martes, 30 de noviembre de 2021

Cadena perpetua I: la sentencia

No ha sido una noticia que haya acaparado muchas portadas, pero la cadena perpetua a la española (denominada en la ley «prisión permanente revisable») ha sido declarada constitucional por el Tribunal Constitucional, con los matices que ahora veremos. En este artículo voy a explicar la sentencia, sin meterme a criticarla a fondo. En el siguiente hablaremos de sus votos particulares y los usaremos como vía para hacer la crítica.

Pero antes tenemos que hacer unas precisiones sobre la llamada prisión permanente revisable. En este artículo nos referiremos a esta pena como cadena perpetua. No es un error ni una boutade. Es bastante evidente que el término «prisión permanente revisable» es un eufemismo introducido en la ley de 2015 para hacer más tragable la cadena perpetua. Como diciendo «vale, instauramos una pena que puede durar para siempre… ¡pero también puede no hacerlo! ¡Tiene revisiones periódicas! ¡No es una cadena perpetua!»

Para quien siga sosteniendo este argumento en 2021 (que aún hay quien lo hace) tengo malísimas noticias. En nuestro entorno jurídico hay un montón de países que tienen una pena llamada cadena perpetua, prisión perpetua o cualquier término sinónimo, y en prácticamente todos ellos es revisable (1). ¡Es lógico! Una cadena perpetua no revisable tiene un encaje difícil en cualquier sistema que se diga democrático, así que, en consecuencia, prácticamente todas las que nos rodean son revisables. La «revisabilidad» no es algo que separe la cadena perpetua de otra clase de pena distinta, sino un atributo de la cadena perpetua tal y como se concibe hoy en día (2). Así lo han reconocido tanto el TC en la sentencia que comentamos hoy como el TS.

Entonces, ¿qué es la cadena perpetua en el Código Penal español? Es una pena prevista para unos pocos delitos: asesinato hiperagravado, regicidio, magnicidio, y ciertas conductas enmarcadas dentro de los delitos de genocidio y lesa humanidad. El único verdaderamente aplicable es el primero. Sobre lo que es un asesinato hiperagravado y la aplicación en los distintos casos de la cadena perpetua ya he escrito en, al menos, un par de ocasiones, así que me remito a esos artículos.

Una vez impuesta la pena, esta tiene que ejecutarse. En toda ejecución de pena de prisión hay que valorar la posibilidad de cumplimiento en tercer grado, es decir, en régimen abierto: estar libre y dormir en la cárcel. El tercer grado puede concederse a los 15 años de cumplimiento, o a los 20 si es que el reo ha cometido un delito terrorista. En caso de que esté condenado por varios delitos, el tercer grado se puede obtener una vez cumplidos 18, 20, 22, 24 o hasta 32 años, según los casos.

Pero eso era para el tercer grado. ¿Qué sucede con esas famosas revisiones? Estas revisiones están reguladas en el artículo 92 CPE como una forma de libertad condicional. Se puede acceder a ellas a los 25 años de cumplimiento, aunque si hay varios delitos este tiempo se convierte en 28, 30 o hasta 35 años de cumplimiento, según los casos. Además, es necesario que el sujeto esté en tercer grado y que se pueda fundar un «pronóstico favorable de reinserción social». Si no se cumplen estos requisitos, se van haciendo revisiones bienales hasta que se cumplan.

Entonces se le concede la libertad condicional, que dura de 5 a 10 años, tiempo durante el cual le pueden imponer prohibiciones y obligaciones variadas. Si delinque o incumple estas obligaciones, o incluso si cambian las circunstancias de tal manera que ya no pueda mantenerse el pronóstico favorable de reinserción, el juez puede revocar la libertad condicional. Si eso no ocurre (es decir, si el penado termina sin problemas su libertad condicional), queda extinguida la pena.

Los recurrentes tenían varios argumentos para atacar esta pena: la prohibición de penas inhumanas y degradantes, el principio de proporcionalidad y el derecho a la reinserción.

 

1. La prohibición de penas inhumanas y degradantes (PIH)

Los recurrentes argumentaban que la longitud de la pena era contraria a esta prohibición. Lo que dice el TC es que el hecho de que la pena sea muy larga (potencialmente toda la vida del sujeto) no incumple la prohibición de PIH siempre que haya un mecanismo de revisión que le ofrezca al reo una expectativa realista de salir algún día en libertad. Dicha revisión ha de realizarse a partir de un procedimiento claro y comprensible que tenga en cuenta la evolución del reo. A todo esto el TC lo denomina «reductibilidad de iure» y entiende que existe, puesto que hay un mecanismo de revisión (el que hemos analizado más arriba, de revisiones bienales a partir de los 25 años) que ofrecería garantías suficientes.

Pero el test para comprobar si la pena es o no inhumana exige también analizar la «reductibilidad de facto», es decir, la posibilidad de que el reo acceda, si así lo quiere, a un tratamiento adecuado que permita favorecer su evolución positiva. Esto depende de los recursos que tenga a su disposición la Administración penitenciaria para tratamientos, pero en realidad da igual, porque «la inconstitucionalidad de la norma no puede basarse en la disponibilidad de medios». Es decir, aunque la Administración penitenciaria no pueda proporcionar los medios suficientes para que el reo pase la evaluación (evaluación que se ha erigido, como acabamos de ver, en el criterio que permite declarar la constitucionalidad de la norma), no hay ningún problema.

Desde la perspectiva de la prohibición de PIH también se argumenta que la pena es excesivamente aflictiva (es decir, que causa al reo más daño del pretendido), porque los periodos de privación de libertad destruyen psicológicamente al sujeto. Pero, de nuevo, el TC afirma que no se puede derivar la inconstitucionalidad de una pena solo del hecho de que sea muy larga, sino que hay que acudir a la forma concreta de ejecución. El hecho de que el sistema penitenciario español sea progresivo y vaya permitiendo visitas, salidas y terceros grados evita, siempre según el TC, esa aflictividad excesiva que achacan los recurrentes.

 

2. El principio de proporcionalidad

La crítica desde el principio de proporcionalidad ocupa el grueso de la sentencia. Los recurrentes tienen cuatro argumentos relacionados con este principio. El primero es la improcedencia criminológica, es decir, la constatación de que, dadas las tasas de homicidios en España (menores que en otros países europeos y sin incrementos significativos en los últimos tiempos), una pena así no era necesaria. El TC contesta con un largo fundamento jurídico que viene a decir «es el legislador quien decide la necesidad de establecer cierto nivel de penas, nosotros no podemos meternos».

El segundo argumento es el de la proporcionalidad estricta: según los recurrentes, la posibilidad de que la pena devenga perpetua y los elevados periodos de seguridad establecidos para la revisión (recordemos: entre 25 y 35 años hasta la primera revisión) implican que esta pena es desproporcionada. Para determinar si una medida que restringe derechos fundamentales es proporcional, se aplica un test de proporcionalidad bien conocido:

  • Primero se identifican los fines del legislador, que en este caso son mejorar la protección de determinados bienes jurídicos y evitar la reincorporación a la sociedad de un penado no rehabilitado.
  • Luego se estudia si dichos fines son constitucionales. Aquí lo son: el Estado tiene el deber de proteger a la sociedad y los bienes jurídicos de sus miembros.
  • En tercer lugar, se estudia la adecuación o idoneidad de la medida de acuerdo a dichos fines. En otras palabras: ¿la medida permite avanzar en el cumplimiento de estos fines legítimos? Esta objeción la despacha el TC con una frase más bien discutible: «La idoneidad de la agravación de la prisión para producir un efecto reforzado de disuasión no parece discutible». Hace bastante que se sabe que elevar las penas no disuade más a los delincuentes. Los seres humanos no funcionamos así.
  • Si la medida es adecuada, hay que preguntarse si es necesaria, es decir, si hay otras medidas alternativas que produzcan un efecto similar. El TC afirma aquí que tiene poco campo de actuación, porque ponerse a especular con alternativas sería meterse en el papel del legislador. Se limita a constatar, de nuevo, que la PPR ha aumentado el nivel disuasorio del sistema penal, y no habría medidas menos gravosas que consiguieran lo mismo.
  • Por último, si la medida es adecuada y necesaria, se estudia por fin su proporcionalidad en sentido estricto, es decir, si los beneficios de la medida son superiores a los costes. Aquí el TC compara la cadena perpetua con la pena de prisión temporal y con otras penas similares de otros países, y llega a la conclusión de que la norma española es severa, sí, pero no excesiva. La cadena perpetua española no es disonante con otras cadenas perpetuas.

 

El tercer argumento es la rigidez de la pena. Allí donde existe, la cadena perpetua es obligatoria: el juez nunca puede decidir entre cadena perpetua y otras penas, y una vez impuesta no puede graduarse. Al no tener un marco máximo y mínimo, no permite al tribunal apreciar atenuantes que puedan concurrir. El Tribunal Constitucional acepta que la pena es rígida, pero eso no es un problema: se aplica a muy pocos hechos y todos de una gravedad muy clara. Además, aquellos atenuantes que no hayan podido ser tenidos en cuenta a la hora de fijar la pena se podrán valorar durante su ejecución.

Por último, dentro de la crítica en materia de proporcionalidad, los recurrentes afirman que la cadena perpetua es indeterminada, porque, al no tener un límite máximo fijo, vulnera el principio de legalidad. La duración la determina un criterio tan inseguro como el pronóstico de reinserción del reo. El TC responde que este pronóstico de reinserción no es un «factor de incertidumbre perturbador del orden constitucional», sino un elemento básico del sistema penitenciario español desde sus orígenes, y adecuado a estándares europeos e internacionales. La cadena perpetua no sería, así, «una pena indeterminada (…), sino una pena determinable con arreglo a criterios legales preestablecidos (…), claros y accesibles al reo».

Es aquí, dentro del argumento de la indeterminación, el único punto donde el Tribunal Constitucional le da la razón a los recurrentes. Como hemos visto más arriba, el juez puede revocar la libertad condicional del reo no solo si este delinque o incumple las prohibiciones establecidas, sino también si cambian las circunstancias que dieron lugar a la suspensión. En otras palabras, si el juez aprecia que el reo vuelve a ser peligroso o es complicado que se reinserte.

Los recurrentes decían que esta facultad era excesiva (demasiado amplia e indeterminada), y el TC les da la razón. Las restricciones de libertad deben ser previsibles, y esto no lo es: se le podría retirar la libertad condicional por cualquier circunstancia, incluso ajena a su voluntad (pérdida del puesto de trabajo) que el juez entendiera que puede aumentar su peligrosidad. El TC decide reinterpretar el artículo que regula esto: la libertad condicional solo puede revocarse cuando el reo vuelva a delinquir, vulnere alguna de sus prohibiciones o realice algún otro acto objetivable por la ley.

Además, una vez revocada la libertad condicional, sigue siendo obligatorio hacer revisiones bienales. No se empieza a cumplir la pena desde cero (obligando de nuevo a que transcurran otros 25 años para obtener la revisión), sino que se sigue cumpliendo como estaba. Aquí lo que hace el TC es solucionar una oscuridad de la ley, que no decía qué pasaba con las revisiones en caso de revocación.

 

3. Principio de resocialización

El último argumento tenía que ver con la reinserción. Los periodos mínimos hasta que se alcanza la primera revisión (¡25 años en el mejor de los casos!) anularían toda esperanza de resocialización del reo. El Tribunal Constitucional rechaza también este argumento, aduciendo que la expectativa de reinserción es inherente a la revisabilidad de la pena. Además, la resocialización del reo debe cohonestarse con el resto de fines legítimos de la misma. El resultado sería que la cadena perpetua no anula el principio de resocialización, ya que, aunque sí restringe el acceso a determinados instrumentos de reinserción (la libertad condicional) mantiene otros (permisos de salida, actividades terapéuticas o educativas, plan individualizado de tratamiento, etc.).

 

 

 

 

Hasta aquí he glosado la sentencia de la cadena perpetua sin meterme mucho en su crítica. Mi plan era hacerlo todo en el mismo artículo, pero, como ya he avisado al principio, el comentario de los votos particulares y mis propias opiniones las reservamos para la siguiente entrada de esta serie. De momento, con esto podemos entender por qué ha adoptado el TC la decisión de declarar constitucional esta pena.

 

 

 

 

 

 

 

 

(1) En Inglaterra, Gales y EE.UU. existen modalidades de cadena perpetua revisables y otras no revisables, pero todas se llaman cadena perpetua.

(2) Y no solo hoy en día. En el Código Penal de 1870 entendía que las penas perpetuas (cadena perpetua, reclusión perpetua y extrañamiento perpetuo) se indultaban a los 30 años salvo casos graves de mala conducta.


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jueves, 25 de noviembre de 2021

NFT, original y copia

No he querido comentar hasta ahora nada relativo a los NFT y las criptomonedas porque, sinceramente, el tema me causa hartazgo. Pero lo de los youtubers estafando a chavales con timos piramidales digitales empieza a sobrepasarme, así que allá vamos: analizaremos un poco qué son los NFT, cómo funcionan y qué estás comprando cuando compras uno. 

Empecemos por la base. ¿Qué es blockchain? Blockchain es una tecnología que, gracias a procesos criptográficos complejos, permite generar certificados seguros. Se lo suele comparar con una especie de «libro de cuentas» o de «registro», solo que está descentralizado: todos los ordenadores que participan en la red tienen toda la información. Eso impide que nadie pueda romperlo. Si alguien intenta colocar una falsificación, el resto de ordenadores de la red la detectan y la rechazan. Por supuesto, esta explicación es en teoría.

¿Y qué se puede registrar en este «libro de cuentas»? Lo que se quiera. Uno de sus primeros usos ha sido la creación de monedas virtuales, como Bitcoin o Ethereum. Si tenemos una serie de «objetos virtuales» que solo se pueden obtener por intercambio o por resolución de acertijos criptográficos (el famoso «minado»), nada impide tratar esos objetos como una moneda e intercambiarlos por bienes y servicios si es que alguien nos la acepta.

El dinero es fungible. Un bien fungible es el que tiene estas dos características:

  • Se consume cuando lo usas de acuerdo a su naturaleza. Puede tratarse de un consumo literal, como en el caso de la comida (cuando te la comes ya no existe), o figurado, como en el caso del dinero (cuando lo usas se lo das a otra persona, de forma que no puedes volver a usarlo).
  • Lo que importa del bien es su número o medida, y, por ello, cualquier ejemplar del bien puede ser sustituido por otro del mismo género. Eso quiere decir que un billete de 50 € puede ser sustituido por cualquier otro billete de 50 € o por 50 monedas de 1 €, porque lo que nos importa es su valor.

 

Sin embargo, y aquí llegamos a la cuestión, con blockchain también se pueden hacer bienes no fungibles, como los NFT, acrónimo que, literalmente, significa «Non Fungible Token». Un bien no fungible es aquel que nos importa no por su género, sino por su individualidad, de tal manera que uno no puede ser sustituido por otro. Además, no se agota al usarse. Una obra de arte es el ejemplo típico de bien no fungible. Los NFT lo que hacen es usar la tecnología blockchain para lo contrario que las criptomonedas: individualizar un archivo (una foto, un vídeo, un audio), de tal manera que pueda distinguirse del resto de versiones idénticas de ese archivo que pululan por Internet.

Los NFT tienen, según sus defensores, un montón de aplicaciones interesantes. Sin embargo, la que parece estar triunfando es la de asociarlos a imágenes (que a veces no son ni siquiera producto de un artista humano, sino de una IA) para crear «originales» que vender en un mercado que ahora está en alza. Y aquí tenemos que dar un paso atrás y preguntarnos qué es ser «original» en el arte y por qué eso tiene valor.

En nuestra cultura, le damos valor al arte original. El arte original es algo creado directamente por un artista. Definir a su vez lo que es un artista puede ser complicado, pero podríamos decir que es alguien que, debido a la suma de sensibilidad y técnica, alcanza un grado de desempeño superior al de la persona media en una disciplina artística concreta. Se trata de una definición amplia, que abarca desde Van Gogh hasta el ilustrador al que le encargas una lámina por Internet.

El arte original tiene valor, precisamente porque lo ha creado esa persona cuyas capacidades apreciamos. Las imitaciones o copias no tienen valor. La ronda de noche de Rembrandt tiene valor porque la pintó Rembrandt. Una copia de la misma hecha por un estudiante no tiene más valor que el de imitar el original, y una fotocopia solo puede venderse como recuerdo en un museo (1). Una grabación inédita de Los Beatles tocando Lucy In The Sky With Diamonds puede valer millones; una grabación inédita de la orquesta de mi pueblo tocando esa misma canción es algo que tiramos al contenedor sin despeinarnos. Y todo así.

Esta originalidad del arte tiene consecuencias en más aspectos aparte del precio. Por ejemplo, si solo hay un ejemplar original, solo una persona puede poseer dicho original. Si el autor lo vende, ya no lo tiene. Si ese segundo poseedor expone o vende el original sin permiso del artista, este puede proceder contra él. Si alguien destruye el original, tendrá que pagar una indemnización a quien proceda, pero el hecho será que la obra de arte ya no existirá y solo quedarán sus reproducciones. Y así sucesivamente.

El arte digital sigue unas reglas un poquito diferentes. La razón es que es infinitamente copiable. Cuando yo le encargo una ilustración digital a un artista (por ejemplo, un avatar para mi canal de YouTube), lo que produce dicho artista es una matriz de unos y ceros codificada por medio de un algoritmo. Dicho artista me la envía a mí, pero, a su vez, la mantiene guardada en su propio ordenador. Tanto él como yo podemos copiarla infinitamente y distribuir dichas copias por donde queramos. Esas copias son todas iguales, literalmente iguales: son la misma matriz de unos y ceros que produjo la mano del artista a través de su tableta de dibujo.

Entonces, ¿cuál es el original? ¿El archivo que conserva el artista en su ordenador? ¿El que me envía a mí? ¿Todos? ¿Ninguno? La pregunta importa. Por ejemplo, si se me funde el ordenador y pierdo todo lo que tenía guardado, me interesa que todas las copias sean «el original», porque le puedo pedir al artista que me lo reenvíe o incluso volver a descargármelo desde mi correo electrónico o aplicación de mensajería. Pero si lo que quiero es exponer la obra sin pedirle autorización al artista, me interesa que solo sea «el original» aquel archivo que produjo él en un primer momento: no, señor artista, yo no estoy vulnerando sus derechos de autor, estoy exponiendo solo una copia.

Los NFT se supone que solucionan ese problema, puesto que asocian a cada archivo un código único (no fungible) que permite la trazabilidad del archivo. El «original» sería el archivo que tiene el NFT y las «copias» todos los demás. Todo lo que hemos dicho más arriba sobre las obras físicas originales (precio, transmisión, destrucción) sería aplicable a la obra distinguida con un NFT, mientras que las demás serían simples copias sin valor, puesto que copiar un archivo digital es gratuito y sencillo.

Lo malo es que esto no funciona en la realidad. Y no funciona porque, para empezar, yo no tengo que ser el autor de la obra para crear un NFT sobre la misma. Yo ahora mismo puedo bajarme una imagen de Internet y pagar para que le asocien un NFT. ¿Ha pasado a ser el original? No parece. Más aún: cualquiera puede asociar los NFT que quiera a infinitas copias idénticas de la misma obra. ¿Cuál de todas ellas es la original? Estamos exactamente ante el mismo problema.

La distinción entre arte original y copia no es arbitraria. Como hemos dicho antes, en nuestra cultura nos importa distinguirlos porque asociamos al original un valor que no tiene la copia: un trabajo, una técnica, un conocimiento, una sensibilidad, etc. Si resulta que ahora tenemos medios tecnológicos que permiten hacer infinitas copias idénticas de la misma obra, la solución no puede inventarse originales allí donde no los hay. La distinción entre original y copia no puede quedar al albur de que un señor aleatorio de Internet haya decidido certificar que «su» copia de una imagen digital es la buena.

Vamos a ir concluyendo. Yo estoy seguro de que los NFT tendrán aplicaciones interesantes, pero impresiona que todo lo que se les ocurra a sus defensores sean cosas que ya están resueltas. Que aquí lees a ciertas personas hablando de NFT como si yo no llevara años firmando documentos digitalmente con un certificado electrónico emitido por el Estado español. «Es que así te tienes que fiar del Estado». Bueno, es que prefiero fiarme del Estado que de una web dudosa que en realidad lo que me vende es el enlace a un servidor externo donde está alojado el archivo que he certificado con NFT. Que la certificación será muy fiable, pero si se cae el servidor he perdido mi archivo.

Sucede lo mismo con toda esa cháchara sobre cercanía entre artista y comprador que ha puesto de moda cierto youtuber sin escrúpulos: el artista y su público ya están cercanos. Vivo en un mundo donde puedo elegir entre cientos de artistas digitales, contactar con ellos de forma directa, pedirles un encargo tan personalizado como me dé la gana y pagarles por una enorme variedad de medios. ¡Incluso con Bitcoin si me las aceptan! ¿Qué añaden a esto los NFT? Nada en absoluto.

La aplicación de los NFT al mundo del arte se nos vende como novedosa, pero, en realidad, obedece a una mentalidad viejuna: trata de aplicar la lógica del arte físico, en el que hay una separación nítida entre original y copia, a un contexto, el arte digital, donde esa distinción no tiene sentido. El arte digital tiene que funcionar de manera distinta porque la tecnología obliga a ello. Así sucede que, cuando uno explica los NFT, obtiene miradas de incomprensión: no puede ser una tontería tan gorda.

El problema, claro está, es que no es una tontería. El sinsentido en el que se basa todo este movimiento no puede obedecer a la simple estupidez. Es una burbuja, una dinámica tan común en el mundo del arte que no nos causaría sorpresa si no estuviera dirigida a estafar a niños. Como tal burbuja, se seguirá hinchando mientras entre gente que pague con su dinero los beneficios de quienes ya están dentro. Cuando se acaben los interesados, reventará y dejará damnificados.

Y yo solo espero que, en ese momento, todos los youtubers, influencers y demás calaña que se están hinchando a ganar dinero a costa de sus fans menores de edad, pierdan hasta la camisa y se vean obligados a hacer, por primera vez, un trabajo digno.

 

 

(1) Por rizar el rizo: varias versiones del mismo cuadro realizadas por el mismo artista (como El grito de Munch) tienen valor por ser producciones de ese mismo artista.

 

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jueves, 18 de noviembre de 2021

La futura Ley Mordaza

Ha sido anunciar el Gobierno que se va a acometer una reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana y ponerse la derecha a rasgarse las vestiduras. Lo cierto es que aún no tenemos nada seguro que empezar a analizar, solo informaciones publicadas por medios como La Razón o La Sexta, procedentes (supongo), de fuentes del Gobierno. Aún no se sabe si esas medidas irán al borrador final ni cómo quedarán tras su paso por las Cortes, pero, como hablar es gratis, vamos a analizarlas.

 

1. Se deja de prohibir la difusión de las actuaciones policiales. En general las noticias de la prensa sobre esta reforma están siendo vergonzosas, pero en este asunto directamente me hacen enrojecer. La Razón dice que «sin duda, este es uno de los puntos más problemáticos de la reforma», ya que se elimina la prohibición de difundir fotos de los agentes sin autorización.

Por supuesto, la prensa debe ignorar la existencia de la STC 172/2020, publicada en diciembre de 2020 y que ya comentamos hace unos meses. Esa sentencia eliminó el requisito de la «autorización» a la hora de difundir imágenes de policías, y entendió que dicha difusión solo sería sancionable si genera una amenaza concreta de un peligro real. Para sancionar se exige una puesta en peligro concreta, no abstracta y remota, entre otras cosas porque el papel lo aguanta todo y, si abstraemos lo suficiente, siempre podemos decir que cualquier imagen pone en peligro la seguridad de los agentes.

Lo que va a hacer la reforma, según lo publicado, es precisamente reformular la norma para que se adapte mejor a esta doctrina. Es algo muy común en nuestro sistema jurídico, y funciona así:

  1. Tenemos una ley.
  2. El TC dice que esa ley solo es constitucional si se interpreta de una manera concreta.
  3. El legislador reforma esa ley para que se adecúe a la interpretación constitucional, ganando así en claridad y en seguridad y dificultando interpretaciones alternativas que serían inconstitucionales (1).

 

En otras palabras, lo que está haciendo el Gobierno aquí es depurar una ley de sus elementos inconstitucionales y adaptarla a la forma en que el Tribunal Constitucional ha dicho que hay que interpretarla. Socialcomunismo bolivariano, como vemos. Eso sí, del flojito, porque ni siquiera se atreve a derogar una infracción que no aporta nada y que causa más problemas de los que resuelve: solo la modifica para que sea constitucional.

 

2. No comunicación de las manifestaciones espontáneas. De nuevo según lo dicho en la prensa, las manifestaciones espontáneas (las que se convocan de un día para otro ante un acto de repercusión social, como las que tuvimos hace unos meses por el asesinato de Samuel) no requerirán comunicación previa a la autoridad.

Esta regulación me provoca sentimientos encontrados. Por un lado, la comunicación previa de manifestaciones es una obligación constitucional. No creo que la eliminación de este requisito sea declarada inconstitucional (afecta a pocas manifestaciones, y es una norma pro-derechos fundamentales), pero no deja de ser algo feo. Al fin y al cabo, la comunicación es una herramienta útil para la autoridad, a la hora de establecer dispositivos policiales y cortar el tráfico.

Por otro lado, hay un hecho cierto: nadie comunica las manifestaciones espontáneas. Y, más aún, no hay grandes consecuencias por no comunicarlas. Una manifestación solo es ilegal (y puede, por tanto, ser disuelta) si es violenta, altera el orden público, se usan uniformes paramilitares, etc., y ello con independencia de que haya sido o no comunicada. En otras palabras, una manifestación no comunicada es tan lícita como una manifestación comunicada, al menos a nivel de asistencia.

La única consecuencia que tiene no comunicar una manifestación es que se puede multar, por infracción leve, a sus organizadores o promotores, nunca a las personas de base que asistan a la misma. Y esto nos lleva a un segundo problema, porque la Ley de Seguridad Ciudadana amplió hasta extremos absurdos el concepto de «organizador o promotor» de una manifestación. Si antes, con la ley de 1992, eran organizadores quienes firmaran la comunicación o quienes de hecho dirigieran la reunión, ahora también lo son quienes, por signos externos, «pueda determinarse razonablemente que son directores» de la misma. En otras palabras, que si difundes en redes una convocatoria que te ha llegado, te inventas un lema o sostienes un rato la pancarta central, se te podría considerar promotor de la reunión y sancionarte si esta no fue comunicada.

La reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana plantea también retirar esta ampliación del concepto y volver a las definiciones de 1992: son organizadores de la reunión quienes firmen la comunicación o, en ausencia de estos, quienes de hecho la dirijan. Punto. Juntando las dos reformas, quedaría así: en caso de manifestación no comunicada, se podría sancionar a sus organizadores o promotores (como se ha hecho toda la vida), salvo que se tratara de una manifestación espontánea, en cuyo caso no sería obligatorio comunicar y, por tanto, no habría que sancionar a nadie.

 

3. Identificaciones exprés. Llevar el DNI u otro documento identificativo es obligatorio. Si no lo llevas, te pueden llevar durante un máximo de seis horas a dependencias policiales para que te identifiques. Esta regulación básica seguirá vigente, pero se plantean tres cambios:

  1. Reducir de seis a dos horas el tiempo de identificación. Esto ha hecho que los sindicatos policiales se enfaden porque parece ser que en dos horas son incapaces de identificar a una persona.
  2. Obligar a que, una vez practicada la actuación, el detenido sea devuelto al lugar donde se le detuvo. Por supuesto esto ha provocado muchas reacciones de humor grueso sobre policías y taxistas, pero la verdad es que si vas a sacar de la calle a un ciudadano para algo tan nimio como identificarlo, no parece desproporcionado que le tengas que devolver al mismo lugar.
  3. Será obligatorio motivar la razón por la que se ha solicitado la identificación de una persona, con el fin de evitar controles racistas. Esta es la típica norma de muy buena voluntad pero que no tiene efectos en la realidad. Mejor que esté a que no esté, supongo.

 

4. Fin de la presunción de veracidad del atestado. El mes pasado analizábamos la presunción de veracidad de los documentos que firmen los agentes policiales ante la Administración. Parece ser que se plantea retirar esa presunción o, más bien, someterla a más requisitos: se presumirá la veracidad del documento siempre que los hechos que contiene resulten «coherentes, lógicos y razonables». No arregla el problema de base (2), como casi nada de esta reforma, pero puede ser un freno a determinados abusos.

 

5. Multas proporcionales. Otra de las cosas que parece revolver las tripas de la derecha es que las multas de la Ley de Seguridad Ciudadana van a adoptar, veinticinco años después de la aprobación del Código Penal y de manera mucho más imperfecta que este, el sistema de multas proporcionales. En concreto, se prevén rebajas del 50% o el 75% para quienes cobren menos del SMI.

Ya hablamos del tema de las multas proporcionales, así que no digo mucho más. Una multa solo es legítima en tanto en cuanto es proporcional, es decir, en tanto en cuanto incide de la misma manera en la capacidad económica del individuo sancionado, sea cual sea dicha capacidad. Con multas de cuantía fija (o de cuantía variable no dependiente de la riqueza del sancionado) no se consigue ese efecto, sino que se llega a multas impagables para los pobres e irrelevantes para los ricos. El sistema que se prevé implantar es un paso tímido en la dirección correcta.

 

 

He hablado solo de cinco de las reformas de la Ley Mordaza. Todas llevan el sello PSOE: reformas tímidas en la dirección correcta pero nada innovadoras ni rupturistas. En muchos casos ni siquiera reponen la situación previa a 2015, sino que llegan a un término medio que probablemente no contente a nadie. Lo triste es saber que, sin la presión de UP dentro del Gobierno, probablemente ni siquiera esto habría salido. Y bueno, por supuesto, veremos en qué queda esto tras el borrador y el trámite parlamentario.

¿Se nota que estoy un pelín desencantado con el Gobierno más progresista de la historia?

 

 

 

 

 

 

 

(1) Algo parecido sucedió con la Ley Rider. La tan cacareada Ley Rider no es más que un pequeño añadido al Estatuto de los Trabajadores que fija como ley la interpretación que el Tribunal Supremo venía haciendo de los requisitos de laboralidad.

(2) Como decíamos en el artículo enlazado, el problema no es tanto la presunción de veracidad tal y como está concebida en la ley como su expansión a ámbitos que no le son propios.

 

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miércoles, 3 de noviembre de 2021

#LeoAutorasOct - Mis lecturas de 2021

Como todos los años, publico el listado de obras que he leído en el #LeoAutorasOct. Este año lo he hecho un poco por inercia, igual que el pasado: esta es una iniciativa que, para mí, se ha quedado ya un poco corta, en buena medida porque gracias a ella (y a otras similares) ya leo a muchas más mujeres de forma cotidiana.

Este año, además, estoy un poco extrañado, porque me da la sensación de que he perdido libros. Según mi Goodreads, el libro 5 (Tea Rooms: mujeres obreras) lo terminé de leer el 7 de octubre. Los libros 6 y 7 los reseñé el 23 de octubre. Teniendo en cuenta que intenté reseñar más o menos según iba leyendo, ¿qué leí la semana del 11 al 17? No logro recordarlo.

Sin más, os dejo con las reseñas. Este año hay bastante fantasía, menos ciencia ficción y algo de ensayo.

 

1. Piranesi (Susanna Clarke, 2021)

No voy a poner sinopsis de este libro. Solo quédate con una imagen: un joven se desplaza por una casa infinita. Hay estancias llenas de nubes, habitaciones sumergidas, escaleras y vestíbulos. En todas las paredes hay estatuas. Y, en esa casa infinita que Piranesi describe con minuciosidad en su diario, se esconde un misterio.

Segunda novela de Susanna Clarke, tras Jonathan Strange y el señor Norrell. Ha valido la pena cada uno de estos quince años de espera. Aún estoy con la boca abierta.

 

2. Más tribulaciones de una madre sufridora (Alejandra Vallejo-Nágera, 2002)

Tras el éxito del primer volumen, vuelven las sufridas aventuras de una madre que se enfrenta al desarrollo de sus retoños.

Uno de estos libros que releo por última vez para decidir si expurgo o conservo. Tiene cierta gracia, pero ha envejecido mal (ay, los skaters, el Messenger y los SMS) y todo el fondo es así como muy rancio. Especialmente chanante es que el padre de las criaturas solo aparezca una vez, para echar la bronca a la narradora y protagonista. Probablemente expurgue.

 

3. Última noche en el páramo (So Blonde, 2017)

Cerrojazo es un pueblo de Texas, al lado de la frontera mexicana, en decadencia económica desde que cerró el matadero. Un autobús lleno de prostitutas de lujo se detiene allí, invitado por los locales para celebrar una orgía. Por desgracia, recientes sucesos han atraído a seres que viven en el interior de la Tierra… y que quieren venganza.

Cuando Israel Alonso, el editor de Cerbero, intenta vender este libro en alguna feria, siempre hace lo mismo. Se lo tiende al comprador y dice: «Ábrelo por cualquier página. Te reto a no encontrar alguna barbaridad». En general gana el reto, porque este libro está escrito con la idea de pasarse de vueltas. Rednecks del sur profundo contratando a prostitutas de lujo y luego muriendo cuando los bichos atacan. Una orgía de sangre, sexo, balas, humor grueso y palabrotas.

La historia es simple como ella sola y el libro no tiene profundidad alguna, pero oye, me he reído a carcajadas en un viaje en Metro.

 

4. Pastelería Emporio (Laura Morán Iglesias, 2018)

Iris y Leora han cumplido su sueño: comprar un local que lleva cincuenta años abandonado y abrir en él su pastelería. El problema es que los trastos del dueño anterior siguen por ahí, y uno de ellos es un hechizo de teleportación. Ahora las dos amigas tendrán que volver a su casa antes de que los pasteles que dejaron allí se pongan malos.

Muy divertida esta breve (y cuqui) historia de las pasteleras metidas a aventureras por accidente. Me ha gustado en especial el mundo, un lugar pseudo-medieval pero donde la autora ha metido sin complejos departamentos de policía científica, autobuses tirados por ponicornios y rutas turísticas donde se venden souvenirs. Una frescura que se agradece. Eso sí, no habría venido mal un poquito más de extensión, que hay cosas que se pasan muy de refilón, como la subasta del principio o la huida por el bosque.

 

5. Tea Rooms. Mujeres obreras (Luisa Carnés, 2019)

Madrid, años 30. Matilde entra a trabajar en un distinguido salón de té y conoce las historias de todas ellas: Antonia, a quien nadie reconoce sus quince años de servicio; Paca, beata y tímida; Laura, ahijada del jefe, risueña y moderna… Y, sobre ellas, siempre la sombra de «el ogro» (el dueño del negocio) y de la encargada (estricta con algunas y suave con otras).

Más que una novela es una colección de frescos. Cada capítulo presenta una situación y la desarrolla, y, a partir de ahí, aparecen distintas historias o hilos conductores: la relación a dos bandas de la encargada con un cliente y con un camarero, la entrada de Laura y su relación con un cineasta, las amarguras de Esperanza, las historias del heladero italiano sobre su hijo, el día de huelga… Todo ello son cosas que están ahí, pero que no son lo que importa. Lo que importa son las relaciones que se van estableciendo entre todas ellas, su cháchara insustancial, su orientación progresiva hacia los pocos destinos que tenían disponibles en los años ’30… Y, por encima de todo ello, la convicción de Matilde de que solo la participación de las mujeres en el progreso social podrá salvarlas.

La faja anunciaba a Luisa Carnés como «la gran novelista olvidada de la generación del ‘27», y por cierto que lo es. Tea Rooms emociona, entretiene y absorbe, a partir de unos mimbres tan simples que asustan. Además, leerla en 2021 (en la maravillosa edición de Hoja de Lata) tiene el valor añadido de aportar una mirada sobre los usos y costumbres de los años ’30: la penetración de anglicismos, las relaciones de pareja, lo que se consideraba «gente bien», etc.

 

6. Caperucita en Manhattan (Carmen Martín Gaite, 1990)

Sara Allen es una niña de diez años que vive en Nueva York. Está atrapada en una vida absolutamente anodina, con un padre aburrido y una madre cuyo mayor éxito es hacer bien la tarta de fresa. Ella querría tener más contacto con su abuela, una ex cantante de music-hall que vive en Manhattan y que no se acomoda a lo que debería ser una anciana. Así que, cuando una noche se queda sola en casa, Sara decide coger el Metro e ir a ver a su abuela.

Ahora que se están poniendo de moda los retellings, decidí volver a leer esta versión de Caperucita, donde la abuela es una señora que se niega a recluirse en su casita del bosque y el lobo es un empresario pastelero millonario que se pone triste porque no acierta con la tarta de fresa. El papel del cazador lo representa Miss Lunatic, una mendiga de edad indeterminada que resuelve conflictos en Nueva York, y que es quien pone en contacto a los diversos personajes entre sí.

Una reinterpretación muy bonita, aunque me ha pasado esta vez lo mismo que la anterior que la leí: siento que le falta un poco de chispa, un poco de fuerza. Tiene una introducción muy larga, porque tiene que presentar a los personajes, y luego la trama en sí no da para tanto. Pero la prosa es una delicia y estás siempre con una sonrisa en la cara mientras lo lees, que es, al fin y al cabo, lo que uno le pide a un cuento.

 

7. La ciudad justa (Jo Walton, 2021)

La diosa Atenea ha decidido recrear en la Atlántica la ciudad justa de Platón. Para ello ha sacado del tiempo a todo un grupo de devotos suyos (desde filósofos antiguos o renacentistas hasta gente de nuestro futuro subjetivo), los ha colocado en una ciudad donde los robots hacen todo el trabajo y los ha mandado a comprar niños esclavos con el fin de liberarlos y de convertirlos en los futuros ciudadanos de esta ciudad perfecta.

En esta ciudad justa vive, Maya, una de las gobernantes, que proviene del siglo XIX. También está Simmea, una niña que ha sido esclavizada para ser vendida a los compradores de la ciudad. Y, por último, el dios Apolo, que después de su incidente con la ninfa Dafne decide encarnarse en humano para aprender sobre temas de consentimiento e igualdad. Cuando Sócrates llegue a la ciudad y empiece a hacer las preguntas que nadie quiere hacerse, quedará claro que la ciudad justa tiene más problemas que los que sus habitantes están dispuestos a admitir.

Esta novela me dejó un regusto un poco amargo hacia el final, porque yo no sabía que era la primera de una trilogía, y claro, tiene un final muy abierto. Aparte de eso, es totalmente mi rollo. El intento explícito de crear una utopía y el choque contra la realidad: ya desde el principio se nos deja claro que los gobernantes de la ciudad justa que son enviados a comprar niños esclavos para liberarlos y educarlos han generado una demanda que antes no existía, por lo que han llevado a la esclavización de criaturas que, de no ser por ellos, habrían crecido libres y con sus familias.

Esta clase de debates, y todos los que se suscitan en las páginas de este libro son los que mantienen el interés. Son debates clásicos de la ciencia ficción (¿son personas los robots? ¿Cómo tenemos que criar a los niños?), pero planteados en un entorno tan fresco como la Atlántida de alguna época mítica muchos siglos antes del auge heleno. Aparte de eso, la trama es casi anecdótica: los diversos avatares que va teniendo la primera generación de niños criados en la ciudad y las relaciones que se establecen entre ellos. Pero no hace falta una trama potente, porque, en cuanto aparece Sócrates y se pone a hacer preguntas, las cosas empiezan a precipitarse.

A ver si Duermevela trae los dos siguientes, porque, la verdad, muy bien.

 

8. Las sultanas olvidadas (Fatema Mernissi, 2004)

Ensayo sobre la historia de la mujer y el poder en el Islam. Porque los reinos musulmanes tuvieron reinas que ejercieron poder, y no debemos olvidarlo.

Este libro está escrito después de la victoria de Benazir Bhutto en las elecciones generales de Pakistán de 1988. El objetivo declarado es justificar la elección de una mujer como presidenta de un país, como algo que ya se ha dado en la tradición política musulmana. Para ello, estudia los criterios de soberanía en el Islam y analiza varios casos donde esos criterios se cumplieron para mujeres, si no como califas, sí como reinas o gobernadoras más o menos independientes del poder califal. En la historia, ha habido mujeres que han reinado, que han acuñado moneda con su cara y en cuyo nombre se decía la oración de los viernes.

Es un libro interesante, más por la parte general (la relación entre mujer, poder y legitimidad) que por las biografías de las reinas. Por supuesto, le pasa lo mismo que a todos los enfoques progresistas de las religiones: que da un poco de vergüencita ajena con sus afirmaciones acerca de que el mensaje original es progresista (¡de verdad de la buena, en serio, mirad esto que hacía Mahoma!) pero que ha sido pervertido por un porrón de siglos de interpretación herética.

 

9. Historia del veneno: de la cicuta al polonio (Adela Muñoz Páez, 2012)

El veneno nos fascina como arma. En este estudio, se analiza su uso en tres momentos distintos: la Antigüedad clásica, la Edad Moderna y la actualidad.

Ensayo sobre los principales venenos que ha usado la Humanidad. Abarca desde la ejecución de Sócrates con la cicuta siendo usado como veneno judicial hasta el asesinato de Alexander Litvinenko con polonio en el café. Se centra en tres momentos históricos. Sin embargo, no me ha acabado de convencer. La sistemática es rara (a veces analiza hechos históricos, a veces dedica un capítulo entero a un veneno) y el enfoque químico se pierde entre tanto cotilleo.

 

 10. El pasado es un cazador paciente (Laura S. Maquilón, 2018)

Ser cazadora de sueños no es sencillo. Es un trabajo solitario e inmoral, porque te dedicas a robarle a la gente sus sueños para vendérselos a quienes pueden pagarlos. Pero alguien tiene que hacerlo, y Marina es buena en ello. Hasta que tiene que cumplir un encargo en el pueblo de su infancia, que dejó sin mirar atrás y del que nunca quiso volver a saber nada.

Emotiva novela corta en la que una cazadora de sueños tiene que enfrentarse a un pasado lleno de conflictos que no resolvió. Me ha gustado mucho y me ha puesto un nudo en la garganta, aunque creo que he empatizado demasiadas veces con Marina y su supuesto egoísmo cuando no se suponía que tuviera que hacerlo.

El volumen incluye el relato «Cazadora de sueños», que ahonda en el horror que supone el trabajo de Marina: su primera misión es robarle a una mujer trabajadora su deseo de formar una familia para insertarlo en la esposa del cliente.

Destaco también la ambientación, un cyberpunk desasosegante en el que la gente come bichos y vende partes de su cuerpo para sobrevivir. Un entorno bien curioso para que se desarrolle una historia sobre ladrones de sueños, pero que acaba cuadrando como un guante.

 

11. El misterio de la guía de ferrocarriles (Agatha Christie, 2020)

A Hercules Poirot le llega una carta. Es un desafío: el autor de la carta cometerá un delito en el pueblo de Andover. La policía no se lo toma en serio. Al llegar el día señalado, una estanquera, Alice Ascher, aparece asesinada en Andover. La firma del asesino es una guía ABC de ferrocarriles. Pronto llega una nueva carta y empiezan a sucederse asesinatos por orden alfabético.

Leí esta novela hace años, pero hace poco he jugado al videojuego y me apetecía releerla. Agatha Christie demuestra aquí su solvencia en todo tipo de misterios: si su marca personal son los asesinatos pequeños, domésticos y «de puerta cerrada» (así se los denomina en la novela), en esta obra se demuestra que también sabe darle al thriller. Por supuesto, la solución del problema descansa en la psique del asesino, que Poirot sabrá desentrañar con maestría.

Aunque la edición es de 2020, la traducción será de a saber cuándo. Poirot y Hastings se tratan de tú (pero mencionándose por el apellido: «Oye, Poirot, ¿qué opinas de…?») y el término «prime minister» se ha traducido por «presidente del Consejo de Ministros». Cabe decir que el término «presidente del Consejo de Ministros» dejó de usarse durante el franquismo, para ser sustituido por el actual «presidente del Gobierno».

 

12. ¿Han muerto todos los gigantes? (Mary Norton, 1988)

James a veces vive aventuras. La peculiar reportera Mildred lo despierta de noche y se lo lleva a lugares insólitos. Por ejemplo, a un palacio en el que vive la niña Dulcibel, que tiene como destino casarse con un sapo, o a la taberna que regentan Jack Tallo de Guisante y Jack Matador de Guisantes.

Lo mejor que se puede decir de esta novela corta juvenil es que ha envejecido muy mal. El niño valiente que es el único capaz de tomar decisiones en un mundo lleno de adultos competentes, la niña que es básicamente un fardo, etc. Tiene unos cuantos elementos que me han parecido muy buenos (ver cómo han envejecido los personajes de las fábulas, el personaje de Mildred, el hecho de que el niño sea un fan de la ciencia ficción al que le dan igual los cuentos), pero se insertan en una trama demasiado acartonada.

 

13. Nada del otro mundo (Laurielle, 2021)

Octa se ha sacrificado por amor. Cuando su novio Iván sufre un grave accidente, ella hace un trato con la reina del inframundo: su vida a cambio de que Iván no muera. Eso la convierte en esclava, destinada a estar eternamente dándoles la bienvenida a las nuevas almas que llegan al inframundo. La cosa va bien hasta que, meses después, un Iván recién muerto aparece por las puertas del inframundo.

Laurielle cada vez guioniza mejor. «Por siempre jamás» me gustó, pero esta me ha parecido una verdadera obra maestra, que no decae de ritmo en ningún momento y que tiene unos personajes entrañables, bien definidos y divertidos. El estilo gráfico, por supuesto, es esa mezcla de chibis y línea más compleja al que ya nos tiene acostumbrados. No ha sido un error esperar a tenerlo entero para disfrutarlo de una sentada.

 

14. Asmir no quiere pistolas (Christobel Mattingley, 1995)

Asmir es un niño bosnio, musulmán, en plena guerra de Bosnia. Tiene que emigrar con su madre a Belgrado, donde le esperan sus tíos. Una vez allí, y dado que la capital serbia tampoco es segura, deberán ir todos a Viena. Pero su padre se ha quedado atrás, y Asmir no puede dejar de mirar las noticias de la guerra.

Muy mediocre libro juvenil (infantil, más bien) sobre un crío refugiado de la guerra de Bosnia. No hay trama (es Asmir siendo llevado de un sitio a otro y sus impresiones), los personajes se amontonan sin que ninguno de ellos tenga la más mínima personalidad y el hecho de que el protagonista mencione a su padre cada página acaba por ser cargante.

Luego lees la nota final y te enteras de que la autora es una señora australiana de sesenta años que conoció a las familias protagonistas y decidió canibalizar su historia (probablemente sin cambiar ni los nombres), y ya te cuadra todo un poco más.

 

15. Nosotros, los malos (Celia Corral-Vázquez, 2018)

Alejandra no tiene imaginación. Por eso, cuando su profesora de Lengua le manda escribir un cuento, no tiene más remedio que pedir ayuda a Zacarías, su repelente pero inventivo compañero. Zacarías accede y le propone algo: ¿y si se introducen en un cuento para vivirlo desde dentro? Con ayuda de los mígacos, especie de espíritus de la imaginación, es posible. El problema es que todos los cuentos están muy vistos… salvo que los vivas desde la perspectiva de los malos.

Esta historia te atrapa ya desde su premisa. Dos adolescentes que quieren ser los malos del cuento pero que acaban en una escuela situada en un reino maligno de lo más autoconsciente: está poblado por brujas y monstruos, se define como malvado y tiene como misión principal destruir al reino de los buenos. Toda la historia es divertidísima y, si bien pierde un poco de ritmo en el último tercio, el final es apoteósico.

 

16. Regalos de la Feria de Invierno (Lois McMaster Bujold, 2004)

El soldado Roic está avergonzado. Desde el incidente de la mantequilla de cucaracha, cree que tanto sus superiores como milord le tiene en muy baja estima. Además, milord se va a casar y una de sus invitadas le resulta a Roic demasiado atractiva.

Novela corta, casi un relato, sobre las tribulaciones del soldado Roic los días previos a la boda de Miles Vorkosigan y Ekaterin Vorsoisson. Como en Una campaña civil, tenemos una comedia romántica disfrazada de cifi militar, que tiene todo lo que ha hecho a esta saga conocida y querida. Miles es esta vez un personaje secundario, porque la historia se centra en el soldado Roic y en su atracción hacia la poderosa sargento Taura. Como siempre con Bujold, al final todo encaja de maravilla.

He leído una traducción fan. Por suerte, las traducciones de Vorkosigan suelen ser tan malas que el hecho de que el traductor ni siquiera haya puesto rayas de diálogo (los diálogos siguen con las comillas del original inglés) no me ha parecido ni tan grave.

 

 

Y hasta aquí llegó la marea. Espero que estas reseñas os llamen la atención y os hagan leer más libros escritos por señoras estupendas.

 

 

 

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