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sábado, 22 de abril de 2023

Un criminal asesor

El otro día, alguien de Twitter me hizo la siguiente pregunta:


Estaba esta mañana viendo Moriarty y se me ocurrió pensar en si la figura del "criminal asesor" sería ilegal. O sea, él no comete el crimen, solo lo planifica. Es otra persona el que usa dicho plan para comerte el crimen. Sería imputable? Debería serlo??

 

Como la realidad sociopolítica me resulta cada vez más triste, aterradora e incomprensible, voy a dedicar unas líneas a responder esta cuestión. Que es, ya os lo adelanto, más sencilla de lo que parece.

Intuitivamente todos suponemos que la respuesta a la pregunta es «sí». ¿Cómo no va a ser ilegal la figura del que asesora a otros para cometer el delito, más aún si cobra por ello? Y, en efecto, esa es la respuesta. No se trata de determinar si hay que empurarlo, sino más bien de bajo qué figura hacerlo. Porque si le pillan, a la trena va.

Nuestro Código Penal dedica unos cuantos artículos a la cuestión de la autoría. Al fin y al cabo, separar quién es y quién no es el autor del delito es muy importante. En esencia, a la hora de empezar a imponer penas, nuestro Código Penal considera dos tipos de responsabilidad: la del autor del delito y la del partícipe (que, a su vez, puede dividirse en varias figuras con distinta responsabilidad).

El autor del delito es, según el artículo 28 CPE, quien realiza el hecho por sí solo, conjuntamente con otros autores o por medio de otro del que se sirven como instrumento. Esta breve frase tiene más enjundia de la que parece. Por un lado, contiene el criterio básico para considerar a alguien autor de un delito: la realización del hecho. Los tipos penales no son más que descripciones de hechos: matar a otro, encerrar a otro privándole de su libertad, tomar las cosas muebles ajenas con ánimo de lucro y sin la voluntad de su dueño, etc. Quien realice materialmente el hecho es el autor del delito.

Muchas veces esta idea se sintetiza con el concepto de dominio del hecho. Domina el hecho (y es, por tanto, autor del delito) quien está en la situación de ejecutarlo o bien, si se mantiene inactivo, de evitar su comisión. Se trata de determinar a quién pertenece el hecho, quién lo puede reclamar como propio. Esa persona, y no otras, será a quien reputemos autor del delito y le impongamos la pena correspondiente.

Por otro lado, la breve frase que hemos mencionado clasifica tres conceptos de autoría:

  • Autoría directa: el autor que actúa solo, sin más problema.
  • Coautoría: los casos donde hay varios autores que actúan conjuntamente. Existe mucha jurisprudencia que delimita, en caso de que varias personas decidan cometer el delito, quiénes son autores y quiénes son partícipes.
  • Autoría mediata: los casos en que una persona actúa por medio de otra, de la que se sirve como instrumento. Se aplica cuando la persona que comete los hechos delictivos no sabe que los está cometiendo o no puede oponerse, ya que está siendo engañada o manipulada por otra persona. Ejemplo típico: te escondo algo en la maleta para que seas tú quien lo pase. En este caso, se considera autor a la persona que está preparando las cosas desde detrás.

 

Hasta aquí los autores. Vamos ahora con los partícipes. Si autor es quien realiza el hecho delictivo, partícipe es quien colabora con él sin llegar hasta el punto de cometer el hecho. La ley define tres clases o categorías dentro de los partícipes:

  • Inductor: quien induce directamente al autor o autores a ejecutar el hecho.
  • Cooperador necesario: quien colabora a la ejecución del hecho con un acto sin el cual este no se habría efectuado.
  • Cómplice: quien colabora a la ejecución del hecho con actos anteriores o simultáneos, sin llegar hasta el punto del cooperador necesario.

 

Distinguir entre estas tres figuras es importantísimo, porque no tienen la misma pena. El inductor y el cooperador necesarios tienen la consideración de autores, es decir, se equiparan a estos a efectos de la pena. El cómplice, por el contrario, tiene una pena menor que los autores. Así que hay que entender bien qué hacen cada una de estas figuras.

El inductor es sencillo. Es quien convence a otra persona de cometer un delito. Tiene que tratarse de una sugerencia directa y de cierta entidad: no es inductor quien hable en abstracto de lo bien que irían las cosas si cierto delito fuera cometido, ni tampoco quien se limite a reforzar la decisión criminal tomada por el autor. Tiene que convencerle de cometer un delito determinado contra una persona concreta.

En cuanto al cooperador necesario y al cómplice, se diferencian por la magnitud de la aportación. La aportación del cooperador necesario es de tal entidad que sin ella no se puede realizar el delito; la aportación del cómplice es menor, porque facilita la comisión, pero no es necesaria. Se atiende muchas veces al concepto de escasez: si se aporta un bien escaso será cooperación necesaria; si se aporta un bien que no es escaso, será complicidad.

Ojo, que la idea de escasez es subjetiva, es decir, hay que determinar lo que es escaso o difícil de conseguir para el autor. Si yo decido cometer un asesinato y un colega me entrega una pistola, es cooperador necesario, porque yo no tengo fácil acceso a esta clase de armas. Si un criminal curtido que tiene siete pistolas no registradas decide cometer el mismo asesinato y el mismo colega le entrega la misma pistola, es simple complicidad.

Entonces, tenemos ya encuadrado al autor y a sus partícipes. Pero el lector atento puede que se haya dado cuenta de que estas cuatro figuras tienen relevancia antes o durante la comisión del delito. Es autor quien realiza los hechos, es inductor quien le convence de ello (es decir, antes del delito) y serán cooperadores necesarios y cómplices los que le presten ayuda (es decir, antes del delito o durante el mismo). ¿Qué pasa con quien le ayuda después? ¿Qué pasa, en definitiva, con los encubridores?

La figura del encubridor es distinta de las que ya hemos mencionado, por una razón. La autoría y la participación son formas de relacionarse con cada delito: el autor de homicidio recibirá una pena, el autor de hurto recibirá otra, etc. El encubrimiento, por el contrario, es un delito concreto, regulado en los artículos 451 y siguientes del Código Penal, y que tiene una pena básica de 6 meses a 3 años, aunque nunca puede imponerse pena superior a la señalada para el delito encubierto.

Lo comete quien, después del delito y sin haber intervenido en su ejecución (es decir, sin ser autor ni partícipe), realiza alguna de las siguientes acciones:

  1. Auxiliar a los autores o partícipes para que se beneficien del provecho del delito, sin ánimo de lucro propio. Si tiene ánimo de lucro ya hablaríamos de otros delitos, como receptación o blanqueo de capitales.
  2. Ocultar, alterar o inutilizar elementos relacionados con el delito, para impedir su descubrimiento.
  3. Ayudar a los presuntos responsables (es decir, no necesariamente a quienes hayan cometido el delito) a eludir la investigación o a sustraerse a su captura, en ciertos casos.

 

El delito de encubrimiento es un delito con sustantividad propia, puesto que se castiga incluso aunque no pueda imponerse pena al autor del delito principal. Un ejemplo: no se castiga a quien le hurta dinero a sus familiares, pero si alguien ayuda al autor de este hurto a que se beneficie de ese dinero, respondería como encubridor.

 

Con todo este arsenal teórico ya podemos responder a la pregunta. No he visto Moriarty, pero sí he leído los libros y relatos de Sherlock Holmes y he visto alguna de sus adaptaciones cinematográficas y televisivas, por lo que conozco sobradamente al personaje. Tenemos a una persona que no comete el delito, sino que asesora a otros (previo pago, probablemente) sobre cómo debe cometerlo.

Si no comete el crimen, si no es quien realiza la acción delictiva, no puede considerárselo autor. Dado que su actuación es previa al delito, no es encubridor. Y dado que no convence a nadie de que transgreda la ley, sino que más bien es contactado con delincuentes en potencia para que los asesores, no puede ser el inductor. Estamos sin duda alguna ante un cooperador necesario o un cómplice: la diferencia dependerá, como vimos, de la magnitud de la aportación. Y yo del Napoleón del crimen me espero planes completos y detallados, que tienen en cuenta variables que al autor del delito nunca se le ocurrieron, lo cual para mí cualifica su actuación hasta la cooperación necesaria.

Hay un último matiz, y es que la actuación de Moriarty, si es verdad que cobra por asesorar a otros criminales, estaría agravada. En efecto, el artículo 22.3 CPE considera agravante «ejecutar el hecho mediante precio, recompensa o promesa». Es una agravante que solo se le aplica a él, no al resto de personas que intervengan en el hecho. Así que, a poco que se trate de un delito un poco grave, hablaríamos de una pena importante.

Bueno, claro está, eso en el caso de que lograran atraparlo.

 

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sábado, 8 de abril de 2023

El caso de Ana Obregón

La gestación subrogada es el contrato por el cual una mujer es inseminada con semen de un comprador, gesta al feto y renuncia a la filiación del bebé en favor del comprador y, normalmente, de su pareja. En otras palabras, una persona o una pareja subcontratan el proceso de tener hijos: será una mujer (pobre, normalmente) quien los geste, pero la filiación se inscribe a nombre de los compradores sin necesidad de más trámites. Es una absoluta barbaridad tanto para la madre como para el niño, y causa bastante asco que algo así se permita en países que se dicen avanzados. 

Cómo será el caso de Ana Obregón que el hecho de que se haya empleado esta técnica no es más que la punta del iceberg del horror.

Repasemos los hechos. Ana Obregón es una famosa de edad indefinida: Wikipedia le atribuye 68 años, pero la sección de Discusión está llena de gente argumentando que tiene más. En cualquier caso, hablamos ya de una persona mayor, que ha cumplido holgadamente la edad de jubilación. Esta mujer tenía un hijo, Alejandro (Aless), que falleció en 2020 a la edad de 28 años. Obregón hizo lo que pudo por recuperarse e incluso fue bastante comentado el discurso que dio ese año, cuando presentó las campanadas de Nochevieja en TVE. Hasta ahí todo bien.

Hace unos días, se hace público que Ana Obregón se ha comprado un bebé por gestación subrogada en EE.UU., donde esta práctica es legal. Esto, de por sí, ya daba cierta dentera: parece que la señora no supera la muerte de Aless y ha decidido tener otro por literalmente el peor medio posible. Entonces empezaron a hacerse públicos toda una serie de datos sobre el proceso, a cuál más escalofriante:

  • El semen con el cual se produjo la fecundación es de Aless, el hijo muerto de Obregón. Es decir, aunque ella va a criar a la niña como si fuera su hija, biológicamente es su abuela.
  • Ha llamado a la niña Ana Sandra, porque es una combinación de nombres que le recuerda al de su hijo muerto.
  • Va a instalar a la niña en la habitación del hijo muerto, que no ha deshecho.
  • Ha encargado más niños, o dice que lo va a hacer, puesto que afirma que Aless quería tener cinco hijos. Se habla de un nuevo proceso de subrogación, esta vez en Argentina.
  • Por último, ha hecho coincidir todo este escándalo con el lanzamiento de un libro, que empezó a escribir su hijo pero que ha terminado ella (o eso dice la promoción).

 

Ah, y todo esto lo sabemos no por filtraciones y rumores, sino porque lo ha contado en el Hola como exclusiva. Incluyendo las fotos en las que sale del hospital en silla de ruedas, como si acabara de parir.

A uno se le encoge el corazón al pensar en la cría. No es que haya nacido por subrogación, es que ha nacido como subrogación: es la sustituta de un muerto. Su figura materna, que es su abuela, va a necesitar cuidados geriátricos antes de que ella sea adolescente. Va a vivir siempre (o, al menos, durante sus primeras décadas) a la sombra de un padre biológico que murió tres años antes de que ella naciera. Aún no ha perdido el reflejo de succión y ya es un personaje público. Toda su vida se va a vender como exclusiva.

Cada dato que se sabe hace la historia más macabra y retorcida. ¿Cómo se puede estar tan ciega? ¿Cómo se puede ser tan egoísta? Es literalmente ver a los demás como recursos. Mi hijo ha muerto, estoy muy triste y él quería niños, así que voy a mandarlos fabricar con su semen. El hecho de que esos niños sean personas distintas, de cuyo bienestar (no solo material) hay que cuidar, no parece habérsele pasado por la cabeza. Y, como Obregón vive en el mundo en el que vive, nadie de su entorno le ha dicho que pare, que lo que estaba haciendo está mal.

Y lo más divertido de todo es que ni siquiera está claro que Ana Obregón vaya a poder inscribir en España a la niña como hija suya. Así que igual hay que sumarle al caldo una indefinición sobre el estatus jurídico de la bebé y sobre a quién corresponde su filiación.

Analicemos el caso desde el punto de vista jurídico. La filiación es el vínculo legal entre una persona y sus hijos (o entre una persona y sus padres). La filiación materna se establece por el parto: quien pare es considerada legalmente madre. La filiación paterna se puede determinar por diversas vías, incluyendo las presunciones (se presume que el marido es el padre del hijo que tenga su mujer), la declaración ante el Registro Civil o el reconocimiento en documento público.

Si hay que recurrir a técnicas de reproducción asistida, la ley introduce ahí ciertos matices. El artículo 10 de la ley que regula esas técnicas habla de la gestación subrogada. Considera nulo el contrato por el cual la gestación corra a cargo de una mujer que renuncia a su filiación materna a favor de otra persona, incluso aunque no sea a cambio de precio (la famosa gestación subrogada altruista). En estos casos, la filiación sigue las vías ordinarias: la materna se determina por el parto y la paterna corresponde al padre biológico, es decir, a quien haya puesto el semen.

En los últimos años ha saltado al debate público la realización de esta clase de técnicas en terceros países y, sobre todo, su convalidación en España. Por ello, se ha incrementado la presión. Hace un año comentamos una sentencia del Tribunal Supremo en la cual, con un lenguaje muy duro, se denegaba la posibilidad de inscribir al niño salido de esta técnica a favor de los compradores por la vía de la posesión de estado. Y el mes pasado la reforma de la ley del aborto declaró ilegal la publicidad de empresas de gestación subrogada.

Sin embargo, este régimen convive en nuestro derecho con la Instrucción de 2010 de la DGRN, que supone un hueco en una prohibición aparentemente tan tajante como la del artículo 10 de la Ley de Técnicas de Reproducción Humana Asistida. Porque sí, estos contratos son nulos, pero si la gestación se realiza en un país donde son válidos, esos niños pueden inscribirse en España con la filiación a favor de los compradores. El único requisito es que la filiación esté determinada en una resolución judicial del país de origen (1), resolución que luego se reconoce en España.

Ese es el panorama. ¿Puede, entonces, inscribir Ana Obregón a la recién comprada Ana Sandra? Se me ocurren dos opciones. La primera, inscribir la filiación a su favor, es decir, constar como madre de la niña. La segunda, inscribirla a favor del fallecido Aless. Y diría que ninguna de las dos es fácil ni rápida.

Vamos a ver la primera: registrarse como madre de Ana Sandra. Si la resolución judicial estadounidense determina la filiación a su favor (que no sé ni siquiera si es posible, pero supongo que si pagas lo es), podría aplicar la Instrucción de 2010 para reconocer sus efectos en España.

Pero aquí hay un problema, y es que esa resolución judicial está pensada para el caso arquetípico de parejita que compra al crío con el semen de uno de ellos: Pepe y María (2) quieren un niño y, como ella no puede concebir, se van a Ucrania, firman el contrato, embarazan a una local con el semen de Pepe y consiguen una resolución judicial ucraniana que determina la filiación a favor de ambos. Si al volver no les dejaran inscribir al niño (ya que su nacimiento se basa en un contrato que es contrario al orden público español), Pepe podría simplemente reclamar la filiación, que para algo es el padre biológico. Y una vez inscrito Pepe como padre, María podría iniciar un proceso de adopción, algo que es más fácil si de lo que se trata es de adoptar al hijo de tu cónyuge.

Es decir, la Instrucción de 2010 está para facilitar un trámite que de todas formas iba a darse: que quien es padre biológico reclame la filiación ante los Registros españoles. Esto es algo que está en la propia exposición de motivos de la Instrucción. A pesar de que el articulado no se refiere solo a este tipo de casos, el fundamento es el que es. Y sería perfectamente posible que el Registro español se negara a inscribir un caso que no tiene nada que ver: Ana Obregón no es el padre ni la madre de ese niño, sino su abuela, y nunca podría reclamar la filiación a su favor. Algún que otro jurista ya se ha pronunciado en este sentido.

Vale, entonces la otra opción: inscribir a la niña a nombre del fallecido Aless. Pero el hecho es que Aless está muerto, y eso plantea una infinidad de problemas. Para empezar, una persona muerta no puede consentir a un contrato, por lo que es difícil, incluso, que en la jurisdicción de origen se atribuya la filiación a su favor, y sin esa resolución judicial no hay nada que hacer. Además, la ley española también regula el caso de que el hombre muera antes de que se complete la técnica de reproducción asistida, y es taxativa: solo puede determinarse la filiación a favor de un muerto si en el momento de la muerte su semen está dentro del útero de la mujer (3). Aunque esta última previsión no está pensada para la gestación por sustitución (ya que esta está prohibida), nada impide aplicarla a casos donde se trata de inscribir una gestación subrogada extranjera.

Si las dos opciones están cerradas, no hay mucho más que hacer. Pensar en caminos algo más barrocos, como que Ana Obregón adopte a Ana Sandra, tampoco lleva a ninguna parte: el Código Civil prohíbe adoptar a los propios descendientes, sea en el grado que sea. Hasta donde a mí se me alcanza, no hay forma de que esa niña pueda acabar inscrita en un Registro civil español con la filiación a favor de nadie de esa familia. Y eso es un problema porque, por ejemplo, si no se puede determinar que sus padres son españoles, ella no tendría la nacionalidad española de origen.

Supongo que al final tragaremos, y se empleará el sacrosanto interés superior del menor para hacer un apaño, probablemente inscribiéndola a nombre de Aless. Porque al final, dejar a la niña sin inscribir es castigarla solo a ella, no a las personas que la han traído a la existencia. Que eso es lo más dramático del caso: que instrucciones como las de 2010 se dictan para no dejar completamente desprotegidos a bebés que han nacido a causa de una técnica inhumana.

Yo espero que este caso, en donde se acumula horror tras horror y despropósito tras despropósito, sea un revulsivo en la forma en que socialmente reaccionamos a la gestación subrogada. Que rompa con esa coraza de «ella con su vida que haga lo que quiera» que a veces se emplea al hablar del tema. Porque ya no es el caso de Ana Obregón: es que el caso de Ana Obregón nos muestra que no hay controles, y donde no hay controles puede pasar cualquier cosa. Esta misma semana hemos sabido que Paris Hilton ha recurrido a esta técnica por la especiosa razón de que parir le daba miedo. Pero vamos, el cielo es el límite. Cuando solo hay que poner sobre la mesa unos miles de euros para tener un niño con tu mismo material genético, no hace falta ser muy imaginativo para pensar en malos usos que se le puede dar al sistema.

No es esa la razón por la cual la gestación subrogada no debe ser legal, ojo. La gestación subrogada debe ser ilegal porque, aun presuponiendo unos padres llenos de cariño que anhelan tener a un bebé para darle todo el amor que merece, su forma de conseguirlo es explotar a una mujer pobre y falsear una filiación. Eso debemos tenerlo claro. El hecho de que pueda usarse para el mal con tanta facilidad no es más que una razón secundaria, pero que tiene mucho peso emocional. Y a veces es eso lo que cuenta a la hora de cambiar la percepción pública.

 

 

 

 

 

(1) Tiene que ser una resolución judicial porque solo así se garantizan extremos como la legalidad del contrato de gestación subrogada en la jurisdicción de origen, la capacidad jurídica de la madre, la validez de su consentimiento, etc.

(2) O Pepe y Juan, pero la mayoría de parejas que recurren a esta técnica son heteros.

(3) Existen excepciones, pero no se aplican a este caso y además solo valen en los 12 meses siguientes a la muerte, que aquí ya han transcurrido.

 

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miércoles, 5 de abril de 2023

Cruzar las procesiones

No te deseo ningún mal, pero ojalá la gente de tu trinchera ideológica no deje de insistir en la misma ridiculez que sabes que es errónea. Sí, vengo a hablar de procesiones. Peor aún: a defenderlas. 

Es Semana Santa y ya tenemos aquí el mismo debate pocho de todos los años. Se celebran procesiones y hay a quien le molesta por lo que supone de interrupción de su vida cotidiana. La queja más notable es siempre la misma: las procesiones cortan la calle durante horas, y a veces se celebran varias a la vez en el mismo barrio, lo que impide a los transeúntes realizar actividades tan normales como ir a la compra o volver a sus casas del trabajo. De repente, y durante bastante tiempo, tal calle no se puede cruzar. Es una queja comprensible, y las respuestas del estilo «pues te esperas» o «pues das un largo rodeo» enfadan más que ayudan. La gente quiere hacer su vida sin que una procesión se lo impida.

Entonces llega el ateo/escéptico, normalmente ya talludito, y suelta lo siguiente: «Si la religión es un asunto privado, ¿por qué tiene que estar en el espacio público? Que contraten tiempo en un polideportivo o que se alquilen una finca en las afueras y que paseen ahí a sus muñecos». Y ese es el momento en el que yo tuerzo el gesto. Porque, aunque la expresión «pasear al muñeco» siempre me hace gracia, el argumento es una solemne bobada que pone en bandeja la victoria dialéctica a un hipotético interlocutor.

¿Qué queremos decir cuando decimos que la religión es un asunto privado? Esta es una afirmación más laicista que atea, y significa que el Estado debe ser neutral en cuestiones religiosas. Di laico o di aconfesional si te gustan más lo matices de una u otra palabra, pero de lo que se trata es de que los poderes públicos no tengan religión oficial. Es decir, que los actos políticos no incluyan ceremonias religiosas, que no haya símbolos religiosos en los edificios públicos, que el Estado no interfiera en el funcionamiento de las religiones y que no haya sacerdotes mangoneando en los organismos públicos.

Al fin y al cabo, que el Estado tenga religión oficial es un absurdo. Para empezar, porque no tiene un alma que pueda salvarse (1). Como se preguntaba Emilio Castelar en su famoso discurso sobre la libertad de culto: «¿en qué sitio del valle de Josafat va a estar el día del juicio el alma del Estado que se llama España?» Descendiendo a aspectos menos teológicos, un Estado democrático, que respete la libertad de cultos, debe ser un Estado que tenga la menor identificación religiosa posible. La neutralidad religiosa de los poderes públicos es un prerrequisito de la democracia.

Pero eso no tiene nada que ver con que se permita o no se permita hacer procesiones en la calle.

Muchas veces se concibe lo privado y lo público como una dicotomía. Lo privado es, digamos, lo que pasa de puertas para dentro de las casas particulares, lo que ocurre en la intimidad. Lo público sería lo que sucede fuera, incluyendo la participación en el Estado. Desde esta perspectiva es desde donde muchas veces se dice el argumento que hoy criticamos: si la religión no es un asunto público, es que es un tema privado. Y, por tanto, la procesión la haces en tu casa o en tu iglesia.

El problema es que esta dicotomía está bastante obsoleta y no sirve para analizar ningún conflicto real. Este mismo ejemplo de la religión nos sirve muy bien. Porque sí, toda religión es, en primer lugar, una creencia íntima que se practica no ya de puertas para dentro, sino incluso de piel hacia dentro. Un vínculo personal del creyente con su dios. Pero también incluye ritos grupales, celebraciones abiertas y procesos de conversión. Ninguna religión consta solo de gente rezando en silencio.

Consultemos la propia legislación española. El artículo 2 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa dice que esta libertad comprende las siguientes facultades de cada persona:

 

a) Profesar las creencias religiosas que libremente elija o no profesar ninguna; cambiar de confesión o abandonar la que tenía; manifestar libremente sus propias creencias religiosas o la ausencia de las mismas, o abstenerse de declarar sobre ellas.

b) Practicar los actos de culto y recibir asistencia religiosa de su propia confesión; conmemorar sus festividades, celebrar sus ritos matrimoniales; recibir sepultura digna, sin discriminación por motivos religiosos, y no ser obligado a practicar actos de culto o a recibir asistencia religiosa contraria a sus convicciones personales.

c) Recibir e impartir enseñanza e información religiosa de toda índole, ya sea oralmente, por escrito o por cualquier otro procedimiento; elegir para sí, y para los menores no emancipados e incapacitados, bajo su dependencia, dentro y fuera del ámbito escolar, la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.

d) Reunirse o manifestarse públicamente con fines religiosos y asociarse para desarrollar comunitariamente sus actividades religiosas de conformidad con el ordenamiento jurídico general y lo establecido en la presente Ley Orgánica.

 

La primera de estas letras incluye los derechos más privados e íntimos. La segunda, los derechos que se ejercen en comunidad religiosa. Y la tercera y la cuarta facultades que tienen sin duda un ámbito social, y que intersecan con otros derechos tan básicos como las libertades de expresión y reunión. Libertad religiosa no solo es derecho a tener la religión que uno quiera, sino también derecho a practicar los ritos y a exteriorizar las creencias, es decir, libertad de culto.

Vemos que la dicotomía público/privado no nos vale para analizar el conflicto. Y eso es porque en la palabra «público» se mezclan dos conceptos tienen que ver, pero que son distintos. Por un lado lo político, es decir, lo relativo al Estado y a la ley. Por otro lado lo social, es decir, lo que sucede en la calle. Son dos significados distintos de la palabra: lo político es público porque tiene que ver con la gestión del bien común; lo social es público porque ocurre en un espacio al cual todos podemos acceder.

No es una dicotomía, sino una tricotomía: político, social y privado. Y desde este punto de vista el conflicto se soluciona. La religión no pertenece al espacio político: sí, las personas que participan en este tienen todas una posición al respecto de lo religioso, pero el espacio en sí, como hemos dicho, debe ser neutral. Sin embargo, en los otros dos ámbitos, en el privado y en el social, nada impide que se manifieste lo religioso.

En el espacio social están todo el día pasando cosas que solo le interesan a un sector de la población. Hay manifestaciones políticas o sindicales, hay maratones, hay ferias gastronómicas, hay conciertos, hay fiestas de barrio y hay teatro en la calle. Lo social es un espacio donde todos podemos expresar nuestros intereses. Desde este punto de vista, prohibir las procesiones (y otros eventos religiosos, como los rezos colectivos de los musulmanes) es discriminatorio e incomprensible.

Las procesiones son un uso perfectamente lícito del espacio social, y desde una perspectiva laicista debe entenderse así. Por mucho que nos repatee la religión (y a mí me repatea bastante), querer prohibir los actos religiosos callejeros carece de sentido. La vida humana tiene siempre una perspectiva social, que sucede precisamente en calles y parques, y las religiones no son una excepción.

Ahora bien, eso no significa que las procesiones puedan tomar la calle. Igual que las manifestaciones, las ferias gastronómicas y los conciertos tienen que cumplir ciertas reglas, los actos religiosos también deben hacerlo. Durante unas horas un grupo social va a hacer un uso particularmente intensivo de la vía pública porque les apetece vestirse de mamarrachos y salir a pasear un muñeco: pues bien está, nadie razonable puede oponerse.

Pero esa actividad tiene que compatibilizarse con el resto de usos lícitos de la calle, entre ellos uno tan básico como poder cruzarla sin tener que dar demasiado rodeo. Y si no se hace, pues la gente cruzará por donde pueda, porque el principio básico por el que se rige el uso del espacio social es que no le puedes exigir a nadie que esté interesado en tu movida ni puedes afectar al resto de usos más de lo razonable.

Al final no es tan difícil.

 

 

 

 

(1) Los humanos tampoco tenemos, pero ya se entiende.


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sábado, 1 de abril de 2023

La inanidad de registrar el lenguaje

El mundillo de los creadores de contenido fachas está, como no podría ser de otra manera, lleno de imbéciles. Digo que no podría ser de otra manera porque los creadores de contenido (término que odio) suelen ser gente bastante limitadita, o al menos finge serlo con envidiable capacidad. Por su parte, y aunque no quisiera yo generalizar sobre todo un grupo de sensibilidades políticas, muchos fachas tienden a ser más tontos que mis pelotas. Disculpen mi lenguaje. 

La cosa es que el último bulazo que se ha montado esta caverna de mamarrachos es el siguiente: uno de ellos afirma haber registrado todo el lenguaje inclusivo. Ahora el lenguaje inclusivo es de su propiedad, y solo concede permiso para usarlo a los fachas para burlarse; los demás le tenemos que pagar.

Me lo imagino yendo todo orgulloso a contárselo a su madre y recibiendo la colleja correspondiente.

Empecemos por el principio: el idioma no es propiedad de nadie. Desde luego, no es propiedad de la RAE, a pesar de que esta venerable institución algunas veces se comporta como la dueña del cortijo. Pero tampoco es propiedad de los hablantes. A veces se usa la frase «la lengua es de la comunidad» para oponerse al prescriptivismo y destacar que los idiomas son sistemas abiertos que fluyen, pero, si nos atenemos a un estricto sentido jurídico, no es cierto.

Las palabras significan cosas. El derecho de propiedad implica una serie de facultades, lo que a veces se llama derecho de usar y abusar del bien. Si yo soy propietario de algo, puedo impedir al resto de personas que usen ese algo, o cobrarles por ello. Puedo celebrar contratos sobre esa cosa: venderla, alquilarla, prestarla, regalarla. Si me muero, la heredan mis descendientes. Si me la roban, puedo denunciar. Si me la expropian, me tienen que indemnizar. Todo eso está comprendido dentro del derecho de propiedad.

No hace falta ser un fino analista jurídico para darse cuenta de que nada de eso se aplica a la lengua. La comunidad de hablantes no puede impedir que otros la aprendan: incluso si hablamos de idiomas pequeños y cerrados, si alguien consigue aprenderlo no le puedes forzar a desaprenderlo. No se puede vender ni alquilar, no se puede robar, no se puede heredar. Cuando se muere mi padre yo no recibo sus conocimientos idiomáticos.

En definitiva, el lenguaje no es propiedad de nadie, sino otra cosa. Un patrimonio inmaterial que no se puede privatizar y del que nadie es dueño. Y eso nos lleva al meollo de la cuestión. Los registros públicos no son más que medios de defender la propiedad, creando un sistema que permite conocer quién es propietario de ciertos bienes o derechos. Si el lenguaje no puede ser propiedad, no puede registrarse.

Pero esto choca, al menos en apariencia, con una realidad: que hay formulaciones del lenguaje que sí son propiedad y que, por tanto, se registran. Eso es cierto. Existen la propiedad industrial y la propiedad intelectual. Así que la pregunta es obvia: ¿se puede registrar el lenguaje inclusivo bajo estas modalidades? Y la respuesta, me temo, también es obvia: no, claro que no. Cómo se va a poder.

La propiedad industrial es un término paraguas que agrupa varios derechos de uso exclusivo sobre creaciones inmateriales. Es decir, se le dispensa la misma protección que concede el derecho de propiedad a cosas que de otra forma sería difícil considerar como tal. Son los siguientes:

  • Patentes y modelos de utilidad: protegen las invenciones, es decir, todos los productos y procedimientos que puedan reproducirse con fines industriales. Cualquier cosa que implique un adelanto en el estado de la técnica puede protegerse así.
  • Marcas y nombres comerciales: protegen las denominaciones de productos y servicios.
  • Diseños industriales: protegen la apariencia externa de los productos.

 

De estos tres tipos de propiedad industrial, el que parece aplicable es el de marca. Dice la Ley de Marcas que una marca es «todos los signos, especialmente las palabras (…), a condición de que tales signos sean apropiados para distinguir los productos o los servicios de una empresa de los de otras empresas».

Entonces, las marcas pueden estar formadas por palabras y frases. Pero la inversa no es cierta: no todas las palabras y frases pueden considerarse marca. Así, según el artículo 5.1.d, no pueden registrarse los signos «que se compongan exclusivamente de signos o indicaciones que se hayan convertido en habituales en el lenguaje común». Yo no puedo registrar como marca una palabra de uso común. Si buscáis ejemplos encontraréis muy repetido el de una empresa que vendía cervezas denominadas Madridista y Culé, cuya inscripción se denegó por este motivo. Otro: la marca de bollería Qe! solo pudo inscribirse después de quitar la U de la palabra y agregar el signo de exclamación.

Aun suponiendo que se lograra sortear ese escollo (se podría decir, por ejemplo, que las palabras inclusivas no han trascendido al lenguaje común), las cosas siguen sin ser sencillas para nuestro hipotético registrante. Para empezar, tiene que indicar los productos o servicios que va a designar cada una de las marcas que registre (artículo 12.1.d), y yo creo que se acaban antes los productos que las palabras. Para seguir, por cada marca registrada hay que pagar una tasa (artículo 12.2), lo cual ya disuade a cualquier desocupado que quiera ponerse a hacer el tonto con este tema.

Y luego está lo más gracioso de todo: que, incluso si supera todo esto, incluso si alguien tiene el dinero y la capacidad jurídica suficiente para inscribir a su nombre, como marcas, muchas palabras de lenguaje inclusivo, eso no significa que pueda prohibirnos usarlas o cobrarnos por ello. ¿O es que yo no puedo decir Coca-Cola? ¿O es que tengo que pagarle a Rowling cada vez que digo Harry Potter? ¿De repente es ilegal que escriba Mercadona? Qué va. Una marca concede el derecho exclusivo a usar ese signo en el mercado y, por tanto, a «prohibir a cualquier tercero el uso, sin su consentimiento, en el tráfico económico» de signos idénticos a la marca o de signos similares cuando haya posibilidad de confusión (artículo 34.2).

Es lógico. Lo que protege la legislación de marcas es el nombre de un producto o servicio. Yo no puedo llamar Coca-Cola a mi bebida (o, ya que estamos, a mi restaurante o a mi floristería), pero por supuesto que puedo usar esa palabra en mi día a día.

Queda cerrada la vía de la propiedad industrial.

 

¿Y la de la propiedad intelectual, también llamada derechos de autor? Es la que está intentando ejercer el youtuber en cuestión. Afirma haber escrito un libro formado por cientos y cientos de palabras en lenguaje inclusivo, escritas en sus tres versiones: con e, con x y con @. Por tanto, esto le dotaría de un derecho a prohibir que el resto las use sin que él les dé permiso.

Eso es como si Arturo Pérez-Reverte pretendiera impedirnos usar las palabras «hombre», «honesto», «piadoso» y «valiente» solo porque salen en la primera línea de El capitán Alatriste, obra escrita por él y registrada a su nombre en el Registro de la Propiedad Intelectual. Un absoluto sinsentido y, de nuevo, no hace falta ser jurista para verlo.

La Ley de Propiedad Intelectual se aplica a obras literarias, artísticas o científicas, y establece que los derechos de autor corresponden «al autor por el solo hecho de su creación» (artículo 1). Lo que se protege es la obra en sí, es decir, las «creaciones originales (…) expresadas por cualquier medio o soporte, tangible o intangible, actualmente conocido o que se invente en el futuro».

La obra es el libro completo o, al menos, partes notables o reconocibles del mismo, no cada una de las palabras individuales que lo componen. Por ejemplo, si yo me atribuyo la frase «No era el hombre más honesto y el más piadoso, pero era un hombre valiente», estoy vulnerando la propiedad intelectual de Arturo Pérez-Reverte (1): es lo que llamamos un plagio. Por el contrario, si me invento la frase «Prefiero que un hombre sea honesto o piadoso a que sea valiente», que tiene unos ladrillos similares, no estoy vulnerando la propiedad de nadie ni hay nada que se parezca a un plagio.

Volviendo al caso que analizamos, no hay vulneración de la propiedad intelectual si yo escribo cualquiera de las palabras inclusivas que este youtuber ha escrito en el libro que está registrado a su nombre. Tampoco la hay si repito las frases y párrafos de su libro, pero no me las atribuyo, sino que las cito adecuadamente. Y, por ser como es la propiedad intelectual, lo que no puede hacer el autor es conceder el derecho de cita solo a algunas personas y para algunos propósitos: una vez existe el libro, todos podemos citarlo de la manera prevista en la ley.

Ojo, a este respecto da igual que las palabras se las invente el autor o no, porque lo que importa es su combinación en frases hasta formar una obra. Si yo escribo un libro lleno de palabras que me he inventado desde cero, el resultado tiene exactamente la misma protección que si me atengo al viejo y resobado diccionario de la RAE. Hago esta última advertencia porque ya he visto a algún fan decir que esas palabras se las ha inventado él. No es cierto (cambiar el morfema de género a una palabra ya existente es algo que dista mucho de inventar un nuevo término, incluso aunque nadie haya usado antes la palabra que resulte), pero aunque lo fuera daría igual.

Queda cerrada, por tanto, la vía de la propiedad intelectual. Y si el lenguaje inclusivo no puede registrarse ni como propiedad intelectual ni como propiedad industrial es que no puede registrarse de ninguna manera. Se trata de un intento inane, es decir, y de nuevo según nuestra poco admirada RAE (2), vano, fútil e inútil. Pero que dará que hablar unos días.

Mira, en eso sí son buenos los creadores de contenido fachas.

 

 

 

 

 

 

(1) Mil perdones, don Arturo, ya sabe que aquí lo estimamos.

(2) Mil perdones, doña RAE, ya sabe que aquí la estimamos.

 

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