Después de un parón causado, básicamente,
por varios meses con muchos temas específicos, retomo la serie sobre
profesiones jurídicas. En la primera entrada de la misma hablamos sobre los jueces, que es quizás la profesión jurídica por excelencia. Pues bien, en
esta entrada y en la siguiente vamos a referirnos a tres figuras que ejercen
funciones parecidas (son un tercero imparcial que está previsto para facilitar
la resolución del conflicto), pero que actúan en el ámbito privado: el árbitro,
el conciliador y el mediador.
Las he ordenado de más a menos
intervención en el proceso. El mediador es una persona que se sienta entre las
partes y trata de acercar sus posiciones y de limar asperezas; el conciliador
hace lo mismo pero además puede proponer un acuerdo (que las partes aceptan o
no); el árbitro es directamente un “juez privado” que da una solución
obligatoria a la controversia. Usando terminología jurídica, decimos que la
mediación y la conciliación son mecanismos de autocomposición (las partes
arreglan ellas solas sus diferencias, bien que con ayuda de un tercero)
mientras que el arbitraje es un mecanismo de heterocomposición (un tercero
impone una solución).
La consecuencia es que el arbitraje
siempre termina con la controversia (el árbitro en principio no puede negarse a
resolverla, salvo casos muy concretos) mientras que la mediación y la conciliación
no tiene por qué hacerlo, puesto que es posible que las partes no lleguen a
acuerdo). Esto genera que las dos figuras de autotutela sean vistas normalmente
como previas al proceso judicial (de
hecho hay casos donde la ley exige intentar una mediación o una conciliación
antes de iniciar el pleito) mientras que el arbitraje se ve como una alternativa al proceso. Todo esto es una
aproximación grosso modo, pero nos
muestra que la diferencia entre el árbitro y las otras dos figuras es mucho más
grande que la que hay entre éstas. Por ello, dedicaremos esta entrada al primero
y dejaremos las otras dos para la siguiente.
La idea de un árbitro (un juez privado
que dirima las controversias sin necesidad de acudir a la jurisdicción estatal)
no es algo nuevo. Ya en Roma los procesos civiles los instruía un pretor pero
los juzgaba un particular elegido por las partes. Sin embargo, esta clase de
resoluciones privadas de controversias –tanto el arbitraje como las soluciones
de autocomposición– están ahora muy de moda debido al atasco judicial perpetuo
en el que parece que vivimos. Un arbitraje suele ser más rápido y barato que un
pleito.
Como hemos visto, el arbitraje es un
mecanismo para solucionar controversias. Sin embargo, no todas las disputas pueden
ser objeto de arbitraje. El artículo 2 de la Ley de Arbitraje restringe
el objeto de esa ley a los asuntos en los que las partes pueden disponer con
libertad del objeto del procedimiento. Es decir, que el árbitro podrá
pronunciarse sobre cuestiones principalmente económicas: arrendamientos,
propiedad horizontal, mercado de valores, derecho de la construcción, seguros,
etc. No cabrá arbitraje en asuntos de derecho público (sanciones penales o
administrativas) ni en materias de derecho privado que no sean disponibles
(divorcios, adopciones, etc.).
Son las partes las que deciden someter un
asunto a un árbitro. Se trata de una renuncia de derechos (yo accedo a no
demandarte sino a llevar el asunto ante un particular), por lo que debe fijarse
por escrito, en lo que se llama “convenio arbitral”. Este convenio puede
fijarse tanto antes de que surja la controversia (por ejemplo, pactar en un
contrato de arrendamiento que cualquier incumplimiento del mismo lo resuelve un
árbitro y no un juez) como después de la misma.
Una característica que tiene el proceso
arbitral es que es muy abierto. Las partes deciden el número de árbitros
(siempre impar), fijan el lugar y el idioma del arbitraje y eligen también las
normas de procedimiento que van a regir: qué plazos hay, si hay audiencia o se
resuelve por escrito, cómo se nombran los peritos, qué pasa si una parte no
comparece, etc. Así, son ellos quienes establecen un proceso más o menos
complejo y formalista. Aparte de eso, los árbitros solo tienen que respetar dos
principios: el de igualdad de las partes y el de confidencialidad de las
actuaciones. El procedimiento va muy rápido, pues la ley fija un plazo de seis
meses salvo pacto en contrario para que termine.
Una vez terminadas las actuaciones, los árbitros
deben resolver la controversia en un documento escrito que se llama laudo y que
es equivalente a la sentencia en los procesos judiciales. El laudo debe estar
motivado, pero hay una nota curiosa: si las partes están de acuerdo, la
motivación puede no ser jurídica sino ética. Efectivamente, existe el llamado “arbitraje
de equidad”, en el que el conflicto no se resuelve mediante la aplicación de
normas legales sino mediante la ética y el buen sentido. En este caso se suele
usar el término “amigable componedor” para referirse al árbitro. Por supuesto,
este arbitraje de equidad es completamente minoritario.
Como hemos dicho, el laudo es equivalente
a una sentencia, lo cual significa que produce efecto de cosa juzgada (no se
puede ya someter el mismo asunto a un juez) y que se puede ejecutar por la
fuerza si el condenado no paga lo que tiene que pagar. Sin embargo, hay una
diferencia con las sentencias, y es que solo se puede impugnar por razones
formales, no de fondo: no se puede anular atendiendo a cómo ha resuelto el
conflicto, sino solo por razones como que no hay convenio arbitral, que una de las
partes ha quedado indefensa, que los árbitros han resuelto sobre cuestiones no
sometidas a su decisión o no susceptibles de arbitraje, etc. Esta restricción
se introduce para evitar que los procedimientos se alarguen hasta el infinito
por medio de la interposición de recursos.
Y ¿quién puede ser árbitro? En principio
cualquier persona, pero se requiere que sea jurista si el arbitraje no es de
equidad. También se exigen conocimientos de derecho en al menos uno de los
árbitros si hay varios. Aparte de estos requisitos, diferentes instituciones (desde
universidades a colegios de abogados) imparten cursos con formación específica.
Es posible que entidades públicas o asociaciones sin ánimo de lucro se dediquen
al arbitraje; en ese caso, las partes designan a la entidad arbitral y ésta
nombra a las concretas personas físicas que van a ejercer el arbitraje. En todo
caso, los árbitros deben ser neutrales, y se les puede recusar si mantienen
relación personal o profesional con las partes.
Los honorarios de los árbitros los pagan
las partes. Ésta es, quizás, la parte más peliaguda: los árbitros (o la institución
a la que pertenezcan) pueden exigir la provisión de fondos necesaria para
cubrir estos gastos antes de empezar el procedimiento. En todo caso, en el
laudo arbitral se fija quién paga estos honorarios. Esto me supone un problema,
sobre todo en caso de arbitrajes entre partes de muy diferentes capacidades
económicas (un arrendatario y su casero, un consumidor y su empresa
suministradora), donde es obvio que es la parte rica la que va a pagar el procedimiento.
Y cuando uno paga y el otro no, crecen los incentivos para que se produzca algo
del tipo “quien paga manda”.
Entiendo las razones por las que existen
los árbitros, pero no me acaban de gustar. Mucho menos me gusta que el poder
público fomente su uso en vez de arreglar el colapso judicial. Al final, con
todas estas cosas, uno acaba con la misma sensación de siempre: igual que en
muchas cosas, terminaremos con una justicia de dos velocidades. Si eres pobre, un
sistema público masificado y lento; si puedes pagarlo, un sistema paralelo,
privado y que funciona bien. Y, ante las quejas sobre esta injusticia, siempre
la misma cantinela: “si no te gusta vete a la privada”.
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