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domingo, 15 de junio de 2025

Derecho a ver bien

Como miope, el tema de las gafas siempre me ha parecido demencial. Es una prótesis. Una prótesis que millones de personas necesitamos para usar bien la vista, que es el sentido más básico de los humanos. Nosotros, pobres monos evolucionados, no tenemos un olfato finísimo ni un oído particularmente agudo ni nos desplazamos desnudos sobre el suelo para percibir con nuestra piel cada elemento con el que interactuamos. Somos una especie fundamentalmente visual. Pero, de repente, cuando los ojos dejan de funcionar bien, el sistema de salud se desentiende de nosotros. Hala, bonito, págate tú las gafas. 

Por eso me pareció tan interesante el anuncio del Ministerio de Sanidad sobre la ayuda universal para gafas y lentillas a menores de 16 años. Aún no está publicado el Real Decreto que lo articula, pero parece ser que consistirá en una ayuda directa de 100 € que aplicará la propia óptica a cualquier niño que entre por la puerta. Le harán la prueba de agudeza visual, decidirán la graduación que necesita, se seleccionará la montura y, a la hora de proceder al pago, la factura será de 100 € menos. Sea quien sea el niño, sin requisitos de renta. Pum.

Me apresuro a decir que no es la primera medida similar. La Comunidad de Madrid aprobó en 2024 una ayuda que, superficialmente, se parece mucho: un descuento de 55 € en el precio de gafas a menores de 14 años que hayan sido remitidos por el Servicio Madrileño de Salud (o que estén continuando un tratamiento ya iniciado previamente). También es un programa de ayuda que no discrimina por renta, pero no es estrictamente universal, porque está limitado a menores que dispongan de tarjeta sanitaria y cuya necesidad de gafas haya sido recetada por los oftalmólogos del SERMAS. Además, se basa en un convenio que solo tiene dos años de duración (2024 y 2025), mientras que la propuesta del Ministerio, al menos a tenor de lo que se ha anunciado, plantea que será para siempre. Es decir, que lo de Madrid se parece a un programa universal, pero no llega a serlo (1).

Cuando era más joven (o incluso algo joven), yo era un defensor ferviente de las ayudas por renta. Cae por su propio peso, ¿no? Si es una ayuda tendrá que ser por renta. El dinero no es infinito, y habrá que priorizar a los que peor están. ¿Qué sentido tiene darle apoyo a los hijos de Amancio Ortega en vez de a los de un parado crónico? ¡Ellos pueden pagárselo si quieren! Es sentido común. Y precisamente porque es sentido común (es decir, un pensamiento aceptado por una amplia mayoría de personas, que parece tan obvio que no hay ni que argumentarlo) es por lo que tenemos que desconfiar de él.

La lógica de las ayudas por renta parte de una visión profundamente capitalista, que entiende que el mercado es el proveedor básico de bienes. Si quiero algo bueno, útil, con opciones para elegir y que cubra cualquiera de mis necesidades, me tengo que ir al mercado a obtenerlo. Y solo si no puedo pagar esos precios, el Estado tiene que hacerse cargo de mi necesidad, previa comprobación, por supuesto, de que verdaderamente no puedo pagar esos precios. Para ello debe destinar una ingente cantidad de recursos a comprobar la renta de las personas. Las convocatorias utilizan términos como «unidad familiar», que son imprescindibles desde este punto de vista (lo que importa no es tanto si la persona es pobre como si los miembros de su familia no pueden pagar el precio de mercado de la prestación) pero que se dejan fuera todo tipo de realidades. Y venga a pedir papeles. Y venga a obligar a personas que están en situaciones muy jodidas a que peregrinen de Administración en Administración, de ventanilla en ventanilla y de trabajador social en trabajador social.

Creo que fue precisamente este peso burocrático el que me hizo desconfiar del sistema. «Tiene que haber una manera más simple de hacerlo», pensaba yo. «Una cosa es conceder las ayudas por renta, y otra fiscalizar hasta el céntimo». Pero es que no puede haber una manera más simple de hacerlo, no desde este punto de vista. Si pones un requisito tienes que incluir medios para comprobar que concurre, como es lógico. Y cuanto más intentes arreglar el sistema, introduciendo casos beneficiados y excepciones, más carga documental impones a los administrados, porque también tendrán que probar que están en esos casos beneficiados y en esas excepciones. Ese peregrinaje es estigmatizante y desincentivador.

Uno de mis puntos de inflexión en este viaje personal hasta dejar de creerme las ayudas por renta fue el ingreso mínimo vital, aprobado en 2020. En ese momento yo estaba en una situación bastante precaria y me planteé pedirlo. Si al final no lo hice fue, entre otras cosas, por la carga burocrática y la cantidad de requisitos mal definidos que había que cumplir. A pesar de que yo necesitaba el dinero, era posible que no me lo dieran debido a mis circunstancias personales. Y luego empezó a salir en las noticias que las solicitudes de IMV estaban atascadas y tardaban meses en tramitarse y ya se me quitaron todas las ganas.

Este es un ejemplo de cómo una idea empieza desde la lógica universalista y se corrompe. La renta básica universal se supone que es un dinero que te dan cada mes, por ser un habitante adulto de un país, punto. Cuando se convierte en ingreso mínimo vital pasa a ser una ayuda que complementa cualquier otra percepción económica que tenga el sujeto hasta llegar a un «suelo» que se considera mínimo. Si ese suelo está establecido en 1000 € y el sujeto ya tiene un trabajo parcial que le da 700, la ayuda será de 300, y así sucesivamente. Claro, esta estructura requiere demostrar muchas circunstancias, no sea que nadie cobre un euro de más.

A este respecto, me resultó muy interesante «Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático», de Sara Mesa. Se cuenta una historia real de cómo la autora y algunas amistades intentaron ayudar a una señora que vivía en la calle y el sistema no les dejó, empezando por el hecho de que casi todas las ayudas necesitaban que el beneficiario estuviera empadronado. Al final, y si no recuerdo mal, la conclusión del libro es que no pudieron hacer gran cosa para sacar a esta persona de la calle.

La lógica de las ayudas lleva a esto: a muros de requisitos que dejan fuera, precisamente, a quienes más la necesitan. A quien no está empadronado, a quien no entiende bien el idioma, a quien no sabe cómo funciona la Administración, a quien tiene problemas mentales, a quien vive en una situación de estrés permanente que le dificulta concentrarse, a quien tuvo una renta aceptable durante el año pasado (que es la que va a comprobarse) pero este año está hundido. Yo tenía la formación suficiente para entender las normas del IMV y para decidir no solicitarlo, pero es que hay gente que no sabe lo que es el IMV, que tiene derecho a él o cómo pedirlo. ¿Cómo una renta de estas características puede considerarse «mínima», vamos a ver?

La lógica de la universalidad es la contraria. Dejamos de hablar de ayuda y pasamos a hablar de derechos. Tú, como habitante de un país, tienes derecho a que te financien las gafas, punto. Si quieres pijaditas, tener diez millones de opciones de monturas o que el óptico adule tus preciosos ojos azules, te vas a la privada, pero de base tú tienes tus gafas gratis. El proveedor primario pasa a ser el Estado, aunque siempre te puedes ir al mercado en busca de más variedad o de lujos.

Convivimos con un montón de prestaciones universales, es decir, con un acceso gratuito o muy barato que no depende de la renta. La sanidad es universal. La educación no universitaria es universal. Las bibliotecas son universales. El transporte público es universal. Los bomberos son universales. Pero cuando nos planteamos salirnos de esos ámbitos y hacer universales otras prestaciones, la gente sale con que «vaya vaya el Gobierno de izquierdas» y con «vamos a pagarle las gafas a los hijos de Amancio Ortega». ¡Para una cosa de izquierdas que hacen! Y si Amancio Ortega recibe tal palo en impuestos que nos permitiría sufragar cincuenta mil gafas, me parece bien que obtenga unas gratis para sus hijos. La universalidad de derechos tiene que complementarse con progresividad fiscal.

La parte de convertir la ayuda en derecho es muy importante. Las ayudas se estigmatizan muy rápidamente como «paguitas» y provocan agravios comparativos que la derecha tiene muy fácil para explotar: ¿por qué esos (inmigrantes, por ejemplo) tienen una ayuda cuando yo, que me curto el lomo a trabajar, no tengo? E incluso puede generar resistencias, porque en estas cosas está siempre metida la identidad: ¿cómo voy a pedir ayudas si se las dan a los inmigrantes? ¿Si la pido significará que nada me diferencia de ellos?

Un derecho tiene otra lógica. Un derecho configura la sociedad en que vivimos: entendemos que una parte de la dignidad humana es que todos los niños tengan gafas. Cuando a todos nos garantizan un mínimo, se genera cohesión social sobre ese mínimo. Un derecho para todos es fácilmente defendible por todos. Ya no es cosa de ricos y pobres, de nacionales o inmigrantes, sino un básico que tiene toda persona. No es estigmatizante, llega a quienes están peor, facilita que quienes están mejor se vean comprometidos con el sistema y libera recursos públicos de la tarea de comprobar la pobreza de la gente. Este par de artículos pueden ser de interés para quien quiera profundizar.

De hecho, mi principal crítica a la medida es que es poco universal. Primero, por edad: yo, como miope treintañero, también querría ahorrarme dinero en las gafas, gracias. Pero bueno, entiendo que la población menor de 16 años es especialmente vulnerable y que sus ojos en formación necesitan apoyo los primeros. Mi segundo problema es cómo funciona el sistema. ¿Vamos a subvencionar con 100 € cada compra de gafas a una empresa privada? ¿Cómo estamos comprobando exactamente que no suban 100 € los precios de cada gafa? ¿Por qué no podemos tener un departamento de óptica en los centros de salud que pueda expedir directamente las gafas? O, si eso no es posible, ¿por qué no se trata de productos con precio regulado?

Pero bueno, es un primer paso. La reacción que deberíamos tener tendría que ser más «a ver cómo lo ampliamos» que «los hijos de Amancio Ortega».

 

 

 

 

 

(1) De hecho, Ayuso criticó el programa del Ministerio precisamente por su universalidad y luego procedió a suspender su propio programa de ayudas, incluso aunque el del Ministerio no está en vigor.

 

1 comentario:

  1. /Agreed -con matices- La universalidad no es un capricho, es una forma de blindar derechos y de evitar que quienes más los necesitan se queden fuera por culpa de la burocracia o del estigma. Y sí: si para que una familia que no puede permitirse unas gafas acceda a ellas, hace falta que también el hijo de un pijo no las pague, pues bienvenido sea. La redistribución no se juega en la óptica, sino en la fiscalidad. Lo importante es que el derecho esté garantizado para todos, y luego que quien más tiene contribuya más.

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