delictivos. ¿Esto atenta contra el derecho al honor del cineasta, entonces? La respuesta es no, y la razón la tenemos en un tercer derecho fundamental: la libertad de expresión. Una de las facultades amparadas por este derecho es «comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión». Y la palabra importante es veraz.

Información veraz no es sinónimo de información verdadera. Si solo tuviéramos derecho a comunicar información verdadera, los periodistas no podrían publicar nada, porque, a la mínima que la noticia resultara no ser cierta (el periodista cree descubrir unos hechos que luego no son así), el medio se enfrentaría a demandas. Información veraz es algo más amplio. Una información será veraz cuando la persona que la publica la haya contrastado y haya tenido diligencia suficiente a la hora de buscar la verdad. Vaya, que haya hecho su trabajo. Si lo ha hecho, la información será veraz y estará amparada por la libertad de expresión, aunque luego resulte ser falsa.

Esta exigencia de veracidad está recogida en el Código Penal cuando regula los delitos contra el honor, es decir, la calumnia (imputarle a otro un delito) y la injuria (imputarle a otro un acto que, sin ser delictivo, atenta contra su dignidad). Esas imputaciones solo serán delito cuando se cometan sabiendo que son falsas o con «temerario desprecio hacia la verdad», es decir, sin haber realizado las constataciones suficientes para determinar que la información es veraz. Esta misma expresión se repite en el delito de denuncia falsa.

Estas son las reglas por las que se rige el debate público en estos casos. No hay que seguir la presunción de inocencia, pero sí respetar el derecho al honor de la persona sobre la que hablamos. Eso incluye realizar investigaciones periodísticas veraces y no extenderse en la valoración de lo publicado. Se puede decir que Carlos Vermut hizo tales y cuales cosas porque hay una investigación detrás, pero definirlas como agresión sexual (y al autor como agresor sexual) ya puede ser más delicado, porque el periodista no es juez y no tiene por qué saber si esa es la calificación correcta. Él habla de hechos y deja a otros el derecho (3).

Un último apunte. Hemos empezado el artículo hablando del debate público y lo hemos terminado hablando de información publicada por periodistas. Esto no es casual. Históricamente ha existido una separación nítida entre el ciudadano de a pie y el periodista, que requería de más protección por su importante labor social, pero al que le era exigible también mayor responsabilidad, ya que sus palabras forman opinión pública. Es por eso que toda la regulación y la jurisprudencia sobre honor, expresión y veracidad ha surgido al amparo de la actividad periodística.

En la era de Internet esta separación ya no es clara. Todo el mundo tiene un altavoz potencialmente infinito, e incluso dueños de cuentas no muy grandes pueden ver cómo un mensaje que no han pensado demasiado se viraliza e impacta en el debate del momento. Es todo más espontáneo y más difuso. Aun así, las reglas anteriores se siguen aplicando: conviene atenerse solo a información veraz y no hacer valoraciones jurídicas salvo con mucha cautela. Eso sí, no tienes que presumir la inocencia de nadie.

 

 

 

 

 

(1) O, en general, en un proceso sancionador de cualquier tipo, ya que se aplican las mismas garantías. 

(2) Tanto lo usan que lo acaban empleando mal, para hablar del hecho («presunto asesinato») en vez de hablar de la culpabilidad de su autor. Aparte de que, si nos ponemos puristas, lo correcto sería decir «supuesto asesino», ya que lo que se presume es la inocencia.

(3) Por supuesto, estas reglas no siempre se aplican con precisión, y no hay más que ver en qué delitos las víctimas «mueren» y en cuáles «son asesinadas».

 

 

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viernes, 26 de enero de 2024

Robo de sillas

Una de las cosas que tiene nuestra sociedad digital es la absoluta desconexión que hay entre los medios periodísticos tradicionales y su supuesto público. Veamos un ejemplo reciente. Hace unos días, Telemadrid tuiteó que «La oleada de robos de sillas de bar en las terrazas se expande como una mancha de aceite por la Comunidad de Madrid». El titular de la noticia era no menos apocalíptico: «El robo de sillas de bares en Alcorcón, un fenómeno que no cesa. Tras los casos de Coslada y San Fernando, ahora los ladrones se ceban con las terrazas de Alcorcón». El vídeo, en el que entrevistaban a afectados, señalaba a otro territorio: «La banda de sillas arrasa Vallecas». 

No hay que ser un experto en semiótica y comunicación para darse cuenta de que lo que esos titulares pretendían no era informar, sino asustar. Oleada, mancha de aceite, fenómeno que no cesa, se ceban, arrasa… Todo expresiones con unas connotaciones claras. Igual que las machaconas noticias sobre okupas, o sobre apuñalamientos en Barcelona, o sobre violencia urbana en Vallecas, la prensa quiere asustarte de la gente más pobre que tú, no contarte lo que está pasando. Generarte un miedo que te paralice, que te haga comprar una alarma y que corte los hipotéticos lazos de solidaridad que podrían unirte con los protagonistas de la noticia.

Pero claro, en este caso el ejemplo es tan imbécil y la gente está tan hasta las pelotas de las terrazas que les ha salido el tiro por la culata. Tanto en las respuestas como en los citados del tuit hay coñas sobre que los mejores ladrones están en Madrid, alabanzas irónicas a quienes reciclan muebles abandonados, recordatorios de que está prohibido almacenar mobiliario en la calle y chistes sobre irse a Sevilla. Lo que no hay, y mira que he buscado, es gente llorando amargamente por las bandas de ladrones de sillas. De hecho, ni siquiera se está comentando las razones que hay detrás de esos robos (en la pieza periodística se insinúa que son bandas que roban para revender): todos estamos comentando lo ridículo que es el intento de asustaviejas.

Aquí hay varias cosas que desempaquetar. En primer lugar: sí, llevarse las sillas que hay fuera de un bar es delito. La propiedad privada no deja de existir por el lugar donde estén situados los objetos o por la ausencia o debilidad de medidas de protección contra el robo. Si yo dejo mi cartera en medio de la calle, sigue siendo mía aunque cualquiera pueda decirme que lo más probable es que nunca vuelva a verla. La propiedad sigue a la cosa. Como decía ese gran jurisconsulto en materia de derechos reales llamado Manolo Escobar, «donde quiera que esté, mi carro es mío» (1).

Si el objeto estuviera aparentemente abandonado (un mueble al lado de un contenedor, por ejemplo) el análisis sería distinto. Un bien abandonado es un bien sin dueño, y adquirir la propiedad sobre él es tan fácil como cogerlo y llevárselo (2). Si alguien se lleva una cosa creyendo que está abandonada, no comete el delito, aunque luego resulte que no lo estaba: a esto lo llamamos error de tipo, y consiste precisamente en creer que está pasando una cosa (me estoy llevando un bien abandonado) cuando está ocurriendo otra (me estoy llevando un bien que no está abandonado). Pero si se trata de medio centenar de sillas y una decena de mesas ordenadamente apiladas delante de un bar, no hay forma de argumentar el error de tipo.

¿Y qué delito es? Pues de hurto, que es el tipo básico contra la propiedad. Consiste simplemente en tomar las cosas muebles ajenas sin la voluntad de su dueño y con ánimo de lucro. Para que sea robo tiene que haber, o bien violencia o intimidación en las personas (que aquí obviamente no hay), o bien fuerza en las cosas. La fuerza en las cosas consiste en una serie de acciones, como rompimiento de pared, uso de llaves falsas o inutilización de sistemas de alarma o guarda, cometidas para acceder al lugar donde se encuentran las cosas o para abandonarlo. Y aquí las sillas estaban en plena calle, así que, aunque haya que cortar una cadena (que sería inutilización de un sistema de guarda), no se podría considerar robo.

A todo este razonamiento no obsta el hecho, señalado por varias personas en la conversación de Twitter, de que en Madrid los hosteleros no tienen derecho a dejar el mobiliario fuera del bar por la noche. En efecto, el artículo 12.h de la Ordenanza de Terrazas de la ciudad prohíbe a los hosteleros apilar en el exterior del establecimiento los elementos de la terraza; deben recogerlos y guardarlos dentro del local. Esta es la regla general, pero cabe una excepción: el Ayuntamiento puede autorizar el apilado en zonas con suficiente espacio, siempre que se cumplan ciertos requisitos.

Me da la sensación de que, en esta bendita ciudad sin ley, la mayoría de terrazas que apilan su mobiliario en el exterior lo hacen sin autorización, pero ¿sabéis qué? Que da lo mismo. Igual que daría lo mismo si, en el resto de municipios afectados, sus ordenanzas prohíben taxativamente este almacenaje exterior o lo permiten sin restricciones. Robar esas sillas es ilegal de todas formas. Si los hosteleros incumplen la ordenanza se les tendrá que multar (no retirar el mobiliario es infracción grave según la de Madrid, sancionable con multa de hasta 1.500 €), pero las sillas siguen siendo suyas.

Aclarado el aspecto jurídico, vayamos al social y psicológico. ¿Por qué ese choteo hacia los hosteleros? Bueno, en primer lugar, por el intento burdo y zafio de presentar como un apocalipsis algo que apenas se acerca a la categoría de noticias: hay gente robando sillas de terrazas, sin violencia y sin agredir a nadie. Y en segundo lugar, y mucho más importante, porque los ciudadanos de a pie estamos hasta las narices de los hosteleros.

Las ciudades modernas, orientadas al turista y al nómada digital, miman a los empresarios de servicios (entre ellos, a los hosteleros) y fastidian a los ciudadanos. Límites de ruido que no existen o no se cumplen, terrazas que impiden el paso, amontonamiento de motos de reparto, consecuencias como manadas de borrachos… No es agradable vivir cerca de una zona de bares.

Además, este ha sido un país tradicionalmente muy turístico. Quien más quien menos ha trabajado de camarero o conoce a alguien que lo ha hecho, y sabe en qué condiciones se funciona en la hostelería. Y, por último, estos empresarios son particularmente estomagantes por su tendencia a lloriquear. Que si no encontramos empleados después de la pandemia, que si peatonalizar va a hacer que se hunda mi negocio, que si las cifras son siempre horrorosas, que si tal y que si cual.

Todos estos factores contribuyen a que veamos cierta justicia poética. Dueños de bares usan el espacio común, probablemente sin licencia, para almacenar sus trastos. Alguien va y se los roba sin que nadie salga herido. Pues que se jodan, ¿no? El que más me gusta es uno que sale en el vídeo denunciando que es la segunda vez que le quitan las sillas, porque la primera no aprendió la lección.

Ante la inacción de las Administraciones a la hora de hacer las ciudades algo más habitables, aplaudimos cualquier intento de acción directa. Y a estas alturas nos da igual que sea un grupo anarquista, una banda criminal o unos estudiantes que necesitan muebles para su piso. Ya que nadie va a arrasar con un bulldozer las terrazas que ahogan nuestra vida urbana, al menos que les salga caro tenerlas almacenadas por la noche en la propia calle. «No, pero los puestos de trabajo». Los puestos de trabajo me importan, la verdad, muy poco. Son la excusa ante cualquier cosa que afecta negativamente a un empresario. Y siendo sinceros, si un hostelero va a cerrar solo porque le choricen unas sillas, es que lo mismo su local no merecía seguir abierto.

Este asunto nos obliga a reflexionar sobre el uso del espacio común. Es ya un tópico decir que las ciudades modernas se caracterizan por la privatización del espacio público, que deja de ser un lugar de estancia y paseo (con sus bancos, sus árboles y sus fuentes) para pasar a ser zonas diáfanas y duras, horribles para todo lo que no sea poner terrazas o instalar actividades culturales puntuales que dejen buen dinero en las arcas del Ayuntamiento. Y hay alguna de estas privatizaciones que ya hemos aceptado y que ni siquiera nos cuestionamos: la más notable, que los conductores dejen sus coches en la calle. O incluso vemos como naturales las propias terrazas. Pero su expansión constante, que no se desmonten por la noche (las que son tipo velador) y que su material quede almacenado en la calle son prácticas que todavía nos despiertan indignación.

Hay que aferrarse a eso, porque la indignación puede cambiar las cosas. Al menos más que la resignación.

 

 

(1) Y sí, en la carrera me pusieron el ejemplo de esta canción para explicarme los derechos sobre las cosas.

(2) Muchas ordenanzas municipales vetan esta opción al entender que la basura es propiedad del Ayuntamiento, lo que hace que técnicamente no puedan existir los bienes abandonados, pero no creo que nadie fuera a descender a estos niveles de análisis.

 

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martes, 9 de enero de 2024

Nostalgia y cuernos

Creo que es evidente que vivimos un repliegue conservador. La «sociedad de propietarios» creada en los ’70 y ’80 ante una URSS que se derrumbaba es muy propensa. En épocas de crisis, cada familia se vuelve hacia lo suyo, hacia su casa y hacia su gente, y olvida lo colectivo, por lo que siente una profunda desconfianza (a pesar de que ha sido el Estado del bienestar quien le ha permitido tener esa magra propiedad que ahora atesora). Y sabe dios que estamos en una época de crisis. Ni siquiera habíamos llegado a salir en condiciones de la de 2007 cuando vino la pandemia, la guerra de Ucrania y el genocidio palestino, en una rápida ráfaga de tres años. 

En épocas de crisis económica y social, el estado mental que nos sale como respuesta es la nostalgia. Inventarnos un pasado que en realidad no existió y querer estar en él. Publicar memes de «nunca podré recuperarme financieramente de esta compra». Comprar el libro de Ana Iris Simón sobre lo bonito que es el fascismo; perdón, sobre lo bonita que era la vida de sus padres en el pueblo (1). Y hacer el razonamiento espurio de que, como antes había estabilidad económica y no había «cosas raras» (concepto que puede abarcar el feminismo, los pelos de colores, los pronombres en la bio, el lenguaje inclusivo, las personas LGTB+ visibles o cualquier fobia que tenga uno ese día), si eliminamos esas «cosas raras» volverá la estabilidad económica. Al menos para las personas de bien como nosotros.

Estos días hemos podido ver dos bonitos estallidos de nostalgia. El primero ha sido a cuenta de fallecimiento del sedicente humorista Arévalo. Yo, como niño de los ’90, recuerdo que de este señor se hablaba, primero, poco, y segundo, como de algo casposo y rancio. ¿Chistes de mariquitas y gangosos recopilados en casetes que comprabas en gasolineras? ¡La moderna sociedad de los ’90 y los ’00, con su burbuja inmobiliaria y su desarrollo económico, tenía aquello muy superado! Sin embargo, ha sido morirse el buen señor y aparecerle un espontáneo ejército de defensores, con su «esto hoy no se podría hacer» y sus «los woke han matado el humor». ¡Como si no hubiera estado haciendo chistes en un escenario hasta anteayer! Pero al nostálgico le dan igual los hechos: Arévalo fue la cumbre del humor español y si no apreciamos sus chistes sobre colectivos vulnerables es que somos unos pieles finas.

El segundo estallido ha sido un artículo del bueno de Pérez-Reverte que ya empieza declarando que va a ser reaccionario. ¿Qué desata esta semana las iras del ilustre académico? La costumbre de los jovenzuelos de tutear a todo el mundo. ¡Hasta a él! Antes la gente sí que sabía tratar con respeto a los demás. O bueno, no. Porque el catedrático Fernando Lázaro Carreter ya escribió un artículo sobre el tema, del cual el de Pérez-Reverte parece un calco (mismos argumentos, mismos ejemplos, mismas excepciones, mismas comparativas) hace la friolera de 34 años (2). El mundo cambia, pero los rancios nostálgicos permanecen.

Y por lo menos el bueno de Arturo Pérez-Reverte y los fans de Arévalo están ya cerca de entregar la cuchara. Pero esta nostalgia no solo afecta a gente revenida, sino también a personas jóvenes. Ves a críos de quince o veinte años diciendo memeces sobre el franquismo, época que no solo ellos no vivieron, sino que sus padres probablemente tampoco, o solo durante su primera niñez. En 2024 alguien de 20 años será hijo de personas de entre 45 o 50 años, es decir, nacidas en torno a la muerte del dictador.

Esta nostalgia a veces se va a lo público, pero en demasiadas ocasiones acaba en lo privado, en lo puramente relacional. Así, y aunque muchos miembros de la llamada generación Z son personas de izquierdas, abiertas y comprometidas, hay entre ellos también una corriente de refuerzo de los roles tradicionales de género, con todo lo que ello implica. Machismo y su correlativa justificación del maltrato, rechazo a lo LGTB+, rigidez moral, aborrecimiento de formas relacionales no normativas (la pandillita del «monogamia o bala»), ensalzamiento de los celos, etc. De nuevo la falacia: como antes había estabilidad y no había poliamor ni leyes anti-VG, si eliminamos el poliamor y las leyes anti-VG volverá la estabilidad.

El otro día me encontré por redes al ejemplo perfecto de estos críos nostálgicos: un tipo que exigía que los cuernos fueran delito. Que tuvieran penas o que, al menos, dieran derecho a indemnización. Al seguir la conversación la cosa desbarraba todavía más. Que son un acto de maldad, que suponen un desgaste económico para la víctima (la cual, por supuesto, necesitará terapia), que solo están en contra de penalizarlos quienes van a ser infieles y así sucesivamente. Cuando se intentaba razonar con él, contestaba que igual que había delitos contra el honor (como las injurias) debería haber delitos por «traición personal».

Supongo que es el siguiente paso. Ya hemos patologizado todos los problemas y conflictos de la vida, y ya nos han vendido que necesitamos terapia para todo. Ahora tenemos que judicializarlos: mi sufrimiento debe ser compensado, tanto económicamente como por medio de penas legales impuestas al causante, aunque el asunto no tenga ni la más mínima trascendencia pública.

Esta posición es nostálgica, claro que sí, porque el delito de adulterio existió y fue abolido. El Código Penal franquista (artículos 449 y siguientes) definía adulterio de forma diferenciada para hombres y para mujeres:

  • Una mujer casada cometía adulterio cuando yacía con hombre que no era su marido. Este también cometía el delito. 
  • Un hombre casado cometía adulterio cuando tenía una amante fija («manceba») viviendo en la casa conyugal o notoriamente fuera de ella. Esta amante fija también cometía el delito.

 

Se trataba de un delito privado, que solo podía ser perseguido por denuncia del marido o la esposa agraviados, siempre que este no hubiera consentido el adulterio o perdonado a cualquiera de los culpables. La denuncia debía ser contra ambas personas, el cónyuge infiel y el tercero en discordia. La pena, que era de prisión de 6 meses a 6 años, podía ser levantada por perdón del ofendido, que, de nuevo, debía extenderse a ambos culpables. En un contexto donde no había divorcio, se podía llegar a condenar por adulterio incluso a parejas separadas, cuyos miembros hacían vida independiente.

Seguro que los nostálgicos estarían encantados de recuperar este delito. Por supuesto, las cosas han cambiado y vivimos en una época de igualdad de género, así que se acabaría el trato diferenciado al hombre y a la mujer. Igualamos por debajo, claro: con un polvo vas a la trena. O con sexo oral. O con tocamientos. O con conversaciones subidas de tono. Ya que nos ponemos, nos ponemos bien: es delito cualquier cosa que la otra persona considere cuernos (3). Y también se acabó lo de restringirlo solo a casados: ¡todo el mundo a pringar si le planta los tochos a su pareja! Íbamos a flipar con los jueces definiendo qué es pareja y qué no es pareja.

Este delito fue casi de lo primero que se derogó de todo el aparato legal franquista. Ya en mayo de 1978, medio año antes de la aprobación de la Constitución, se dictó la ley que lo eliminaba. Era un elemento increíblemente odiado e impopular, por lo que significaba de represión sexual y de imposición de una moral sobre relaciones privadas. Y lo sigue siendo, aunque ahora se defienda con terminología moderna.

Está claro que saltarse los acuerdos que tienes con tu pareja es un acto dañino. Pero también está claro que es comparativamente leve, y que entra dentro de la libertad e intimidad de cada cual. Si tu pareja te lo hace, móntale un pollo y mándalo a la mierda, que es la forma en que resolvemos los adultos los conflictos en donde no tiene ningún sentido que intervenga un juez. Cuando penalizamos los cuernos no estamos protegiendo ningún bien jurídico, sino dándole cuerpo a la sensación de agravio de una persona. Y yo lo siento, pero el Estado no debe inmiscuirse en esta clase de conflictos ni generar delitos que dependen en exclusiva de la subjetividad de la víctima.

Se podría argumentar que el consentimiento de la víctima es importante en muchos delitos, tanto para reducir la sanción (matar a alguien que consiente no es homicidio sino cooperación al suicidio, lesionar a alguien que consiente tiene menos pena) como para eliminarla (los actos sexuales y las transferencias patrimoniales son legales si son consentidas y delito si no lo son). Pero no es lo mismo. En estos delitos hay un bien jurídico que es claro: la vida, la integridad corporal, la libertad sexual, el patrimonio. Para analizar si ese bien jurídico ha sido lesionado debe tenerse en cuenta la voluntad de la víctima, pero, una vez consumado el hecho, está consumado. Se ha lesionado un bien jurídico, y muchas veces el proceso se inicia incluso aunque la víctima no quiera.

En un hipotético delito de adulterio, ¿qué bien jurídico se lesiona, si la víctima ni siquiera se entera de primeras? ¿La confianza en su pareja? Ese no solo no es un bien jurídico que merezca protección penal, sino que ni siquiera está bien definido, porque depende en exclusiva de cómo la persona decida tomarse una infracción que se consumó en el pasado. Incluso los delitos contra el honor (la injuria y la calumnia), que son únicos delitos privados que tiene nuestro sistema (4), requieren imputar un delito o proferir insultos graves, es decir, cosas que sin duda alguna afecten a la consideración social de una persona. No basta con la simple sensación de ofensa privada.

En fin, que no. El Estado no está para inmiscuirse hasta ese punto en relaciones privadas ni para sancionar a quien ponga cuernos. Querer que lo esté es de una rigidez moral apabullante y de una desconexión brutal con la humanidad. Es puro moralismo: creer que la moral debe ser ley, porque cualquier fallo moral refleja una maldad inherente. Y no entender que los seres humanos somos entidades muy complejas, que a veces nos equivocamos, a veces tomamos malas decisiones y a veces no estamos animados por el puro y fraternal amor al prójimo. Y que no todos nuestros fallos merecen reproche penal.

Diría aquello tan manido de que «el sueño de la nostalgia produce monstruos», pero estaría mal dicho. La frase original contrapone algo que se pretendía bueno (la razón) con sus consecuencias nefastas, pero la nostalgia ni siquiera es buena. Es un punto de partida deleznable para cualquier proyecto, sea político o privado. Ya hay que ser pardillo y ya hay que ser triste para añorar nada menos que una época en la cual podían meterte en la cárcel por acostarte con otras personas que no fueran tu cónyuge.

 

 

 

 

 

(1) Cabe notar que, que sepamos, Ana Iris Simón no se ha ido al pueblo de sus padres a disfrutar del bajo precio de los alquileres.

(2) El libro recopilatorio es de 1997, pero el artículo fue originalmente publicado en 1990.

(3) Alguna vez he visto en redes a peña que consideraba cuernos que su pareja se masturbara pensando en otras personas o incluso que las considerara atractivas.

(4) Un delito privado es aquel que solo puede perseguirse a instancias de la víctima y en el que esta tiene la capacidad de extinguir la pena, perdonando al agresor. Es decir, como era el adulterio en el pasado.



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