El otro día, en una quedada con amigos, salió la típica
pregunta jurídica similar al cuestionamiento sobre el sexo de los ángeles.
“¿Puede divorciarse el rey?” El problema de tener a un jurista en tu grupo de
amigos es que tiene contestación para esta clase de preguntas, y además tiene
opiniones sobre la respuesta. Sin embargo, el flujo de la conversación nos
llevó enseguida a otros temas y este asunto se quedó sin resolver. Así que me
ha dado un buen tema para un artículo del blog.
El matrimonio de las personas de la Familia Real está
previsto en la Constitución. Tiene sentido, porque la reina consorte (o el
consorte de la reina) puede llegar a ejercer funciones constitucionales. Más en
concreto, si el monarca muere mientras el príncipe de Asturias es menor de edad,
es necesario establecer una regencia, y esa regencia recae de forma inmediata
en el padre o la madre del nuevo rey. Sucede lo mismo si el rey se incapacita
mentalmente para reinar y el príncipe de Asturias es menor de edad: será su
otro padre o madre (el que no es rey) quien ejerza la regencia.
Asimismo, y también para el caso de que el rey muera
mientras su heredero es menor de edad, es necesario nombrar un tutor para
encargarse de la educación de este rey recién designado. De nuevo se prevé que
sea el padre o la madre de dicho rey menor quien asuma la tutela (1). Esta
persona (el padre o la madre de un rey menor de edad, que en la práctica
totalidad de los casos será el viudo del rey anterior) es la única que puede
ser a la vez regente y tutor.
Por esta razón, el artículo 57.4 CE regula el matrimonio del
rey o, mejor dicho, el del resto de personas en la línea de sucesión. ¿Y qué
dice este precepto? Que toda persona que pueda suceder al trono real necesita
para casarse la autorización del rey y de las Cortes Generales. Se trata de una
autorización tácita, es decir, que basta con que estas instituciones no
prohíban el matrimonio. ¿Qué sucede si alguna lo prohíbe y aún así lo contrae?
Que esta persona queda apartada de la sucesión por sí y por sus descendientes.
Cabría preguntarse, por supuesto, si esta norma se aplica al
matrimonio del propio rey. ¿Necesita el rey la autorización de las Cortes
Generales para casarse? ¿Queda inmediatamente destituido un rey que contraiga
matrimonio morganático? Doctores tiene el Tribunal Constitucional que saben más
que yo, pero me atrevería a afirmar que no. Este artículo habla de las personas
en la línea de sucesión, y el rey ya no está en la línea de sucesión. Como
mucho se podría intentar aplicar por analogía (y tendría cierto sentido: el
matrimonio que más riesgo constitucional tiene es el del propio rey, no el de
cualquier infante perdido), pero eso deja al país sin familia reinante, porque
también elimina el derecho de sucesión de los hijos.
Bien, entonces es como mínimo debatible si hay una
regulación constitucional aplicable al matrimonio del rey. ¿Sucede lo mismo con
el divorcio? La respuesta es sencilla: no, no sucede. Y no sucede porque en
1978 no existía divorcio para nadie, así que difícilmente puede la Constitución
mencionarlo. No hay mención al divorcio regio en nuestro texto fundamental,
como tampoco la hay al divorcio plebeyo. Y tiene sentido que no se haya
cambiado después, porque no es lo mismo un cónyuge de rey saliendo (de la
familia) que un cónyuge de rey entrando. Un cónyuge de rey saliendo nos da
igual, pero un cónyuge de rey entrando es una persona que puede tener una
responsabilidad constitucional. En ausencia de menciones, el rey puede
divorciarse con libertad.
Ahora, esto que acabo de decir no se aplica al propio
cónyuge del rey. Quizás esta persona (en la actualidad Letizia Ortiz) es la
única ciudadana española que no puede divorciarse libremente cuando trascurran
los tres meses de matrimonio, que es el tiempo mínimo que hay que esperar para
presentar la demanda de divorcio. ¿Y eso por qué? Por la inviolabilidad del
rey, prevista en el artículo 56.3 CE, y por la forma en que se ha interpretado
esta inviolabilidad en los tribunales para salvar a Juan Carlos I de demandas
de paternidad potencialmente destructivas.
El artículo 56.3 dice que “La persona del rey es inviolable
y no está sujeta a responsabilidad”. Esta regla, muy amplia, se pensó
inicialmente para la responsabilidad penal: el rey es intocable por los delitos
que pueda cometer. De hecho, inmediatamente después este mismo artículo regula
la figura del refrendo: todos los actos públicos del rey tienen que ir firmados
por un miembro del Gobierno (2), y sin este requisito no son válidos. La
responsabilidad del acto (tanto jurídica como política) es de las personas que
los refrenden. Si un ministro refrenda un real decreto ilegal, o incluso
delictivo, el responsable es él, no el monarca. En cuanto a los actos privados,
el nombramiento del personal de su casa está excluido del refrendo.
Hay que entender que esta protección, esta inviolabilidad,
está muy por encima de las funciones públicas del rey. No es por ejemplo como
la inviolabilidad de los diputados y senadores, que abarca solo a las cosas
dichas en el ejercicio de su cargo. No, esta inviolabilidad es completa. Si el
rey, en vez de ir con su moto ayudando a conductores a los que se les ha
averiado el coche, hubiera ido atropellándolos, no habría podido ser imputado
por delito alguno. La figura del refrendo permite, simplemente, salvar los
muebles en los asuntos que tienen que ver con su posición constitucional y
hacer que al menos alguien sea responsable de esas actuaciones.
Aun así, siempre se ha pensado que había cosas a donde la
inviolabilidad no llegaba, no podía llegar. Y se trataba precisamente de temas
personalísimos, de derecho de familia o cosas así. Pero entonces llegamos a
2012 y apareció en escena Albert Solà, el (supuesto) hijo bastardo de Juan
Carlos I que, de confirmarse la paternidad, sería heredero al trono por encima
de Felipe. Toda la maquinaria del Estado, emergida y subterránea, se puso a
trabajar. Una de las medidas fue la abdicación de Juan Carlos I en 2014. Otra,
ya en 2012, había sido el rechazo de dos demandas de paternidad (la de Solà y
la de la belga Ingrid Sariau) precisamente por la inviolabilidad del rey.
Bueno, lo que digan dos juezas de Madrid no es tan
relevante, ¿no? Esperen, que aún hay más. En 2015, cuando Juan Carlos ya era
rey emérito, ya no era inviolable y estaba aforado ante el Tribunal Supremo,
Sariau reiteró la demanda de paternidad. Y el Tribunal Supremo volvió a comprar
el argumento de la inviolabilidad, aunque lo compró con un curioso giro a
contrario: admitió la demanda a trámite porque Sariau nació antes de que
Juan Carlos fuera rey, y por tanto antes de estar protegido por dicho
privilegio (3).
Así pues, y por volver al caso que nos ocupa, los actos
personales del rey en ejercicio, incluso los más privados (¡un acto sexual
seguido de una concepción!) están blindados por la inviolabilidad del rey. Al
rey no se le pueden interponer demandas de paternidad. Por lo mismo se podría
aducir que el divorcio también lo está. Además el divorcio es un acto que
genera muchísimas responsabilidades a ambas partes: pensiones, el régimen de
los hijos menores de edad, reparto de bienes comunes, etc. Si el rey es
inviolable y si esta inviolabilidad se extiende a sus actos más privados, el
cónyuge del rey no puede presentar una demanda de divorcio. Felipe de Borbón
puede divorciarse; Letizia Ortiz no.
Se podría argumentar que la Constitución, aparte de
establecer la inviolabilidad del rey, también regula la igualdad de ambos
cónyuges en el matrimonio, y que ese principio deriva directamente de un
derecho fundamental. Si un cónyuge tiene derecho al divorcio el otro también
debe tenerlo. Bien, es correcto. Ese derecho existe sin lugar a dudas. Pero el
derecho a investigar la paternidad también está recogido en la Constitución (artículo 39.2) y ya hemos visto cómo les fue a Solà y a Sariau con lo suyo.
Sí, la igualdad de los cónyuges es quizás algo más fuerte
que el derecho a investigar la propia paternidad (4), pero sigue entrando en
contradicción en este caso con la inviolabilidad del rey. Y para resolver contradicciones
normativas (las llamadas “antinomias”) se suele decir que la ley especial
desplaza a la ley general. Ley más especial que la inviolabilidad del rey, que
afecta literalmente a una sola persona entre cuarenta y siete millones, no
vamos a encontrar. Los cónyuges son iguales ante la ley salvo que tu pareja sea
el rey de España, que no le puedes demandar para divorciarte de él.
En estos días se están debatiendo ideas para limitar la
inviolabilidad del rey, aunque parece que tienen más que ver con reinterpretar
el concepto para que no cubra los actos privados realizados durante el reinado
de un rey ya abdicado (en otras palabras, los actos no sometidos a refrendo) y
no a una reforma constitucional propiamente dicha. Incluso hay quien ha lanzado
sobre la mesa la idea de que la inviolabilidad debe ser solo por actividades
oficiales. Sea como sea, mientras no se apruebe ningún cambio, el rey puede
divorciarse con plena libertad. Su cónyuge, por el contrario, es otro cantar.
(1) Salvo que el rey fallecido haya dicho otra cosa en su
testamento.
(2) O por el presidente del Congreso de los Diputados en el
caso de que el acto sea la propuesta de un candidato a presidente del Gobierno,
el nombramiento de dicho presidente y la disolución de las Cortes por no
haberse podido elegir presidente.
(3) Al final no sé en qué quedó la cosa.
(4) Sin entrar en tecnicismos, la igualdad entre cónyuges es
un derecho en el sentido estricto de la palabra, directamente alegable, mientras
que el derecho a investigar la propia paternidad es un principio de la política
social, que solo podrá alegarse si hay leyes que lo desarrollan.
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