viernes, 30 de noviembre de 2018

La vivienda familiar


Una de las áreas jurídicas más sensibles es el derecho de familia. Es una especialidad que no es jurídicamente muy compleja pero que exige mucha mano izquierda, pues se trata de materias donde los sentimientos están a flor de piel: puede que redactar convenios reguladores de divorcio sea jurídicamente más fácil que constituir sociedades anónimas y que los intereses en juego sean menores, pero el abogado que se dedique a lo primero necesita tener una empatía y una regulación emocional que el que se dedique a lo segundo no requiere.

Sobre todo cuando hay criaturas.

Cuando hay menores por medio, todo se complica. Es por eso que la reciente sentencia del Tribunal Supremo sobre usodel domicilio conyugal va a tener mucho impacto. El País ha titulado que “Los divorciados con hijos perderán el derecho a la vivienda familiar si conviven con una nueva pareja”, y es exactamente eso. Para entender el alcance de esta resolución tenemos que remontarnos un poco.

En principio, el matrimonio presupone la convivencia. No es ilegal que un matrimonio no conviva, y pese a la creencia popular no existe un delito de abandono del hogar (1). Sin embargo, lo habitual es que la vida marital se desarrolle en un espacio que el Código Civil llama “domicilio conyugal”. Éste se fija de común acuerdo por los cónyuges (artículo 70 CC), aunque el Código prevé que en caso de desacuerdo sea el juez quien decida. Bonita previsión, por cierto: ¿alguien se imagina yendo a un Juzgado porque no se pone de acuerdo con su cónyuge sobre dónde van a vivir? Qué forma de empezar un matrimonio.

La cuestión del domicilio conyugal no es demasiado relevante mientras subsiste el matrimonio. Los problemas empiezan cuando hay una crisis matrimonial, es decir, un proceso de separación, nulidad o divorcio. Si el domicilio pertenecía a la pareja, se trata según el tipo de bien que fuera: si era privativo o estábamos en separación de bienes, se lo queda su dueño; si era ganancial, se reparte o uno le compra al otro su parte. Si estaban de alquiler, es posible que uno siga en el piso o que se vayan los dos. En cualquier caso hay bastante libertad para el pacto, ya que los únicos intereses implicados son los de los dos adultos.

Pero todo eso cambia cuando hay hijos menores de edad presentes. Cuando hay prole, es necesario establecer un régimen de custodia sobre ésta, y ese régimen influye en el uso que se le da al antiguo domicilio conyugal. Lo más común es que la custodia sea individual, es decir, que los menores convivan de forma habitual con uno de los progenitores y el otro tenga derechos de visita. Y en ese caso dice el artículo 96 CC que, salvo que se apruebe otra cosa, “el uso de la vivienda familiar (…) corresponde a los hijos y al cónyuge en cuya compañía queden”.

Eso quiere decir que si hay prole se establece un derecho de uso a favor de ésta, que lógicamente ampara también al progenitor a cuyo cuidado queda. Y esto es así sean cuales sean los derechos de propiedad sobre la casa o las deudas en que se haya incurrido para comprarla. Se puede dar (y de hecho se da) la siguiente situación: una persona pagando un préstamo hipotecario que solicitó para adquirir una casa cuya propiedad tiene pero que no puede utilizar porque la prole común quedó al cuidado de su ex cónyuge. Un estado de cosas que es comprensible que desagrade a quien lo sufre.

Por supuesto, y como en todos los temas de familia, aquí hay un sesgo de género evidente. Son las mujeres las receptoras de la mayor parte de estas custodias individuales, y por tanto suelen ser varones quienes acaban en posición de pagar por lo que no pueden usar. A lo largo de los años, muchos de estos varones han ido combatiendo la situación en los tribunales; al fin, con esta sentencia del Tribunal Supremo, se puede decir que han ganado en parte.

El quid de la cuestión está en hasta qué momento se considera que el domicilio conyugal sigue siendo el domicilio conyugal. La doctrina clásica entendía que, a efectos de su asignación al cónyuge custodio tras una crisis matrimonial, hasta el momento en que terminara la custodia, es decir, hasta que el menor de los hijos cumpliera los 18 años. El hecho de que el cónyuge custodio empezara a convivir con una nueva pareja era irrelevante (2): se seguía entendiendo que aquella vivienda era el domicilio del antiguo matrimonio disuelto.

Ahora el Tribunal Supremo cambia de criterio y dice otra cosa. Entiende que la vivienda familiar deja de serlo cuando el cónyuge custodio se echa pareja y ésta pasa a residir en el domicilio: antes, la vivienda “podía seguirse considerando como vivienda familiar en cuanto servía a un determinado grupo familiar aunque desmembrado y desintegrado tras la crisis matrimonial”. Pero el hecho de que la nueva pareja del conviviente entre a vivir allí “hace perder a la vivienda su antigua naturaleza de vivienda familiar por servir en su uso a una familia distinta y diferente”.

La sentencia rezuma razonabilidad por todas partes. Ciertamente, parece tener lógica que si la vivienda deja de servir al grupo que sirvió en sus inicios (el matrimonio inicial y su prole) para pasar a servir a otro (el cónyuge custodio, su prole y su nueva pareja) no se valore ya en relación al inicial. Y sin embargo, hay algo que me rechina. Todo el lenguaje usado tanto en la sentencia como en las declaraciones de sus partidarios huele un poco feo. Que si la mujer rehace su vida sentimental “a costa” o “en perjuicio” (económico) de su ex, que si el pobre hombre que además de pagar la hipoteca se entera de que “el otro” está viviendo en la casa “sin abonar nada” y demás.

La Ley Orgánica de Igualdad considera discriminación indirecta toda medida que parezca neutra pero que en la práctica sea discriminatoria (artículo 6). Los casos de “vaya, esta norma no habla de hombres y de mujeres pero resulta que los perjudicados son en un 95% mujeres y los beneficiados en un 95% hombres, qué coincidencia”. No puedo afirmar que estemos ante un caso de discriminación indirecta, al menos en su sentido legal, porque la ley exige requisitos bastante altos para apreciar algo así. Pero que esta resolución no es neutra respecto al género resulta evidente.

Por otra parte, está el hecho de que toda la construcción del Tribunal Supremo me resulta demasiado artificiosa y, si se quiere, espiritual. Es absurdo asumir que el papá divorciado, la mamá divorciada y los niños constituyen un grupo familiar “aunque desmembrado” pero que dejan de constituirlo cuando la mamá se echa novio. Vivimos en el siglo XXI: si estas personas formaban un grupo familiar antes del nuevo noviazgo, también lo forman después. Entender que el noviazgo de mamá hace desaparecer una “familia” que ya estaba basada en dos adultos divorciados fuerza bastante a la lógica. Por cierto, ¿qué pasa si mamá corta con su nuevo novio antes de que papá presente la demanda de modificación de medidas? En ese momento los residentes en la casa vuelven a ser solo mamá y los niños, aunque en el pasado no haya sido así.

Al final el criterio del Tribunal Supremo es muy protector de los derechos económicos de los padres divorciados pero muy poco fuerte en sus cimientos. Está muy apegado a la doctrina jurisprudencial sobre el tema y muy poco a la ley. Y mira que la ley es clara: la vivienda familiar se atribuye a los hijos y al cónyuge en cuya custodia quedan. Y esta “vivienda familiar” no es una entelequia, sino un inmueble concreto, identificado y catastrado. Lo que afirma el Tribunal Supremo es que ese domicilio pierde la condición de familiar no cuando se rompe la familia (en el momento del divorcio), sino cuando se le añaden miembros nuevos.

Estamos, en fin, ante una sentencia que parece razonable y ponderada, pero que en realidad cambia sin demasiado fundamento un criterio que deriva directamente de la ley. Por el camino, no solo se lleva por delante a los cónyuges custodios (normalmente mujeres), sino que pone en riesgo el superior interés del menor, puesto que facilita situaciones de venta de casa, descenso del nivel de vida y pérdida de estabilidad. Sin duda que cada caso es un mundo, pero no creo que algo así se pueda valorar de forma positiva.

Eso sí, verás como para corregir esto nadie sale a convocar un Pleno de urgencia.





(1) Hay delitos de abandono de familia, consistentes en dejar en desamparo a las personas que dependen de uno. Pero en un régimen de libertades nadie puede prohibirte que un día salgas por la puerta y te vayas a vivir a otro sitio, por muy casado que estés.

(2) Irrelevante a estos efectos. Si el cónyuge custodio tenía atribuida una pensión a cargo del otro cónyuge, la convivencia marital con una nueva persona extingue dicha pensión (artículo 101 CC).


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jueves, 29 de noviembre de 2018

Propaganda electoral personalizada


Los datos personales son el recurso sobre el que se estructura el siglo XXI. Se ceden, se espían, se compran, son objeto de toda clase de transacciones, se regulan… Son un bien muy preciado porque, en un mercado masivo y globalizado, son la clave para que la publicidad y la propaganda política lleguen a buen puerto. La publicidad masiva e indiscriminada se ha vuelto ineficiente: las empresas quieren conocer en profundidad a sus potenciales clientes; las Administraciones quieren tener todos los datos posibles de sus ciudadanos.

En este contexto, distintos legisladores han tomado medidas para proteger los datos personales. Ya el constituyente español, en 1978, escribía que “la ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad” (artículo 18.4 CE), una norma que en aquella época sonaba casi a ciencia ficción. La legislación europea, y dentro de ella la española, ha sido un modelo de protección de datos frente a jurisdicciones que se consideraban menos garantistas, como la estadounidense.

Así, en EE.UU. tenemos el caso Cambridge Analytica. Resumo los hechos: un profesor de la Universidad de Cambridge desarrolló una aplicación de Facebook con aspecto inofensivo (un test de personalidad) pero que requería permisos para acceder a la información personal y de la red de amigos. Mucha gente dio el permiso sin enterarse de lo que estaba haciendo, y así este profesor consiguió toda clase de información sobre millones de usuarios de Facebook. Se la vendió a Cambridge Analytica (una empresa de análisis de datos) y ésta la usó para apoyar la campaña de Trump, tanto mediante publicidad segmentada como mediante las famosas fake news. El resultado es de sobra conocido.

El escándalo estalló en marzo de 2018, cuando en Europa estábamos fritos a mensajes relativos a la entrada en vigor del RGPD. “Aquí no podría pasar algo así”, decían políticos y jerarcas europeos. “En la UE nos tomamos en serio la protección de datos”. Entonces, han llegado las Cortes españolas y han aprobado que los partidos políticos puedan hacer cosas muy parecidas (e incluso peores) a las que hicieron los republicanos en la campaña presidencial de Trump. Bien, ¿no?

El Reglamento General de Protección de Datos es, como todos los reglamentos europeos, de aplicación directa. Cualquier ciudadano europeo puede reclamar su aplicación (1). Sin embargo, y dado que se trata de una materia muy sensible, se ha permitido que cada país lo adapte a su cultura jurídica dentro de ciertos límites: así, el otro día se aprobó en el Senado de forma definitiva la nueva Ley Orgánica de Protección de Datos Personales y Garantía de los Derechos Digitales, que sustituye a la ya vieja LOPD (2).

Esta norma partía de un gran consenso: en el Congreso fue aprobada por 343 diputados, sin abstenciones ni votos en contra. En otras palabras, la apoyó toda la Cámara menos siete diputados que no se encontraban en el salón de sesiones en el momento de la votación. Ha sido ya en el Senado cuando Unidos Podemos, Compromís, Bildu y algún otro partido se ha desmarcado de la misma y ha votado en contra, y lo ha hecho justo por la razón que vamos a exponer ahora: un punto menor, situado en una disposición adicional y al parecer añadido por medio de enmienda, pero de una importancia capital.

Se trata de una reforma de la ley electoral, a la que le añade un artículo 58 bis con el siguiente contenido:

1. La recopilación de datos personales relativos a las opiniones políticas de las personas que lleven a cabo los partidos políticos en el marco de sus actividades electorales se encontrará amparada en el interés público únicamente cuando se ofrezcan garantías adecuadas.
2. Los partidos políticos, coaliciones y agrupaciones electorales podrán utilizar datos personales obtenidos en páginas web y otras fuentes de acceso público para la realización de actividades políticas durante el periodo electoral.
3. El envío de propaganda electoral por medios electrónicos o sistemas de mensajería y la contratación de propaganda electoral en redes sociales o medios equivalentes no tendrán la consideración de actividad o comunicación comercial.
4. Las actividades divulgativas anteriormente referidas identificarán de modo destacado su naturaleza electoral.
5. Se facilitará al destinatario un modo sencillo y gratuito de ejercicio del derecho de oposición.

Vamos a analizar este nuevo artículo 58 bis, que, recordemos, ya es ley: no se trata de una propuesta ni de algo sujeto a debate, sino de un texto ya aprobado por las Cortes españolas.

Comenzamos con una declaración muy preocupante: se considera que la recopilación de datos personales sobre opiniones políticas está amparada por el interés público siempre que se lleve a cabo con unas indeterminadas “garantías adecuadas”. El párrafo 1 habilita a los partidos políticos a fabricar ficheros con uno de los datos personales más sensibles que hay: las opiniones políticas de las personas. Tranquilizador, ¿eh? No solo eso, sino que se considera que la fabricación de dichos ficheros está amparada por el interés público, supongo que por la condición que tienen los partidos políticos de instrumento fundamental de participación política.

El segundo párrafo abunda en la misma idea. ¿De dónde se pueden nutrir esos ficheros? De datos públicos vertidos por los propios usuarios en páginas web, pues la propia norma faculta a las formaciones políticas para usar dichos datos en periodo electoral. Es aquí donde se encuentra la principal línea de defensa de esta regulación, que también fue usada por Facebook en el caso de Cambridge Analytica: no se vulneran los derechos de los usuarios si el tercero se limita a recopilar datos que ellos mismos han hecho públicos.

En este mismo blog hemos aceptado esa idea en algunos casos como el de Joe Pastrana, un tuitero de ultraderecha que tuiteaba bajo pseudónimo y que resultó ser un cargo público del PP. En esa entrada yo decía que si uno es descuidado y va dejando pistas sobre su propia identidad, no debería extrañarle que alguien las junte y descubra quién es. Sin embargo, creo que ese razonamiento no puede aplicarse al caso que nos ocupa.

Estamos ante uno de esos supuestos donde un cambio cuantitativo se convierte en un cambio cualitativo. No es lo mismo un desocupado intentando encontrar qué persona real se encuentra delante de un perfil de Twitter que una empresa gigante (en este caso contratada por un partido) procesando los datos de millones de personas con el objetivo de influir en las elecciones. No es la intimidad el derecho vulnerado aquí, porque los datos son públicos, pero tampoco podemos decir que estamos ante una conducta ética. Sin duda se requiere algo que el propio legislador de la LOPD menciona en la Exposición de Motivos de esta norma: una reforma constitucional para incluir derechos propios de la era digital.

¿En serio a nadie más le causa sudores fríos que los partidos tengan archivos donde consten nombres, apellidos, medios de contacto y opiniones políticas de ciudadanos? Esta ley ampara que Vox contrate a una empresa para hacerse un fichero de feministas y de personas pro-LGTB, por poner un ejemplo tonto. Aunque no se use para nada más, la mera existencia de esos listados da miedito.

Y el hecho es que los ficheros se usan y la propia ley ampara que se usen. Aparte de la habilitación general del párrafo 2 del nuevo artículo 58 bis LOREG, dice el párrafo 3 que la propaganda política no tendrá la consideración de comunicación comercial. Eso quiere decir que todos los límites y trabas que hay en relación al uso de datos personales por parte de anunciantes privados quedan abolidos cuando se trata de publicidad electoral. Los titulares lo han resumido en “que te manden propaganda al móvil sin consentimiento”, pero en realidad es mucho más: es la posibilidad de que te llegue al móvil toda clase de material destinado a convencerte a ti personalmente de votar a tal o cual partido. Algo que linda con la manipulación.

Es cierto que los párrafos 4 y 5 obligan a que estas actividades se identifiquen como propaganda electoral y a que se ofrezca al destinatario un modo sencillo de oponerse a estos envíos. A cualquiera se le ocurren formas de puentear estas restricciones. Como señala Carlos Sánchez Almeida, ¿qué pasa si te opones a que tengan tus datos en ese fichero e inmediatamente te meten en otro fichero, con los mismos datos y además con la nota de que no simpatizas con ese partido? Y luego está el problema de la multiplicación: ¿voy a tener que esperar a que me lleguen mensajes de todos los partidos para tener que irlos bloqueando uno a uno?

El hecho de que estas restricciones no son suficientes lo demuestra la propia ley cuando prohíbe para empresas las mismas prácticas que permite a los partidos: solo la prohibición es compatible con los derechos sobre los datos personales. Si el legislador concibe como un abuso que Carrefour y Mercadona puedan hacer perfiles de tus hábitos de consumo y mandarte al WhatsApp publicidad personalizada, ¿por qué no hace lo mismo cuando los implicados son PP y PSOE? Ya, la respuesta es obvia.

El nuevo artículo 58 bis LOREG ya es ley. Lo que es más: como fue introducido en una enmienda por el PSOE, no creo que Pedro Sánchez afirme que le ha venido la iluminación y que ahora quiere derogarlo, como sí hace con tantas otras cosas. El perfilado, el envío masivo de spam personalizado y el Cambridge Analytica a la española serán una realidad las próximas elecciones.

A disfrutarlo.











(1) Al contrario que las directivas, que son normas que obligan a los Estados a legislar en determinada dirección pero que no establecen derechos y deberes directos.

(2) Normalmente el Senado no puede aprobar nada, puesto que todas sus enmiendas serán luego discutidas (y, en su caso, levantadas), por el Congreso. En otras palabras, el procedimiento normal de una ley es: Congreso-Senado-Congreso. Sin embargo, en este caso el Senado no introdujo ni una sola enmienda, por lo que no hay necesidad de devolver el proyecto al Congreso.



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martes, 20 de noviembre de 2018

La reforma de los delitos sexuales


Cómo cambian las cosas. En 1995, cuando se redactó el actual Código Penal, se optó por prescindir de la palabra “violación”. Las razones, curiosamente, eran progresistas y favorables a la víctima, o al menos como tales se estimaron en el momento. Se temía que, de mantenerse en el Código la palabra “violación”, se perpetuaría el estigma de “la violada”. Además, se criticaba que la legislación franquista introdujera en el mismo tipo penal cosas tan dispares como el empleo de violencia, el aprovechamiento de persona privada de sentido o el abuso de menor.

Por ello, lo que se hizo fue establecer dos tipos penales distintos (agresión sexual y abuso sexual, que se diferenciaban por la presencia en el primero de violencia o intimidación) y aumentar la pena de ambos cuando había penetración. La palabra “violación” desapareció del Código, aunque solo durante cuatro años. En 1999, al hilo de una reforma técnica, se reintrodujo para referirse a la agresión sexual con penetración. Es decir, que el delito ya no se llamaba “violación”, sino “agresión sexual” y la violación se concebía como una agresión sexual agravada.

El tiempo ha pasado y el discurso sobre el tema ha cambiado mucho. Nos hemos dado cuenta de que el estigma que puede pesar sobre las víctimas de delitos sexuales no tiene nada que ver con cómo llamemos a dichos delitos sexuales. Más aún, la ciudadanía no acaba de entender esa distinción, a veces tan bizantina, que se hace entre abuso y agresión sexual. Ya hemos apuntado aquí alguna vez, por ejemplo, que no es nada fácil distinguir entre agresión sexual con intimidación y abuso sexual con aprovechamiento de superioridad.

La sentencia de la Manada ha dado lugar a un amplio debate sobre el tema. Lo curioso es que no se ha centrado en las penas. La razón por la cual millones de mujeres han salido a la calle y se han quejado en redes no es que estos cinco delincuentes hayan tenido “poca pena”, sino que considerar abuso sexual lo que hicieron es una broma de mal gusto (1). El lema ha sido “no es abuso, es violación”. Y más allá de este caso concreto, lo cierto es que parece haber una demanda social de que se llame a las cosas por su nombre y de que el término “violación” vuelva al Código Penal.

Tanto es así, que el único punto en que se ha puesto de acuerdo la Comisión General de Codificación es éste: la recuperación de la palabra de forma “rotunda”. La Comisión General de Codificación, por cierto, es un órgano asesor del Ministerio de Justicia, que prepara los proyectos de ley que provienen de este departamento y los demás que el Gobierno le encargue. Está formada por expertos (normalmente catedráticos universitarios) y tiende a ser bastante infrautilizada. La sección penal, en concreto, llevaba años sin recibir encargos hasta que Rafael Catalá decidió que sería ella quien tramitaría este asunto. Una decisión, por cierto, que aplaudo: lo fácil habría sido tirar de populismo punitivo y presentar un proyecto de ley con elevación de penas hasta el infinito.

Como digo, la recuperación de la palabra “violación” parece ser la única cosa en la que ya se ha puesto de acuerdo la comisión. En estos momentos, el debate se centra en si mantener la diferenciación entre abuso sexual y agresión sexual o si mezclarlo todo en un único tipo penal que reconozca, por supuesto, conductas de diferente gravedad. Parece ser esta última idea la que goza de más apoyos: es la que ha presentado el presidente de la sección penal de la CGC (2), está en la línea de propuestas como la de Podemos y ha sido defendida por voces tan calificadas como la de Adela Asúa.

El argumento básico de los partidarios del único tipo penal es, justamente, esta idea de que la distinción entre abuso y agresión es bizantina y poco útil. Al margen de cómo puede afectar eso a cada caso concreto, está la sensación de agravio comparativo. En palabras de Asúa, que se pregunta si la conducta del abusador sexual es menos grave que la del agresor sexual: “No creo que lo sea hasta el punto de constituir un delito diferente de menor entidad y con un nombre distinto”.

En otras palabras, puede que sea razonable castigar con menos pena al que se aprovecha de la inconsciencia de la víctima que al que le saca una navaja, igual que castigamos con menos pena al que se apodera de las cosas ajenas sin violencia que al que tira de bolsos. Pero ¿justifica eso la división de ambas conductas en delitos distintos? En los delitos patrimoniales sí (hablamos precisamente de “hurto” y de “robo”), pero es que los delitos patrimoniales no tienen un sesgo de género, un estigma asociado y un riesgo tan alto de victimización secundaria. A nadie le importa que un juez le diga “lo que usted ha sufrido no es un robo sino un simple hurto”, pero “lo que usted ha sufrido no es una violación sino un simple abuso sexual” duele más.

Podría criticarse que este debate se reduce a la semántica. Si las conductas punibles no van a variar y las penas tampoco van a hacerlo, ¿qué importa que lo agrupemos todo en un único tipo penal o no, o que lo llamemos “violación” o “abuso”? Pues importa, y no solo por las ventajas prácticas que puede suponer una mejor tipificación de estos delitos, sino porque las palabras importan. La ley, en una democracia, debe ser comprensible para la ciudadanía. Además, no hablamos de temas técnicos, que puedan requerir del legislador un lenguaje muy específico, sino de delitos sexuales.

Todo esto va a acabar calando. Imagino que más pronto que tarde los artículos 178 y siguientes del Código Penal sufrirán una reforma profunda. Pasaremos de tener dos delitos (abuso y agresión) a tener uno solo, no basado en el atentado “contra la libertad sexual de otra persona” (expresión que usa actualmente la ley) sino en la vulneración de su consentimiento. La nueva redacción debería dejar clara toda una serie de cosas, que muchos jueces ya entienden pero que otros parecen no haber pillado, como por ejemplo que la resistencia de la víctima no es relevante a estos efectos. En cuanto a la palabra “violación” en sí, es probable que gane importancia.

Centrar la regulación en el consentimiento es acertado. Es cierto que ya lo está, aunque de una manera un poco vicaria: si el delito sexual es un ataque a la libertad sexual, está claro que el consentimiento (que es la forma en que se expresa dicha libertad) es importante. Pero pasa lo mismo que con la palabra “violación”. Si es tan importante, traigámoslo a primer término. Otros países ya lo han hecho, e incluso sus legislaciones hablan de “consentimiento entusiasta”: ¿por qué no definir los delitos sexuales como vulneraciones del consentimiento y construir a partir de aquí?

No creo que sea una sorpresa decir que yo apoyo la idea de un único tipo penal basado en el consentimiento, aunque habrá que ver las sucesivas redacciones de la propuesta. Sin embargo, no es el mío un apoyo entusiasta, y no lo es porque creo que lo importante no es tanto el texto de la ley como su aplicación. Por ejemplo, si hace décadas que la ley no menciona el “ánimo lúbrico” como componente de los delitos sexuales, ¿por qué los tribunales siguen exigiéndolo? Son estas cosas las más importantes, y por desgracia es difícil atajarlas desde la ley.

Pero en fin, supongo que las cosas requieren su tiempo. De momento, parece que hay bastante esfuerzo invertido en mejorar la legislación sobre delitos sexuales, y eso siempre es bueno. Aunque el resultado final no incluya la palabra “violación”.






(1) Por supuesto, siempre que hay un crimen mediático aparecen los bestias sedientos de sangre de turno reclamando penas de decenas de años, prisiones permanentes, trabajos forzados y pelotones de fusilamiento. Pero aquí el movimiento feminista, de forma muy acertada, no ha dado voz a esas reivindicaciones.

(2) Como anécdota, he de decir que el presidente de la sección penal de la CGC se llama Esteban Mestre y me dio clase. En cierto momento dijo de pasada (la clase no iba sobre eso) que los delitos sexuales estaban regulados de una manera pésima y que el legislador parecía querer que no se castigara a nadie por ellos. Imagino que Mestre tiene que estar contento de que, aunque sea al hilo de unas circunstancias tan tristes como el caso de la Manada, alguien escuche por una vez la opinión de los expertos.



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jueves, 15 de noviembre de 2018

El sexo registral de las personas trans


Hablar de asuntos relacionados con personas trans sin ser una persona trans es especialmente espinoso. Si alguien cree que he usado términos incorrectos u ofensivos, que no dude en hacérmelo saber: pido disculpas por adelantado por cualquier error en este aspecto. Asimismo, reconozco que la terminología “nombre de hombre” y “nombre de mujer” que se usa en la segunda parte del artículo es inadecuada, pero la uso por claridad y concisión.


Cuando leo todas esas frases de corte anarquista rollo “no votes, no va a cambiar nada” o “votar es elegir el color de tus cadenas” siempre recuerdo lo que me dijo hace años una amiga trans. Esta chica consideraba que estas frases son signo de privilegio, porque solo las puede decir alguien cuya vida no vaya a cambiar demasiado dependiendo de quién gobierne: ella, perteneciente a uno de los colectivos más vulnerables de nuestra sociedad, no podía permitirse no votar. Para ella sí supone un cambio importante que el Gobierno lo ocupe un partido conservador o un partido (digamos) progresista: no se va a hacer la revolución votando, pero la vida diaria de muchas personas puede cambiar dependiendo de a quién se vote.

Llevo unos cuantos días dándole vueltas a esta anécdota, precisamente a raíz de un asunto relacionado con las personas trans. La Dirección General de los Registros y del Notariado ha publicado una circular por la que permite a las personas trans ponerse un nombre adecuado al sexo vivido. En otras palabras: no se modifica el sexo registral (en el Registro Civil esta persona seguirá constando como “hombre” o como “mujer” según lo que le asignaran al nacer), pero se permite la imposición de un nombre que no concuerde con dicho sexo registral. Todo ello con un trámite muy sencillo y que abarca también a menores de edad. Se trata de una medida que puede ser un alivio importante para miles de personas y que nunca habría sido posible con el Gobierno del PP (1).

El derecho no ha empezado a mencionar la cuestión de la identidad de género hasta épocas recientes. Que yo sepa, una de las primeras menciones es en el texto original del Código Penal de 1995, que en su artículo 156 excluye la “cirugía transexual” consentida por el paciente de la calificación de lesiones (2). Tenemos que esperar hasta 2007: es este año, bajo el mandato de Zapatero, cuando se aprueba la ley sobre cambio registral de sexo: la famosa ley 3/2007.

La norma de 2007 es un avance importante y que en su día fue pionero, pero que hoy podemos ver como insuficiente: se restringe a españoles mayores de edad y exige un diagnóstico de disforia de género y un tratamiento de al menos dos años de duración para “acomodar sus características físicas a las correspondientes al sexo reclamado” (artículo 4.1.b Ley 3/2007). En otras palabras, deja fuera a los extranjeros, a los menores de edad, a las personas que no quieren transicionar, a quienes han tenido una mala experiencia en una UTIG y no quieren volver a acercarse por allí en un buen tiempo, etc.

Desde 2007 hasta ahora, nada se movió a nivel legislativo en el ámbito competencial del Estado. Fueron las Comunidades Autónomas quienes movieron ficha, y empezaron a aprobar leyes sobre personas trans. La medida más importante de esta norma era el establecimiento de una suerte de “carnets de identidad autonómicos”, que incluían el sexo vivido y el nombre elegido, y que obligaban a todo el personal público autonómico (lo que incluye a profesores y médicos) a tratar a la persona según esos datos. Muchas veces esos carnets se podían expedir incluso a nombre de menores. De nuevo, un avance importante pero que no resuelve el problema principal: que en el Registro Civil constan un nombre y un sexo incorrectos. Y el Registro Civil es la fuente de todo lo demás.

En estos momentos se está tramitando en las Cortes una modificación de la ley 3/2007, que busca entre otras cosas eliminar los requisitos médicos para acceder al cambio de sexo registral. Pero, entre que se aprueba y que no, hace tres semanas se dictó una instrucción de la DGRN “sobre cambio de nombre en el Registro Civil de personas transexuales”. Las instrucciones son mecanismos para mantener la coherencia en la actuación administrativa: se trata de directrices o pautas aprobadas por la autoridad, que determinan de qué forma debe interpretarse o aplicarse una determinada ley.

Es muy interesante la exposición de motivos de la instrucción, y lo es porque empieza reconociendo que la transexualidad ya no se puede considerar una enfermedad. Para ello cita el CIE-11 (último índice de enfermedades de la OMS), de reciente publicación, que mueve la transexualidad del epígrafe de “trastornos” al de “condiciones”. Ésta es la base de todo. Si la transexualidad no se puede considerar trastorno, es necesario adecuar toda la regulación para ello, eliminando la necesidad del diagnóstico de disforia y el correspondiente tratamiento para acceder al cambio registral. Pero, mientras que hay situaciones que pueden esperar a la nueva ley que se está tramitando, hay otras que requieren una actuación urgente: para ello se dicta esta instrucción.

La exposición de motivos cita como uno de los motivos de la urgencia el principio de interés superior del menor. Efectivamente, el estado de la ciencia ha demostrado que puede haber menores trans a una edad tan temprana como los cuatro años. Se habla del “irreversible efecto del transcurso del tiempo” y de los estragos que puede producir en los menores trans una situación de radical diferencia entre el registro y la realidad. Está claro que cualquier retraso en modificar los datos registrales de un menor en estas condiciones puede perjudicarle a diversos niveles, y es de agradecer que un órgano estatal lo ponga negro sobre blanco.

Ya descendiendo a nivel concreto, la DGRN cita diversa jurisprudencia que avala la idea de que para fijar el sexo del individuo son más importantes los factores psicosociales que los morfológicos. En esa línea, en el propio Registro Civil ha habido cierta discusión al respecto, debido al hecho de que cambiar el sexo registral del individuo era muy complicado (había que acogerse a la ley 3/2007) pero cambiar el nombre no lo era tanto. Por ello, había oficinas del RC que permitían imponer nombres no coincidentes con el sexo registral (en otras palabras, que una mujer trans se pusiera un nombre de mujer a pesar de que en el registro siguiera constando como hombre) y otras que no lo permitían (como mucho, dejaban poner nombres ambiguos, como Camino o Edén).

Esta diferencia de criterios se debe a una norma, el artículo 54 de la Ley del Registro Civil, que en el caso de personas trans se convierte en una contradicción: “Quedan prohibidos los nombres que objetivamente perjudiquen a la persona (…) y los que induzcan a error en cuanto al sexo”. Las oficinas que permitían el cambio de nombre lo hacían basándose en la frase primera (ponerle a una mujer un nombre de hombre le perjudica objetivamente, por mucho que esa mujer conste en el RC como hombre); las que no lo permitían se basaban en la segunda (si una persona es registralmente un hombre, no se le puede poner nombre de mujer porque sería inducir a error en cuanto al sexo).

Lo que hace la Instrucción es resolver esta contradicción, y resolverla a favor de la primera interpretación. Para desestimar la segunda se usan distintos argumentos, como el derecho al nombre: si una persona usa un nombre durante años, la Administración no le puede imponer otro (u obligarle a escoger entre una lista de nombres “ambiguos”), y menos si se trata de un menor aún en desarrollo. Además, permitir los cambios de nombre no significa inducir a error en cuanto al sexo, porque el sexo real de la persona es el vivido, que es precisamente el que la persona trans intenta hacer constar de forma oficial mediante el cambio de nombre. También se descarta que estos cambios puedan dar problemas en la identificación de la persona, toda vez que el número de DNI no cambia.

Por último, se sale al paso de las objeciones del estilo “es que llega el niño, dice que es una niña, los padres le cambian de nombre y ya la hemos liado”. Y se sale al paso de esta objeción con hechos. Se hace ver que normalmente los progenitores tardan en entender y aceptar la “incongruencia de género” de su criatura, por lo que cuando por fin acceden a ir al Registro a solicitar el cambio de nombre es porque la situación está consolidada. También se menciona que no se conocen supuestos de reversión (es decir, de menores que, cambiados de nombre, vuelvan al inicial cuando cumplen 18 años) y que, en todo caso, se debe legislar para la mayoría y no para una hipotética situación minoritaria.

Después de que toda la Exposición de Motivos hable de los menores de edad, sorprende que la regulación incluya también a los mayores. Quien puede lo más puede lo menos, supongo, y si se acepta que se cambie el nombre de niños pequeños no se ve por qué no se va a aceptar cambios similares en adultos. Así pues, lo que aquí se hace es desconectar el cambio de nombre del cambio de sexo: acogiéndose a esta nueva instrucción, una persona que conste en el Registro como hombre se podrá poner un nombre de mujer sin mayor problema.

El trámite es sencillo. En el caso de adultos o menores emancipados, basta con declarar ante el encargado del Registro Civil que “se siente del sexo correspondiente al nombre solicitado” y que no cumple los requisitos de la ley 3/2007 para realizar el cambio registral de sexo (recordemos: diagnóstico de disforia y dos años de tratamiento). Ojo, que basta con una declaración, sin necesidad de practicar prueba. Y tampoco se dice nada sobre por qué no se cumplen los requisitos de la ley 3/2007. No es necesaria una incompatibilidad de ningún tipo: si estamos ante un mayor de edad que no quiere someterse a estos requisitos, le basta con declarar que no los cumple (lo cual, de hecho, es cierto) y se autoriza el cambio de nombre.

En el caso de menores de edad no emancipados, el trámite es similar aunque lo inician los padres o tutores del menor. El propio menor debe ser oído en todos los casos, y si tiene más de doce años debe además firmar él mismo la solicitud. Chrysallis, la asociación de progenitores de menores trans, ya ha redactado un modelo de formulario que incluye todos los elementos necesarios para que la solicitud se tenga en cuenta.

En conclusión, las personas trans tienen buenas noticias. Ya conozco a varias que han cambiado su nombre por este procedimiento simplificado. Ahora tienen vía libre para modificar su DNI y dar de alta toda clase de servicios (el contrato del móvil, los suministros de su casa, la cuenta bancaria) con su nombre real: no el que les pusieron sus padres hace quince, veinte o cuarenta años, sino el que llevan usando desde que se dieron cuenta de su condición. En otras palabras, ahora tienen más derechos y pueden vivir una vida mejor. Y eso siempre es positivo.



(1) Literalmente. En estos momentos se está tramitando en las Cortes una ley sobre identidad de género, y el PP ha pedido que se mantenga el requisito del diagnóstico de disforia para autorizar un cambio en el sexo registral.

(2) En España, el consentimiento del lesionado en las lesiones no exime de pena al lesionador. Por ello, el artículo 156 menciona ciertos casos que, pese a poder considerarse como lesiones en sentido amplio, no tienen esa consideración: trasplantes de órganos, esterilizaciones y cirugía transexual. Si no fuera por esta mención, cualquier cirujano que realice una operación de reasignación estaría cometiendo un delito.



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miércoles, 14 de noviembre de 2018

Cómo citar leyes


Las normas jurídicas permean nuestra vida. La civilización puede definirse como el intento infructuoso del ser humano de mantenerse lejos de una masa de leyes y reglamentos que no deja de crecer y que lo regula todo. Así, por mucho que no queramos, a medida que nos adentramos en la vida adulta tenemos que revisar convocatorias de becas, mirar convenios laborales, navegar entre artículos de la Constitución para opinar en un debate de Internet, rellenar formularios y autoliquidaciones de impuestos y, en general, entrar en contacto con el Estado legislador.

A veces, al navegar entre toda esa morralla encontramos cosas interesantes. Puede que hayamos descubierto un hueco para que nos den esa beca que creíamos que no íbamos a poder obtener, que nos hayamos dado cuenta de que nuestro jefe nos paga de menos o que constatemos indignados que la Constitución no recoge el derecho fundamental a caminar hacia atrás a la pata coja. Toca citar normas jurídicas, y toca citarlas mal porque nadie nos ha enseñado a hacerlo bien. Así que una vez más Así habló Cicerón, en su vocación de servicio público, va a dar unos consejos para la vida del estilo “cada-vez-que-hacéis-esto-mal-muere-un-abogato”.

Hay dos vicios principales que he ido detectando: citar el BOE y citar cada subdivisión del texto legal.

Citar el BOE
La práctica de citar del BOE (Boletín Oficial del Estado) está cada vez más extendida. Al menos yo cada vez la veo más, sobre todo en redes sociales: “según el BOE, el Estado le paga tanto dinero a la Iglesia”, “en la página tal del BOE dice que cual”, “mira, no tienes razón, el BOE dice que la cosa es de otra forma”, y así sucesivamente. En este momento estoy preparando un artículo sobre las directrices que se han publicado en el BOE para agilizar el cambio de nombre de las personas trans, y este error es continuo en el debate.

Una de las ideas más importantes del sistema jurídico liberal es la de publicidad de las normas. Las leyes y reglamentos tienen que estar escritas en un lugar donde todo el mundo pueda consultarlas y leerlas. Es un arreglo institucional correlativo a esta idea de que “la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento”, que significa en realidad que se presupone que el ciudadano está en posición de conocer todas las normas, por lo que el desconocimiento de una es su problema. Para que esto tenga sentido, hace falta que las normas sean públicas.

Es por eso que, tras las revoluciones liberales, nacen los boletines oficiales. En realidad ya existían antes: en España, la Gaceta de Madrid (como se llamaba al BOE antes de 1936) llevaba editándose desde el siglo XVII y siendo propiedad del Estado desde la época de Carlos III. Sin embargo, estos proto-boletines eran más órganos de expresión y propaganda que otra cosa. Es en 1836 cuando se establece que las normas solo obligan desde el momento en que se publican en la Gaceta. La fecha es interesante, porque es justo la época en que en España se consolida el régimen liberal.

Durante 50 años más, de hecho, la Gaceta incluyó un contenido mixto, donde las noticias de prensa y los artículos de opinión se mezclaban con normas, anuncios oficiales y sentencias. En otras palabras, y esto es justo a lo que quería llegar, los boletines oficiales son equiparables a la prensa periódica, solo que contienen normas jurídicas en vez de información y opinión.

Esta comparativa nos lleva justo al meollo del asunto. Cuando citamos un periódico, ¿a que no usamos expresiones del estilo “esto lo publica El País en la página 56”? No, claro que no. Cuando queremos citar un periódico lo que nos importa no es la página (sobre todo en diarios online), sino el autor y la naturaleza de la pieza. Y eso es porque sabemos que un periódico tiene distintos autores y, sobre todo, secciones de diferente valor que deben ser interpretadas de forma distinta.

Pongamos un ejemplo: la frase “este Gobierno tiene como objetivo convertir todos los conventos en clínicas de abortos”. Una afirmación como ésta sobre la política del Gobierno no es igual en una noticia (donde se supone que debe ser un hecho contrastado), en una entrevista (donde es la opinión del entrevistado), en un editorial (donde es la posición oficial del periódico) o en una columna de opinión (donde no es más que el pensamiento del opinador de turno). Si la dice Salvador Sostres nos escandalizará menos que si se publica en una noticia de OKDiario, porque Sostres puede opinar lo que quiera pero la noticia debe cumplir ciertos requisitos de veracidad. Y por eso, para citar esa afirmación hay que explicar el contexto donde se produce.

Con el BOE pasa lo mismo. Es cierto que ya solo incluye contenido oficial, pero este contenido oficial es muy variado. Una afirmación la podemos encontrar en una ley, en un reglamento, en una convocatoria de becas o en una sentencia. En todos esos casos, la afirmación tiene un alcance distinto. Si encontramos, por ejemplo, la frase “la homeopatía constituye delito de estafa”, podemos preguntarnos: ¿viene en una ley (es decir, es una norma), en un acuerdo del Pleno de la Sala Segunda del Tribunal Supremo (es una interpretación general de una norma) o en una sentencia penal cualquiera (es una interpretación de una norma en un caso concreto)? Lo mismo pasa, por cierto, con el resto de boletines oficiales, por ejemplo los autonómicos.

Decir que tal cosa está en “la página cual del BOE de tal día” es no decir nada, al igual que lo sería decir que “aparece en la página 8 de El País”. Lo que hay que hacer es citar el acto concreto en el que aparece el contenido que nos interesa. Para ello hay que tener en cuenta que la mayoría de documentos públicos tienen un código identificador, compuesto por un número de serie y por el año de publicación: la Ley 11/2018 es la undécima ley que se publica en 2018, y así sucesivamente (1). Además, las leyes y reglamentos de alto nivel suelen tener un nombre acortado, que se puede usar en lugar de su número identificador: Código Penal, Ley Concursal, Ley del Procedimiento Administrativo Común, etc.

Dentro del texto hay que localizar también el artículo que nos interesa. Y eso nos lleva de cabeza al segundo error:

Citar cada subdivisión en que se enmarca el artículo
Toda norma jurídica tiene dos grandes partes. En primer lugar está el preámbulo o exposición de motivos, que no tiene valor jurídico: solamente es una declaración en la que se explica por qué se ha dictado esa norma, qué partes tiene y qué se busca con ella. En segundo lugar está la parte reguladora propiamente dicha, que contiene una serie de artículos numerados y luego unas pocas disposiciones que tratan temas generales.

Lo que aquí nos interesa son los artículos, que contienen el grueso de la regulación legal. Estos artículos están agrupados en diversas subdivisiones: cuanta más larga y compleja sea una norma, más subdivisiones habrá. Lo normal es que las normas se dividan en Títulos y estos en Capítulos, pero a veces los Títulos se agrupan en Libros (por ejemplo, en los Códigos civil y penal) y otras los Capítulos se dividen en Secciones y éstas en Subsecciones. Cada una de estas rúbricas trata de un tema. Así, en la Constitución el Título I trata de los derechos y los deberes fundamentales. Este Título está dividido en cinco Capítulos, cada uno de ellos con un tema concreto, y el Capítulo 2 se divide incluso en Secciones.

Pues bien, el error al que me refiero consiste en citar un artículo de la siguiente forma: “el artículo 33 de la Sección 2 del Capítulo II del Título I de la Constitución dice que…”. Se hace como si esta enumeración diera empaque o ayudara a la identificación del artículo. Ni lo uno ni lo otro. En cuanto al empaque, tanta paja entre el artículo y la norma de la que procede no hace más que dificultar la lectura. En cuanto a la identificación, tampoco vale para nada porque en una norma todos los artículos son correlativos: no hay más que un artículo 33 en toda la Constitución. Basta con decir, por tanto, “el artículo 33 de la Constitución dice que…”.

Si lo que queremos es citar varios artículos, incluso si son todos los que se incluyen en la subdivisión, lo que hacemos es citarlos como “artículos X a Z de la norma Y” o, incluso, “artículo X y siguientes”. Nadie dice que la estafa está regulada en la Sección 1 del Capítulo VI del Título XIII del Libro II del Código Penal, sino en los artículos 248 y siguientes del Código Penal.


Así pues, la cita de normas legales es más simple de lo que parece: “el artículo X de la norma Y” o “el artículo X y siguientes de la norma Y”. Rápido, sencillo y para toda la familia.




(1) Cuando no haya ese código (no lo llevan, por ejemplo, las convocatorias de becas y otros reglamento de carácter muy específico) al menos se podrá citar la fecha: resolución de la Dirección General de RR.HH. de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid de fecha tal y cual.


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martes, 6 de noviembre de 2018

#LeoAutorasOct - Mis lecturas de 2018


Este año, mi #LeoAutorasOct se ha compuesto de once títulos, repartidos entre la ciencia ficción (8), la fantasía (2) y los superhéroes (1). Al contrario que en años pasados, he incluido también comics.

En la versión original de esta entrada había una reflexión sobre cómo puede ser difícil cumplir con el objetivo de este mes (lo cual es, claro, la gracia del asunto) y cómo al final decidí no computar los Mortadelos viejos y otras cosas releídas mil veces que uso como pasaojos antes de dormir. Pero con once reseñas, no hay mucho más que pueda decir antes de que la entrada se vuelva inmanejable. Así que directamente paso a comentar mis lecturas de octubre de 2018.


1. El piso mil (Katharine McGee, 2016)
En el año 2118, una supertorre de mil pisos domina Nueva York. En esta arcología de nuevo cuño, la estratificación social es física: las familias más ricas viven en lujosos apartamentos en los pisos superiores mientras que los pobres se hacinan en los inferiores. Un día, una joven cae desde la azotea del piso mil. ¿Ha resbalado, se ha tirado o la han tirado? El piso mil es el relato de los dos meses previos a esta muerte.

Novela juvenil contada, como ya viene siendo habitual, desde varios puntos de vista. Por un lado tenemos a Avery y Leda, las mejores amiguinchis de la snob sociedad de la cúspide de la torre, que sin embargo se irán separando. Luego está Eris, otra pija, que pronto descubrirá un desagradable secreto sobre su identidad y se verá obligada a buscarse la vida en los pisos inferiores. También está Rylin, una joven trabajadora que entra a servir en una casa rica. Y por último está Watt, que se gana la vida con trabajos de hackeo que ejecuta gracias a un ordenador cuántico ilegal que ha construido. Las vidas de los cinco se irán entrelazando hasta llegar a ese final: una chica (cuya identidad, por supuesto, no sabemos al principio) cayendo desde la torre.

He de decir que me costó entrar en El piso mil. Avery y Leda son tan pijas que al principio me daba igual su historia (un triángulo amoroso en torno al hermano adoptivo de Avery, aderezado por la condición de drogadicta recién desintoxicada de Leda) y solo quería que una revolución comunista socializara todas sus propiedades. Las penurias de Eris, como niña pija forzada a vivir en los barrios bajos, me daban también bastante igual. No me ayudaba tampoco el hecho de que toda la historia podría haber tenido un final mucho más satisfactorio si al menos uno de los protagonistas se hubiera sentado a hablar con sinceridad una sola vez.

Pero poco a poco la novela me fue enganchando, y al final me descubrí sin querer terminarla, para no enterarme de la identidad de la chica que cae. Las últimas páginas, cuando tomas conciencia real de que todo lo que has leído hasta ahora conduce hacia un desastre, son quizás lo mejor de la novela. En la parte positiva está también la representación, tanto de raza (Watt y Leda, aunque ésta es un poco tramposa porque solo nos enteramos de que es negra en las últimas páginas) como de orientación sexual (Eris es bisexual, y de hecho la única relación no tóxica del libro es la que tiene ella con otra chica). Probablemente busque la segunda parte.

2. Pájaro Burlón integral (Chelsea Cain y Kate Niemczyk, 2016)
Barbara Morse fue agente de SHIELD, pero fue herida de muerte en un tiroteo. Ahora ha resucitado, gracias a los efectos combinados del suero de supersoldado y la fórmula del infinito. Y tiene sus propios objetivos.

Pájaro Burlón ha sido siempre un personaje secundario de Marvel, una espía de SHIELD sin poderes especiales. Ha sido vengadora, esposa de Clint Barton, damisela en apuros y otras mil cosas. Ahora tiene serie propia, unos poderes equiparables a los del Capitán América y la capacidad de no envejecer. Ingredientes perfectos para hacer una serie potente.

Este integral incluye un cómic conmemorativo de los 50 años de SHIELD y los números 1 a 8 de la serie principal. En ésta se desarrollan dos historias: “Puedo explicarlo” (nºs 1 a 5) y “Mi agenda feminista” (nºs 6 a 8). La primera habla de los efectos que tiene en el organismo de Morse la mezcla entre suero de súpersoldado y fórmula del infinito: tiene la peculiaridad de que los cinco números pueden leerse en cualquier orden. La segunda es una descacharrante historia ambientada en un crucero friki, hacia el que Pájaro Burlón es atraída con promesas de pruebas de la inocencia de su ex marido en un crimen del que le acusan.

Lectura ligera, amena y divertida, con señoras dando hostias como panes. Yo no sé qué más se le puede pedir a un tebeo.

3. La rosa de las nieblas (Lola Robles, 1999)
Nilfheim es un mundo hostil y duro, habitado por un pueblo guerrero al que se desterró allí por sus crímenes contra la civilización galáctica. Ahora un niflungar se ha convertido en emperador de la galaxia, y sus modos tiránicos sobrepasan todo lo visto antes. Cuatro rebeldes, representantes de una alianza de planetas democráticos, viajan a Nilfheim con una misión: conseguir ayuda para derrocarlo.

Conseguí La rosa de las nieblas en una librería de segunda mano. Antes solo había leído una novela de la autora (Yabarí) y me había dejado con buen sabor de boca, así que decidí comprar este libro. Fue un acierto. La novela trata muchos temas; el principal, para mí, es el choque cultural. Los cuatro protagonistas pertenecen a sociedades avanzadas, y su choque con una sociedad feudal, racista y patriarcal es el principal motor del libro. Pero es que además ellos también influyen en Nilfheim (pese a todos sus intentos de no hacerlo), y el planeta que se nos presenta al final es muy distinto del que había al principio.

Lola Robles trata estos temas desde la perspectiva anarquista y feminista que se le presupone, pero lo hace con un realismo muy interesante: en cierto momento de la novela se dice que la organización de los rebeldes no es la acracia perfecta pero es un avance. Y es que la tensión entre cumplir con su tarea rápido y quedarse en Nilfheim a ayudar en las luchas de los esclavos y de las mujeres está presente en todo el libro.

Si esto fuera una reseña más larga podría hablar de otros temas del libro: su confusa situación entre ciencia ficción y fantasía, su representación LGTB (una protagonista bisexual que vive su sexualidad con normalidad), su discurso en torno a la no violencia, su mensaje claro sobre la conexión entre la lucha de las mujeres y la lucha de los esclavos, etc. Pero tengo que reseñar más libros en esta entrada, así que, si os he dejado con la curiosidad, buscad y leed La rosa de las nieblas. No os arrepentiréis.

4. Diez variaciones sobre el amor (Teresa P. Mira de Echevarría, 2017)
Diez relatos sobre amor, en sus formas más variadas. Amor entre un poeta-genetista y su obra, amor entre un hombre-pájaro y una mujer, amor entre un colono y una criatura alienígena, entre un humano y su familia de adopción extraterrestre, entre dos amigos que buscan un espíritu guía en un robot industrial, entre una viajera del tiempo y una joven medieval, entre dos clones… amor, en definitiva.

Este libro y yo tenemos una clara incompatibilidad de caracteres. No creo ser una persona que carezca de imaginación, y las sinopsis de estos relatos me resultan de lo más atractivas. Y sin embargo la obra no me ha acabado de convencer. Creo que es el estilo de la autora, que en muchos de los relatos ella misma define como abstruso o introspectivo. Varias veces me encontré pensando “pero este personaje, ¿por qué hace esto?” ante una acción con gran carga poética pero poco comprensible. Me pasa lo mismo con el lenguaje: a mí cuéntame las cosas en lenguaje natural y me tienes dentro, pero no me llenes los relatos de olores a pachulí y a bergamota, de imágenes poderosas y de adjetivos extraños.

Aun así, tiene relatos notables. “La poética de las sirenas”, “A su imagen”, “Otoño” o “Como a sí mismo” me han gustado bastante. Así que si te atrae esta temática y esta forma de escribir ciencia-ficción, es tu libro.

5. Gamusinos (Raquel Froilán, 2018)
Nadie quiere ir a Zntak. Es un planeta feo y peligroso, habitado por gente extraña con gran afición a las bromas pesadas. Sin embargo tiene dos virtudes: es un lugar de exilio formidable y tiene mucha caza. Esas dos características arrastran allí a Bernal (nombrado “antropólogo” con la clara instrucción de no volver nunca a los mundos civilizados) y a Aquiles Montchblanc (millonario, cazador y tipejo repulsivo en general). A los nativos no les va a hacer mucha gracia la llegada de ninguno de los dos.

Conocí a Raquel Froilán al leer “Deli Bal”, su relato en No son molinos: fue, quizás, la historia que más me gustó del volumen (compitiendo ahí ahí con “La encantá del barranco”, de Enerio Dima), y por ello tenía ganas de leer este Gamusinos. No me ha decepcionado. La autora desarrolla una novela corta rebosante de humor, que me ha sacado carcajadas más de un vez. Tiene cierta resonancia pratchettiana que me ha resultado de lo más satisfactoria.

Si tuviera que sacarle pegas, están el hecho de que el final es algo apresurado y la presencia de un par de errores de edición. Aun así, se lo perdono todo por las risas y por cómo juega con el lector en relación a los gamusinos que dan título a la novela.

6. Kalpa imperial (Angélica Gorodischer, 1983)
Kalpa es el imperio más grande que jamás ha existido. Ha durado milenios, ha tenido centenares de emperadores, ha cambiado de capital docenas de veces, ha ardido hasta los cimientos y se ha vuelto a levantar. Vamos a conocer once momentos de su historia.

De Angélica Gorodischer leí Trafalgar en el #LeoAutorasOct dehace dos años. Me encantó y me quedé con ganas de Kalpa imperial, una obra que Ursula K. LeGuin consideró tan importante que ella misma se encargó de traducir al inglés. Sin embargo, al final me pasó aquello de dejarlo en el Kindle y no encontrar nunca momento para leerlo. Ahora lo he leído y me da pena no haberlo hecho antes.

Kalpa Imperial es una colección de once cuentos que narran once momentos de la historia de este imperio de fantasía. No están ordenados de forma cronológica, así que nunca sabes si lo que estás leyendo va antes o después de lo que acabas de leer. En algunos casos los relatos tratan de breves anécdotas de tal o cual personaje; en otros, se cuentan historias corales que abarcan siglos. Normalmente los protagonistas son los emperadores o las personas que trabajan para ellos; en otros casos, sobre todo hacia el final, la narración desciende a contar asuntos más domésticos.

Y si las narraciones de este volumen son bonitas y llenas de fantasía, no menos interesante es la voz del narrador. Porque diez de los relatos empiezan con la misma frase, tres palabritas de nada que lo cambian todo: “Dijo el narrador:”. Están contados como si fueran las historias que, en la propia Kalpa, recita un narrador en las calles para ganarse el pan. Bueno, un narrador o varios, porque de alguna manera Gorodischer se las arregla para que muchos de ellos tengan personalidad definida. Y la experimentación formal no acaba aquí: a veces, la voz del narrador se entremezcla con la de otros personajes, testigos de la historia e incluso sus protagonistas. Todo ello se hace con gran eficiencia, pues la autora nunca olvida que su objetivo es contar una historia.

El volumen venía gustándome mucho (algunos relatos más que otros, como siempre, pero en general el nivel era alto) y entonces llegamos al último relato. El undécimo, el único que no está narrado en una plaza de Kalpa. Y me dejó con las patas vueltas, como se suele decir. En este relato, protagonizado por los miembros de una caravana que cruza el desierto, se cuentan leyendas sobre el origen del mundo y del imperio (que, en Kalpa, lo mismo son). Y es en esas leyendas donde aparece nuestro mundo, claramente identificable pero deformado, como si la única fuente de información sobre él fueran viejas películas de Hollywood que alguien vio hace generaciones y cuyos argumentos se han convertido en mitos fundacionales.

¿Qué es, entonces, Kalpa? ¿Es nuestro mundo en el futuro? ¿Es un planeta colonizado por humanos que perdió el contacto con el mundo matriz? A saber. Si queréis darle vueltas y fabricar vuestra propia respuesta, ya sabéis: los once relatos de Kalpa Imperial os esperan.

7. El ciclo de Xuya (Aliette de Bodard, 2014)
8. En una estación roja, a la deriva (Aliette de Bodard, 2012)
En 1411, un barco chino llega a las costas americanas. Tiene más intención de comerciar que de conquistar, por lo que el contacto se hace de forma mucho menos violenta. Cuando los europeos llegan en 1492, los americanos ya han pasado todas las enfermedades euroasiáticas que en la vida real los diezmaron, y han aprendido a usar la pólvora. La historia, por tanto, es muy diferente.

“El ciclo de Xuya” es un libro de relatos dividido, muy claramente, en tres partes. En la primera se cuenta la historia de Norteamérica durante el final del siglo XX y el principio del XXI. Es una Norteamérica ucrónica, dividida en tres Estados: Xuya (una excolonia china), Magna Mexica (un imperio neoazteca que combina la más avanzada tecnología informática con los sacrificios humanos) y EE.UU. (un empobrecido país anglófono, que llega solo hasta las Rocosas). Las historias de esta primera parte tienen un marcado toque policiaco: dos de ellas, por ejemplo, son investigaciones de asesinato.

En el segundo tercio, la ucronía cede el paso a la ci-fi clásica. Estamos en el siglo XXII y la exploración espacial se lleva a cabo gracias a las Mentes, engendros mecánicos gestados en un vientre humano que son capaces de controlar las naves. Por último, en la parte final de esta recopilación se nos habla del conflicto entre una federación galáctica de corte occidental y los exiliados rong (descendientes de vietnamitas) tras la guerra civil en su planeta. Quizá el principal problema que tiene este volumen es que la vinculación de este último tercio con los dos primeros resulta como mínimo difusa: Xuya, Magna Mexica y demás son nombres que nadie pronuncia a estas alturas.

Para salvar esta distancia (distancia real: los cuentos de la última parte de “El ciclo de Xuya” no fueron originalmente concebidos como parte de este universo) la autora escribió En una estación roja a la deriva, una novela corta sobre una estación espacial a la que llegan refugiados de una guerra. Esta novelette actúa de puente y además cuenta una historia interesante y conmovedora.

El tema principal de “El ciclo de Xuya” es el desarraigo. Muchos de los personajes lo viven de una forma u otra: o no encajan en su cultura, o son emigrados (xuyanos en Magna Mexica o mexicanos en Xuya), o no son heterosexuales, o son refugiados de guerra. En este sentido, se agradece que En una estación roja a la deriva sea algo más larga y aporte mayor variedad temática, porque tanto desarraigo se me llegó a hacer repetitivo. Puede ser, de hecho, que En una estación… me gustara más que el libro de relatos, porque hay más tiempo para conocer (y querer u odiar) a los personajes.

En todo caso estamos ante una obra sobresaliente, que emociona y evoca a partes iguales.

9. Bitch Planet, libro uno (Kelly Sue DeConnick y Valentine De Landro, 2017)
EE.UU. es un patriarcado. Bueno, siempre lo ha sido, pero ahora lo es literalmente: está gobernado por un grupo de hombres denominado “los padres”. Ser mujer en este nuevo país es complicado: cualquiera demasiado agresiva, demasiado gorda, demasiado pudorosa, demasiado sexual o demasiado, en definitiva, “no conforme”, es enviada a un planeta de exilio y no vuelve a la Tierra. El cómic narra la vida de un grupo de habitantes de este “planeta de las zorras” a las que se les ofrece una aparente posibilidad de redención: participar en un torneo de Megatón (el deporte de moda, ultraviolento) contra equipos profesionales.

Tuve la duda de si leer Bitch Planet dentro del #LeoAutorasOct. La cuestión es que la guionista es mujer pero el dibujante no. ¿Se trata de leer obras con alguna mujer entre sus autores o de leer obras creadas íntegramente por mujeres? Además, en cómic hay un problema especial, y es que aparte de guionista y dibujante hay acreditados una pluralidad de profesionales (entintador, colorista, rotulista), y uno se pregunta si son autores o no.

Al final, después de debatirlo por Twitter, mi criterio es: leeré obras colectivas en octubre si tienen al menos a una autora en su grupo de creadores, y en cómic consideraré autores solo al guionista y al dibujante. Esto me ha permitido leer este fantástico tebeo en octubre. Me lo bebí en un par de horas (no es muy largo) y me he quedado con ganas de más: por suerte el segundo tomo ya está publicado en español.

Estamos ante una obra coral, protagonizada por todo un grupo de reclusas y también por las personas que deciden lanzar la idea de un equipo femenino de Megatón. Por ello, los cinco números contenidos en este tomo tratan una pluralidad de temas: la gordofobia, las jerarquías, la rebelión, la necesidad (o no) de entrar en el sistema para destruirlo desde dentro… La escena inicial pone un nudo en la garganta, y de ahí en adelante la cosa no deja de mejorar.

Mención aparte merecen las páginas finales de cada número, en las cuales hay supuestos anuncios de mecanismos para adelgazar o para ser perfecta, mezclados con propaganda subversiva.

10. Hijas de la guerra (Ana Roux, 2018)
URS-UL4 es un planeta helado donde solo hay una base militar. El sitio es desagradable pero tranquilo, y ha permitido que la doctora Vaani Kumar y la soldado Sahar Javadi desarrollen una bonita relación de pareja. Por desgracia, las cosas buenas nunca duran. La humanidad está en un tenso armisticio con un misterioso Enemigo, y cualquier cosa puede mandar la paz al carajo.

Escogí este libro por la autora, cuyo trabajo ya me había gustado mucho en No son molinos. Cuando lo abrí me di cuenta de algo curioso: está catalogado en Argos, la colección de fantasía de la editorial Cerbero, cuando por el planteamiento (planetas helados, militares futuristas, naves espaciales) habría sido obvio su encuadramiento en Wyser, la serie de ciencia ficción. Después de leerlo solo voy a decir que su adscripción a Argos es perfectamente válida, y que en ello tiene que ver el mote que le ha puesto el editor a la novela: “la de los centauros espaciales”.

Aparte de eso, es un poco más larga que el bolsilibro estándar de Cerbero, y eso se agradece. Muchas veces me ha pasado (se puede ver en este mismo artículo, con Gamusinos) que los libros de esta colección me parecen terminados con cierto apresuramiento, como si el autor se hubiera dado cuenta de repente de que se le acababan las palabras. A Hijas de la guerra no le pasa: cuenta la historia que quiere contar de una manera solvente y entretenida, con personajes bien definidos e incluso entrañables. Me ha tenido enganchado hasta el final. Así sí.

11. La estación del crepúsculo (Kate Wilhelm, 1976)
La crisis ecológica golpea con fuerza. En principio parece que la familia Summers se va a poder librar: es enorme, tiene mucho dinero, vive en un valle aislado, cuenta con profesionales de todas las ramas… Sin embargo, ni siquiera ellos pueden acabar con la esterilidad que se extiende por humanos y animales. La única solución parecen ser los clones.

Kate Wilhem es una autora injustamente infravalorada en nuestro país. Que yo sepa, solo dos de sus novelas se han traducido al español: ésta (también publicada como Donde solían cantar los dulces pájaros) y Casa inteligente, un libro de intriga con apenas componente ci-fi, que encima es el tercero de una saga. Ah, editoriales españolas de género: siempre cuidando el producto.

Tenía pendiente La estación del crepúsculo desde que me la recomendaron hace meses (además, Casa inteligente me gustó), y no ha sido una mala lectura. Está dividida en tres novelas cortas: una protagonizada por David, el hijo más joven de la familia Summers; otra centrada en Molly, una clon que participa en la primera expedición post-apocalipsis; y la última basada en Mark, el único humano individual en una sociedad de hermanos clónicos. La primera es quizás la peor, porque en ella pasan muchas cosas muy seguidas y hay demasiada terminología científica innecesaria. Además, las otras dos novelas tienen más relación entre sí que con la primera.

A nivel científico, se nota que la novela tiene ya unos pocos años. La idea de una crisis ecológica que golpea en media docena de frentes (desde la esterilidad de los mamíferos hasta los problemas en las cosechas) y que sucede de un año para otro parece hoy ampliamente superada. Pese a esta visión tan naif, estamos ante una interesante (y a ratos estremecedora) novela de clones, centrada en la temática de hasta qué punto la individualidad nos es vital para sobrevivir.


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