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viernes, 17 de enero de 2025

Fiestas discriminatorias

El cartel de una fiesta en Torremolinos que pretendía prohibir el acceso al público homosexual («no maricones», decía, junto a otras prohibiciones como las de peleas, drogas, gorras o chanclas) ha desatado un comprensible cabreo. Cabreo, además, unánime, porque como se da la casualidad de que los promotores de la fiesta dicen ser marroquíes, el facherío local ha salido a presumir de tolerancia y a aprovechar para soltar soflamas racistas. 

Bien, vayamos a la chicha jurídica del asunto. ¿Es legal prohibir a una persona la entrada a un local por su orientación sexual? Al fin y al cabo, los locales recreativos abiertos al público tienen derecho de admisión, ¿no? Pueden admitir a quienes quieran. Y la respuesta es sencilla: no, el derecho de admisión no ampara las actuaciones discriminatorias. Vamos a verlo en detalle.

Todo lo que son locales abiertos al público se amparan bajo los términos de «espectáculos públicos» y «actividades recreativas». Cada Comunidad Autónoma tiene una ley que regula esta materia, pero emplean conceptos similares, porque todas beben del Real Decreto 2816/1982, una norma estatal que establece condiciones generales para todo lo que sean establecimientos abiertos al público.

El Real Decreto estatal no define los conceptos, pero las leyes autonómicas sí. Así, la ley andaluza (la aplicable al caso del que hablamos), utiliza los siguientes términos:

  • Espectáculo público: función o distracción que se ofrezca públicamente para la diversión o contemplación intelectual y que se dirija a atraer la atención de los espectadores. El Real Decreto estatal incluye en esta categoría el cine, el teatro, los conciertos, los circos, los espectáculos taurinos y las actividades deportivas (concepto que abarca desde el fútbol y el baloncesto hasta los gimnasios, pasando por hipódromos, canódromos, carreras en las vías públicas, regatas, etc.).
  • Actividad recreativa: el conjunto de operaciones tendente a ofrecer y procurar al público, aislada o simultáneamente con otra actividad distinta, situaciones de ocio, diversión, esparcimiento o consumición de bebidas y alimentos. El Real Decreto estatal incluye en esta categoría los juegos de azar (casinos, bingos, máquinas tragaperras, tómbolas), las atracciones (ferias, parques de atracciones, zoos) y también cosas como verbenas, discotecas, manifestaciones folklóricas, salas de fiesta con espectáculo, festivales, etc.
  • Establecimientos públicos: aquellos locales, recintos o instalaciones de pública concurrencia en los que se celebren o practiquen espectáculos o actividades recreativas. El Real Decreto estatal incluye en esta categoría los restaurantes, los cafés, los bares, los tablaos flamencos, las salas de exposiciones y conferencias, etc.

 

En definitiva, sea por medio de la definición conceptual que hace la norma autonómica o por la enumeración que hace el Anexo del Real Decreto estatal, tenemos una conclusión: casi cualquier actividad que no sea caminar por la calle está sujeta a la normativa sobre espectáculos públicos y actividades recreativas.

¿Y qué dice esta normativa sobre el derecho de admisión? Hasta 2023, el Real Decreto estatal no decía gran cosa, simplemente prohibía al público «entrar en el recinto o local sin cumplir los requisitos a los que la Empresa tuviese condicionado el derecho de admisión» (artículo 59). Dichos requisitos debían constar públicamente, pero no se decía si había algún límite a la hora de establecerlos. En 2023, sin embargo, se incluyó como obligación de la empresa gestora la siguiente (artículo 51):


No discriminar a las personas usuarias por razón de raza, lugar de procedencia, sexo, discapacidad, edad, orientación sexual, religión, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social. (…). En concreto, el ejercicio del derecho de admisión no puede utilizarse para impedir, restringir o condicionar el acceso de nadie por motivo de discapacidad o cualquier otra discriminación.

 

En cuanto a la normativa autonómica, la ley andaluza dice desde 1999 (y salvo algún pequeño cambio de matiz) que los titulares de establecimientos públicos pueden establecer condiciones de admisión, pero esas condiciones deben ser objetivas. No pueden ser contrarias a los derechos reconocidos por la Constitución, suponer un trato discriminatorio o arbitrario para los usuarios o colocarlos en situaciones de inferioridad, indefensión o agravio comparativo (artículo 7). Es decir, se puede prohibir a la gente pelearse, drogarse, llevar gorra o ir en chanclas. No se puede prohibir el acceso a «maricones».

Vamos un paso más allá. La Ley LGTBI estatal, que se aplica a toda persona física o jurídica, pública o privada, que resida, se encuentre o actúe en territorio español, establece que las Administraciones tienen las siguientes obligaciones (artículo 25):

  • Garantizar la igualdad de trato y no discriminación de las personas LGTBI en el ámbito de la cultura y el ocio.
  • Fomentar el conocimiento y la correcta aplicación del derecho de admisión para que las condiciones de acceso y permanencia en los establecimientos abiertos al público, así como el uso y disfrute de los servicios que en ellos se prestan, en ningún caso puedan restringirse por razón de orientación sexual, identidad sexual, expresión de género o características sexuales.

 

Asimismo, establece que las cláusulas de los contratos y negocios jurídicos que vulneren el derecho a la no discriminación serán nulas y se tendrán por no puestas (artículo 64). Recordemos que la compra de una entrada es un contrato entre el empresario y el asistente.

Ah, y para evitar defensas estúpidas del estilo de «si le impedí entrar fue por sus pintas, ¿yo qué sé si es maricón o no?», la ley también establece los conceptos de discriminación por asociación y de discriminación por error, que son exactamente lo que parecen: no me discriminan por ser X, sino por tener relación con X (voy en un grupo donde hay personas LGTBI y no nos dejan entrar a ninguno) o porque la persona que me discrimina se cree que soy X aunque no lo sea, respectivamente.

Creo que no queda ninguna duda de cómo funciona el derecho de admisión. Una anécdota no relacionada: recordemos que, durante la desescalada, tuvieron que promulgar normas específicas para que salieran adelante los «pasaportes COVID», porque, en otras circunstancias, exigir a los asistentes pruebas de su estado de salud e impedirles la entrada dependiendo del resultado de la prueba habría sido discriminatorio.

Vale, es ilegal, nulo y todo lo que queramos, pero ¿y las consecuencias? La primera, y más obvia, la prohibición de la fiesta por discriminatoria, prevista en el artículo 3 de la ley andaluza de espectáculos públicos y actividades recreativas. El artículo 20 de la misma norma considera infracción grave (de 300 a 30.000 €) «la utilización de las condiciones de admisión de forma discriminatoria, arbitraria o con infracción de las disposiciones que lo regulan».

Las leyes LGTBI también sancionan esta clase de conductas. La estatal considera infracción grave «la realización de actos o la imposición de disposiciones o cláusulas en los negocios jurídicos que supongan (…) un trato menos favorable a la persona por razón de su orientación o identidad sexual, expresión de género o características sexuales» (artículo 79.3). Estas infracciones tienen sanciones de entre 2.001 y 10.000 €, y pueden llevar aparejadas la pérdida de subvenciones y la prohibición de acceder a ayudas públicas y de contratar con la Administración. La autonómica andaluza tiene una infracción grave análoga, pero en su caso la sanción es mayor (de 6.001 a 60.000 €) e incluye el cierre del local o su suspensión temporal hasta 3 años.

Y, por último, es delito. El artículo 512 del Código Penal sanciona a «quienes en el ejercicio de sus actividades profesionales o empresariales denegaren a una persona una prestación a la que tenga derecho por razón de» diversas circunstancias discriminatorias, entre las que por supuesto entra la orientación sexual. Eso sí, la pena es una simple inhabilitación especial para ejercer cierto oficio por un periodo de hasta 4 años. Y si alguien cree que esto no se aplica, en prensa han salido al menos tres casos, dos a mujeres trans (uno en 2014, que fue pionero, y otro en 2019), y uno a un chaval negro.

De hecho, mientras ayer escribía este artículo, el organizador de la fiesta fue detenido en aplicación de este artículo.

Así que sí, es ilegal de todo punto pretender que en tu fiesta no entren «maricones». Si quieres controlar el acceso hasta ese punto, la haces en tu casa o alquilas un local para ti y para tus amigos, pero en el momento en que la fiesta es abierta, en el momento en que es un local en el que cualquiera puede entrar desde la calle, tienes que cumplir la legislación sobre espectáculos públicos.

Esto, que consideramos tan básico, no lo es. Inicialmente, la igualdad fue concebida como igualdad ante la ley, ante los poderes públicos. La idea de que puede darse discriminación en las relaciones entre particulares y que se debe luchar contra ella (es decir, que hay que prohibir al empresario que decida con quién quiere contratar) es algo muy posterior. Pero es algo que ya tenemos incorporado a la ley y a nuestro patrimonio jurídico. Así que, antes de organizar fiestas, ten cuidado con lo que pones en los anuncios, no vaya a ser que acabes detenido.

 

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martes, 31 de diciembre de 2024

La gestación subrogada en EE.UU.

Hace unas semanas se difundió en redes una nueva noticia sobre gestación subrogada: «El Supremo rechaza regularizar a niños nacidos a través de vientres de alquiler aunque lo respalden los jueces de otro país», titulaba El País. A mí el titular me dejó un poco con los ojos a cuadros porque, en principio, la única forma de que una gestación subrogada extranjera se inscriba en España es precisamente por medio de sentencia dictada por juez extranjero. Así que, en cuanto he tenido tiempo, me he ido a leer lo que había dicho el Supremo.

La sentencia es bastante curiosa. Se basa en una pareja de hombres, anonimizados como don Ceferino y don Benigno. En 2019 realizaron un contrato de gestación subrogada en Texas, del cual eran contraparte doña Eva y don Benjamín, la gestante y su esposo. No se conocen los términos exactos del contrato, ya que no se ha aportado a la causa.

En julio de 2020, un Juzgado texano validó el contrato y declaró que Ceferino y Benigno serían progenitores de todos los hijos que Eva diera a luz en ejecución del mismo. El hospital debía conceder a Ceferino y a Benigno la custodia inmediata de los menores que nacieran, el derecho a elegir su nombre y el derecho a tomar decisiones respecto de su salud.

Pasó el tiempo, nacieron dos gemelos (anonimizados como Higinio y Horacio, de verdad que adoro al que anonimiza los datos personales en las sentencias) y se inscribieron en el Registro Civil texano a nombre de Ceferino y Benigno. El Juzgado texano convalidó esta inscripción, declaró que Ceferino y Benigno eran los padres de los niños y sentenció que Eva y Benjamín debían entregarles su custodia si no lo habían hecho ya.

Ceferino y Benigno volvieron a España y presentaron una demanda de exequatur. Este procedimiento sirve para reconocer efectos a las sentencias extranjeras y, en materia de gestación subrogada, es necesario para inscribir a los niños como hijos de los compradores en el Registro Civil español. Pues bien: el Juzgado español les denegó el exequátur, por entender que la sentencia texana era contraria a nuestro orden público, pues el procedimiento habría sido nulo de haberse realizado en España y realizarlo en el extranjero suponía un fraude de ley. Ceferino y Benigno recurrieron, pero la Audiencia Provincial confirmó los argumentos del Juzgado y rechazó el recurso. Y ya, como última opción, los compradores se han ido al Supremo en casación, aunque Ceferino desistió del recurso, quedando este sostenido exclusivamente por Benigno. 

La sentencia en sí no tiene muchísimo interés. Casi se puede sentir el ceño fruncido de los magistrados del Supremo cuando desestiman motivo tras motivo del recurso por estar mal planteados. Hay un motivo que debió sustanciarse por otro recurso distinto y que además argumenta algo que no tiene que ver con lo que alega, otro que se refiere a un montón de sentencias del TC que no vienen al caso, en varios no se citan los artículos que se consideran vulnerados, y así. Da la sensación de que Ceferino y Benigno deberían tener una charla muy seria con su abogado sobre cómo redacta los recursos de casación.

Cuando por fin el Supremo desciende al caso concreto, los argumentos son los habituales en esto casos: «lo que vulnera la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad, tanto de la mujer gestante como de los menores (…), es la celebración del propio contrato de gestación subrogada, en el que la mujer y el menor son tratados como meros objetos, así como la pretensión de que un contrato, por más que esté «validado» por una sentencia extranjera, puede determinar una relación paternofilial. La madre gestante se obliga desde el principio a entregar al niño que va a gestar y renuncia antes del parto, incluso antes de la concepción, a cualquier derecho derivado de su maternidad. El futuro niño, al que se priva del derecho a conocer sus orígenes, se «cosifica» pues se le concibe como el objeto del contrato».

Después de ello, lo que hay es amplia cita de la propia jurisprudencia del Supremo en la que justifica lo que ya sabemos: que el contrato de gestación subrogada es contrario al orden público español (es decir, a las normas más básicas de nuestro derecho) y de él no se puede derivar una filiación. También se cita normativa europea y la macrorreforma de 2023 de la Ley del Aborto, que considera que la gestación por sustitución es una forma de violencia contra las mujeres: ambas normas confirman el argumento inicial. El Juzgado español tuvo razón al rechazar el exequátur de la sentencia extranjera.

Este párrafo me parece muy interesante:

«[El] orden público es incompatible con que la generalización de la adopción, incluso internacional, y los avances en las técnicas de reproducción humana asistida vulneren la dignidad de la mujer gestante y del niño, mercantilizando la gestación y la filiación, «cosificando» a la mujer gestante y al niño, permitiendo a determinados intermediarios realizar negocio con ellos, posibilitando la explotación del estado de necesidad en que se encuentran mujeres jóvenes en situación de pobreza y creando una especie de “ciudadanía censitaria” en la que solo quienes disponen de elevados recursos económicos pueden establecer relaciones paterno-filiales vedadas a la mayoría de la población».

El resto de la resolución básicamente ahonda en la misma idea. Y eso por eso que he dicho al principio que me parece curiosa. Porque, si todo esto es así (y es así), ¿cuál es la razón de que se sigan permitiendo inscribir en España gestaciones subrogadas extranjeras? ¿Qué es lo que diferencia esta resolución de otros miles de casos de compraniños españoles que sí consiguen inscribir al crío a su favor? Porque recordemos que en España hay una resolución de la DGRN que dice que se pueden reconocer sentencias judiciales extranjeras que convaliden gestaciones subrogadas siempre que un juez español apruebe su exequátur o un procedimiento similar. Sin embargo, tal y como habla el Tribunal Supremo, parece que este exequátur fuera imposible en todos los casos. Tres órganos judiciales distintos han negado a Ceferino y a Benigno inscribir a los niños, y lo han hecho en términos de indignación tales que parece que los compradores estaban pidiendo autorización para una orgía caníbal, pero el hecho es que no están intentando nada que otras parejas no consigan.

Por supuesto, el Supremo solo puede resolver el asunto concreto y no hacer una comparativa con otros casos hipotéticos. Además, como la sentencia se dedica solo a resolver los motivos de casación alegados por los recurrentes, los hechos originales se desdibujan. Pero hay algunas pistas. En primer lugar, la sentencia habla de la «estrecha vinculación de los demandantes con España», ya que «no se ha justificado que tuvieran otra nacionalidad o que hubieran residido largo tiempo en otro país y desde luego no se ha justificado la vinculación de los demandantes con Texas». Es decir, que son unos españolitos que se han ido a Texas porque allí es legal lo que aquí no lo es, no unos texanos que se vienen a vivir a España, y por ello el orden público español se aplica en toda su integridad.

Además, el Tribunal Supremo cita otras sentencias anteriores suyas en las cuales ha aplicado a la gestación subrogada las normas sobre adopción internacional, que exigen que el consentimiento de la gestante se otorgue después del nacimiento y no se obtenga por medio de pago o compensación. Y «en el caso objeto de este recurso, ya la primera sentencia del tribunal de Texas, dictada antes del parto, obligaba a la mujer gestante a entregar inmediatamente el niño a los comitentes (…). Y es notorio, y no ha sido desvirtuado en este caso, que en Estados Unidos la gestación por sustitución constituye un enorme negocio en el que los padres comitentes desembolsan importantes cantidades de dinero, que en parte va a la madre gestante».

Entonces ¿rechazamos todas las gestaciones subrogadas que vengan de EE.UU. porque no son altruistas? Que a mí me parece bien, ¿eh? Pero por saberlo. Digo yo que este asunto es lo bastante importante como para no estar regulado en una resolución genérica de la DGRN de 2010 y desarrollado en varias sentencias del Supremo, ¿no? Estaría bien algo más estable, que aquí hay menores implicados.

 

 

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miércoles, 25 de diciembre de 2024

La (nueva) sentencia de las banderas

En 2020 publiqué un artículo sobre la sentencia de las banderas. Se trataba de una sentencia del Tribunal Supremo que, con más bien poca argumentación, fijaba la siguiente doctrina aplicando la Ley de Banderas: no es legal que las Administraciones Públicas utilicen banderas no oficiales en el exterior de los edificios y espacios públicos, incluso cuando estas no sustituyan a las obligatorias. La razón era que tal conducta es contraria al deber de objetividad y neutralidad de las Administraciones. Un año después, por cierto, esta misma doctrina se usó para avalar la prohibición de los lazos amarillos y de las esteladas en los Ayuntamientos catalanes, también vía sentencia del Supremo.

La sentencia de 2020 se basaba en un caso muy concreto: la decisión de un Ayuntamiento de Canarias de colocar en su sede la bandera del independentismo canario. Sin embargo, la doctrina estaba expresada de manera general. Eso permitió a Abogados Cristianos hacer lo suyo: llevar a los tribunales a todos los Ayuntamientos que ondearan la bandera arcoíris con motivo del día del Orgullo. A mí me parecía una estupidez, porque el emblema de un movimiento social no puede ser considerado bandera a efectos de la Ley de Banderas, ya que no tiene ninguna pretensión de representar oficialmente un territorio. Además, apoyar a movimientos sociales que representan a colectivos discriminados está de acuerdo con el deber constitucional de promover la igualdad (artículo 9.2), que es tan obligatorio como el mandato de objetividad y neutralidad presuntamente vulnerado (artículo 103).

Por lo demás, en ese mismo artículo me hacía eco de diversas instituciones, como el defensor del Pueblo e incluso algún juez, que ya habían rechazado las ideas de Abogados Cristianos. Pero es ahora, cuatro años después (de nuevo, todo va para unas prisas) cuando el Tribunal Supremo ha dicho lo que era obvio: que la Ley de Banderas no se aplica a estos supuestos. Que nada impide a una institución pública usar emblemas de colectivos sociales en sus edificios, aunque dichos emblemas estén en trozos de tela rectangulares.

En este caso, el pleito surge en relación a la Diputación Provincial de Valladolid. Esta acordó en 2014 apoyar institucional y económicamente las iniciativas puestas en marcha en la provincia para celebrar el Orgullo. En 2021, y en ejecución de ese acuerdo, la Diputación mandó colocar la bandera arcoíris en el patio interior de su propia sede durante el día del Orgullo y difundirlo por redes (concretamente, se difundió por las redes del PP). Los Abogados Cristianos recurrieron contra esa malvadísima vía de hecho. Una vía de hecho, por cierto, es una actuación material de la Administración que no está cubierta por un acto administrativo. Por ejemplo, una vía de hecho podría ser entrar en tu casa a expulsarte de ella sin instruir antes el preceptivo expediente de expropiación.

En primera instancia les quitaron la razón. El Juzgado dijo que la colocación de la bandera no es una vía de hecho y que está amparada por el acuerdo de 2014. Además, la «sentencia de las banderas» de 2020 no es aplicable, porque la Diputación no ha pedido reconocer la oficialidad de la bandera arcoíris, y esta no puede tampoco ser considerada bandera.

Abogados Cristianos recurrió y, en apelación, sí les dieron la razón. En esencia, el argumento del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León aparta la discusión sobre si el emblema arcoíris es o no una bandera a efectos de la Ley de Banderas. No nos importa ahora la ley, nos vamos directamente a la Constitución, al deber de objetividad y neutralidad de las Administraciones. La bandera arcoíris vulnera dicho deber sea o no una bandera, igual que lo hacen los lazos amarillos, por ser un símbolo de carga ideológica que no es compartido por la generalidad de las personas. Las Administraciones no tienen libertad de expresión, sino que tienen que representar a todos los ciudadanos, y por ello no pueden exhibir símbolos de parte.

El asunto acaba en el Tribunal Supremo por ser necesario un pronunciamiento unificador. Porque el Tribunal Superior de Castilla y León resolvió lo que acabo de explicar, pero el de Aragón, en un caso parecido, dijo lo contrario: que las instituciones públicas tienen pleno derecho a colocar la bandera arcoíris en sus edificios. ¿Quién tiene razón? Pues eso es lo que tiene que resolver ahora el Supremo. Porque una cosa es el deber de neutralidad en relación a banderas no oficiales y a otros símbolos políticos y otra dicho deber en relación a «banderas, estandartes, emblemas o símbolos de colectivos sociales», tema sobre el cual no hay jurisprudencia especifica del Tribunal Supremo.

Pues bien: el Tribunal Supremo dicta dos sentencias, una la que analizamos ahora mismo, con el caso de Castilla y León, y otra sobre el asunto de Aragón. Y en ambas, obviamente, aplica la misma doctrina, que no podría ser otra que dar la razón a quienes dicen que las instituciones pueden exhibir banderas LGTBI y de otros colectivos sociales.

Primero revisa la Ley de Banderas, ya que, aunque la sentencia del TSJ de Castilla y León dijo que la cuestión no tenía nada que ver con si el emblema arcoíris era o no una bandera, luego sí usó en su argumento la sentencia de 2020. Aquí el Tribunal Supremo tira por la calle del medio, y analiza la Ley de Banderas artículo por artículo, para concluir lo obvio: «Vemos que nada hay en estos preceptos que prohíbe la presencia de símbolos como el arco iris en los edificios públicos. No es aplicable al caso por lo que mal pudo ser infringida por la Diputación Provincial de Valladolid». O, en otras palabras, lo que dice el Supremo sin decirlo es que la bandera LGTBI no es una bandera a efectos de esta norma.

En cuanto al tema de fondo, que es la vulneración de los mandatos de objetividad y neutralidad, el Tribunal Supremo argumenta que objetividad no significa indiferencia ideológica, sino más bien prohibición de apropiación partidista. La Constitución lo que quiere es que la Administración sirva a los intereses generales, y por ello no puede ser instrumentalizada por los particulares. Si la sentencia de las banderas de 2020 dijo lo que dijo fue porque era este argumento el que latía de fondo (o eso dice ahora el TS). El problema del caso de 2020 es que la bandera expuesta, la independentista canaria, era un símbolo partidista, distinto de la bandera estatutaria.

Esto no ocurre con los emblemas de colectivos sociales. En el caso analizado, la bandera arcoíris «ni se colocó para sustituir o subordinar a ella a las banderas y enseñas oficiales, ni es un signo o símbolo de significación partidista y tampoco propugna ningún tipo de enfrentamiento». Al contrario, esta bandera es un símbolo de igualdad, que es un valor ampliamente compartido y asumido tanto por el legislador europeo por el español. La colocación de la bandera LGTBI no rompe el mandato de objetividad, sino que es una actuación que tiene como fin promover la igualdad.

La sentencia tiene un voto particular, en el que abunda en la idea de que la bandera arcoíris es un símbolo controvertido y con el que no toda la sociedad está de acuerdo. No voy a analizar este voto, más allá de mencionar la divertida pirueta interpretativa que hace: dice que los clarísimos mandatos de la Ley LGTBI (poner en valor la diversidad sexual, contribuir a la visibilidad de las personas LGTBI, fomentar su reconocimiento institucional, promover campañas de divulgación del respeto a la diversidad…) no tienen nada que ver con la colocación de la bandera arcoíris. Que poner esta bandera no se encuadra en esas obligaciones, sino que sería más bien una extralimitación respecto de las mismas que incumpliría el deber de objetividad. No hay peor ciego que el que no quiere ver, ¿eh?

En el artículo de 2020 que he citado al principio decía que esta sentencia me parecía muy mala, muy poco argumentada. Esta lo está un poco más, aunque no necesariamente mejor. Intenta encuadrar este nuevo conflicto en su jurisprudencia previa, para lo cual reinterpreta su propia sentencia de una manera que hace arquear más de una ceja cuando la lees.

Creo que sobre este asunto se ha vertido demasiada tinta, cuando en realidad es muy simple. El punto del que debe partir este análisis es el artículo 9.2 de la Constitución, que obliga a los poderes públicos a promover la libertad e igualdad de las personas, es decir, a ser proactivos. Colocar símbolos de colectivos minorizados o discriminados es una forma obvia de avanzar en estos objetivos, ya que muestra a toda la sociedad este compromiso: la igualdad no es un valor abstracto, sino que se expresa por medio del apoyo a quien peor está. Para ello, es irrelevante que ese símbolo sea más o menos pacífico, que provoque más o menos división o que guste más o menos. Como argumento anexo, se pueden mencionar las leyes sobre igualdad y sobre derechos LGTBI que tienen tanto el Estado como la mayoría de Comunidades Autónomas, y que concretan el mandato del artículo 9.2 CE.

¿Y el deber de objetividad del artículo 103 de la Constitución? Queda para lo demás, para lo que el Tribunal Supremo define como símbolos partidistas: emblemas de partidos o de movimientos que no son de colectivos discriminados. Ahí el artículo 9.2 no juega: es obvio que un Ayuntamiento no puede enarbolar una bandera del PP, o una estelada, o una hoz y un martillo. El problema no es lo político (por supuesto que la bandera arcoíris o la morada son símbolos políticos), sino lo puramente partidista.

Con estos dos párrafos se resuelve el conflicto, sin necesidad de disquisiciones absurdas sobre lo que es o no una bandera y sobre lo que dice la Ley de Banderas. No estoy diciendo que yo sea mejor jurista que los magistrados de la Sala Tercera del Tribunal Supremo: es más bien que yo tengo tiempo para analizar un único conflicto desde varios puntos y ellos tienen que resolver decenas de casos en los términos del debate sostenido por las partes.

Pero sí creo que hay una cosa que hago yo mejor, y es tenerle menos miedo a lo político. En el mundo del derecho hay un miedo cerval a que las Administraciones Públicas salgan de un exquisito pedestal de neutralidad en el que, en realidad, nunca han estado subidas. El derecho es ideología positivada. Cuando la Administración aplica el derecho, aplica ideología. La propia Constitución, cuando obliga a que los poderes públicos sean proactivos en la defensa de la libertad y la igualdad, está optando por una opción política sobre otras. Y está bien, es lógico. Pero negarlo lleva a que el Tribunal Supremo acabe argumentando que la bandera del Orgullo no es un símbolo controvertido ni que genere enfrentamiento (ojalá), porque si no se le cae toda la sentencia.

En todo caso, bienvenida sea esta sentencia. Los de Abogados Cretinos ya han dicho que van a querellarse contra los magistrados del Supremo por prevaricación, pero la sentencia es la que es, y paraliza todos los intentos de esta gente de eliminar de los edificios públicos un símbolo de igualdad e inclusión.

 

 

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martes, 17 de diciembre de 2024

Precisiones sobre MUFACE

He estado siguiendo con cierto interés el tema de MUFACE, y me he levantado con ganas de escribir un artículo para aclarar conceptos. Para empezar, un aviso: estoy completamente en contra de que los funcionarios tengan seguros de salud privados en condiciones beneficiosas respecto del resto de los mortales y pagados con dinero público (1). Ser funcionario y que te paguemos las pruebas por ASISA me parece un gasto innecesario, aparte de que da una mala imagen horrible. Pero MUFACE no se reduce a la asistencia sanitaria, así que vamos a precisar un poco de qué estamos hablando. 

Empezamos, como siempre, desde lejos. ¿Qué es la Seguridad Social? Es un sistema que protege a las personas frente a contingencias de la vida, que pueden ser deseadas (maternidad, jubilación) o no serlo (incapacidad, despido), pero que en ambos casos dificultan que el afectado realice un trabajo y gane el dinero que normalmente necesita para mantenerse. La ley menciona las circunstancias que conllevan la actuación de la Seguridad Social, y son las que uno se espera: asistencia sanitaria, recuperación profesional, prestaciones económicas para incapacidades o para circunstancias derivadas del embarazo y la maternidad, jubilación, ingreso mínimo vital, servicios sociales, etc.

Las personas tienen acceso a la Seguridad Social a través de regímenes, que son conjuntos de normas sobre cotización, prestaciones, beneficiarios, etc. La mayoría de los mortales estamos en el régimen general, pero existen regímenes especiales para «aquellas actividades profesionales en las que, por su naturaleza, sus peculiares condiciones de tiempo y lugar o por la índole de sus procesos productivos, se hiciera preciso tal establecimiento», en palabras de la ley. Por ejemplo, los autónomos no están en el régimen general, sino en el RETA, en el cual son ellos quienes cotizan, y no el empresario.

Los funcionarios civiles de la Administración del Estado tienen un régimen especial. Este régimen les incluye solo a ellos. Los funcionarios militares no están en este régimen especial. Los funcionarios de Justicia, Seguridad Social y organismos autónomos no están en este régimen especial. Por supuesto, los funcionarios que no sean del Estado (es decir, los que sean de las Administraciones autonómicas y locales) tampoco están en este régimen especial. Este abarca exclusivamente a los funcionarios civiles, tanto de carreras como en prácticas, que pertenezcan a la Administración General del Estado.

El régimen especial de funcionarios civiles del Estado históricamente tenía dos patas: las clases pasivas (que se encargaba de las prestaciones de jubilación y de muerte) y el mutualismo administrativo (que se encargaba de todo lo demás). Sin embargo, las clases pasivas están a extinguir. Todos los funcionarios que hayan entrado después del 1 de enero de 2011 utilizan el régimen general para lo que antes cubrían las clases pasivas. Así que nos queda el mutualismo administrativo como principal diferencia entre el funcionariado y el común de los mortales (2).

La entidad que gestiona el mutualismo administrativo es MUFACE. Es un organismo autónomo dependiente del Ministerio que se encargue de función pública (en este momento Transformación Digital y Función Pública). Es decir, y esto es lo más importante, se trata de una entidad jurídico-pública. No es una organización de empresas sanitarias privadas ni un régimen abstracto: es un organismo público, que depende del Estado.

Aparte de que lo administra este organismo (en vez de las entidades gestoras corrientes de la Seguridad Social), el mutualismo administrativo tiene algunas otras diferencias con respecto al régimen común. Una de las más conocidas es la posibilidad de que los familiares del funcionario se beneficien del alta de este. En otras cuestiones, como incapacidades temporales o permanentes, la protección que brinda MUFACE es similar a la que brindan las entidades que gestionan el Régimen General.

Me detengo tanto en este punto porque nada de todo esto está en riesgo de desaparecer, al menos a priori. El conflicto entre el Gobierno y las aseguradoras privadas se centra exclusivamente en una de las prestaciones que da MUFACE, la asistencia sanitaria. Si al final se confirma que no hay acuerdo, esa asistencia sanitaria pasaría a ser prestada por el Sistema Nacional de Salud, pero el resto de elementos del mutualismo administrativo, como la gestión diferenciada o la posibilidad de inscribir a familiares, seguirían existiendo. Siempre conviene recordar que la asistencia sanitaria solo es una de las múltiples prestaciones que otorga la Seguridad Social.

Voy a hacer un aparte. Ya hemos visto que los funcionarios de Justicia y el personal militar no están en este régimen especial de funcionarios. Lo que no hemos dicho es que ambos colectivos tienen sus propios regímenes especiales, muy similares al de funcionarios. Se les aplicaba también el sistema de clases pasivas (el que está a extinguir) y tienen también mutualismo para lo demás, aunque no gestionado por MUFACE sino por sus propias entidades (MUGEJU e ISFAS). Estos dos regímenes tienen problemas similares con la asistencia sanitaria privada, y si esta se acaba retirando de MUFACE es posible que también desaparezca de MUGEJU e ISFAS.

Hecho este rodeo, vamos ya al tema de la asistencia sanitaria, que es, sin duda alguna, la principal diferencia entre el mutualismo administrativo y el régimen general. Los funcionarios adscritos al mutualismo pueden elegir si su asistencia sanitaria se la presta el Sistema Nacional de Salud o una entidad privada. Estas entidades privadas son seleccionadas por medio de un concierto económico: el Estado les paga una cierta cantidad por mutualista, y estos quedan cubiertos.

Este sistema está en riesgo de desaparecer porque, en esencia, lo que paga el Estado ya no cubre el coste. Toca renovar el concierto y, mientras que el Gobierno ofrece un aumento del 17% de las primas, las aseguradoras privadas piden una subida del 40%, algo a todas luces inasumible. En este artículo, los representantes de esta patronal de la salud dan dos razones para que los costes se hayan disparado: el aumento de la inflación y el hecho de que desde la pandemia la gente va más al médico. Lo cual es una explicación excelente de cómo funcionan las aseguradoras privadas en todos los ámbitos: si todo el mundo pide las prestaciones a las que tiene derecho, el sistema quiebra.

Hay otra razón que no mencionan los empresarios sanitarios, y es la diferencia de edad. Los funcionarios mayores, que normalmente tienen más patologías (y más caras), siguen en la sanidad privada porque es donde han estado toda la vida. Mientras tanto, los funcionarios jóvenes, que suelen tener menos patologías (y más baratas), optan por la pública. Vaya, que los clientes rentables se les van y solo quedan los que de verdad usan el sistema. Y claro, así no hay quien trabaje.

A este respecto, me resultó muy ilustrativo algo que me dijo uno de mis profesores de la academia de oposiciones hace unas semanas. Este hombre, un chaval joven, estuvo un año en sanidad privada cuando entró en la Administración, pero en cuanto pudo se cambió, porque no le gustaba el sistema (2). Es cierto que es burocráticamente es más complicado y que, por lo que tengo entendido, no tiene atención primaria. Además, si vienes de la pública, implica cambiar de médicos, y eso nunca es agradable.

De cara al futuro, yo creo que la asistencia sanitaria privada acabará saliendo de los regímenes especiales de Seguridad Social que tienen los funcionarios. Quizás no ahora, pero sí en unos años. Incluso aunque en esta negociación el Gobierno trague con la subida del 40% que exigen las empresas (y no me extrañaría, tratándose del Gobierno más progresista de la historia), el hecho es que, si continúan las tendencias, cada vez va a haber menos funcionarios en este sistema, y cada vez van a ser más caros. Llegará un momento en que caerá por su propio peso.

MUFACE apareció en 1975, y era un elemento diferenciador, una prebendita que daba el Estado a sus trabajadores. Si te inscribías en MUFACE podías optar por la sanidad privada, en una época en que la pública era muy mala. Pero han pasado muchos años desde entonces, la sanidad pública se ha fortalecido y, a pesar de los intentos de demolerla, muchos la elegimos con normalidad. También porque sabemos que, en cuanto venga algo grave, la privada se va a desentender de ti. En la mente de muchas personas, la idea es algo como «para cosas leves no viene mal tener un seguro privado, porque es más rápido, pero para cosas graves la pública es la que te va a salvar la vida». Y claro, si las cosas son así, pues te pagas tú el seguro privado, no con cargo a presupuestos.

Queda por ver si la eventual caída de los conciertos con aseguradoras privadas arrastrará la del resto del régimen especial de los funcionarios. Hemos dicho antes que no tenía por qué, ya que este régimen tiene más componentes aparte de la asistencia sanitaria privada, pero sí es cierto que esta es una de sus prestaciones más características. Las clases pasivas ya no existen, y si ahora desaparece también la posibilidad de elegir entre ASISA y el SNS, cada vez quedan menos razones para mantener gestiones diferenciadas y un régimen especial.

Yo no tengo opiniones fuertes hacia esta parte del conflicto. Como digo, la parte de eliminar la asistencia sanitaria privada sí me parece necesaria, pero no sé si el resto del régimen especial debería mantenerse o desaparecer. Así que supongo que estaremos a ver qué pasa.

 

 

 

 

 

 

 

(1) De hecho, estoy en contra de los seguros de salud privados, así como concepto.

(2) Yo mismo me mantendré en el Sistema Nacional de Salud si logro acceder como funcionario. Aunque, dado que yo soy un paciente caro (enfermo crónico con varias pruebas costosas al año y que toma cinco pastillas al día), creo que no les importará.

 

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sábado, 2 de noviembre de 2024

La DANA y el estado de alarma

Anteayer publiqué mi artículo sobre el #LeoAutorasOct, en el que incluía una reseña de Un paraíso en el infierno, de Rebecca Solnit. Se trata de un libro sobre cómo se comporta la gente en los desastres. Desarrolla la tesis de que sí, hay saqueos e insolidaridad, pero muchas veces esas historias se magnifican desde unas autoridades que han sido incapaz de controlar el desastre y que también son incapaces de contener lo que surge después de forma espontánea: redes de apoyo, de solidaridad y de ayuda mutua. Redes que evitan que la cosa vaya a peor y que podrían amenazar con dar por superado al Estado, lo cual hace que sean combatidas con tanta virulencia como los saqueadores.

Las ideas que hemos mamado sobre cómo se comporta la gente en los desastres exageran el aspecto de caos y destrucción y minimizan u olvidan la de reconstrucción y conexión. Esto es lo que tenemos todos en la mente. Por eso, en cuanto hay un desastre, las autoridades piensan en el palo lo primero de todo. Y la población, muchas veces, es también lo que exige.

Por supuesto, todo esto me ha vuelto a la mente al hilo de la terrible DANA que ha azotado la costa mediterránea de este país y que ha destrozado varios pueblos de la provincia de Valencia, pueblos que aun hoy, varios días después, permanecen en estado de caos. El cómputo de muertos supera al del 11-M (una comparativa trivial, pero que ayuda a hacerse una idea) y hay estimaciones de que las cifras podrían seguir aumentando. Leemos noticias de que llevan días sin agua, sin electricidad, sin wifi. Gente atrapada, cadáveres, coches arrastrados. Historias de gente que se salvó por los pelos y de quienes no lo hicieron. Como dice el libro de Solnit, la inacción y la descoordinación de las autoridades están siendo peores que el desastre.

Los rumores corren. He oído a gente hablar de miedo a los saqueadores, de asaltos a casas y de bandas organizadas. También he visto noticias alarmistas sobre saqueos, que muestran a gente completamente normal llevándose lo que pueden de supermercados desolados. Lo que la prensa llama saqueo, conviene recordar, es la única opción posible cuando lo has perdido todo y el dinero ha dejado de valer porque las tiendas se van a tirar semanas cerradas. Por no mencionar que los supermercados están asegurados y que, después de las roturas en las cadenas de conservación, todos esos productos se tendrían que haber tirado de todas formas.

Y en el lado positivo, ayer y hoy he visto a miles de personas de Valencia capital (que se salvó del desastre gracias a una obra faraónica hecha precisamente para impedirlo, y que aun así estuvo a punto de ser superada) dirigiéndose a la comarca afectada para ayudar. Una riada de gente que, en cuanto ha tenido un momento libre, lo ha dedicado a ir caminando a los pueblos (ya no hay carreteras) con palas, botellas de agua, comida y mantas. En estos momentos la gente ya se está organizando en todo el Estado, hay puntos de recogida y envío, listados de canales de Telegram, solicitudes concretas…

Ah, mientras escribo estas líneas, el presidente valenciano ha pedido a los voluntarios que vuelvan a sus casas. Supongo que una vez te invistes del traje del alcalde de Tiburón (corto de miras antes del desastre, inútil después), ya es muy difícil salirte del papel. Hay abogados intentando coordinar un movimiento para llevarle ante la justicia y exigir responsabilidades a su govern, por cierto.

Una arista jurídica interesante de este asunto es lo primero que se ha puesto encima de la mesa: el estado de alarma. ¿Sería posible activar a nuestro viejo conocido? ¿Valdría para algo? Yo no estoy demasiado seguro: creo que sería una medida más para hacerse la foto y hacer (o contrarrestar) ruido político que algo efectivo.

Como se recordará de pandemia, existen tres estados excepcionales que sirven para que los poderes públicos adquieran capacidades que normalmente no tienen, con el fin de coordinar la respuesta a situaciones de emergencia. El más suave de los tres es el estado de alarma, que lo declara el Gobierno, dura 15 días y puede prorrogarlo el Congreso. Aparte de eso, y de que en él no se pueden suspender derechos fundamentales, la Constitución no dice mucho más sobre el estado de alarma. En España este instrumento se ha empleado cuatro veces: una en 2010 ante la huelga de controladores aéreos y otros tres en pandemia (dos de ellos nacionales y uno en Madrid).

¿Qué dice la ley que regula los estados excepcionales? Establece una primera norma muy importante: que procede su declaración cuando «circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes», que sus medidas y su duración serán las estrictamente indispensables y que su aplicación será proporcionada a las circunstancias. Esa es la razón por la que creo que no es necesario este estado. Pienso que el Estado ya tiene suficientes herramientas sin acudir a declarar la alarma.

El estado de alarma se declara ante una alteración grave de la normalidad. La ley reguladora habla de catástrofes públicas (menciona expresamente las inundaciones) y de situaciones de desabastecimiento de productos de primera necesidad, circunstancias ambas que concurren aquí. En caso de que el problema afecte solo a una Comunidad Autónoma, su presidente puede solicitar del Gobierno la declaración del estado de alarma.

El principal efecto del estado de alarma (que, recordemos, no puede suspender derechos fundamentales) es constituir una autoridad responsable. En principio esta autoridad es el Gobierno, pero puede delegarlo en el presidente de la Comunidad Autónoma afectada. Todas las autoridades civiles del territorio afectado, incluyendo policías autonómicas y locales y demás funcionarios, quedan bajo las órdenes de la autoridad competente y se les pueden pedir servicios extraordinarios.

El decreto de estado de alarma puede tomar medidas como toques de queda, requisas temporales de bienes, prestaciones personales obligatorias, intervenir empresas, limitar o racionar el uso de servicios e impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados y el funcionamiento de los servicios de los centros de producción. El Gobierno incluso puede decretar la movilización del personal de estas empresas y servicios, para asegurar su funcionamiento.

Parecen competencias muy intensas, y algunas suenan como lo que necesitamos ahora mismo: ¿mando centralizado? ¿Requisas de bienes? ¿Intervenir supermercados y asegurarles el suministro? Suena muy bien. Pero el hecho es que algunas de estas cosas no son tan importantes a corto plazo. Y para muchas de las demás ya tenemos una normativa de protección civil que funciona con más flexibilidad que la de estado de alarma, y que en cierto sentido se superpone con la misma: ya permite que haya una autoridad centralizada y que se movilicen recursos extra.

La gente afectada necesita comida y bienes de primera necesidad, y los poderes públicos pueden y deben comprarla y repartirla sin necesidad de reabrir los supermercados. Necesita rescates y que los accesos queden despejados, y la UME y los bomberos ya están en ello. Y quienes lo han perdido todo necesitan soluciones de emergencia, como sitios donde dormir, que se pueden conseguir con la colaboración de Ayuntamientos y, probablemente, de cadenas de hoteles. A unas malísimas, se pueden utilizar mecanismos como la contratación pública de emergencia o la expropiación urgente.

El estado de alarma sería una medida efectista e impactante, pero no sé yo si demasiado efectiva. Creo que lo que tenemos entre manos, aunque sea trágico, puede gestionarse sin salirse de los poderes ordinarios de las autoridades. Basta con coordinación y recursos, sin necesidad de nada más. Ojo, no estoy diciendo que no esté legalmente justificado. Al contrario, lo está. Digo que no creo que fuera útil.

En realidad, lo que necesitamos, y en lo que tendremos que ponernos muy en serio cuando esto acabe, es en prevenir. En montar sistemas de alerta que funcionen, en sensibilizar a la población para que obedezca, en que los Ayuntamientos estén preparados para dar respuestas rápidas, etc. Uno de los problemas que ha habido aquí es que el Govern autonómico tardó horas en dar la alarma y cuando llegó el agua la gente estaba haciendo su vida: volviendo a casa, de paseo, de compras, haciendo la cena… Eso no puede volver a pasar.

Supongo que eso es más difícil que reclamar un estado de alarma.

 

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jueves, 31 de octubre de 2024

#LeoAutorasOct - Mis lecturas de 2024

Definitivamente, para mí el transporte público es un elemento que impacta en la lectura. En 2022 y 2023, que tenía dos y tres viajes a la semana al otro extremo de Madrid, leí 16 y 12 libros respectivamente. Este año, que hago trayectos mucho más cortos, han sido 7 y parte del octavo.

En cuanto a temáticas, hay más realismo que otros años: dos de los libros y los dos tebeos son de esta temática.

¡Allá va la lista!

 

1. P de Peligro (Sue Grafton, 2001)

Hace nueve semanas, el doctor Down Purcell, un reputado geriatra que pasa sus últimos años dirigiendo una clínica, salió del trabajo, se subió en su coche y no se le volvió a ver. También han desaparecido su pasaporte y treinta mil dólares. Detrás queda Crystal, su esposa, mucho más joven que él. Pero es Fiona, su ex mujer, quien contrata a Kinsey. Al parecer, Down estaba metido en varios problemas (unas relaciones familiares complejas, una sospecha de fraude en su trabajo) y era precisamente de Crystal de quien tenía que huir.

 

Los misterios de Kinsey Millhone no necesitan mucho para gustarme. Dame un rato entretenido y me tienes. Aquí, Kinsey ataca un caso de persona desaparecida que tiene muy mala pinta, porque en nueve semanas ya se tendría que haber sabido algo. Y a la vez decide cambiar de oficina, pero sus caseros no son lo que ella espera.

Eso sí, una cosa es que tengo que decir del estilo de escritura de Grafton es que es seco como él solo. A mí me gusta, pero todo tiene un límite. En otros libros de la saga termina con un epílogo o algo que explique las consecuencias y baje el caso a tierra. Aquí ni eso. Es el primer libro que veo que termina in medias res. Kinsey resuelve el caso y hala, punto final. Vámonos yendo que me cierran el banco. No sé, Sue Grafton, un poquito de gracia al asunto, ¿no?

 

2. Rotunda (Candela Sierra, 2023)

Brisa es una joven graduada en Bellas Artes que, desesperada por curro, accede a trabajar en Rotunda, una empresa que hace rotondas. Al principio todo parece genial: el dueño, Delfín, es un tipo muy simpático y hay camaradería entre los compañeros. Pero claro, eso es al principio.

 

Interesante tebeo sobre la cultura del pelotazo, simbolizada aquí en una empresa que hace esculturas para rotondas (muy propio, la verdad) y que está en manos de Delfín, un nepobaby que no tiene ni idea de dirigir un equipo y cuyo padre, que es quien le consigue los contratos, presiona para que haga lo que se desea. Es muy interesante que el dibujo de Delfín es mucho más tosco y menos detallado que el del resto de personajes. Los demás son personas reales, él es un muñeco de palo con camiseta que intenta quedar bien con todo el mundo y cuyos cambios de humor sufren los demás.

Me gusta que, con la distancia que da el tiempo, vayan saliendo obras de ficción sobre la época del ladrillazo. Es todo un tema de la historia reciente de este país.

 

3. La glándula de Ícaro (Anne Starobinets, 2013)

Antología de relatos de ciencia ficción, aunque varios de ellos (especialmente El Lazarillo y La frontera) son más terror que otra cosa. Ninguno me ha disgustado activamente, pero muchos me han parecido un poco flojos, en especial el último, que es el más largo y que trata sobre lo malas y alienantes que son las pantallas. Creo que mis preferidos son los que tienen un enfoque más clasicote: La Frontera (sobre un tren que viaja en el tiempo) y Delicados pastos (sobre transferencia de consciencia a otros cuerpos).

Es interesante leer ciencia ficción desde una perspectiva no occidental, eso sí. Aunque el libro en conjunto me ha dejado un poco frío, quizás busque algo más de la autora.

 

4. Un paraíso en el infierno: las extraordinarias comunidades que surgen en el desastre (Rebecca Solnit, 2009)

Interesante libro que estudia el funcionamiento de la gente en las catástrofes. Sigue el hilo de cinco grandes desastres (el terremoto de San Francisco de 1906, la explosión de Halifax de 1917, el terremoto de Ciudad de México de 1985, el 11 de septiembre y el Katrina), aunque menciona bastantes más de manera secundaria, como el terremoto de Managua de 1972 o el de Loma Prieta de 1989.

El libro argumenta que, ante un desastre, las elites entran en pánico y empiezan a concebir a la gente como enemigos. Estas elites creen en una humanidad hobbesiana, que está siempre lista para lanzarse a una orgía de saqueos, disturbios y violencia. Estas ideas, que han sido reforzadas por básicamente toda nuestra cultura popular (en la cual la respuesta a los desastres cae en manos de un héroe de acción masculino mientras la masa cae en pánico), dificultan la respuesta de estas elites al desastre y, de hecho, lo agravan. Ayuda que llega tarde, víctimas tratadas como delincuentes, burocracia lenta, etc.

Y, sin embargo, no es eso lo que ocurre en los desastres. A partir de los estudios de los sociólogos del desastre y de una importante investigación periodística que ha recabado decenas de testimonios, la autora construye la tesis opuesta: en las catástrofes, la gente tiende a organizarse de forma espontánea, creando breves utopías que funcionan razonablemente bien durante un tiempo y que a veces logran cambios permanentes. Estas comunidades y redes permiten que la gente obtenga incluso sentimientos positivos (satisfacción, alegría, vínculos personales) cuando trabaja por los demás miembros de su comunidad.

Dos de las ideas que más relevantes me han parecido son:

  • El "equivalente moral de la guerra": la guerra es horrible, pero saca a la luz virtudes como valentía o unidad. ¿Podría haber un equivalente, que permitiera exteriorizar las mismas virtudes sin que nos estemos matando entre nosotros? Quizás los desastres puedan tener ese sentido.
  • Los vínculos entre desastres, carnavales, revoluciones y activismo. Solnit habla de cómo la vida diaria es tan complicada de llevar y tan llena de compromisos que no queremos, que a veces concebimos los momento de ruptura como formas de liberación. Estos momentos de ruptura son efímeros por naturaleza, porque enseguida se recupera la normalidad o se construye otra nueva, pero son importantes.

 

Leyendo el libro he estado pensando en los propios desastres que yo he vivido, como el 11-M, el COVID o Filomena. Y es cierto que yo tenía en la cabeza la idea de desastre como pistoletazo de salida para la violencia, mientras comprobaba en mis carnes que no era así: la gente donando sangre tras el atentado, mis vecinos fundando una red de apoyo para las personas que no podían salir a hacer la compra durante la enfermedad o quitando nieve de las calles después de la nevada... Y mientras tanto, las instituciones a por uvas. Da bastante que pensar.

En la parte negativa, el hilo está escrito por una señora yanqui de mediana edad, y entonces está lleno de bobadas sobre redención, salvación, sentido, comunidad o incluso el propio paraíso que aparece en el subtítulo. A veces agota tanta referencia a la alegría y tanta sospechosa mención a lo bien que se sintieron los voluntarios que fueron a ayudar. Pero, si estás dispuesto a no tenérselo muy en cuenta, estamos ante un buen libro

 

5. La súbita aparición de Hope (Claire North, 2016)

Desde que tiene 16 años, Hope es olvidada. Puede pasar horas con alguien, pero si desaparece de su vista, a los pocos minutos la otra persona ha olvidado todos los detalles. Eso impide a Hope tener cosas tan básicas como amistades, parejas, trabajo, educación formal o asistencia médica, pero le facilita muchísimo cometer delitos. Un día, entristecida por el suicidio de una mujer que parecía tenerlo todo, Hope actúa de manera impulsiva y se cruza en el camino de un conglomerado empresarial que aspira nada más y nada menos que a convertir en perfectos a todos los seres humanos. O al menos a quienes puedan pagarlo.

 

En una primera capa, esto es un tecno-thriller de ciencia ficción sobre cómo una mujer que no deja impronta en las personas se enfrenta a una empresa que vende una perfección imposible. Y como tal funciona. Pero, como toda la buena ciencia ficción, es algo más: es una novela sobre la identidad, sobre qué nos hace ser como somos. Alguien que no es definido por la relación con los demás ¿puede tener identidad? ¿Puede ser libre? ¿O puede, incluso, ser la única persona libre?

Estamos ante un libro soberbio (quizás un poco menos hacia la mitad, pero soberbio en general) que recomiendo empezar con tiempo por delante, porque se beneficia mucho de poder dedicarle ratos largos a empaparte de lo que propone la autora. Yo no pude hacerlo y lo noté.

 

6. Los enanos (Concha Alós, 1963)

En una pensión barcelonesa en la década de los '60, varios personajes desenvuelven su miseria. Mujeres y hombres aplastados por la pobreza, la suciedad, la nostalgia y la muerte. Pero una de las mujeres, la señorita María, escribe un diario.

 

Durísima novela realista con protagonismo coral. Está la historia de una ex artista de variedades, ahora casada con un vendedor ambulante, que recuerda los tiempos de prosperidad. La de la propia dueña de la pensión, que podría (o no) tener un amante. La del boxeador marroquí que pierde todas las peleas. La de la joven que solo se acuesta con un hombre para sacarle algo, con un poco de suerte un matrimonio. Y solo una contada en primera persona, la de la señorita María, que es testigo de todas las demás, porque la suya ya terminó.

En algunos puntos me ha parecido una novela extremadamente innovadora para su época, sobre todo en lo que hace al tratamiento del deseo y la sexualidad femeninos. En general es una novela protagonizada por mujeres, y todas tienen una personalidad tan marcada que casi parece que uno está ahí, en esa desoladora pensión llena de ratas.

 

7. Telefónica (Ilsa Barea-Kulcsar, 1949)

En los primeros días de guerra en Madrid, la alemana Anita Adam llega para encargarse de la censura de prensa. En un momento en el que todo el mundo tiene claro que la ciudad va a caer, nadie puede permitirse ni un error, y Anita, con sus modos extranjeros, su mal español y su abierto criterio de cómo llevar la censura, se encontrará pronto metida en un embrollo más grande del que puede gestionar.

 

Me ha costado entrar en este libro, y al principio me ha hecho sentir hasta incómodo. Es una biografía apenas novelada: la autora, igual que la protagonista, vino a España a echar una mano a la república y acabó encargada de la censura en el edificio Telefónica. Allí, se enamoró de un oficial superior, igual que le pasa a la protagonista.

Con este trasfondo, el hecho de que todos los personajes respondan a estereotipos (los españoles fanfarrones y valientes, las españolas pasionales y celosas) me hace recordar esos cuadernos de viaje que escribían los intelectuales franceses en el siglo XIX sobre lo pintoresco que era un asalto bandolero español, olé. El hecho de que la primera mitad de la novela sea un montón de personajes planos pensando en follar no ha ayudado, la verdad.

Aun así, la segunda mitad mejora. Los personajes siguen siendo estereotipos, pero son más variados, cambian incluso un poco y la trama es más entretenida.

La traducción es excelente. La biografía de 40 páginas de la autora que hay al final me sobró bastante, la verdad. 

 

8. El cuerpo de Cristo (Bea Lama, 2023)

La madre de Vero siempre ha estado mal. A veces no quiere salir de la cama. A veces dice que un demonio la acosa. A veces bebe demasiado. A veces cree que su marido la engaña o que su hijo se droga. ¿Cómo se sobrevive en esta situación?

 

Durísimo cómic (en algunos puntos más novela ilustrada que cómic), con fuerte elemento autobiográfico, sobre la complicada relación de una joven con su madre. Ha ganado el Premio Nacional del Cómic, y la verdad es que es merecidísimo. Por un lado, por la técnica: algunas de las páginas están bordadas en vez de dibujadas, y la autora alterna entre técnicas para relatar el momento actual o flashbacks de diferentes momentos.

Y luego, por lo que cuenta y por cómo lo cuenta. Me he sentido muy identificado en algunas partes, por desgracia. En otras no, pero la forma de contar la historia de su madre es durísima y muy humana.

 

9. Superluminal (Vonda N. McIntyre, 2023)

Laenea acaba de transformarse en ciborg: con un corazón artificial, que garantiza un bombeo constante, está en condiciones de pilotar las naves espaciales que se mueven a velocidad superior a la de la luz. En ese momento, se encuentra con a Radu, un simple tripulante, que viene de un planeta lejano en el que Laenea estuvo ayudando un tiempo atrás. Radu y Laenea se enamoran, y descubren enseguida que la separación entre pilotos y el resto de la humanidad no obedece a un capricho.

 

La edición española de esta novela me fastidia bastante. No me gusta que las novelas no tengan sinopsis visibles. Esta tiene un fragmento del prólogo de Lola Robles y otro del Manifiesto Ciborg en los que hablan de sus temas, pero nada que me indique de qué va, que es lo que me interesa cuando estoy eligiendo libros. Si la saqué de la biblioteca fue exclusivamente porque conozco a la autora y había oído hablar bien del libro.

Y entonces lo abro y me encuentro con una traducción que podría mejorarse mucho y con una maquetación fea como pocas. Cada vez que se pasa de narración a diálogo hay un interlineado doble, y cuando se vuelve a narración el siguiente párrafo empieza sin sangría. Esto dificulta bastante entender cuándo hay cambios de escena, y dificulta la lectura de escenas con mucho diálogo, hasta el punto de hacerse incómodo.

Me costó empezar con este libro, la verdad: la primera parte es muy lenta, pero luego coge carrerilla y plantea una trama muy interesante, que, para mi desgracia, al final se deshilacha un poco. El saldo es positivo, y la parte central me ha parecido muy buena, pero ni el principio ni el final me han fascinado. Y, desde luego, si tenéis oportunidad, leedlo en inglés.

 

 

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jueves, 17 de octubre de 2024

Huelga de alquileres

La situación de la vivienda es insostenible. Según van pasando los meses y los años, los argumentos del tipo «es que no podéis vivir todos en Malasaña» se van agotando. Todo está carísimo. En las ciudades grandes y en las pequeñas, en el centro y en la periferia. Claro, por supuesto, si te vas a una casa sin reformar construida en 1969 en un pueblo de 4 habitantes y por la que solo pasa el Expreso Pendular del Norte (1), pues te va a salir más barata que algo en el centro de Madrid. Pero tampoco tan barata como para que compense la pérdida de servicios básicos, relaciones sociales y oportunidades laborales.

Cada día es una nueva. Zulos que harían avergonzarse a un etarra que se alquilan por morteradas impensables. Habitaciones al precio en el que hace unos años conseguías pisos pequeños. Agencias de intermediación explotadoras. Y caseros mafiosos que se niegan a cambiarte la lavadora vieja, que te quieren impedir que uses tu casa como si fuera tu casa (que pongas decoración, que tengas mascotas) y que te amenazan con «necesitar el piso» si no cumples con sus condiciones.

Este conflicto se plantea siempre como un problema generacional: los jóvenes precarios contra los viejos acaparadores de inmuebles. Y no voy a decir que no haya un tema generacional de fondo. La generación que pudo comprar inmuebles baratos y que ahora tiene dos, tres o cuatro casas para alquilar es la que es. Los que hemos venido después, los que ahora tenemos entre 30 y 40 años, los que nos comimos la crisis de 2007 al principio de nuestra vida adulta y hemos tenido que postergar toda clase de hitos vitales, no pudimos hacer eso. Y mucho menos los que han venido después. Pero no todo es generacional.

Hablemos de la jueza tuitera que, para contarnos lo mala que es una huelga de alquileres, ha puesto como ejemplo a un tal Andrés a quien le parece caro pagar 400 € de alquiler. Claro, cualquier persona que haya alquilado en los últimos años sabe que 400 € es ya lo que se paga por una habitación, que no hay pisos por ese precio. O, al menos, que no hay masa suficiente como para absorber la demanda, que ya veo a algún listo poniendo en los comentarios que se ha peinado Idealista y que ha encontrado pisos a ese precio (tres en toda la Meseta Central, pero los ha encontrado).

Inventarse a un joven quejica que llora por algo «normal» (que al principio de tu vida laboral vivas en unas condiciones algo precarias) y que te salga un ejemplo inexistente es ciertamente algo permeado de lógica generacional. Un rollo «los jóvenes no aguantan nada». Pero, como decíamos, este conflicto no es un problema generacional. Porque esta jueza tuitera, según información disponible en Internet, tiene ahora mismo 47 años. Y anda que no habrá inquilinos de esa edad y mayores, que saben lo que se paga por un alquiler y que están a merced de un casero cabrón. ¿La diferencia? Que no son jueces.

Esto es un problema de clase. Permeado con elementos generacionales, sí, pero de clase. De una clase propietaria que considera que el rentismo es mucho más cómodo y fácil que abrir una empresa y producir bienes y servicios. No tienes que hacer nada más que poner un anuncio y el primer pringado que pique te estará transfiriendo su renta. No hay que lidiar con trabajadores organizados, con socios descontentos, con proveedores gilipollas ni con inspectores municipales. Puedes hacer subir los precios, porque la gente siempre necesita un techo (¡qué estupendo es especular con bienes inelásticos!), y si te lo montas bien incluso evitarás pagar impuestos por la actividad.

¿Y cómo enfrenta la clase trabajadora los problemas de clase? Pues con un sindicato. Hemos hablado alguna vez de que hay paralelismos evidentes entre las relaciones laborales y las arrendaticias. En ambas hay una disparidad de poder entre alguien que tiene unos medios de producción y que provee a la otra persona de algo vital: en el primer caso, un salario para vivir; en el segundo, un sitio para hacerlo.

Esta disparidad de poder genera que la negociación individual sea imposible. Si no se llega a un acuerdo y el contrato se rompe, el empresario no tiene un problema: no le va a ser difícil encontrar sustituto y, mientras lo hace, la empresa sigue funcionando. Sin embargo, el trabajador tiene un problema, porque necesita el salario para poder comer el mes siguiente. Así, el empleador tiene muchísimo más poder de negociación y puede apretar más. Es exactamente igual en arrendamientos: si el inquilino se va, se queda sin casa, mientras que el arrendador simplemente estará unos días sin sacar renta de ese piso y tendrá que limitarse a su sueldo y a otras rentas que pueda tener.

La palabra «sindicato» no está aquí bien utilizada desde el punto de vista técnico-jurídico, ya que un sindicato es una asociación de trabajadores, pero resulta perfecta vista desde esta lógica: una agrupación de personas que individualmente no tienen capacidad de negociación pero que en grupo sí pueden causar un problema actual y real a la otra parte. ¿Y cuál es la herramienta principal de un sindicato? ¿Qué es lo que hace cuando se han agotado las vías más pacíficas de negociación (reuniones con la contraparte, manifestaciones, presentación de iniciativas legislativas) sin éxito? Pues una huelga. Y así tenemos al sindicato llamando a la huelga de alquileres.

Si la huelga laboral es dejar de trabajar, la huelga de alquileres es dejar de pagar la renta. Pero hay un problema, porque aquí nuestra lógica se rompe. La huelga laboral es legal; más aún, es un derecho fundamental. Cuando un trabajador hace huelga pierde ese día de sueldo, pero más allá de eso no hay consecuencias: no se le puede exigir que recupere horas ni se le puede sancionar por inasistencia. Una huelga de alquileres, por el contrario, es ilegal. Dejar de pagar al casero es incumplir el contrato que se tiene con él y puede dar pie a desahucios y a reclamaciones de cantidad.

Pero, a estas alturas, no creo que esto asuste a quien está dispuesto a hacerla. Si vivimos en unas condiciones tales que cualquier cosa nos puede poner en riesgo de desahucio, añadir una más tampoco es que vaya a agravar la situación. Y menos cuando con esta acción se puede ganar algo.

¿Qué mecanismos han pensado en los sindicatos de inquilinos para hacer más viable la huelga? Por lo que he leído en redes, se está hablando de varios. El primero está formado por los típicos de toda huelga, como cajas de resistencia. El segundo se dará si la huelga triunfa: se exigirá que los arrendadores renuncien a las acciones que tengan contra los inquilinos. Como se trata de acciones civiles, es perfectamente legal renunciar a ellas como parte de un acuerdo. Y si la huelga fracasa (o como herramienta de presión para que triunfe) está el dilatar lo máximo posible los plazos legales, colapsar los juzgados, generar muchos juicios pequeños que dificulten condenas en costas y suponer que los caseros conocen ese viejo refrán sobre los malos acuerdos y los buenos pleitos.

La huelga de alquileres es ilegal, pero es que también lo fue la huelga laboral durante siglos, y al final se convirtió en una realidad tan patente que, incluso antes de que la Constitución lo convirtiera en un derecho fundamental, el Gobierno de Adolfo Suárez tuvo que regularla. Algo parecido sucedió con la objeción al servicio militar obligatorio, que en el franquismo era ilegal, pero en la Constitución aparece como derecho vinculado a la realización de una prestación social sustitutoria (2). Y aun así los insumisos siguieron negándose también a dicha prestación sustitutoria (y comiendo cárcel por ello) hasta que se eliminó la mili.

¿Puede funcionar una huelga de alquileres? ¿Puede, incluso, convertirse en un medio legal de protesta? No se sabrá hasta que no se intente, pero los hilos que los dos grandes jueces fachas (perdón por el pleonasmo) han corrido a hacer estos días sobre lo grave que sería la situación para los juzgados llevan a pensar que algún efecto tendría. En la misma dirección apunta la esta entrevista, en la que un directivo de una agencia de intermediación se niega a responder a una pregunta simple: si sus inquilinos dejan de pagar, y dado que el trabajo de la agencia es cubrir esos impagos de cara al propietario, ¿cuánto podrían aguantar? No quiere decirlo en público, y eso hace sospechar que poco.

Así que, no sé, ¿puede funcionar una huelga de alquileres? Me da la sensación de que vamos a descubrirlo pronto.

 

 

 

(1) Que, como todos aprendimos en El milagro de P. Tinto, pasa una vez cada 25 años y ni siquiera se detiene.

(2) No es un derecho fundamental, pero tiene una protección similar a estos.

 


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