La semana pasada me pasaron una columna de opinión interesante: «Por qué no hay hombres en los clubs de lectura», de Ana Ribera. La articulista se preguntaba por qué solo hay mujeres en los clubes de lectura o escucha, en las presentaciones de libros o en los cursos y retiros creativos. Después de sondear a algunos hombres de su entorno, obtiene una respuesta casi unánime: todos le dicen que no les interesa, que les da igual lo que opinen otros.
A partir de ahí, la articulista desarrolla la teoría de que cuando un hombre termina un libro, ya se ha forjado una opinión y no tiene interés en contrastarla. Si quiere comentarlo, es solo con conocidos. Salvo una excepción, claro: que el hombre en cuestión sea el autor del libro, en cuyo caso sí va a clubes de lectura, como parte de la promoción y porque su opinión está por encima de la del resto de asistentes. «Compartir esos momentos, escuchar los pareceres de otros sobre su obra es un peaje al que obliga ser un autor con cierto éxito». A pesar de ello, la crítica literaria, musical, etc. es territorio casi exclusivo de hombres.
Esto, por supuesto, tiene un sesgo machista evidente. Los hombres con quienes ha hablado del tema le han asegurado que en esos clubes no se leen más que tonterías intrascendentes y que son actividades para mujeres. Bueno, esto último no lo dijeron, lo pensaron. La articulista, después de decir que eso es un prejuicio, pasa a confirmarlo en un último párrafo donde afirma que, para las mujeres, la cultura no es algo solitario e individual, que en muchas ocasiones necesitan saber qué opinan otras sobre la obra y que a veces se quedan dándole vueltas a lo escuchado o leído y necesitan compartirlo.
He resumido el artículo entero porque me he sentido bastante interpelado. Me ha descrito a la perfección. Cuando termino un libro dejo una breve reseña en Goodreads (que uso más como diario de lectura que como otra cosa), si me ha parecido muy bueno o muy malo lo comento en redes sociales o se lo cuento a alguien cercano, y se acabó la presente historia. Guardo el libro en la memoria, lo recomiendo si lo merece y a veces lo releo, pero no me entran ganas de compartirlo con un grupo de personas desconocidas. Y sí, como autor de «cierto éxito» (para valores muy bajos de éxito) he ido a clubes de lectura como invitado. No escucho podcast, pero sospecho que si lo hiciera mi relación con ellos sería muy parecida.
Y la cosa es que, a pesar del tono indignado y escandalizado del artículo, no me parece una mala forma de relacionarse con la cultura. La autora llama triste a esta conducta en varias ocasiones y lo comenta como si fuera una rareza indefendible, casi una turbia perversión sexual de la que uno debería avergonzarse, pero no creo que sea para tanto.
Hablemos de mí, que para eso estamos en mi blog: ¿por qué no voy a clubes de lectura, a presentaciones de libros, a retiros creativos o a actos similares? Bueno, la pregunta ya nace viciada, porque de hecho he acudido a saraos de estos en ocasiones, y hasta he organizado alguno. Pero en todos ellos encuentro un elemento común, y es el social. He ido a clubes de lectura compuestos por gente a la que ya conocía, y a presentaciones de libros de amistades. Nunca he ido a retiros creativos, pero sí a sesiones de escritura conjunta, en algunos casos en mi casa. En todos esos casos, la parte literaria era casi el peaje que pagaba por tener un rato guay con personas a las que aprecio.
De hecho, cuando voy a convenciones frikis, es raro verme en una charla. En el último Celsius entré en una, porque la daba una amiga mía. En el anterior, en ninguna. En las HispaCones no es lo mismo porque suelo estar de organizador o detrás de una mesa, pero en la última no entré a ninguna charla y en la anterior, a una, y más por necesidad de descansar un poco que por la charla en sí (aunque luego me encantó). A estas cosas yo voy por ver a mis colegas, y donde mejor me lo paso es en las comidas, en las cenas y en los descansos entre actividades.
No es exactamente que mi relación con la cultura sea individual. Para mí, por ejemplo, crear obras culturales es siempre un proceso dialéctico. Una amiga lo llama «rebotar ideas»: alguien tiene una idea para un relato o para una novela y la comenta con otros amigos letraheridos, que hacen comentarios o sugerencias. Y en la respuesta a esos comentarios y sugerencias la idea se afila, se pule, se hace mejor. Casi todo lo que he escrito ha nacido así.
Si la creación de cultura es dialéctica, su consumo también puede serlo. ¿Ir a museos, a visitas culturales o al cine con mi pareja? Para delante. ¿Quedar con una amiga y pasarnos la comida hablando de libros (y, probablemente, prestándonos algunos)? Estoy dentrísimo. Pero sentarme en círculo con personas semidesconocidas a compartir opiniones sobre el mismo libro no me atrae nada de nada.
Creo que hay dos factores. El primero, que intento que haya las mínimas imposiciones posibles sobre las obras culturales con las que entro en contacto. En general yo leo muy rápido, por lo que podría llegar con los deberes hechos a un club de lectura semanal o quincenal, pero ese es justo el problema: que no quiero que leer se convierta en deberes. Para mí es un placer, y eso solo se consigue si puedo escoger la obra que quiero en cada momento, ir con ella a mi ritmo, dejarla tirada durante cuatro días o devorármela en una tarde. Hay gente a la que le vienen bien las fechas límite: a mí, en esto, no. Y claro, nadie te obliga a nada, puedes ir al club sin haberte acabado el libro, pero ya me dirás qué gracia tiene pasarte una hora escuchando opiniones sobre una obra que igual ni has abierto.
El segundo factor es el de los desconocidos. No tengo problema en hacer actividades con desconocidos, incluso si es un grupo mayoritariamente de mujeres; mis dos años siendo el único señor de mi clase de pilates lo demuestran. Pero, a priori, no me interesan sus opiniones sobre nada. No lo suficiente como para comprometer un par de horas a la semana, a la quincena o al mes en escucharlas. Si con alguna de estas personas desarrollo afinidad, entonces me encantará hablar de libros con ella, pero ya está.
Y ojo, esto no tiene que ver con el miedo, mencionado en la columna, a que las asistentes se rían de mí por expresar sentimientos o por abrirme. Si alguien se ríe de mí por esas razones, peor para esa persona. Es más bien que no creo que mis opiniones sobre un libro sean de interés para un grupo de desconocidos, igual que a mi me dan un poco igual las suyas. ¿Podría aprender, ampliar mi visión o comprender aspectos que no he percibido, como dice Ana Ribera en su columna? Podría. También podría pasarme la hora entera aburriéndome de escuchar cosas que no me interesan. Y como esa parte de aprendizaje y crecimiento ya la tengo al hablar de libros con mis amigos, para qué arriesgarme.
Inciso para contar una batallita: el peor club de lectura en el que he estado era de cómics, y estaba compuesto por un grupo grande de personas, mixto y con fuerte presencia de varones. Seguía un turno rotatorio de palabra, que era frecuentemente interrumpido por varios de los asistentes (masculino no genérico), progresivamente más chuzados, que voceaban bromas internas del grupo, se insultaban entre sí «amistosamente» y hacían la experiencia muy desagradable para todos los demás. No volví, claro.
Dicho esto, por supuesto que me parece genial que existan los clubes de lectura, las presentaciones de libros y cualquier actividad cultural grupal. Estos días ha aparecido una columna que, al hilo de este debate, reivindica la lectura en soledad y considera a los clubes de lectura pequeñas dictaduras comunistas. Al margen de los chistes (¿pequeñas dictaduras comunistas? ¡Me apunto, y también a las grandes!), esto es una chorrada como la copa de un pino. Es sostener la misma posición desde el otro lado: el único modo valioso de acercarse a la cultura es el mío. Y no, claro que no. Los clubes de lectura deben existir, porque a sus asistentes les gusta este modo de relacionarse con los libros. A mí no, y por eso no voy. Aquí debería acabarse el debate.
A lo largo de todo este artículo he sostenido que mi relación con la cultura es a veces grupal y colectiva (aunque no de la manera que le gusta a Ana Ribera) y a veces individual. Pero ese es solo mi caso. Si alguien disfruta más a solas de libros, películas, discos y cuadros, si escribe o compone en la soledad de su estudio y si no le gusta hablar con nadie de sus opiniones, no sé qué derecho tenemos los demás a decir que eso es triste y a convencerlo de que lo haga de otra forma. Quizás le viniera bien y quizás no, pero contra cualquier argumento se alza una realidad fundamental: a esa persona no le apetece.
Es un poco bajonero acabar un artículo
con el manido let people enjoy things, pero es que al final todo se
reduce a eso. A dejar a la gente un poquito en paz y no informarle, desde una
atalaya de superioridad, de que está leyendo mal el libro y lo va a joder. Ojalá
pudiéramos comportarnos así. Como dice Ana Ribera en la excelente frase que da
fin a su columna, sería mejor para todos y todas, pero me temo que no va a ser.
No hay comentarios:
Publicar un comentario