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domingo, 30 de junio de 2019

Queer. Una historia gráfica


He de confesar una cosa: lo queer me costaba. Lo veía como un mundo altamente complejo, lleno de terminología cambiante y confusa donde yo no iba a poder entrar en la vida. Por eso en la Feria del Libro me compré Queer. Una historia gráfica, de Meg-John Barker (texto) y Julia Scheele (dibujo). Llevaba tiempo valorando adquirir ese libro, y la Feria fue el momento ideal, porque así pude ir a charlar con la gente de la editorial (Melusina siempre edita cosas bellas) y a que Begoña Martínez-Pagán, la traductora de la cosa, me lo firmara. Y para morir de calor.

¿Y qué me he encontrado? Pues hombre, estoy reseñando el libro y yo no suelo reseñar, así que la respuesta es que o me ha gustado mucho o me ha gustado muy poco. La respuesta correcta, tranquilícese todo el mundo, es la primera. Queer me ha parecido un LIBRAZO para introducirse en las ideas de este movimiento. Después de leerlo ya no siento que lo queer me cueste, porque he podido ver que lo queer es casi más una forma de enfocar la vida (rechazar los binarismos, admitir los grises, no admitir las relaciones de poder) que un conjunto cerrado y fácilmente resumible de teorías.

Esto es importante. Claro que hay muchas teorías queer, cada una centrada en una serie de cosas, pero la impresión que me ha dado después de leer el libro es que no son un todo orgánico y bien conectado (me viene a la mente la palabra “racional”) sino más bien una masa difusa de autores hablando cada uno de su tema y criticándose entre sí, que no comparten postulados o ideas sino como mucho un enfoque, una manera de pensar y de hacer las cosas. Por eso me costaba, creo. Porque algo así es muy difícil de reducir a un resumen que pueda leer un no iniciado.

Más mérito, entonces, es el que tiene Queer, porque lo consigue. El libro se compone de unas 170 páginas temáticas, todas con la misma estructura: un título, un texto principal y un dibujo que apoya la idea transmitida en el texto o que amplía información. Muchas veces los dibujos son retratos de los principales pensadores queer, con globos de texto que incluyen reelaboraciones (no citas literales) de sus ideas. Otras, se dibujan conceptos explicados, aparecen personajes corrientes diciendo cosas, hay esquemas, metáforas, etc.

Al principio, me enfrenté a Queer como si fuera un cómic. “Lectura ligerita”, pensé. Una leche. Al cabo de unas cuarenta páginas tuve que cambiar el chip. Es un libro que hay que leer con atención, y que probablemente exigirá relectura cuando acabe la ronda de préstamos en la que está ahora mismo. Es cierto que es un libro ilustrado, pero eso no quiere decir que los textos de cada página no exijan que les prestes atención. Son ensayos, verdaderos ensayos sobre historia, historia de la filosofía, sociología, sexualidad, identidades, etc., que incluyen conceptos complejos.

Y que incluyen muchos, ojo. En algunos momentos llegué a sentirme abrumado de la cantidad de términos novedosos y autores desconocidos que estaban apareciendo ante mí. No sé si esto es una crítica, porque la verdad es que aporta mucha materia sobre la que pensar y de la que leer más, pero sinceramente hay cosas que yo no esperaba encontrar en un libro de introducción. Así que si lo compras, piensa que las 170 páginas van a cundir bastante y que es muy probable que quieras tomar notas mientras lo lees.

Debido precisamente a que da tanta información, una cosa que eché de menos fue una división en capítulos. La cosa es que sí se divide, de forma muy clara, en varias partes, y de hecho las autoras llegan a decirlo al principio de las páginas que abren cada sección (“Ahora hablaremos de…”, “En lo que nos queda del libro trataremos el tema de…”), pero no hay un índice ni páginas que abran esos capítulos. Supongo que se puede arreglar con post-its.

Otra crítica negativa, aunque es más un “pica” que otra cosa, es la ausencia de los retratos de Sylvia Rivera, Marsha P. Johnson, Brendra Howard y demás gente queer de la época de los disturbios de Stonewall. Quizás se puede entender por el hecho de que es más un libro sobre teoría que sobre activismo, pero es que en él se repasa ampliamente la historia del movimiento LGTB y se habla de Stonewall. Se me antoja necesario incluir en esas páginas dibujos de las personas que protagonizaron el movimiento.

En cuanto al contenido, si tuviera que destacar dos cosas positivas (por poner un número arbitrario), serían las siguientes: la primera, que es autocrítico. No es muy común encontrar en un libro que pretende introducirte a ningún tema críticas hacia dicho tema. Está claro que las autoras adoptan una mirada queer y apoyan esta visión, pero lo hacen de forma nada fanática y entendiendo sus limitaciones y topes. Esta visión es de agradecer, la verdad: puedo aceptar que alguien intente venderme sus ideas, pero cuando me las intentan vender a toda costa y caiga quien caiga ya siento rechazo.

La segunda cosa que me ha gustado es lo relativo a las políticas de identidad. Y es que muchas veces, tanto desde la derecha como desde esa izquierda ortodoxamente marxista que acaba siendo más facha que yo qué sé, se igualan las políticas de identidad y la ideología queer, como si las primeras vinieran de la segunda. Era una idea que, a fuerza de repetirse, había llegado a calar en mí. Y el libro la desmonta sin mayor esfuerzo, incluso dándola por hecho, ya que, si una de las bases del movimiento queer es que nuestra identidad no es fija sino que fluye, ¿cómo se va a usar como base para reclamaciones políticas? (1)

También quiero destacar lo chula que es la edición española. Sólida pese a ser de tapa blanda, papel grueso, traducción impecable y buen precio. Que es lo que suelo encontrar en los libros de Melusina (¿se nota que me gusta la labor editorial de esta gente?), pero yo qué sé, el buen trabajo siempre hay que tenerlo en cuenta.

Por eso, en el fin de semana del Orgullo, yo recomiendo la lectura de Queer. Una historia gráfica. Un libro interesante, para leer varias veces y que sirve como acercamiento a unas teorías tan sugestivas como relevantes para entender la realidad.






(1) Eso sí, la conclusión, en esa línea tan queer de rechazar las dicotomías, no es que las políticas de identidad sean malas, sino que pueden ser útiles según el contexto.


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martes, 25 de junio de 2019

Juramento o promesa


Tras la oleada electoral y la marejada de pactos (que aún no ha acabado) llega la resaca de las investiduras. Eso siempre es divertido, con los juros y los prometos, los que quitan crucifijos y los que los ponen y el enconado debate sobre el tema que se olvida en una semana. Ya hubo algo de eso hace unas semanas, cuando se constituyó el Congreso y los diputados accedieron a sus cargos. Los representantes de la patulea fascista juraron su cargo “por España” (1) mientras que los de JxCat y ERC se marcaron discursitos independentistas y añadieron el consabido “por imperativo legal” antes de sus promesas.

El juramento es, históricamente, el acto protocolario por el cual una persona toma posesión de un cargo público. Es decir, antes de jurar puede ser que reúna los requisitos (en el caso de los diputados haber sido elegido por el pueblo español; en el caso del presidente del Gobierno haber sido designado por el Congreso, en el caso de un funcionario haber aprobado las oposiciones…) pero no ocupa todavía el cargo. Los estadounidenses tienen un término muy preciso para expresarlo: presidente electo, es decir, persona que ha sido elegida como presidente pero que aún no ostenta el cargo porque no ha expirado el mandato del anterior. El juramento es la frontera.

En cuanto a la promesa, se incorporó a nuestro derecho como término laico equivalente a “juramento”. En efecto, jurar suele tener connotaciones religiosas (se jura por Dios) mientras que prometer tiene más que ver con las convicciones éticas del sujeto. Como digo, ambos términos son intercambiables a nivel práctico. En España, lo normal es que los cargos públicos de izquierdas prometan y los de derechas juren, salvo excepciones como José Bono o Soraya Sáenz de Santamaría.

Podemos preguntarnos, incluso, por la legalidad de esta fórmula. Al fin y al cabo, si vivimos en una democracia, ¿por qué una persona que ha sido elegida por el pueblo necesita alguna condición extra (en este caso prometer que va a defender la Constitución y las leyes, etc.) para perfeccionar su cargo? De hecho, este requisito no está previsto en la Constitución. Y hay países donde han prescindido de la jura solemne, y se limitan a firmar la documentación que acreditan sus cargos.

Sin embargo, se puede contestar de contrario que la política es en buena parte espectáculo, y que no es tan absurdo marcar de forma ceremonial el momento en que un cargo empieza a ejercer, siempre que sea mediante un acto sencillo y que no se exceda en el protocolo. En cuanto a la previsión legal, es cierto que no se menciona en la Constitución, pero sí en la Ley Electoral (artículo 108.8 LOREG) y en diversas normas menores.

Vale, pues vamos al tema del tuneo del texto. La forma de prestar el juramento o promesa está regulada en el Real Decreto 707/1979, que solo tiene un par de artículos (2). En esencia, la persona que vaya a tomar posesión debe jurar o prometer que va a cumplir fielmente las obligaciones del cargo con lealtad al rey y que va a guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado. Si le van a nombrar ministro, además, se añade el compromiso de guardar secreto de las deliberaciones del Consejo de Ministros.

Ese contenido se puede acatar por dos vías: o bien la persona que va a dar posesión pregunta si el designado jura o promete cumplir con todo eso (y el designado contesta con una “simple afirmativa”) o bien directamente el designado jura o promete con su propia voz toda la fórmula. Y ya está, eso es todo. Ninguna opción para la creatividad, para los vivaspañas, para los recuerdos a los presos políticos o para los “por imperativo legal”. Todo eso simplemente no entra en lo que prevé la ley.

¿Entonces?

Pues entonces nada. Porque, como siempre, esto es un asunto que, por encima del griterío de nuestros gobernantes, el Tribunal Constitucional resolvió hace años. Y la respuesta, en realidad, es bien sencilla. ¿Qué exige la Ley Electoral? Que se jure o se prometa el cargo. ¿Qué exige el reglamento? Que ese juramento o promesa tengan un cierto contenido (lealtad al rey, guardar y hacer guardar la Constitución…). ¿Ha cumplido el cargo público con esas dos cosas? Sí. Pues en ese caso, como si además quiere arrancarse por soleares: el juramento o promesa es válido.

El caso que se suele citar es el de la STC 119/1990, de21 de junio, en el que se resolvió el recurso de amparo de unos diputados de Herri Batasuna a los que la Mesa del Congreso había negado la condición de diputados precisamente por añadir la fórmula “por imperativo legal” en su promesa. Ellos recurrieron al TC con base al artículo 14 (derecho de igualdad) y 23.2 (derecho a acceder a cargos públicos). El Tribunal les dio la razón, con un párrafo que me parece bastante clarificador por sí mismo (FJ 7):

“En un Estado democrático que relativiza las creencias y protege la libertad ideológica; que entroniza como uno de su valores superiores el pluralismo político; que impone el respeto a los representantes elegidos por sufragio universal en cuanto poderes emanados de la voluntad popular, no resulta congruente una interpretación de la obligación de prestar acatamiento a la Constitución que antepone un formalismo rígido a toda otra consideración, porque de ese modo se violenta la misma Constitución de cuyo acatamiento se trata, se olvida el mayor valor de los derechos fundamentales (en concreto, los del art. 23) y se hace prevalecer una interpretación de la Constitución excluyente frente a otra integradora”.

O, en otras palabras: no puede ser que una simple fórmula esté por encima del derecho de un diputado elegido por el pueblo a recoger su acta de diputado y empezar a trabajar. Es perfectamente válido que un diputado no le conceda validez moral al juramento o promesa, o que pretenda denunciar que se lo imponen, o que quiera añadir otras coletillas en expresión de la ideología política por la cual le han votado. ¿Por qué no iba a serlo? Vivimos en un contexto de pluralismo político, y se supone que quienes rechazan el sistema también caben en el Congreso.

Aparte, el TC pone en su contexto histórico la fórmula “por imperativo legal” y explica que la existencia de reservas hacia el juramento o promesa no es algo que hayan inventado los de Herri Batasuna. Al contrario, en el parlamentarismo clásico también se hacía, pero “mediante una breve explicación que el Diputado hacia seguir, sin solución de continuidad, a la emisión de su juramento o promesa”. En ese sentido, la duda viene a ser: ¿mantenemos esta estructura o permitimos que estas reservas se incorporen a la propia fórmula del juramento o promesa? Es decir, el problema se ha convertido en una simple duda de formato.

La conclusión solo puede ser una: sí, un cargo público puede tunear su fórmula de juramento o promesa todo lo que quiera, porque un formalismo no está por encima de los derechos fundamentales. El límite de este razonamiento está, precisamente, en el hecho de que la pronuncie: si cuando termina de hablar se puede entender que no se ha comprometido (no ha dicho el “sí”, por ejemplo), entonces se le podría vetar el acceso al cargo. En otras circunstancias, no.

Y bueno, yo pondría también otro límite, que es el dictado por la razonabilidad del tiempo. Si detrás de ti tienen que jurar o prometer otras doscientas personas, no sueltes discursitos ni te pongas en plan “viva España, viva el rey, viva el orden y la ley”, que ya lo dice el refrán: en esta vida se puede ser de todo menos pesado.








 (1) Sus diputados en las Cortes valencianas fueron aún más rancios: juraron “por Dios y por España”, fórmula que ya habían usado los andaluces.

(2) A pesar de que en este artículo nos estamos centrando solo en el juramento o promesa de cargos políticos, este decreto se aplica también a funcionarios, que deben prometer acatamiento a la Constitución antes de que su nombramiento se haga efectivo.





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jueves, 20 de junio de 2019

Eutanasia y violencia de género


Ángel Hernández, el anciano madrileño que ayudó a morir a su esposa enferma terminal, será juzgado por violencia de género. O eso dicen los titulares, que buscan generar clics a través de la indignación. Luego la realidad es un poco distinta, pero como aun así se trata de una decisión discutible, vamos a analizarla.

Ya vimos que Hernández está imputado (y, de hecho, probablemente sea condenado) por unos hechos que se pueden calificar de cooperación ejecutiva al suicidio. Este delito consiste en participar en el suicidio de otro hasta el punto de ejecutar la muerte: ser la persona que aprieta el gatillo, la que clava el puñal o, en este caso, la que administra el veneno. Los delitos de participación en suicidio ajeno se consideran una forma de homicidio (1), muy atenuada por el hecho de contar con el consentimiento de la víctima. No es lo mismo una víctima que no quería morir (homicidio propiamente dicho, potencialmente escalable a asesinato y castigable incluso con cadena perpetua) que una que sí quería hacerlo (inducción o cooperación al suicidio).

En estas coordenadas, entra en el sistema judicial el caso de Ángel Hernández. Y está la pregunta de: ¿quién lo instruye? La instrucción es el primer paso del procedimiento judicial, y consiste en una investigación de los hechos. Normalmente corresponde a un Juzgado de Instrucción, pero para casos de violencia de género existen los llamados Juzgados de Violencia sobe la Mujer. Los JVM son Juzgados de Instrucción (instruyen, no juzgan), pero especializados en delitos de violencia machista y además con ciertas competencias civiles, relativas sobre todo a derecho de familia: pueden decretar divorcios, fijar custodias, etc. (2).

Y aquí llegamos al problema. El artículo 14.5.a LECRim concede a los JVM la competencia para instruir los procesos “por los delitos recogidos en los títulos del Código Penal relativos a homicidio (…) siempre que se hubiesen cometido contra quien sea o haya sido su esposa”. ¿Recordáis que el delito de cooperación ejecutiva al suicidio era un tipo de homicidio? Pues llegó el Juzgado de Instrucción, vio los hechos del atestado policial, vio que la víctima era la mujer de Hernández y de inmediato pasó los hechos al Juzgado de Violencia sobre la Mujer.

Fue, precisamente, el JVM el que intentó poner un poco de calma en el asunto. Según la ley, la violencia de género es aquella que manifiesta “la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres”. Insisto, más allá de definiciones sociológicas, éste es el concepto de violencia de género que maneja el artículo 1 LOMVG. Una cooperación ejecutiva al suicidio con móviles claramente compasivos y eutanásicos no es violencia de género, te pongas como te pongas.

Por ello, el JVM rechazó su propia competencia atendiendo a un artículo que le permite hacerlo en casos que “de forma notoria, no constituyen expresión de violencia de género” (artículo 87ter.4 LOPJ). El Ministerio Fiscal apoyó este mismo criterio: dijo que instruir este caso como violencia machista sería “contradictorio” y que mandaría “un mensaje distorsionado a la realidad”. Así pues, tenemos un problema: el Juzgado de Instrucción empaquetó el asunto al JVM pero el JVM rechaza su competencia. ¿Entonces? Entonces resuelve el superior común, es decir, la Audiencia Provincial.

Es eso lo que se resolvió el otro día. La Audiencia Provincial, de forma sorpresiva, le dio la razón al Juzgado de Instrucción: el asunto debe ser instruido en el JVM. ¿El motivo? Pues al parecer, y siempre según lo publicado en prensa, que a la Audiencia no le constan los vídeos donde María José Carrasco consiente de forma expresa a ingerir un veneno. Ese pendrive no le ha llegado. Por tanto, no hay motivos para descartar que estos hechos, cometidos en el contexto que marca la ley para la violencia de género, sean precisamente violencia de género, y por tanto competencia del JVM.

¿Y de quién es la culpa de que ese pendrive no llegara a la Audiencia? ¿Del investigado, del Juzgado de Violencia sobre la Mujer, de un funcionario…? Pues no lo sé, no estoy en el proceso. La cosa es que parece el típico error humano tonto.

Error humano, eso sí, que tampoco va a tener consecuencias graves. Al principio de este artículo he dicho que afirmar que a Ángel Hernández le van a juzgar “por violencia de género” es incorrecto. El asunto lo va a instruir un Juzgado de Violencia sobre la Mujer, eso es cierto, pero el derecho material a aplicar no cambia un ápice: Hernández se juega una pena por cooperación ejecutiva al suicidio de su esposa, ni más ni menos. Una cosa es el órgano judicial que instruye o que enjuicia y otra el derecho aplicable, y son dimensiones independientes.

Claro, puede ser que para Hernández haya sido un golpe psicológico. Quizás estuviera preparado para que le juzgaran (nadie toma esta decisión sin informarse de las consecuencias) pero el tema de que sea un Juzgado de Violencia sobre la Mujer le ha pillado por sorpresa. También está el estigma, pero no me parece muy grave: si todo el país tiene claro que es injusto que a este hombre le vayan a juzgar por facilitar la muerte de su mujer terminal, dónde le vayan a juzgar no es relevante.

Por último, puede que haya (siempre los hay) listos que intenten aprovechar este caso para arrimar el ascua a su sardina. Que como en este caso hay un error notorio, procede abolir la Ley de Violencia de Género y blablá. Ni caso. Se legisla para la mayoría, no para la minoría. Es más, aquí han sido precisamente los órganos especializados en violencia de género los que han rechazado tramitar este asunto y los órganos generalistas quienes se lo han impuesto.

Así que no cuela. La Ley de Violencia de Género necesita en todo caso mejora y profundización, no ser abolida, y en el caso de Ángel Hernández y María José Carrasco no se encontrará prueba de lo contrario.







(1) El Título que contiene esta regulación se llama “Del homicidio y sus formas”.

(2) La lógica de esto es que una mujer que sufre maltrato no tenga que iniciar varios procedimientos en varios órganos judiciales: uno para que condenen a su pareja por el maltrato, otro para divorciarse y tener la custodia de los críos, otro para… En el JVM lo puede hacer todo.




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viernes, 7 de junio de 2019

"Los okupas son..."


Es curioso este país, ¿no? Llevamos desde 2007 con la economía reventada, hasta el punto de que ya no se puede hablar de crisis sino de normalidad. Hemos cambiado el modelo de hipoteca por el de alquiler, pero eso solo significa que las comisiones judiciales ya no ejecutan “lanzamientos” sino “desahucios”. La gente joven va empalmando precariedades hasta los 40, momento en que se convierte en gente madura que va empalmando precariedades. Y aun así, nuestro principal miedo inmobiliario es que vengan unos tipos con parche en el ojo y nos okupen la casa mientras bajamos a comprar el pan. No me digas que no es para echarnos de comer aparte.

Hay dos cosas que me molestan de este asunto. La primera, que han convertido una anécdota (la ocupación maliciosa de casas que ya tienen residente) en un miedo general. Y la segunda, que todo el análisis de este fenómeno sociológico de la ocupación de inmuebles se hace con una brocha gorda alucinante. Se dice que “los okupas son” o que “los okupas hacen” sin entender que okupa es (valga la redundancia) cualquiera que ocupa un inmueble ajeno, sea con la finalidad que sea, sea por los medios que sea y se porte como se porte con los vecinos durante ese periodo.

Así, son okupas:
  1. Los integrantes del movimiento okupa, que ocupan inmuebles para montar en ellos centros sociales. Es decir, no ocupan para residir.
  2. Los narcotraficantes que ocupan pisos o locales para usarlos de base de operaciones (“narcopisos”).
  3. Las familias que, desahuciadas por impago de su vivienda legal, se meten donde sea para subsistir (a veces incluso en su antigua casa, que sigue vacía después del desalojo).
  4. El okupa mitológico, es decir, el que se mete en tu casa cuando estás de vacaciones y se queda con ella. Lo llamo mitológico porque se ha convertido en el paradigma de okupa cuando de hecho es la excepción. 
  5. Según algunos (aunque yo personalmente objeto a esta terminología), los ocupantes legales cuando dejan de serlo. Todos hemos oído el rollo de “mira cómo se me quedó el piso cuando se me metieron okupas” y resultó que eran inquilinos que dejaron de pagar.


¿Alguien puede de verdad pensar que todas estas categorías de personas funcionan igual? A nivel legal serán lo mismo (1), pero ¿son idénticas las mecánicas sociales que las sustentan? ¿Merecen incluso la misma reacción social? Porque cuando desde la derecha acusan a Podemos y a los partidos municipalistas de “estar con los okupas” están cometiendo una manipulación interesada. Yo puedo perfectamente rechazar a los okupas de tipo 2 (como de hecho estoy), a los del tipo 4 y a los del tipo 5 al tiempo que apoyo a los de tipo 1 y 3. Y sí, he dicho apoyo.

Incluso los inmuebles que ocupan son distintos. Los de tipo 1 suelen buscar edificios enteros, a ser posible cuya propiedad sea difícil de determinar, para aguantar lo máximo posible. Los de tipo 2 solo necesitan cuatro paredes para meterse y trapichear: en mi barrio había narcopisos en puras ruinas e incluso en solares. Los de tipo 3 quieren pisos en condiciones. Esos tres, por cierto, tienden a entrar en inmuebles abandonados. La razón es simple: si tú deseas aguantar lo más posible con tu centro social / narcopiso / vivienda ocupada, te viene mal la presencia de unos propietarios frustrados que quieren recuperar su casa. Es obvio, en realidad, si te paras a pensarlo. Para la mayor parte de okupas, entrar en un piso donde ya vive alguien es una mala idea.

Entonces, ¿qué pasa con los de tipo 4? Pues existen, claro, pero los casos que yo he leído (sobre todo a través de la prensa) solían tener una motivación personal. Alguien usurpó una casa a la que tenía acceso sencillo, o lo hizo para fastidiar a los propietarios. Sin duda estamos ante actos injustificables: cuando desde el espacio político de la izquierda se defiende la okupación siempre se piensa en edificios abandonados, no en quitarle a nadie su casa.

Pero claro, también está el tema de que con este asunto hemos llegado a una dialéctica muy chunga: o estás a favor de que la Policía expulse sin juicio a cualquier persona que haya sido denunciada por un propietario o estás “defendiendo a los okupas”. Es algo que, hasta donde yo sé, en este país solo se ha vivido con esa intensidad en el caso de ETA. Y como yo no paso por el aro de darle a los policías competencias judiciales, termina por parecer que defiendo a los cuatro gatos (porque no olvidemos que son cuatro gatos) que usurpan viviendas ajenas, que es lo que entiende la gente cuando se menciona la palabra “okupa”.

De ahí es de donde viene todo, supongo. De que una palabra amplia, que solamente define una actividad (usurpar un inmueble ajeno) se convierte en una tipificación casi sociológica: el okupa es el que se te mete en casa, te la destroza y la usa como base de operaciones para toda clase de delincuencias. Y ¿quién no estaría en contra de eso?

El problema, claro, es que no es así. Estamos hablando de un término polisémico, que abarca muchas situaciones distintas. Por favor, si vas a usarlo evita el trazo grueso. Expresiones como “los okupas son” o “los okupas hacen” están de más y no hacen más que enturbiar las aguas.

Aunque bueno, si te hace falta esta advertencia igual eso es justo lo que buscabas.








(1) O no, porque no es igual entrar en una casa habitada que adueñarse de inmueble vacío.


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