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lunes, 30 de junio de 2025

Golpe a la gestación subrogada

Una cosa que me gusta del derecho (sí, a mí el derecho me gusta, esta mierda es vocacional) es el diálogo que se produce entre el legislador y los jueces. Esto, que suena a algo súper técnico, se va a ver enseguida con un ejemplo relacionado con uno de los temas de los que más hablo en este blog: la gestación subrogada. 

Sabemos, porque lo hemos dicho más de una vez, que en España la gestación subrogada es ilegal. La filiación se determina por el parto, es decir, quien pare a un niño es legalmente la madre de ese niño, y no puede renunciar a ese vínculo por contrato. Si lo intenta, el contrato es nulo. Si trata de ejecutarlo, podríamos estar hablando incluso de delitos.

Sin embargo, también sabemos que hay países donde la gestación subrogada es perfectamente legal, como Ucrania o EE.UU. ¿Qué pasa con una parejita española que se va a esos países, se compra un bebé y lo trae otra vez a España? A ese niño hay que darle una solución. Por eso, existe una Instrucción del 5 de octubre de 2010 de la Dirección General de los Registros y del Notariado, completada en algunos detalles por otra Instrucción del 18 de febrero de 2019. Estas dos instrucciones dicen que las gestaciones subrogadas extranjeras pueden inscribirse en España siempre que vengan amparadas por una sentencia judicial del país de origen y que esa sentencia sea reconocida en España por medio de uno de los procedimientos previstos para ese fin (generalmente el de exequátur).

Es decir, esa parejita que se va a Ucrania a por un niño con sus genes solo puede conseguir que ese niño se inscriba en España como hijo suyo si hay una sentencia de un tribunal ucraniano que diga que lo es, y siempre que esa sentencia sea reconocida en España por exequátur o procedimiento similar. No vale un documento administrativo extranjero. No vale un documento del Registro Civil extranjero. No vale, por supuesto, la simple declaración de los padres compradores.

Y aquí empieza el diálogo. En 2023, la macrorreforma de la Ley del Aborto dedicó unas palabras a la gestación subrogada. No la ilegalizó (eso ya estaba hecho), pero sí recordó su ilegalidad, la tipificó como una forma de violencia contra las mujeres, obligó a hacer campañas de sensibilización contra ella y prohibió la publicidad de agencias de gestación subrogada. Es un leve endurecimiento, más de actitud que de regulación: un «estamos aquí, esto nos parece mal», digamos.

A esto contestó el Tribunal Supremo, en una sentencia de finales de 2024 que ya comentamos en este blog. El Tribunal Supremo es la institución española que más beligerancia ha mostrado contra la gestación subrogada: ha dictado una larga serie de sentencias donde tipifica al alquiler de vientres como una práctica contraria al orden público español, es decir, a las normas más básicas de nuestro derecho. En esta sentencia de finales de 2024 dijo que la propia celebración de este contrato vulnera nuestro orden público, porque ataca la dignidad tanto de la gestante como de los menores, que son tratados como meros objetos. Digo que esto es una contestación a la ley de 2023 porque la cita expresamente como algo que confirma «que la gestación subrogada es contraria a nuestro orden público».

La sentencia de finales de 2024 es especialmente interesante porque anula la inscripción de unos bebés procedentes de un caso de gestación subrogada a pesar de que los compradores lo habían hecho todo bien. Se trataba de una parejita que se fue a EE.UU., compró a dos bebés de manera legal, obtuvo una sentencia judicial que les daba la filiación y fue al volver a España y solicitar el exequátur cuando los tribunales empezaron a decirles que no, hasta llegar al Supremo. Es decir, cumplieron todos y cada uno de los requisitos que prevén las Instrucciones de 2010 y 2019 de la DGRN, y aun así los tribunales les denegaron el reconocimiento para su gestación subrogada.

¿Es esto legal? Sí, por supuesto. En general, los tribunales tienen el derecho de anular reglamentos si los encuentran contrarios a la ley, pero en este caso no ha hecho ni siquiera falta. Las instrucciones son reglamentos que solo vinculan a la Administración, no a los ciudadanos ni a los tribunales. Son, para explicarlo rápidamente, criterios que dirige un jefe administrativo a sus subordinados para que todos actúen igual en casos similares, pero no generan derechos ni deberes a los ciudadanos. Los tribunales pueden ignorarlos.

A mí la sentencia de finales de 2024 me pareció curiosa. Lo dije en el artículo que he enlazado más arriba: habla de la gestación subrogada y de su reconocimiento en España con un grado de indignación y de rasgarse las vestiduras que hasta se te olvida de que esto es una práctica corriente. Como escribí entonces: «Tres órganos judiciales distintos han negado a Ceferino y a Benigno inscribir a los niños, y lo han hecho en términos de indignación tales que parece que los compradores estaban pidiendo autorización para una orgía caníbal, pero el hecho es que no están intentando nada que otras parejas no consigan». Sí, la gestación subrogada es una vulneración de los derechos de la madre y del niño y una barbaridad contraria al orden jurídico español, pero se hace, y existen las vías que ya he mencionado para legalizarla cuando se hace en el extranjero.

Hasta ahora.

Porque el tercer paso de este diálogo entre instituciones lo dio hace unas semanas la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública, nuevo nombre de la que antes era de los Registros y del Notariado. El 28 de abril se dictó una nueva instrucción que deroga las de 2010 y 2019 y establece que ninguna vía permite inscribir gestaciones subrogadas extranjeras en el Registro Civil español: ni certificaciones registrales o declaraciones (que ya estaban prohibidas) ni sentencia judicial extranjera. Nada.

Esta instrucción cita como antecedente la sentencia del TS de diciembre 2024. Y aquí hay que entender algo. Las instrucciones de 2010 y 2019 lo que buscaban era proteger el interés superior del menor. Vale, la gestación subrogada es una barbaridad, pero se ha hecho en un lugar donde es legal y esa criatura ha nacido y está viviendo en el seno de una familia española. Alguna solución habrá que dar. Así que las instrucciones de 2010 y 2019 tomaron una vía de compromiso: permitían legalizar los casos más «civilizados» (donde un juez extranjero, presumiblemente con garantías, ha determinado que el contrato de gestación subrogada es legal, se ha hecho sin presiones a la madre, etc.) y dejaba fuera los casos con más dudas (donde solo hay una certificación del Registro Civil extranjero o una declaración de los compradores).

Ahora ya no puede ser así. Después de toda la ristra de sentencias del Tribunal Supremo sobre el tema, en especial la que hemos mencionado de diciembre de 2024, queda claro que ningún mecanismo que convalide la gestación subrogada extranjera puede respetar el interés superior del menor. Por definición, la gestación subrogada es contraria a dicho interés superior. De acuerdo con la sentencia:

«la concreción de lo que en cada caso constituye el interés del menor no debe hacerse conforme a los intereses de los comitentes de la gestación subrogada, sino tomando en consideración los valores asumidos por la sociedad como propios. (…) La protección de los menores no puede lograrse aceptando acríticamente las consecuencias del contrato de gestación por sustitución (…) La protección del interés de los menores no puede fundarse en la existencia de un contrato de gestación por sustitución y en la filiación a favor de los padres intencionales que prevé la legislación [extranjera]».

El Tribunal Supremo sigue así un rato, y deja claro que la protección del interés superior del menor es incompatible con la convalidación de estos contratos. Así que la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública responde con la medida que ya hemos visto: la gestación subrogada extranjera no se puede reconocer en España nunca. Ni siquiera aunque venga documentada por sentencia.

Entonces ¿qué medios quedan ahora para darle seguridad al menor que, sin comerlo ni beberlo, ha sido comprado por una pareja de españoles? Tanto la sentencia del Tribunal Supremo como ahora la instrucción de la Dirección General lo deja claro: los medios ordinarios de determinación de la filiación. Para empezar, si uno de los compradores es el padre biológico de la criatura, la filiación queda determinada a su favor. Y para el otro comprador, filiación adoptiva posterior «cuando se pruebe la existencia de un núcleo familiar con suficientes garantías». Mientras tanto, el niño queda en acogimiento. Ambas medidas, la adopción y el acogimiento, permiten garantizar que la situación es adecuada y el menor está bien cuidado.

Así pues, una modificación legal de 2023 da lugar a una sentencia durísima del Tribunal Supremo en 2024 cuya doctrina es adoptada por la Administración en 2025 en la norma interna que regula el tema. El resultado es una norma mucho más dura, que cierra los resquicios que quedaban para que el resultado de esta práctica bárbara sea reconocido en España. Todo lo que sea desincentivarla estará bien. Eso sí, digo lo mismo que ya afirmé en el artículo de diciembre: un asunto tan importante, donde hay menores implicados, no debería estar dando vueltas entre sentencias del Supremo e instrucciones de la Dirección General. Tendría que estar regulado en la ley.

 

 

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domingo, 15 de junio de 2025

Derecho a ver bien

Como miope, el tema de las gafas siempre me ha parecido demencial. Es una prótesis. Una prótesis que millones de personas necesitamos para usar bien la vista, que es el sentido más básico de los humanos. Nosotros, pobres monos evolucionados, no tenemos un olfato finísimo ni un oído particularmente agudo ni nos desplazamos desnudos sobre el suelo para percibir con nuestra piel cada elemento con el que interactuamos. Somos una especie fundamentalmente visual. Pero, de repente, cuando los ojos dejan de funcionar bien, el sistema de salud se desentiende de nosotros. Hala, bonito, págate tú las gafas. 

Por eso me pareció tan interesante el anuncio del Ministerio de Sanidad sobre la ayuda universal para gafas y lentillas a menores de 16 años. Aún no está publicado el Real Decreto que lo articula, pero parece ser que consistirá en una ayuda directa de 100 € que aplicará la propia óptica a cualquier niño que entre por la puerta. Le harán la prueba de agudeza visual, decidirán la graduación que necesita, se seleccionará la montura y, a la hora de proceder al pago, la factura será de 100 € menos. Sea quien sea el niño, sin requisitos de renta. Pum.

Me apresuro a decir que no es la primera medida similar. La Comunidad de Madrid aprobó en 2024 una ayuda que, superficialmente, se parece mucho: un descuento de 55 € en el precio de gafas a menores de 14 años que hayan sido remitidos por el Servicio Madrileño de Salud (o que estén continuando un tratamiento ya iniciado previamente). También es un programa de ayuda que no discrimina por renta, pero no es estrictamente universal, porque está limitado a menores que dispongan de tarjeta sanitaria y cuya necesidad de gafas haya sido recetada por los oftalmólogos del SERMAS. Además, se basa en un convenio que solo tiene dos años de duración (2024 y 2025), mientras que la propuesta del Ministerio, al menos a tenor de lo que se ha anunciado, plantea que será para siempre. Es decir, que lo de Madrid se parece a un programa universal, pero no llega a serlo (1).

Cuando era más joven (o incluso algo joven), yo era un defensor ferviente de las ayudas por renta. Cae por su propio peso, ¿no? Si es una ayuda tendrá que ser por renta. El dinero no es infinito, y habrá que priorizar a los que peor están. ¿Qué sentido tiene darle apoyo a los hijos de Amancio Ortega en vez de a los de un parado crónico? ¡Ellos pueden pagárselo si quieren! Es sentido común. Y precisamente porque es sentido común (es decir, un pensamiento aceptado por una amplia mayoría de personas, que parece tan obvio que no hay ni que argumentarlo) es por lo que tenemos que desconfiar de él.

La lógica de las ayudas por renta parte de una visión profundamente capitalista, que entiende que el mercado es el proveedor básico de bienes. Si quiero algo bueno, útil, con opciones para elegir y que cubra cualquiera de mis necesidades, me tengo que ir al mercado a obtenerlo. Y solo si no puedo pagar esos precios, el Estado tiene que hacerse cargo de mi necesidad, previa comprobación, por supuesto, de que verdaderamente no puedo pagar esos precios. Para ello debe destinar una ingente cantidad de recursos a comprobar la renta de las personas. Las convocatorias utilizan términos como «unidad familiar», que son imprescindibles desde este punto de vista (lo que importa no es tanto si la persona es pobre como si los miembros de su familia no pueden pagar el precio de mercado de la prestación) pero que se dejan fuera todo tipo de realidades. Y venga a pedir papeles. Y venga a obligar a personas que están en situaciones muy jodidas a que peregrinen de Administración en Administración, de ventanilla en ventanilla y de trabajador social en trabajador social.

Creo que fue precisamente este peso burocrático el que me hizo desconfiar del sistema. «Tiene que haber una manera más simple de hacerlo», pensaba yo. «Una cosa es conceder las ayudas por renta, y otra fiscalizar hasta el céntimo». Pero es que no puede haber una manera más simple de hacerlo, no desde este punto de vista. Si pones un requisito tienes que incluir medios para comprobar que concurre, como es lógico. Y cuanto más intentes arreglar el sistema, introduciendo casos beneficiados y excepciones, más carga documental impones a los administrados, porque también tendrán que probar que están en esos casos beneficiados y en esas excepciones. Ese peregrinaje es estigmatizante y desincentivador.

Uno de mis puntos de inflexión en este viaje personal hasta dejar de creerme las ayudas por renta fue el ingreso mínimo vital, aprobado en 2020. En ese momento yo estaba en una situación bastante precaria y me planteé pedirlo. Si al final no lo hice fue, entre otras cosas, por la carga burocrática y la cantidad de requisitos mal definidos que había que cumplir. A pesar de que yo necesitaba el dinero, era posible que no me lo dieran debido a mis circunstancias personales. Y luego empezó a salir en las noticias que las solicitudes de IMV estaban atascadas y tardaban meses en tramitarse y ya se me quitaron todas las ganas.

Este es un ejemplo de cómo una idea empieza desde la lógica universalista y se corrompe. La renta básica universal se supone que es un dinero que te dan cada mes, por ser un habitante adulto de un país, punto. Cuando se convierte en ingreso mínimo vital pasa a ser una ayuda que complementa cualquier otra percepción económica que tenga el sujeto hasta llegar a un «suelo» que se considera mínimo. Si ese suelo está establecido en 1000 € y el sujeto ya tiene un trabajo parcial que le da 700, la ayuda será de 300, y así sucesivamente. Claro, esta estructura requiere demostrar muchas circunstancias, no sea que nadie cobre un euro de más.

A este respecto, me resultó muy interesante «Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático», de Sara Mesa. Se cuenta una historia real de cómo la autora y algunas amistades intentaron ayudar a una señora que vivía en la calle y el sistema no les dejó, empezando por el hecho de que casi todas las ayudas necesitaban que el beneficiario estuviera empadronado. Al final, y si no recuerdo mal, la conclusión del libro es que no pudieron hacer gran cosa para sacar a esta persona de la calle.

La lógica de las ayudas lleva a esto: a muros de requisitos que dejan fuera, precisamente, a quienes más la necesitan. A quien no está empadronado, a quien no entiende bien el idioma, a quien no sabe cómo funciona la Administración, a quien tiene problemas mentales, a quien vive en una situación de estrés permanente que le dificulta concentrarse, a quien tuvo una renta aceptable durante el año pasado (que es la que va a comprobarse) pero este año está hundido. Yo tenía la formación suficiente para entender las normas del IMV y para decidir no solicitarlo, pero es que hay gente que no sabe lo que es el IMV, que tiene derecho a él o cómo pedirlo. ¿Cómo una renta de estas características puede considerarse «mínima», vamos a ver?

La lógica de la universalidad es la contraria. Dejamos de hablar de ayuda y pasamos a hablar de derechos. Tú, como habitante de un país, tienes derecho a que te financien las gafas, punto. Si quieres pijaditas, tener diez millones de opciones de monturas o que el óptico adule tus preciosos ojos azules, te vas a la privada, pero de base tú tienes tus gafas gratis. El proveedor primario pasa a ser el Estado, aunque siempre te puedes ir al mercado en busca de más variedad o de lujos.

Convivimos con un montón de prestaciones universales, es decir, con un acceso gratuito o muy barato que no depende de la renta. La sanidad es universal. La educación no universitaria es universal. Las bibliotecas son universales. El transporte público es universal. Los bomberos son universales. Pero cuando nos planteamos salirnos de esos ámbitos y hacer universales otras prestaciones, la gente sale con que «vaya vaya el Gobierno de izquierdas» y con «vamos a pagarle las gafas a los hijos de Amancio Ortega». ¡Para una cosa de izquierdas que hacen! Y si Amancio Ortega recibe tal palo en impuestos que nos permitiría sufragar cincuenta mil gafas, me parece bien que obtenga unas gratis para sus hijos. La universalidad de derechos tiene que complementarse con progresividad fiscal.

La parte de convertir la ayuda en derecho es muy importante. Las ayudas se estigmatizan muy rápidamente como «paguitas» y provocan agravios comparativos que la derecha tiene muy fácil para explotar: ¿por qué esos (inmigrantes, por ejemplo) tienen una ayuda cuando yo, que me curto el lomo a trabajar, no tengo? E incluso puede generar resistencias, porque en estas cosas está siempre metida la identidad: ¿cómo voy a pedir ayudas si se las dan a los inmigrantes? ¿Si la pido significará que nada me diferencia de ellos?

Un derecho tiene otra lógica. Un derecho configura la sociedad en que vivimos: entendemos que una parte de la dignidad humana es que todos los niños tengan gafas. Cuando a todos nos garantizan un mínimo, se genera cohesión social sobre ese mínimo. Un derecho para todos es fácilmente defendible por todos. Ya no es cosa de ricos y pobres, de nacionales o inmigrantes, sino un básico que tiene toda persona. No es estigmatizante, llega a quienes están peor, facilita que quienes están mejor se vean comprometidos con el sistema y libera recursos públicos de la tarea de comprobar la pobreza de la gente. Este par de artículos pueden ser de interés para quien quiera profundizar.

De hecho, mi principal crítica a la medida es que es poco universal. Primero, por edad: yo, como miope treintañero, también querría ahorrarme dinero en las gafas, gracias. Pero bueno, entiendo que la población menor de 16 años es especialmente vulnerable y que sus ojos en formación necesitan apoyo los primeros. Mi segundo problema es cómo funciona el sistema. ¿Vamos a subvencionar con 100 € cada compra de gafas a una empresa privada? ¿Cómo estamos comprobando exactamente que no suban 100 € los precios de cada gafa? ¿Por qué no podemos tener un departamento de óptica en los centros de salud que pueda expedir directamente las gafas? O, si eso no es posible, ¿por qué no se trata de productos con precio regulado?

Pero bueno, es un primer paso. La reacción que deberíamos tener tendría que ser más «a ver cómo lo ampliamos» que «los hijos de Amancio Ortega».

 

 

 

 

 

(1) De hecho, Ayuso criticó el programa del Ministerio precisamente por su universalidad y luego procedió a suspender su propio programa de ayudas, incluso aunque el del Ministerio no está en vigor.