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martes, 2 de julio de 2024

Lexit

La noticia de que la Diputación Provincial de León ha votado una moción a favor de su autonomía ha sacudido un poco la prensa de verano, siempre vacía de noticias. No he podido acceder al contenido de la moción, pero parece ser más una propuesta política que un intento real de iniciar los trámites autonómicos. Además, probablemente morirá pronto. Aun así, da para hablar un poco de ello. 

Para saber de dónde viene este sentimiento regionalista leonés (que a muchos ya nacidos en democracia nos pilla un poco a desmano) hay que remontarse, como siempre, al siglo XIX. En el siglo XIX el Estado liberal hace una cosa que antes no había sido conceptualmente posible: afirmar el control sobre su territorio. Antes, el rey recibía en herencia unos territorios dados, con identidad propia, y en principio no podía modificarlos ni suprimirlos. Después de las revoluciones liberales, el Estado representa a la nación y tiene pleno derecho a regular las divisiones de su propia tierra.

En España esto se hizo en 1833 (aunque había habido otros intentos anteriores) y el encargado fue el ministro de Fomento Javier de Burgos. La fecha es llamativa. Ese año fue en el que murió Fernando VII y España empezó a transitar definitivamente hacia el Estado-nación liberal. Y casi lo primero que hizo fue ordenar el territorio.

Javier de Burgos pensó en un modelo al estilo francés: medio centenar de provincias, de tamaño y población similares, de tal manera que desde cualquier punto del territorio pudiera llegarse a la capital en menos de un día. Las provincias recibirían el nombre de su capital, para evitar identidades regionales. Este modelo hizo fortuna, y es el que conservamos hoy: salvo algunas modificaciones menores de fronteras (la más notable fue la división de la provincia de Canarias en las dos actuales), nuestro sistema provincial es el mismo que en 1833. Vamos para dos siglos, lo cual muestra que parece que ha tenido éxito.

Pero Javier de Burgos, por muy centralista que fuera, no pudo evitar por completo el regionalismo. Agrupó sus 49 provincias en quince regiones, algunas uniprovinciales (como Baleares, la ya citada Canarias o Navarra), pero la mayoría pluriprovinciales. Estas regiones no tenían competencias, órganos de gobierno ni ninguna clase de relevancia jurídica: el poder central se entendía directamente con las provincias, a cada una de las cuales mandaba un gobernador civil (1). Pero existían. Eran la supervivencia conceptual de los antiguos reinos y territorios que habían conformado España desde tiempos medievales.

Cuando uno mira la división territorial de 1833 ve inmediatamente que esas quince regiones a veces se corresponden con nuestras Comunidades Autónomas actuales (véanse Galicia, Asturias, Aragón, Cataluña, Extremadura o Valencia), pero en varios casos no. La diferencia más notable es que León es una región distinta a Castilla la Vieja, formada por las provincias de León, Zamora y Salamanca. Tiene pleno sentido histórico. León y Castilla siempre habían sido entidades distintas: como sabemos, de León salió Castilla y luego el centro del poder pasó a esta, pero aquel nunca quedó asimilado, sino que siempre conservó una identidad propia.

Pasaron las décadas y los siglos. La división de Javier de Burgos continuó en vigor, tanto las provincias como las regiones, que siguieron sin tener competencias o autoridades propias. Pero entonces llegó la Constitución de 1978, se inició el proceso autonómico y todas esas regiones históricas ganaron la autonomía. Fue ahí cuando Castilla la Vieja y León se unieron en una única autonomía, que inicialmente iba a tener las once provincias de ambos territorios, pero que se quedó en las nueve actuales (Cantabria y La Rioja se desgajaron, para formar Comunidades Autónomas uniprovinciales).

No fue un proyecto que surgiera de la nada. La posibilidad de unir a León y a Castilla la Vieja (e incluso, en algunas formulaciones, a Castilla la Nueva) en un único ente se había discutido durante todo el siglo XIX y XX: en la Segunda República se empezó incluso a elaborar un Estatuto de Autonomía. Pero, por supuesto, también había opiniones en contra, y una de las más señaladas era la del leonesismo, que aspiraba a una Comunidad Autónoma leonesa, separada de la castellana.

Hoy, cuarenta años después, el leonesismo sigue presente en las tres provincias del León histórico. Aparte de que hay un partido que lo lleva por bandera (Unión del Pueblo Leonés), parece ser un poco una cuestión transversal, algo de sentido común local: muchos leoneses no se sienten castellanoleoneses y tienen bastante claro que son una cosa distinta de Castilla, aunque no hagan de esa identidad el eje de su vida, ni siempre voten de acuerdo con esas ideas. En el debate sobre la moción de autonomía, incluso quienes se opusieron hacían encendida profesión de fe leonesista: el líder del PP provincial justificó su voto en contra por razones de forma, nunca de fondo.

La idea de que ha sido Valladolid quien se ha beneficiado de la Comunidad Autónoma y ha dejado a verlas venir al resto de provincias (tanto castellanas como leonesas) es una de las bases de este pensamiento. En esta clarificadora entrevista al alcalde de León, se dice una cosa que me parece importante: «Si la comunidad hubiera servido de verdad para vertebrar el territorio con un crecimiento lógico de la misma, con una atención proporcional a los territorios, aunque el debate histórico siempre hubiera estado ahí, los argumentos serían mucho menores y habrían frenado ese deseo y ese anhelo de los leoneses de salir de esta comunidad. Pero no ha sido así».

Bueno, y ahora, ¿qué pasa? Es importante tener en cuenta que, como decía al principio, este no es el inicio formal del proceso autonómico, sino una moción para trasladar la petición a las Cortes autonómicas y a las estatales. Yo personalmente no creo que vaya más allá: habría que contar con todas las fuerzas políticas y ver si Zamora y Salamanca se pronuncian también a favor, lo que exige un grado de acuerdo notable, especialmente teniendo en cuenta que en esos dos territorios el leonesismo tiene menos presencia.

Pero supongamos que se tira para delante. ¿Es esto posible? Sí, lo es. Hoy en día, que todo el territorio del país forma parte de una Comunidad Autónoma u otra, parece mentira pensar que las cosas podrían no haber salido así. La Constitución no recoge un listado de Comunidades Autónomas, sino unas instrucciones de uso para constituir las que se necesiten. Parte de una situación de base en la cual el territorio se divide en provincias con una autonomía muy escasa, y les da las herramientas para agruparse y formar Comunidades Autónomas. Al final todas las provincias tomaron esta decisión, pero podrían no haberlo hecho.

Se ha hablado mucho de que debería reformarse la Constitución para cerrar el proceso e incluir en nuestra Ley Fundamental un listado de Comunidades Autónomas, pero nunca se ha hecho. Así que ahora León, Zamora y Salamanca pueden perfectamente iniciar un proceso autonómico sin contar con las Cortes de Castilla y León. Por ser más precisos: el hecho de que exista ya una Comunidad Autónoma de Castilla y León es irrelevante a estos efectos. La Constitución reconoce el derecho a las provincias, y no dice que solo puedan ejercerlo una sola vez, ni que no puedan ejercerlo si ya están integradas en otra Comunidad Autónoma.

El derecho a la autonomía se reconoce a «las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes». No creo que haya ningún problema en demostrar que las tres provincias leonesas, que fueron parte de la misma región hasta finales de los ’70, cumple este requisito. En el caso de que Zamora y Salamanca no se apuntaran, León podría aun así constituirse como comunidad uniprovincial, derecho que se reconoce a «las provincias con entidad regional histórica».

Existen dos vías de acceso a la autonomía:

  • La vía ordinaria o lenta es la del artículo 143.2 CE. La iniciativa corresponde a todas las Diputaciones interesadas y a 2/3 de los municipios que representen a más del 50% del censo electoral de cada provincia. Todas estas entidades deben votar a favor en el plazo de 6 meses desde el primer acuerdo.
  • La vía rápida es la prevista en el artículo 151.1 CE. La iniciativa corresponde a todas las Diputaciones interesadas y a 3/4 de los municipios que representen a más del 50% del censo electoral de cada provincia. Todas estas entidades deben votar a favor en el plazo de 6 meses desde el primer acuerdo. Una vez conseguido este requisito, además, la iniciativa debe ratificarse por referéndum apoyado por la mayoría absoluta de los electores de cada provincia.

 

Una vez ejercida la iniciativa, en ambas vías se redacta un proyecto de Estatuto de Autonomía y se tramita en las Cortes como ley orgánica (aunque el trámite es distinto en uno y otro caso). Las de vía rápida, además, exigen que el Estatuto sea aprobado en referéndum. Cuando se cumplen estos trámites, ya existe la nueva Comunidad Autónoma.

Estas vías se llaman así porque la vía lenta permite asumir un nivel reducido de competencias durante 5 años, mientras que la rápida (que exige más acuerdo) concede desde el principio todas las funciones a la Comunidad Autónoma naciente. En el caso leonés, nadie parece considerar la vía rápida, pero, si se logra la autonomía, no sería descabellado pensar que el Estado pueda cederle las competencias que faltan: esto ya se hizo para Valencia y Canarias durante los ’80. Las dos vías son, en esencia, un mecanismo ideado para ir despacito con el experimento autonómico, y no tienen sentido en 2024.

Esto es lo que hay. La verdad, no es un asunto sobre el que yo tenga una opinión muy fuerte, porque ni soy de León ni conozco el territorio, pero oye, si los leoneses quieren, ¿por qué no?

 

 

 

 

(1) El término «gobernador civil» es posterior a la época de Javier de Burgos. Cuando se hizo la división territorial, lo que había en las provincias eran jefes políticos y subdelegados de Fomento.

 

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