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martes, 28 de mayo de 2024

Por qué no voy a clubes de lectura

La semana pasada me pasaron una columna de opinión interesante: «Por qué no hay hombres en los clubs de lectura», de Ana Ribera. La articulista se preguntaba por qué solo hay mujeres en los clubes de lectura o escucha, en las presentaciones de libros o en los cursos y retiros creativos. Después de sondear a algunos hombres de su entorno, obtiene una respuesta casi unánime: todos le dicen que no les interesa, que les da igual lo que opinen otros.

A partir de ahí, la articulista desarrolla la teoría de que cuando un hombre termina un libro, ya se ha forjado una opinión y no tiene interés en contrastarla. Si quiere comentarlo, es solo con conocidos. Salvo una excepción, claro: que el hombre en cuestión sea el autor del libro, en cuyo caso sí va a clubes de lectura, como parte de la promoción y porque su opinión está por encima de la del resto de asistentes. «Compartir esos momentos, escuchar los pareceres de otros sobre su obra es un peaje al que obliga ser un autor con cierto éxito». A pesar de ello, la crítica literaria, musical, etc. es territorio casi exclusivo de hombres.

Esto, por supuesto, tiene un sesgo machista evidente. Los hombres con quienes ha hablado del tema le han asegurado que en esos clubes no se leen más que tonterías intrascendentes y que son actividades para mujeres. Bueno, esto último no lo dijeron, lo pensaron. La articulista, después de decir que eso es un prejuicio, pasa a confirmarlo en un último párrafo donde afirma que, para las mujeres, la cultura no es algo solitario e individual, que en muchas ocasiones necesitan saber qué opinan otras sobre la obra y que a veces se quedan dándole vueltas a lo escuchado o leído y necesitan compartirlo.

He resumido el artículo entero porque me he sentido bastante interpelado. Me ha descrito a la perfección. Cuando termino un libro dejo una breve reseña en Goodreads (que uso más como diario de lectura que como otra cosa), si me ha parecido muy bueno o muy malo lo comento en redes sociales o se lo cuento a alguien cercano, y se acabó la presente historia. Guardo el libro en la memoria, lo recomiendo si lo merece y a veces lo releo, pero no me entran ganas de compartirlo con un grupo de personas desconocidas. Y sí, como autor de «cierto éxito» (para valores muy bajos de éxito) he ido a clubes de lectura como invitado. No escucho podcast, pero sospecho que si lo hiciera mi relación con ellos sería muy parecida.

Y la cosa es que, a pesar del tono indignado y escandalizado del artículo, no me parece una mala forma de relacionarse con la cultura. La autora llama triste a esta conducta en varias ocasiones y lo comenta como si fuera una rareza indefendible, casi una turbia perversión sexual de la que uno debería avergonzarse, pero no creo que sea para tanto.

Hablemos de mí, que para eso estamos en mi blog: ¿por qué no voy a clubes de lectura, a presentaciones de libros, a retiros creativos o a actos similares? Bueno, la pregunta ya nace viciada, porque de hecho he acudido a saraos de estos en ocasiones, y hasta he organizado alguno. Pero en todos ellos encuentro un elemento común, y es el social. He ido a clubes de lectura compuestos por gente a la que ya conocía, y a presentaciones de libros de amistades. Nunca he ido a retiros creativos, pero sí a sesiones de escritura conjunta, en algunos casos en mi casa. En todos esos casos, la parte literaria era casi el peaje que pagaba por tener un rato guay con personas a las que aprecio.

De hecho, cuando voy a convenciones frikis, es raro verme en una charla. En el último Celsius entré en una, porque la daba una amiga mía. En el anterior, en ninguna. En las HispaCones no es lo mismo porque suelo estar de organizador o detrás de una mesa, pero en la última no entré a ninguna charla y en la anterior, a una, y más por necesidad de descansar un poco que por la charla en sí (aunque luego me encantó). A estas cosas yo voy por ver a mis colegas, y donde mejor me lo paso es en las comidas, en las cenas y en los descansos entre actividades.

No es exactamente que mi relación con la cultura sea individual. Para mí, por ejemplo, crear obras culturales es siempre un proceso dialéctico. Una amiga lo llama «rebotar ideas»: alguien tiene una idea para un relato o para una novela y la comenta con otros amigos letraheridos, que hacen comentarios o sugerencias. Y en la respuesta a esos comentarios y sugerencias la idea se afila, se pule, se hace mejor. Casi todo lo que he escrito ha nacido así.

Si la creación de cultura es dialéctica, su consumo también puede serlo. ¿Ir a museos, a visitas culturales o al cine con mi pareja? Para delante. ¿Quedar con una amiga y pasarnos la comida hablando de libros (y, probablemente, prestándonos algunos)? Estoy dentrísimo. Pero sentarme en círculo con personas semidesconocidas a compartir opiniones sobre el mismo libro no me atrae nada de nada.

Creo que hay dos factores. El primero, que intento que haya las mínimas imposiciones posibles sobre las obras culturales con las que entro en contacto. En general yo leo muy rápido, por lo que podría llegar con los deberes hechos a un club de lectura semanal o quincenal, pero ese es justo el problema: que no quiero que leer se convierta en deberes. Para mí es un placer, y eso solo se consigue si puedo escoger la obra que quiero en cada momento, ir con ella a mi ritmo, dejarla tirada durante cuatro días o devorármela en una tarde. Hay gente a la que le vienen bien las fechas límite: a mí, en esto, no. Y claro, nadie te obliga a nada, puedes ir al club sin haberte acabado el libro, pero ya me dirás qué gracia tiene pasarte una hora escuchando opiniones sobre una obra que igual ni has abierto.

El segundo factor es el de los desconocidos. No tengo problema en hacer actividades con desconocidos, incluso si es un grupo mayoritariamente de mujeres; mis dos años siendo el único señor de mi clase de pilates lo demuestran. Pero, a priori, no me interesan sus opiniones sobre nada. No lo suficiente como para comprometer un par de horas a la semana, a la quincena o al mes en escucharlas. Si con alguna de estas personas desarrollo afinidad, entonces me encantará hablar de libros con ella, pero ya está.

Y ojo, esto no tiene que ver con el miedo, mencionado en la columna, a que las asistentes se rían de mí por expresar sentimientos o por abrirme. Si alguien se ríe de mí por esas razones, peor para esa persona. Es más bien que no creo que mis opiniones sobre un libro sean de interés para un grupo de desconocidos, igual que a mi me dan un poco igual las suyas. ¿Podría aprender, ampliar mi visión o comprender aspectos que no he percibido, como dice Ana Ribera en su columna? Podría. También podría pasarme la hora entera aburriéndome de escuchar cosas que no me interesan. Y como esa parte de aprendizaje y crecimiento ya la tengo al hablar de libros con mis amigos, para qué arriesgarme.

Inciso para contar una batallita: el peor club de lectura en el que he estado era de cómics, y estaba compuesto por un grupo grande de personas, mixto y con fuerte presencia de varones. Seguía un turno rotatorio de palabra, que era frecuentemente interrumpido por varios de los asistentes (masculino no genérico), progresivamente más chuzados, que voceaban bromas internas del grupo, se insultaban entre sí «amistosamente» y hacían la experiencia muy desagradable para todos los demás. No volví, claro.

Dicho esto, por supuesto que me parece genial que existan los clubes de lectura, las presentaciones de libros y cualquier actividad cultural grupal. Estos días ha aparecido una columna que, al hilo de este debate, reivindica la lectura en soledad y considera a los clubes de lectura pequeñas dictaduras comunistas. Al margen de los chistes (¿pequeñas dictaduras comunistas? ¡Me apunto, y también a las grandes!), esto es una chorrada como la copa de un pino. Es sostener la misma posición desde el otro lado: el único modo valioso de acercarse a la cultura es el mío. Y no, claro que no. Los clubes de lectura deben existir, porque a sus asistentes les gusta este modo de relacionarse con los libros. A mí no, y por eso no voy. Aquí debería acabarse el debate.

A lo largo de todo este artículo he sostenido que mi relación con la cultura es a veces grupal y colectiva (aunque no de la manera que le gusta a Ana Ribera) y a veces individual. Pero ese es solo mi caso. Si alguien disfruta más a solas de libros, películas, discos y cuadros, si escribe o compone en la soledad de su estudio y si no le gusta hablar con nadie de sus opiniones, no sé qué derecho tenemos los demás a decir que eso es triste y a convencerlo de que lo haga de otra forma. Quizás le viniera bien y quizás no, pero contra cualquier argumento se alza una realidad fundamental: a esa persona no le apetece.

Es un poco bajonero acabar un artículo con el manido let people enjoy things, pero es que al final todo se reduce a eso. A dejar a la gente un poquito en paz y no informarle, desde una atalaya de superioridad, de que está leyendo mal el libro y lo va a joder. Ojalá pudiéramos comportarnos así. Como dice Ana Ribera en la excelente frase que da fin a su columna, sería mejor para todos y todas, pero me temo que no va a ser.

 

 

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jueves, 23 de mayo de 2024

Ánimo de lucro

Soy una persona que lleva años en el mundillo asociativo. Las asociaciones son entidades sin ánimo de lucro que pueden perseguir una amplia variedad de fines culturales, sociales, vecinales, económicos o políticos, siempre que tengan en común precisamente eso: la ausencia de ánimo de lucro. A veces, para financiarse, realizan actividades económicas, como organizar cursos, vender productos (libros, merchandising) o prestar servicios previo pago. Y siempre hay que se pregunta: pero ¿pueden hacer eso? ¿No son una entidad sin ánimo de lucro? Con este artículo pretendo despejar esta duda.

Los seres humanos inician actividades. A veces, con esas actividades buscan ganar dinero: son lo que llamamos empresas. Y a veces solo quieren promover una determinada causa por motivos desinteresados o, al menos, no económicos: esta categoría no tiene un nombre colectivo aceptado, así que, para entendernos, los llamaremos proyectos. Es cierto que, en la práctica, ambos objetivos no siempre están separados, pero a nivel jurídico ambas situaciones tienen un tratamiento muy distinto.

En las empresas existe, para empezar, la figura del empresario individual o trabajador autónomo. Ambos son lo mismo, una persona que ordena capital y trabajo (propios o ajenos) con el objetivo de crear bienes o servicios, ponerlos en el mercado y sacar beneficios. En el habla coloquial solemos separar autónomo de empresario individual usando criterios como si tiene a su vez trabajadores contratados o si posee un local físico afecto a la actividad (una tienda, una oficina), pero en ambos casos el tratamiento jurídico es el mismo. El dinero que queda después de restar los gastos son esos beneficios, y el empresario se lo apropia porque para eso ha iniciado la empresa.

Cuando varios empresarios se juntan, lo que tenemos es una sociedad. Una sociedad es una persona jurídica distinta de sus socios: la sociedad es capaz de tener sus propios derechos y obligaciones, separados de los de las personas que lo forman. Existe una amplia tipología de sociedades: algunas permiten que los acreedores de la sociedad vayan contra los socios, otras no lo permiten; en algunas necesitas el acuerdo de todos los socios para entrar, en otras no; algunas asumen que todos los socios trabajarán en la empresa, otras esperan de ti que pongas dinero y te olvides; en algunas todos los socios son iguales, en otras no, etc. Pero todas tienen algo en común: intervienen en el tráfico comercial con sus bienes y servicios y, de nuevo, restan ingresos menos gastos y reparten entre los socios los beneficios resultantes. En algunas formas sociales, a este reparto se le denomina dividendos.

¿Y qué pasa con los proyectos sin ánimo de lucro? Si haces la guerra por tu cuenta, el derecho no se ocupa mucho de ti. Pero a poco que te juntes con alguien, existe una forma jurídica específica para lo que quieras hacer. ¿Quieres intervenir en política y presentarte a elecciones? Lo que tienes que fundar es un partido. ¿Planeas juntar a los trabajadores e intervenir en la negociación colectiva y en las huelgas? Revisa la legislación sobre sindicatos. ¿Te ha sido revelada la verdad? Hay un Registro de Entidades Religiosas esperando tu culto. ¿Tienes mucho dinero y mucha mala conciencia? Crea una fundación con tu nombre (1).

Las asociaciones, de las cuales nos ocupamos hoy, son lo que quedan cuando ya has descartado todas esas formas jurídicas. Si tu proyecto sin ánimo de lucro no encaja como partido, como sindicato, como entidad religiosa ni como cualquier otra figura regulada por leyes especiales (2), te toca constituir una asociación, y para eso da igual que seáis tres matados que buscáis promover una causa en redes sociales que el que seáis todo un colectivo de cientos de personas (por ejemplo, los afectados por una enfermedad rara o los familiares de las víctimas de cierta catástrofe). En todos los casos la forma jurídica es la misma.

El derecho de asociación es uno de los fundamentales. El artículo 22 de la Constitución reconoce el derecho de asociación, salvo casos como las que persigan fines delictivos, las secretas y las paramilitares. La prohibición de las asociaciones secretas es un poco sorprendente, porque la inscripción en el registro de asociaciones no es obligatoria, así que, si yo quiero constituir una asociación y no decírselo a nadie, ¿quién me va a obligar? Por último, y como buen derecho fundamental, solamente un juez puede interferir en él: la Administración no puede disolver ni suspender las actividades de las asociaciones.

Este derecho de asociación tiene su propia ley reguladora, que no vamos a explicar aquí. Porque lo que nos interesa está solo en uno de sus artículos, más en concreto el 13.2: «los beneficios obtenidos por las asociaciones (…) deberán destinarse, exclusivamente, al cumplimiento de sus fines, sin que quepa en ningún caso su reparto entre los asociados ni entre sus cónyuges o personas que convivan con aquéllos con análoga relación de afectividad, ni entre sus parientes, ni su cesión gratuita a personas físicas o jurídicas con interés lucrativo».

Es decir, que las asociaciones hacen lo mismo que las empresas, que es restar los gastos de los ingresos para determinar los beneficios. Pero luego esos beneficios no pueden salir de la asociación. No hay reparto de dividendos. Los socios no reciben una parte proporcional de los beneficios, y existen normas para dificultar el fraude: esos beneficios tampoco pueden ir a los parientes de los socios ni donarse a empresas. Tienen que quedarse en la asociación para seguir cumpliendo los objetivos sociales.

Más aún: ni siquiera en caso de que la asociación se disuelva se reparten beneficios. En este caso, el patrimonio será destinado a lo previsto en los Estatutos, que, de acuerdo con el artículo 7.1.k de la ley reguladora, «no podrá desvirtuar el carácter no lucrativo de la entidad». Es decir, que tampoco aquí se reparte el sobrante ni puede donarse a empresas. Lo común es que los Estatutos establezcan que, si la asociación se disuelve, el patrimonio social se regale a otras asociaciones similares.

Esto, precisamente esto, es lo que significa que una entidad no tenga ánimo de lucro: que los beneficios que genere su actividad no pueden repartirse entre los socios. Se garantiza así que estos no se unan esperando obtener una contraprestación económica, porque la ley impide que se lo den. Cada forma social tiene una regulación apropiada para la posición que debe ocupar en el sistema: las sociedades, que tienen ánimo de lucro, pueden repartir beneficios; las asociaciones no.

Ahora bien: ¿eso significa que una asociación no pueda participar en el tráfico jurídico, vender productos, prestar servicios o ejercer cualquier clase de actividad económica? No, claro que no. Una asociación, igual que una empresa, puede poner bienes y servicios en el mercado, siempre que tenga las autorizaciones pertinentes y cumpla con sus obligaciones fiscales. Lo único, que el objetivo será distinto: una empresa lo hace para enriquecer a los dueños, una asociación lo hace para tener más dinero con el que financiar la actividad.

Voy a poner un ejemplo extremo: la editorial Crononauta es una asociación. De hecho, su nombre completo, según su aviso legal, es Asociación Cultural Crononauta. Sin embargo, no tienen otra actividad cultural que la edición y venta de libros. Aquí, la actividad financiadora y la actividad principal se confunden hasta ser una: la asociación cumple sus objetivos estatutarios, precisamente, editando libros y poniéndolos a disposición del público a cambio de un precio. Funcionan como una empresa a todos los efectos, pero no lo son. Los beneficios que obtengan nunca se repartirán entre los socios: como mucho, estos podrán recibir un salario si realizan funciones profesionales para la asociación, pero eso es un gasto de la actividad, no parte del beneficio. Por ello mismo, no desvirtúa su objetivo de ser sin ánimo de lucro.

Así que sí, una asociación puede realizar cualquier actividad económica que le dé la gana. Mientras no pretenda repartir beneficios, todo es legal.

 

 

 

 

 

(1) Las fundaciones no son asociaciones de personas, como si lo son los partidos o los sindicatos, sino patrimonios autónomos, gestionados por un equipo que garantiza que se dedican a los fines sociales que estableció su fundador.

(2) Otras figuras de base asociativa reguladas por leyes especiales son las federaciones deportivas y las asociaciones de consumidores y usuarios, por ejemplo.

 

 

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sábado, 18 de mayo de 2024

CGPJ y azar

La falta de renovación de Consejo General del Poder Judicial (ya lleva más tiempo en funciones de lo que duró su mandato) es un runrún de fondo en este país. El último capítulo lo componen unas declaraciones del presidente del órgano donde dice que no va a dimitir y que rebajar las mayorías parlamentarias que se requieren para la renovación sería propio de «las leyes de una dictadura». También ha dicho que en caso de que se rebajaran las mayorías, los nombramientos tendrían «un componente político importante y eso sería gravísimo». Y lo ha dicho sin reírse, el tío.

A mí todo este sainete me recuerda a un libro que leí durante la carrera (Los principios del gobierno representativo, de Bernard Manin) y a un trabajo académico que hice sobre las ideas del autor. Vamos a ver si puedo desarrollarlo.

¿Cómo debe elegirse al Consejo General del Poder Judicial? Ahora mismo la Constitución dice que los 8 vocales del turno de juristas son elegidos por el Congreso y el Senado (cuatro y cuatro) por mayoría de 3/5. La Constitución no precisa cómo debe elegirse a los 12 vocales del turno de jueces, pero la ley copia el sistema del otro turno: elegidos por el Congreso y el Senado (seis y seis) por mayoría de 3/5. Es en este turno donde se está planteando cambiar el sistema de elección, porque no está fijado por la Constitución.

Pero hagamos política-ficción. Supongamos que tenemos mayoría suficiente como para modificar la Constitución y la Ley Orgánica del Poder Judicial a nuestro antojo. ¿Qué mecanismo estableceremos? En democracia se han usado dos (siempre para los del turno judicial, claro): elección por parte de los propios jueces y magistrados en elecciones internas y elección por parte de las Cortes Generales.

Desde el punto de vista democrático, la elección por parte de las Cortes es el sistema que parece más lógico. Separación de poderes nunca ha implicado absoluta división ni estanqueidad entre los mismos. La idea del sistema es establecer una serie de frenos y contrapesos que pueden incluir, por supuesto, la elección de uno de los tres poderes (o, más bien, de su órgano de gobierno) por parte del otro, siempre que haya sistemas suficientes para proteger su independencia. Tiene pleno sentido que sean las Cortes, como depositarias de la soberanía nacional, quienes elijan al CGPJ.

El problema, claro, es el que vemos: si cierta composición del órgano beneficia mucho a uno de los principales partidos, y este partido no tiene vergüenza, los mandatos se eternizan mucho más allá de su máximo legal. Y aunque no se eternicen, se forman banderías y acabamos hablando de vocales progresistas y conservadores.

Entonces ¿prescindimos del principio democrático y nos vamos a la elección interna? Ya que los políticos no saben elegirlo, que sean los propios interesados quienes seleccionen a sus gobernantes. Esto tiene un problema práctico, más allá de que sea absurdamente elitista, y es que el Consejo General del Poder Judicial no desarrolla acción política. Es un órgano gestor y consultivo, que impone sanciones, firma ascensos y traslados, evacúa informes y maneja presupuestos, pero no implementa un programa de gobierno.

Un principio básico de la elección es que debemos poder diferenciar a los candidatos entre sí. En unas elecciones a un cargo político (y me da igual que sean generales, autonómicas, europeas o locales) esto se consigue por medio de partidos que tienen distintos programas e idearios. Yo elijo a aquel cuyas propuestas más me convencen y le voto, porque quiero que lleve adelante esas propuestas.

Si se trata de la elección a un órgano técnico como es el CGPJ, el votante no tiene esa herramienta. Entonces ¿qué criterios tiene para votar? ¿Afinidad ideológica general a las asociaciones que presentan a los candidatos? ¿Deseo de conseguir prebendas si apoya a «los suyos»? ¿Corporativismo? ¿Una sosegada valoración técnica de los méritos de cada candidato? Ninguno de estos motivos parece suficiente, oportuno ni fácil de implementar, la verdad. El más interesante es el último, pero no hay ninguna razón para pensar que los jueces y magistrados vayan a ponerse de verdad a valorar el currículum de cada candidato (no más, al menos, de lo que lo hacemos los votantes ordinarios en las elecciones).

Entonces ¿qué sistema nos queda? Pues en el libro que he citado más arriba, Manin hace una encendida defensa del sorteo como mecanismo democrático. Al parecer, los antiguos atenienses desconfiaban de las elecciones, por considerarlas un método aristocrático: favorecen de forma clara a quienes tienen dinero y contactos para pagarse una campaña. Para muchos cargos, preferían el sorteo. El sorteo garantiza que todos los ciudadanos puedan aspirar al cargo y que nadie se eternice en un puesto, por lo que se dificulta la formación de élites que serían perjudiciales para la democracia.

Esta idea ha quedado desfasada, al menos en lo que se respecta a la selección de nuestros gobernantes. Elegir hoy en día por sorteo a los diputados y senadores es incompatible con nuestro paradigma. Ya no vivimos en la era de los griegos, y una idea básica del Estado liberal-democrático es la de consentimiento: los gobernantes lo son porque el pueblo les cede el poder. Es tan básica que muchas veces ni siquiera se enuncia, y es de estas concepciones contra las que no tiene mucho sentido ir.

Pero ¿y en cargos como los del CGPJ? Órganos técnicos y gestores, con un margen de acción muy tasado, donde, superada una criba inicial de cualificaciones, no importa demasiado quién ocupe los puestos. En el trabajo que hice en la carrera sobre el libro de Manin proponía precisamente la elección del CGPJ, ya que ello (y hago eso tan cargante de citarse a uno mismo), «soslayaría al menos las conexiones directas entre órganos disciplinarios y poder político, y los amiguismos, corporativismos y demás lacras de la elección interna». Sí, en la carrera ya era un redicho y un pedante.

Cuanto más pienso en ello, más me gusta la idea. Candidatos propuestos por los profesionales (jueces, abogados, profesores), una serie de comparecencias en sede parlamentaria para descartar a los menos capaces y, por último, un sorteo. Nombramos a los veinte que salgan y que estén sus cinco añitos. Y cuando estos transcurran, la renovación puede instarse casi de forma automática, sin necesidad de conseguir acuerdos amplios y sin que el encastillamiento de un partido provoque retrasos.

Más aún, en órganos elegidos por sorteo entra en juego lo que otro filósofo de nombre francés (aunque este es yanqui), Philip Petit, denomina la mano intangible. La mano intangible es el mecanismo psicológico por el cual los miembros de un órgano colegiado se ven impulsados a ser razonables y a llegar a acuerdos con los demás. Como nadie quiere pasar vergüenza y todos los demás miembros del órgano están valorando nuestra actuación, trataré de ser sensato.

Para que se aplique la mano intangible es importante que los miembros del órgano no tengan interés personal en el asunto que se trata. Es decir, que es imposible que llegue a aplicarse en el CGPJ actual, donde todos han sido propuestos por un partido y se juegan, por tanto, seguir llevándose bien o no con ese partido. De ahí que se hable de bandos. Sin embargo, si se eligiera por sorteo, ese incentivo desaparecería. Ninguno de los vocales le debe nada a nadie, todos están ahí por azar. El CGPJ sería parecido a una mesa electoral o a un jurado, institución que Petit pone de ejemplo de ente donde funciona la mano intangible.

Todo lo anterior no deja de ser una especulación. Existirían medios más sencillos para destrabar la elección del CGPJ, como, por ejemplo, quitarle poder al órgano: si el Consejo deja de elegir a los magistrados del Supremo, de repente a nadie le interesa controlarlo. Y si esta idea ni siquiera está sobre la mesa, como para proponer la selección aleatoria. Sin embargo, creo que es una reflexión interesante sobre cómo podrían funcionar las instituciones. Porque lo que conocemos no es lo único posible.

 

 

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