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viernes, 10 de diciembre de 2021

Legalidad, ética y estética del pasaporte COVID

La cuestión del pasaporte COVID está sacando a pasear las vergüenzas de todo ese sector poblacional al que Mauro Entrialgo califica, con acierto, como «nazis magufos»: ultraderechistas que han abandonado del todo cualquier atisbo de pensamiento crítico que pudieran tener y que han adoptado como estética el gorrito de papel de plata. Una de sus lideresas, Cristina Seguí (fundadora, qué sorpresa, del partido verde vómito), ha arremetido esta semana contra un restaurante valenciano que no la dejó pasar debido a que no enseñó ese documento.

Una de las frases del tuit de Seguí me ha llamado la atención. Dice que el restaurante «discrimina y niega ilegalmente la entrada a las personas que no tengan pasaporte COVID». Ilegalmente. Niega ilegalmente la entrada. Curiosa formulación, muestra de una tendencia más corriente de lo que creemos: considerar ilegal cualquier cosa que no nos guste, a veces con razonamientos más o menos torticeros y a veces (como en este caso) sin razonamiento alguno.

El pasaporte COVID es el nombre que se le ha dado a un documento que expiden las Comunidades Autónomas y que certifica que el sujeto tiene en orden su pauta vacunal. Allí donde se aplica es necesario mostrarlo para entrar en negocios de hostelería, con el fin de prevenir la transmisión del virus. Es polémico, entre otras cosas, porque diversos Tribunales Superiores de Justicia han adoptado decisiones variadas al respecto de la legalidad de la medida. Así, el TSJ de Valencia lo aceptó, pero otros (Galicia, País Vasco, Cantabria, Andalucía) lo rechazaron, si bien en varias ocasiones han sido corregidos por el Tribunal Supremo, que ha mantenido un criterio pro-pasaporte.

En otras palabras, se trata de una medida plasmada en una norma jurídica, a veces con rango de ley, y validada por un tribunal. Es muy difícil sostener que es «ilegal». Dicha norma obliga a los hosteleros a exigir y revisar el pasaporte y a impedir la entrada a quienes no lo muestren. Los obliga. No es una decisión autónoma que adopte cada hostelero con amparo en el derecho de admisión: es una obligación jurídica.

[Y aquí hay que hacer un excurso. El simple derecho de admisión no puede justificar el rechazo de una persona que no esté vacunada. El derecho de admisión es, en esencia, una medida para echar de tu local a personas que están molestando o agrediendo, no un escudo para poder excluir a cualquier categoría de personas. Y menos cuando la base de esa exclusión son circunstancias personales plasmadas en datos de acceso restringido, como el estado vacunal. Ahí sí podríamos estar hablando de discriminación. Fin del excurso.]

No quiero decir que no se pueda sostener que tal o cual decisión es ilegal. Pero hay que saber de lo que se habla. Los actos del legislador, del Gobierno y de la Administración gozan de presunción de constitucionalidad y legalidad: se consideran ajustados a derecho hasta que el TC o cualquier otro tribunal declare lo contrario. En este caso, la jurisdicción ordinaria ya ha dicho que el pasaporte COVID es legal. Claro, uno puede criticar sus argumentos o esperar que dentro de varios años el TC rechace. Eso es legítimo. Lo que no es legítimo es intentar hundir un negocio por cumplir una norma jurídica.

Al final, mensajes como el de Seguí son un intento lamentable de hacer pasar las propias opiniones por hechos. Que no te guste el certificado COVID no es un argumento jurídico en su contra: está vigente, es legal y obliga. Otra cosa es lo que nos pueda parecer a nivel ético. A mí, por ejemplo, me causa sentimientos encontrados. Por un lado, le reconozco una utilidad evidente, al permitir que se relajen algunas medidas (aforos, mascarillas) dentro de locales y restaurantes. Resulta útil para proteger la salud de otros, al separar en la hostelería a vacunados de no vacunados. Si se ha adoptado es por algo.

Tampoco me causan particular empatía los antivacunas. En general, las personas conspiranoicas me dan ganas de rascarme. Ignoran todas las conspiraciones del mundo real (que son tan chuscas, cortoplacistas y evidentes que ni siquiera pueden denominarse como tales) y pasan a vivir en un mundo de planes a largo plazo esbozados por grandes mentes criminales. Convierten la conspiración en parte de su identidad. Corrompen a otras personas y las llevan a la inacción política (porque es más cómodo sentirse el más listo de un mundo incontrolable que hacer algo para cambiar las cosas), cuando no a la pura ultraderecha (1). Y, lo que es peor, imponen sus chorradas a las personas que dependen de ellos. Que no puedan entrar a bares me importa más bien poco.

Pero, por otro lado, no me gusta nada que el Estado te pueda obligar a que te saques un documento con tu estado de salud, lo lleves encima y se lo enseñes a cualquiera que tenga un local al que quieras pasar. Se trata de datos privados, conectados a nuestra intimidad más nuclear. Llevarlos encima y andar mostrándolos por ahí es peligroso. Y encima, como siempre cuando hablamos de restricción de derechos, es una pendiente resbaladiza. Hoy es el COVID-19, que es una enfermedad sobre cuya vacuna el análisis coste-beneficio está muy claro, pero mañana puede ser algo más difuso. Es lo de siempre: que una cosa mala le pase a gente mala no convierte esa cosa en algo bueno.

Derivado de esto está el debate sobre si invitar o no a tu familiar antivacunas a las celebraciones navideñas. Aquí tengo yo una posición más clara: si hago yo la cena y pongo yo la casa, invito a quien yo quiera. El dilema ético no es ni mucho menos tan acentuado, porque no afecta a los derechos como consumidor que tiene mi pariente (venir a mi casa a comer asado no es un derecho) ni se está condicionando a obtener y mostrar un documento con datos privados: él mismo ha aireado dentro de la familia que no se ha vacunado. No vacunarse es una conducta perfectamente legal, pero yo no tengo por qué dejar que me pongas en riesgo a mí o a mis seres queridos, ni tengo que cargar con la culpa de haberte contagiado de una enfermedad que puede ser muy jodida y para la que no quisiste inmunizarte.

Por último, no me resisto a hablar un poco de la estética de todo el asunto. Llevar meses con la turra antivacunas y al final acceder a pincharte porque si no te vetan de tu cena de empresa y del bareto de tu barrio es lo más cutre que he visto en mucho tiempo. Es vender tus principios a cambio de una cervecita y cuatro gambas. Que no es algo que no se sospechara (creo que todos sabíamos que estos paladines de la libertad claudicarían en cuanto afrontaran la más mínima consecuencia real de sus acciones), pero resulta entre divertido y deprimente verlo en directo.

Ojo, tampoco hay que pasarse. Es muy fácil ponerse a rajar sobre que «esto es España» y que «país de analfabetos», pero el hecho es que esta gente son una minoría muy minoritaria. Los datos actuales nos dicen que la población diana (mayores de 12 años) está vacunada en un 90%; si esta población diana era, a su vez, más o menos un 90% de la población española, resulta que los rechazantes son menos del 10% del total. Ahora que se va a ampliar la población objetivo para incluir a los mayores de 5 años, los índices de vacunación crecerán de nuevo.

No puedo insistir lo suficiente en esto. La población española ha corrido a vacunarse, ha fundido las aplicaciones de cita, ha hecho sus colas y esperado sus plazos, y todo ello de manera, en general, ejemplar. Hay muchas razones por las cuales la estrategia vacunal española ha sido un éxito, y una de ellas ha sido la forma en que hemos respondido. Eso es un orgullo y cuatro antivacunas pasados de vueltas no deben empañarlo. Que, cuando se habla de estética, también tenemos que señalar lo que es bonito.

 

 

 

 

 

 

(1) De la relación entre magufismo y ultraderecha habrá que hablar un día en serio. La deriva de programas como el de Iker Jiménez es preocupantísima.

 

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