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viernes, 26 de enero de 2024

Robo de sillas

Una de las cosas que tiene nuestra sociedad digital es la absoluta desconexión que hay entre los medios periodísticos tradicionales y su supuesto público. Veamos un ejemplo reciente. Hace unos días, Telemadrid tuiteó que «La oleada de robos de sillas de bar en las terrazas se expande como una mancha de aceite por la Comunidad de Madrid». El titular de la noticia era no menos apocalíptico: «El robo de sillas de bares en Alcorcón, un fenómeno que no cesa. Tras los casos de Coslada y San Fernando, ahora los ladrones se ceban con las terrazas de Alcorcón». El vídeo, en el que entrevistaban a afectados, señalaba a otro territorio: «La banda de sillas arrasa Vallecas». 

No hay que ser un experto en semiótica y comunicación para darse cuenta de que lo que esos titulares pretendían no era informar, sino asustar. Oleada, mancha de aceite, fenómeno que no cesa, se ceban, arrasa… Todo expresiones con unas connotaciones claras. Igual que las machaconas noticias sobre okupas, o sobre apuñalamientos en Barcelona, o sobre violencia urbana en Vallecas, la prensa quiere asustarte de la gente más pobre que tú, no contarte lo que está pasando. Generarte un miedo que te paralice, que te haga comprar una alarma y que corte los hipotéticos lazos de solidaridad que podrían unirte con los protagonistas de la noticia.

Pero claro, en este caso el ejemplo es tan imbécil y la gente está tan hasta las pelotas de las terrazas que les ha salido el tiro por la culata. Tanto en las respuestas como en los citados del tuit hay coñas sobre que los mejores ladrones están en Madrid, alabanzas irónicas a quienes reciclan muebles abandonados, recordatorios de que está prohibido almacenar mobiliario en la calle y chistes sobre irse a Sevilla. Lo que no hay, y mira que he buscado, es gente llorando amargamente por las bandas de ladrones de sillas. De hecho, ni siquiera se está comentando las razones que hay detrás de esos robos (en la pieza periodística se insinúa que son bandas que roban para revender): todos estamos comentando lo ridículo que es el intento de asustaviejas.

Aquí hay varias cosas que desempaquetar. En primer lugar: sí, llevarse las sillas que hay fuera de un bar es delito. La propiedad privada no deja de existir por el lugar donde estén situados los objetos o por la ausencia o debilidad de medidas de protección contra el robo. Si yo dejo mi cartera en medio de la calle, sigue siendo mía aunque cualquiera pueda decirme que lo más probable es que nunca vuelva a verla. La propiedad sigue a la cosa. Como decía ese gran jurisconsulto en materia de derechos reales llamado Manolo Escobar, «donde quiera que esté, mi carro es mío» (1).

Si el objeto estuviera aparentemente abandonado (un mueble al lado de un contenedor, por ejemplo) el análisis sería distinto. Un bien abandonado es un bien sin dueño, y adquirir la propiedad sobre él es tan fácil como cogerlo y llevárselo (2). Si alguien se lleva una cosa creyendo que está abandonada, no comete el delito, aunque luego resulte que no lo estaba: a esto lo llamamos error de tipo, y consiste precisamente en creer que está pasando una cosa (me estoy llevando un bien abandonado) cuando está ocurriendo otra (me estoy llevando un bien que no está abandonado). Pero si se trata de medio centenar de sillas y una decena de mesas ordenadamente apiladas delante de un bar, no hay forma de argumentar el error de tipo.

¿Y qué delito es? Pues de hurto, que es el tipo básico contra la propiedad. Consiste simplemente en tomar las cosas muebles ajenas sin la voluntad de su dueño y con ánimo de lucro. Para que sea robo tiene que haber, o bien violencia o intimidación en las personas (que aquí obviamente no hay), o bien fuerza en las cosas. La fuerza en las cosas consiste en una serie de acciones, como rompimiento de pared, uso de llaves falsas o inutilización de sistemas de alarma o guarda, cometidas para acceder al lugar donde se encuentran las cosas o para abandonarlo. Y aquí las sillas estaban en plena calle, así que, aunque haya que cortar una cadena (que sería inutilización de un sistema de guarda), no se podría considerar robo.

A todo este razonamiento no obsta el hecho, señalado por varias personas en la conversación de Twitter, de que en Madrid los hosteleros no tienen derecho a dejar el mobiliario fuera del bar por la noche. En efecto, el artículo 12.h de la Ordenanza de Terrazas de la ciudad prohíbe a los hosteleros apilar en el exterior del establecimiento los elementos de la terraza; deben recogerlos y guardarlos dentro del local. Esta es la regla general, pero cabe una excepción: el Ayuntamiento puede autorizar el apilado en zonas con suficiente espacio, siempre que se cumplan ciertos requisitos.

Me da la sensación de que, en esta bendita ciudad sin ley, la mayoría de terrazas que apilan su mobiliario en el exterior lo hacen sin autorización, pero ¿sabéis qué? Que da lo mismo. Igual que daría lo mismo si, en el resto de municipios afectados, sus ordenanzas prohíben taxativamente este almacenaje exterior o lo permiten sin restricciones. Robar esas sillas es ilegal de todas formas. Si los hosteleros incumplen la ordenanza se les tendrá que multar (no retirar el mobiliario es infracción grave según la de Madrid, sancionable con multa de hasta 1.500 €), pero las sillas siguen siendo suyas.

Aclarado el aspecto jurídico, vayamos al social y psicológico. ¿Por qué ese choteo hacia los hosteleros? Bueno, en primer lugar, por el intento burdo y zafio de presentar como un apocalipsis algo que apenas se acerca a la categoría de noticias: hay gente robando sillas de terrazas, sin violencia y sin agredir a nadie. Y en segundo lugar, y mucho más importante, porque los ciudadanos de a pie estamos hasta las narices de los hosteleros.

Las ciudades modernas, orientadas al turista y al nómada digital, miman a los empresarios de servicios (entre ellos, a los hosteleros) y fastidian a los ciudadanos. Límites de ruido que no existen o no se cumplen, terrazas que impiden el paso, amontonamiento de motos de reparto, consecuencias como manadas de borrachos… No es agradable vivir cerca de una zona de bares.

Además, este ha sido un país tradicionalmente muy turístico. Quien más quien menos ha trabajado de camarero o conoce a alguien que lo ha hecho, y sabe en qué condiciones se funciona en la hostelería. Y, por último, estos empresarios son particularmente estomagantes por su tendencia a lloriquear. Que si no encontramos empleados después de la pandemia, que si peatonalizar va a hacer que se hunda mi negocio, que si las cifras son siempre horrorosas, que si tal y que si cual.

Todos estos factores contribuyen a que veamos cierta justicia poética. Dueños de bares usan el espacio común, probablemente sin licencia, para almacenar sus trastos. Alguien va y se los roba sin que nadie salga herido. Pues que se jodan, ¿no? El que más me gusta es uno que sale en el vídeo denunciando que es la segunda vez que le quitan las sillas, porque la primera no aprendió la lección.

Ante la inacción de las Administraciones a la hora de hacer las ciudades algo más habitables, aplaudimos cualquier intento de acción directa. Y a estas alturas nos da igual que sea un grupo anarquista, una banda criminal o unos estudiantes que necesitan muebles para su piso. Ya que nadie va a arrasar con un bulldozer las terrazas que ahogan nuestra vida urbana, al menos que les salga caro tenerlas almacenadas por la noche en la propia calle. «No, pero los puestos de trabajo». Los puestos de trabajo me importan, la verdad, muy poco. Son la excusa ante cualquier cosa que afecta negativamente a un empresario. Y siendo sinceros, si un hostelero va a cerrar solo porque le choricen unas sillas, es que lo mismo su local no merecía seguir abierto.

Este asunto nos obliga a reflexionar sobre el uso del espacio común. Es ya un tópico decir que las ciudades modernas se caracterizan por la privatización del espacio público, que deja de ser un lugar de estancia y paseo (con sus bancos, sus árboles y sus fuentes) para pasar a ser zonas diáfanas y duras, horribles para todo lo que no sea poner terrazas o instalar actividades culturales puntuales que dejen buen dinero en las arcas del Ayuntamiento. Y hay alguna de estas privatizaciones que ya hemos aceptado y que ni siquiera nos cuestionamos: la más notable, que los conductores dejen sus coches en la calle. O incluso vemos como naturales las propias terrazas. Pero su expansión constante, que no se desmonten por la noche (las que son tipo velador) y que su material quede almacenado en la calle son prácticas que todavía nos despiertan indignación.

Hay que aferrarse a eso, porque la indignación puede cambiar las cosas. Al menos más que la resignación.

 

 

(1) Y sí, en la carrera me pusieron el ejemplo de esta canción para explicarme los derechos sobre las cosas.

(2) Muchas ordenanzas municipales vetan esta opción al entender que la basura es propiedad del Ayuntamiento, lo que hace que técnicamente no puedan existir los bienes abandonados, pero no creo que nadie fuera a descender a estos niveles de análisis.

 

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