lunes, 28 de abril de 2014

Gallardón el mentiroso

Desmontar las mentiras y lograr que prevalezca la verdad es una de las mejores ocupaciones que puede tener un ser humano. El problema es que no todas las mentiras son iguales: las hay más simples y más complejas, y no todo el mundo tiene las herramientas para atacarlas todas. Yo, como jurista, me considero en la obligación de exponer las falsedades que emiten nuestros gobernantes sobre el derecho.

Una de las más recurrentes en los últimos tiempos viene del ministro Gallardón. Consiste en la afirmación, machacona e insistente, de que si ganas un procedimiento judicial recuperas las tasas que pagaste. Diversos juristas han desmontado ya esta afirmación (como la abogada Verónica del Carpio, cuyo esquema sigo en esta entrada), que tampoco se aguanta en la práctica. En este post me ocuparé precisamente de mostrar por qué es falsa esta afirmación.

Es lógico pensar que hay dos posibles vías por las cuales puedas recuperar las tasas que pagaste. Una sería el Estado, que te devolvería el dinero, exactamente igual que cuando pagas de más en cualquier otro tributo. Otra sería la otra parte, el demandado o recurrido, que debería satisfacerte lo que te costó el proceso. Veremos cómo, de esas dos vías, la primera está cerrada y la segunda bastante obstruida.

1.- El Estado. Afirmar que si ganas el pleito el Estado te devuelve las tasas es congruente con todo el discurso según el cual lo que se busca es evitar la temeridad procesal, es decir, el litigar por litigar, que debe ser la mayor lacra e la Justicia española (1). Si ganas el juicio es porque tus peticiones no eran temerarias sino acertadas, por lo que se te reintegra lo que pagaste. Tiene sentido, ¿no?

El único problema es que no es así. Y no es así porque la Ley de Tasas no habla de temeridad ni de nada parecido: se limita a gravar una serie de actos procesales, como interponer una demanda, solicitar un concurso de acreedores o recurrir una sentencia. Ése es el hecho imponible de la tasa: si alguien incurre en él debe pagar el tributo, con independencia de que el pleito subsiguiente le salga bien o mal. Lo que se grava es la interposición de la demanda o recurso, sin importar el resultado.

Está tan claro que la propia Dirección General de los Tributos lo ha dicho en una consulta vinculante. No está apenas motivada porque no hace falta: basta con decir que “La Ley (…) no contempla ningún supuesto de devolución de la tasa por el ejercicio de la potestad jurisdiccional”, salvo dos casos muy concretos de devolución parcial (2). Punto pelota. Camino cerrado.

2.- La otra parte. La otra opción es que sea la otra parte, la parte demandada o recurrida, quien devuelva al demandante o recurrente el dinero de la tasa. Esto es posible porque la tasa se incluye en las costas judiciales (artículo 241 LEC) y cabe que una de las partes sea condenada a pagar las costas del otro.

Sin embargo, obtener una condena en costas no es sencillo. Para empezar, es necesario vencer por completo al demandado, consiguiendo que el juez no le conceda ninguna de sus pretensiones. Hay que ganarlo todo: desde el momento en que el órgano judicial accede a cualquiera de las peticiones del demandado, se cierra esta vía. Pero no basta con ganarlo todo: también es necesario que el juez aprecie que no hay ninguna duda seria de hechos ni de derecho. En pocas palabras: para que al demandante le concedan una condena en costas hay que demostrar, fuera de toda duda, que el demandado no tenía el más mínimo atisbo de razón en nada (3). Y esto, como cualquiera puede entender, no es común.

Además, aunque se obtenga una condena en costas, siempre podría ser que el demandado fuera insolvente, en cuyo caso no hay de donde sacar porque, como decía el sociólogo Niklas Luhmann, el derecho “puede garantizar que uno está en su derecho”, pero “fracasa frente a las insolvencias” (4). O que el condenado se beneficie de la asistencia jurídica gratuita (artículo 36.2 LAJ) o sea el Ministerio Fiscal (artículo 394.4 LEC), que no pagan costas. O que estemos en el orden social, donde la condena en costas sólo cubre los honorarios de los abogados (artículo 97.3 LJS). En definitiva, una condena en costas no garantiza nada.

Pero no se vayan que aún hay más. Todo lo anterior sólo se aplica en primera instancia, es decir, en el primer juicio. Si quiero recurrir el resultado de este primer juicio me enfrento a unas tasas serias: como mínimo 800 € para el recurso de apelación y 1.200 para el de casación (5), más una cantidad de dinero proporcional a lo que estoy pidiendo. Pues bien: estas tasas son irrecuperables. La condena en costas nunca podrá alcanzarlas.

Efectivamente, en el orden civil y en el contencioso-administrativo, la condena en costas sólo puede imponerse al recurrente, nunca al recurrido. Los artículos 398 LEC y 139.2 LJCA lo dicen claramente: si el recurso es temerario, las costas las paga quien lo pone; en otro caso, cada uno paga su parte. En el orden social, por su parte, sí es posible condenar en costas al recurrido… pero, de nuevo, las costas sólo cubren los honorarios del abogado, no los demás gastos del proceso (artículo 235.1 LJS). En definitiva: si yo demando o soy demandado más me vale que me salga bien el primer juicio o voy a tener que pagar unas tasas sonrojantes a fondo perdido si quiero recurrir.


La mentira queda ya desmontada. Si ganas un pleito, sólo recuperarás la tasa en condiciones muy concretas y sólo para la primera instancia. Para una persona física esto es un palo muy serio, sobre todo teniendo en cuenta el importe que se paga. Para personas jurídicas, por el contrario, es más sencillo, especialmente si son grandes. Las tasas que pagan son mayores, sí, pero tienen más capacidad de reacción. Un banco frito a demandas por el tema de las preferentes o la cláusula suelo puede dedicarse a recurrir sistemáticamente las sentencias que no le den la razón, al contrario que sus particulares. Más aún cuando la tasa se considera gasto deducible en el Impuesto de Sociedades (6).

En materia de Derecho mentir es muy fácil. Cualquiera puede soltar cualquier cosa con la seguridad de que los periodistas van a replicar sus palabras con la exactitud de una grabadora, sin entender lo que significan ni saber dónde fallan. Por eso es importante estar atentos y responder con la verdad a la mentira. Sólo así podremos exigir responsabilidades.



(1) La falta de medios y personal, ya tal.
(2) Si la otra parte acepta por completo las pretensiones del demandante (lo que se llama allanarse), al demandante le devuelven el 60%. Si el demandante inicia varios procesos y luego se acumulan en uno solo, le devuelven el 20%. Está regulado en los párrafos 5 y 6 del artículo 8 de la Ley de Tasas.
(3) Así lo establecen los artículos 394.1 LEC, para el orden civil, 139.1 LJCA para el contencioso-administrativo y 97.3 LJS para el social. Este último artículo menciona expresamente la mala fe.
(4) Sociología del riesgo (1991). Guadalajara, Universidad Iberoamericana, p. 131.
(5) En el orden social estas cuantías son menores, de 500 € y 750 € respectivamente.
(6) Los particulares también pueden deducirse las tasas judiciales, pero sólo si realizan actividades económicas. Si eres asalariado no pienses en ello.




jueves, 17 de abril de 2014

Los indultos de Semana Santa

Y mira que nuestra Constitución lo dice muy claro, ¿eh? “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Una declaración de aconfesionalidad perfectamente válida, que consagra un principio básico de la democracia: la religión pertenece al plano de lo privado y de lo social, y sólo podrá tener relevancia en el plano político si es capaz de expresar sus demandas en el lenguaje de la racionalidad, el bien común y los derechos humanos. Otra cosa sería darle a la religión un peso excesivo y permitirle usar la ley para imponer sus creencias a personas que no las comparten.

Esta preciosa declaración constitucional resulta ser, como tantas otras, un mito. Porque en España no hay laicidad, ni siquiera en el sentido matizado que impone la segunda frase del artículo 16.3 CE, que obliga al Estado a mantener relaciones de cooperación con las distintas confesiones. Lo que hay es un privilegio católico soterrado, que convierte a esta confesión religiosa en algo cuasi estatal. Puede verse, por ejemplo, en el hecho de que ningún gobierno de la democracia haya modificado la Ley Hipotecaria para impedir que los obispos den fe pública (como los notarios o los secretarios judiciales) a la hora de inmatricular un bien inmueble (1). También tienen los católicos derecho a pagar menos impuestos (no olvidemos que la “casilla de la Iglesia” permite destinar a la jerarquía católica parte del dinero que se le debe a Hacienda), a que el Estado les financie la educación religiosa o a tener días reservados donde sólo ellos pueden ocupar la calle. Y tienen los “indultos de Semana Santa”.

La tradición de los indultos de Semana Santa parece haber indignado ahora a mucha gente, pero no hay que olvidar que el anterior Gobierno, cuya laicidad era de boquilla, también los otorgó. De hecho, lleva haciéndose desde el siglo XVIII. Y es que es de traca: no bastaba con el hecho de que en este país los indultos sean una zona de impunidad, que no tengan que estar motivados y que los tribunales no puedan controlarlos como para que encima se otorguen a la carta.

No se me entienda mal: no estoy en contra de que las cofradías de Semana Santa puedan solicitar indultos. Cualquier persona puede proponerlos, y privar a estas entidades de ese derecho sólo por ser asociaciones de índole religiosa sería discriminatorio. Si cualquiera puede pedir un indulto para cualquier condenado, las hermandades también pueden hacerlo y esta solicitud deberá estudiarse y resolverse como cualquier otra. Lo que me subleva es que el Gobierno las resuelva todas juntas, sacando a los presos a tiempo para que éstos puedan participar en la procesión de la cofradía que ha intercedido, que es el verdadero sentido del invento.

Este agravio se suma a la curiosa rapidez con la que se tramitan los indultos pedidos por las cofradías. En general, el Gobierno tarda entre dos y tres años en conceder un indulto; un plazo, por cierto, insultantemente largo. El indultómetro ha calculado, por ejemplo, que en los delitos de falsedades los indultos tardan de mediana 2,61 años en llegar. Y, sin embargo, este año se ha difundido mucho el indulto a un banquero, condenado entre otras cosas por un delito de falsedad en documento mercantil… en mayo de 2013. Menuda desviación, ¿no?

Esto genera un agravio comparativo porque, o bien en los indultos que piden las cofradías no se respetan todos los requisitos legales, o bien en los demás el plazo se alarga injustificadamente. Es cierto, no en todos los casos es así, pero si se comprueba la lista de indultos hay unas cuantas sentencias de 2012 y 2013, es decir, de hace menos de dos años. No deja de ser curioso, pero supongo que hay que correr para llegar a Semana Santa y los trámites se agilizan.

El servilismo del poder público a la Iglesia católica es absolutamente intolerable. No debemos permitirlo. Para cargarse la laicidad del Estado se necesitan dos actores: una confesión que no deje de pedir y un poder público que no deje de dar. Como ateo y no bautizado, no tengo la más mínima autoridad ni interés en exigirle a la Iglesia católica que respete la aconfesionalidad del Estado. Pero como ciudadano me niego a aceptar que mi Gobierno le haga caso. Ya lo dice el refrán: contra el vicio de pedir está la virtud de no dar.






(1) Parece que es ahora, 16 años después de que empezaran las inmatriculaciones masivas y de dudosa legalidad, cuando los poderes públicos van a dignarse a retirarles a los obispos esta competencia inconstitucional. Por supuesto, haciendo tabula rasa y sin cuestionar los bienes inmatriulados en ejercicio de la misma.

lunes, 14 de abril de 2014

Hacia la Tercera

Hoy, 14 de abril, es el aniversario de la proclamación de la II República española. Hace exactamente 83 años centenares de ciudadanos salieron a la calle a celebrar la huida del rey. Las esperanzas de mucha gente estaban puestas en el gobierno republicano-socialista, un conjunto de hombres de diversas posiciones políticas (incluso la derecha), ninguno de los cuales venía de las necrosadas estructuras de poder que acababan de caer. Una bandera distinta, una nueva Constitución y un programa de gobierno progresista (sufragio universal femenino, derechos sociales, laicidad del Estado, reforma agraria, reforma militar, autonomía regional) lograron crear un gran entusiasmo por parte de los futuros beneficiados… y una gran hostilidad por parte de los perjudicados.

Y uno observa eso, lee los textos de la época, analiza el contexto y no puede evitar preguntarse dónde está hoy esa ilusión. Tenemos un clima sociopolítico parecido a los últimos coletazos de la Restauración. Hay dos grandes partidos que se reparten el poder utilizando la deshonestidad como herramienta: sí, ya no hay pucherazos ni encasillado, pero sigue habiendo caciques y la corrupción campa por sus respetos a todos los niveles. Estos dos partidos tienen diferencias pero en lo esencial (política económica, respeto a las reglas de juego) son muy parecidos. Hay una Corona desprestigiada, con un rey viejo, achacoso y tocado por escándalos, y con una infanta imputada judicialmente. Hay una sensación de hartazgo, desorientación y desconcierto. Lo que no hay, y eso es lo que me deja perplejo, es una alternativa clara.

Efectivamente, yo diría que hoy, fuera de sectores más o menos concienciados, se ve la república como un anhelo de ancianos o una reclamación de progres. Lo único que se contempla desde dentro del régimen es una abdicación de Juan Carlos de Borbón y una sucesión ordenada en la persona de su hijo Felipe “el Preparado”. Al fin y al cabo, si “todos son iguales” porque son “casta política”, ¿qué más da quién ejerza la jefatura del Estado? ¿Qué importa si la mayor autoridad política del país es elegida o no?

La respuesta es “claro que importa”, pero en realidad la pregunta pone el foco del problema donde no está. Porque la república no es sólo la ausencia de rey, sino algo más. Eso lo tenían muy claro en el ’31 y debemos tenerlo claro ahora. Se puede ver muy bien en esta alegoría:




La república sostiene la balanza de la justicia y está acompañada por el león de la fuerza. A sus pies, el lema de la revolución francesa. A la derecha, símbolos del progreso agrario (trigo y olivo), industrial (yunque y rueda dentada) y cultural (globo terráqueo, escuadra y libros). En último término, los transportes (avión, tren, barco) y un arcoiris republicano. En definitiva, representa un programa completo de gobierno, aunque sea sólo en el plano de los principios. Quizás algo tan alegórico no sea del gusto de nuestra época, pero hay algo que tengo claro: no quiero una república con Rajoy como presidente, Sáez de Santamaría como primera ministra, Rubalcaba como jefe de la oposición y Botín, Rossell y Amancio Ortega como verdaderos amos del país.

La Tercera, si es que se da, tiene que ser otra cosa. Tiene que significar una renovación completa de las elites, los procedimientos y las políticas de este país. No sé cómo podrá articularse este proyecto, ya que tiene que salvar importantes dificultades teóricas y problemas prácticos. No sé ni siquiera si será posible. Pero sé que tenemos que intentarlo, porque una república es la única alternativa que tenemos aquellas personas a las que el régimen ha expulsado fuera de las fronteras de lo correcto. La república fue el pasado y debe ser el futuro. Pero no vendrá sola, sino que tendremos que trabajar por ella.


Salud y república.

jueves, 10 de abril de 2014

España como copropiedad

Rajoy es un hombre que habla poco, porque cuando habla la lía. Hoy se han difundido por Twitter unas declaraciones suyas de hace unos meses en las que habla de España y de Cataluña. La idea es que España es un bien indiviso que pertenece en copropiedad a todos los españoles. Cada catalán, gallego, andaluz o vasco es dueño de una parte alícuota de España, pero esta propiedad se da sólo sobre un porcentaje abstracto de la masa patrimonial de la nación (suponiendo 47 millones de habitantes, tocamos a un 0,0000021% por cabeza), no sobre unos bienes concretos. Supongo que ser registrador de la propiedad es lo que tiene, que lo conviertes todo en materia de Derecho privado.

Es una pena que Rajoy no haya querido profundizar en la metáfora, porque salen cosas interesantes de ahí. Por ejemplo, el artículo 394 CC dice que, en la copropiedad, “cada partícipe podrá servirse de las cosas comunes (…) de manera que no perjudique el interés de la comunidad ni impida a los copartícipes utilizarlas según su derecho”. Este precepto viene bastante a cuento el día en que Bárcenas confirma que lleva décadas habiendo una caja B en cada sede del PP. Evidentemente se trata de una transgresión del artículo 394 CC, ya que los miembros del partido del Gobierno se han servido de las cosas comunes (el dinero público) contra el interés de la comunidad, pues lo han usado para corruptelas sin cuento.

Respecto de su gestión del país, Rajoy podría haberse fijado en los artículos 397 y 398 CC, que imponen la unanimidad de los copropietarios para disponer de la cosa común y la mayoría para la administración ordinaria. Uno diría que convertir una copropiedad pensada para servir a los partícipes en una copropiedad pensada para servir a los terceros es un acto de disposición, que requiere la unanimidad. Y sin embargo, la reforma del artículo 135 CC (que no es otra cosa que lo que acabo de decir) se aprobó sin permitir siquiera votar a los socios. De nuevo, el partido en el Gobierno (esta vez en coalición con el PSOE) vulnerando el Código Civil en lo que se refiere a gestionar la comunidad de bienes.

Sin embargo, lo que más me llama la atención de todo esto es que Rajoy no parece haberse fijado en el artículo 400 CC, que dice que “Ningún copropietario estará obligado a permanecer en la comunidad. Cada uno de ellos podrá pedir en cualquier tiempo que se divida la cosa común.” Según este precepto, cualquiera que desee separarse de España podría exigir que la masa patrimonial se dividiera, pedir su 0,0000021% e irse por su parte. Si varios copropietarios quisieran hacer lo mismo, los demás no podrían oponerse: no sería necesario consultar a todos, pues basta con la voluntad de quienes quieren irse.

Rajoy parece haber previsto esta posibilidad al decir que España es un bien “indiviso”, aunque supongo que querría decir “indivisible”: Nos coloca ello en el caso del artículo 401: “Los copropietarios no podrán exigir la división de la cosa común cuando de hacerla resulte inservible”. ¿Y entonces? ¿Están todos obligados a permanecer para siempre en la copropiedad, vulnerando el artículo 400? No, porque el artículo 404 da otra solución: los copropietarios pueden adjudicarle la cosa a uno de ellos (indemnizando a los demás) y, si no hay acuerdo, deberán venderla y repartirse el precio. Veo difícil llegar a un acuerdo en caso de una hipotética secesión catalana, por lo que no habría más opción: vender España a otro país (¿Alemania, quizás?), repartir el precio entre todos y que los catalanes traten de comprar un país para ellos. El resto sólo podríamos quedarnos si el nuevo dueño del país así lo permite, y en caso contrario tendríamos que emigrar: realmente no se diferencia tanto de la situación que tenemos ahora.

Cuidado, señor Rajoy, con las metáforas que emplea. El Derecho es dúctil y tiene voluntad propia, y bien pudiera ser que le saliera a usted el tiro por la culata.


martes, 8 de abril de 2014

Marea justicia

Cuando se habla de Gallardón, se suele mencionar su proyecto de ley del aborto, que pretende devolver a las mujeres a la infancia en lo que se refiere a su cuerpo. Pero mientras que la regulación de la interrupción voluntaria del embarazo sí está recibiendo una contundente contestación en la calle (y no es para menos), al igual que la han recibido las labores de sus compañeros Wert y Mato en sus respectivos ramos, nadie está manifestándose contra el consciente y deliberado desmantelamiento de la justicia.

La voluntad de Gallardón de cargarse el sistema de justicia es indudable. Hasta ahora ha habido tres intentos grandes pero sectoriales: las tasas judiciales (que impiden el acceso a la justicia a los más humildes), la elección del CGPJ (que pasa a ser competencia exclusiva de las Cortes, con lo cual el partido mayoritario controla el gobierno de los jueces) y la eliminación en la práctica de la justicia universal. En el horizonte se ve el Código Procesal Penal, que le dará a los fiscales un peso tal en el procedimiento que da verdadero miedo, aunque parece que se les ha quitado de la cabeza lo de ponerles a instruir. Y hoy se ha presentado en público el varapalo central; la norma que, si sale adelante, significará el fin de un sistema de justicia pensado para servir al ciudadano. Me refiero, claro está, al anteproyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial.

La Ley Orgánica del Poder Judicial es a la justicia lo que la LOMCE a la educación: la ley general que, al margen de desarrollos, estructura el sistema. Decide qué órganos hay, cómo se componen, quién los gobierna, qué régimen tiene el personal y cuál es el régimen disciplinario. Es la piedra de toque de la justicia, y todo lo que en ella se diga tiene una importancia enorme. Por ello, si hay que destruir el sistema hay que empezar por aquí.

Se han publicado y se van a publicar muchos artículos que expliquen el atentado a nuestros derechos fundamentales que supone la ley que propone Gallardón. Yo quiero centrarme en otra cosa. Si tan grave es esta ley, y tan previsible, ¿por qué no estamos saliendo a la calle? La voluntad de desmantelar el sistema de justicia está patente desde los primeros días de la legislatura. ¿Por qué no hay nada análogo a las mareas o a la PAH en materia de justicia?

Creo que buena parte de la culpa la tenemos los profesionales del Derecho. Somos un grupo muy poco dado a acciones colectivas. En general creo que tendemos más a presionar por medio de acciones judiciales, protestas institucionales y contactos informales con los gobernantes. Aparte, y al margen del apego que pueda sentir cada uno por la justicia, la profesión jurídica no suele estar amenazada: los recortes y reformas suelen afectar a otros sectores. En definitiva: no tenemos la conciencia de grupo que sí tienen sanitarios y educadores, y no estamos acostumbrados a protestar en defensa de nuestra profesión. Supongo que ello explica errores estratégicos como convocar una concentración en los Juzgados de Plaza de Castilla a las 12 de lamañana o el diseño entero de la campaña #T, cuyo lema, “Tengo un voto y lo usaré” es más bien poco motivador.

Pero echarnos la culpa únicamente a nosotros no es dar cuenta completa del problema. Creo que existe un desapego hacia la justicia que no existe hacia la sanidad y la educación. Al fin y al cabo, todo el mundo pasa bastante tiempo relacionándose con establecimientos educativos (como alumno o como padre / madre), y nadie se libra de pisar un hospital muchas veces en su vida. El deterioro de la calidad de la educación y la sanidad es algo que nos preocupa porque nos afecta. En materia de justicia no es así: las cosas de jueces y abogados, cuanto más lejos mejor. Además, la justicia ya tiene fama de lenta y colapsada (bastante justificada), aparte de politizada, retrógrada y anclada en el pasado. ¿Por qué iba a querer la ciudadanía salvar una institución con la que no quiere tener trato y que ya percibe como un desastre?

Concurre además un tercer factor. Los ataques a la educación y a la sanidad, o el problema de los desahucios, son fáciles de entender. No es necesario un conocimiento especializado para saber por qué es malo que la sanidad se venda a amiguetes o que echen a la gente de sus casas. Esto pasa también con algunas de las reformas en justicia, como las tasas o el gobierno del poder judicial. Pero para entender, por ejemplo, lo que supone la vinculación de todos los tribunales a la jurisprudencia del Tribunal Supremo, la instrucción conjunta o el pasteleo con los turnos de reparto (como propone el anteproyecto de LOPJ que motiva esta entrada) es necesario un conocimiento jurídico que la mayoría de la gente no está en la obligación de tener.

En definitiva, tenemos una institución cuyos problemas la ciudadanía no siempre comprende, y que aun cuando lo hace, no tiene por qué importarle. “Te roban la justicia” no tiene el mismo tirón que “te roban la sanidad” o “te roban la educación”, porque la gente ya cuenta con no recurrir a la justicia. No hay un interés latente que despertar ni una preocupación que se pueda espolear con consignas, manifiestos e información.

¿Y qué se puede hacer contra esto? La verdad: no lo sé. Reforzar y mejorar las campañas de difusión puede ser un primer paso, pero creo que nada cambiará hasta que la gente no empiece a ver la justicia como algo propio, algo que defender tan vital como la educación, la justicia o la vivienda. Y esto es complicado porque no sólo implica una cultura judicial diferente (más dada a demandar) sino una justicia rápida y moderna, algo muy alejado del interés del ministro. Sólo habrá movilizaciones masivas, en definitiva, cuando la sociedad entienda que le están quitando una facultad, la de acceder a los tribunales, sin el cual todos los derechos que cree tener son papel mojado.


martes, 1 de abril de 2014

Autonomía corporal

Si alguna vez en mi vida soy profesor de Filosofía del Derecho (cosa complicada, porque mi principal interés es el Penal) plantearé todos los años la siguiente pregunta:

Supongamos que ha habido un atentado o cualquier otra catástrofe y los hospitales declaran que les falta sangre para salvar vidas. ¿Quién donaría sangre?

El pueblo español tiende a ser bastante generoso en esta materia, así que me espero un verdadero bosque de manos levantadas. Entonces daría el segundo escenario:

El problema es que no todo el mundo es tan consciente como quienes estamos en esta aula, así que, pese a vuestras donaciones, sigue habiendo escasez de sangre. Por ello, el Gobierno anuncia una ley por la cual se podrá sacar sangre por la fuerza a cualquier persona adulta cuando sea necesario para salvar vidas. ¿Quién apoyaría la ley?

Preveo que el bosque de manos se pode drásticamente y sólo unas pocas personas estén de acuerdo con que les obliguen a dar sangre, por mucho que la consecuencia de lo contrario sea que muera gente. En ese momento fingiría extrañeza y le preguntaría a cualquiera de los que han bajado la mano por qué ha cambiado de opinión. “Al fin y al cabo”, le diría, “antes has querido donar sangre. ¿Qué diferencia hay? La sangre acabaría donde se necesita y tú te irías a casa con un bocadillo y un refresco.”

Evidentemente, su contestación iría en la línea de la autonomía corporal. Me diría que su cuerpo es suyo, que si quiere donar sangre puede hacerlo pero que no se le debería obligar. Creo que le resultaría difícil justificarlo mucho más allá, porque parece un principio moral básico: cada quien es propietario de lo que hay de su piel para dentro. Entender lo contrario sería tratar a esa persona como un instrumento, eliminar su dignidad. Y la dignidad, como sabemos, es la base de los derechos humanos.

Mi siguiente pregunta sería para quienes han mantenido la mano levantada. ¿Por qué lo han hecho? ¿Es que no creen en el principio de autonomía corporal? Probablemente la respuesta sería algo así como que sí, pero que en este caso se sacrifica más bien poco. La sangre, igual que el esperma o la médula, se regenera con rapidez. Y el proceso de donación de sangre es rápido, seguro e indoloro, un pinchazo y listo. Así que plantearía el siguiente escenario:

Viendo que la ley es exitosa, el Gobierno pretende expandir sus supuestos. Ahora se podrá obligar a todas las personas a ceder cualquiera de sus órganos, siempre que sea necesario para salvar una vida, que la operación ofrezca garantías de éxito y, por supuesto, que el cedente pueda seguir viviendo sin el órgano. ¿Quién apoya esta reforma?

Creo que cualquiera puede imaginar el resultado de este tercer sondeo. Muy, muy pocas manos quedarían levantadas. Y es normal. Ya no es “un pinchacito” de algo que se regenera, sino una operación más seria (que puede salir mal, como todas las operaciones) para extraer un órgano cuya pérdida, aunque no te mate, puede reducir tu calidad de vida. En general el consenso de la clase sería (o debería ser) que la ley que propongo en el tercer escenario no es ética.

Me causaría cierta gracia ver al ala más derechista del alumnado defendiendo esa posición con ardor (y bajo premisas liberales), porque una vez alcanzado el consenso diría yo lo siguiente:

Me alegro de tener una clase que está tan a favor de la libertad de elección en materia de aborto.

Estupefacción en la clase. Los alumnos que hasta hace un segundo rechazaban que el Estado regulara el interior de sus cuerpos empezarían a intentar rebatirme. Sospecho que tendrían más bien pocos argumentos, ya que su afirmación preferida, que el feto es un ser humano y tiene derecho a la vida, está descartada de origen: las personas que se morirán si no se les trasplanta un órgano o transfunde sangre también son seres humanos. Y, sin embargo, no es ético violentar la dignidad de otra persona mediante la cirugía forzosa para salvarles la vida. De la misma manera, no es ético obligar a ninguna mujer a parir. En un caso se trata a la persona como una fábrica de órganos; en el otro, como una incubadora. En ambos se la instrumentaliza y se le impide decidir sobre su cuerpo.

Cualquier intento de explotar las diferencias entre las dos situaciones puede rebatirse con facilidad. Por ejemplo, podrían decirme que no es igual matar (aborto) que dejar morir (transfusión / trasplante). Sin embargo, hay casos en los que el Derecho equipara la acción a la omisión: dejar morir a alguien constituye delito de homicidio si el omitente tenía el deber de cuidar de esa persona o la había puesto en la situación de riesgo que generó la muerte.

Si dejar morir a alguien que tienes a tu cuidado es tan delito como causarle la muerte, ¿obligamos a los progenitores a donar órganos a sus hijos menores de edad, so pena de castigarlos como homicidas? Ni siquiera habría que cambiar el Código Penal: bastaría con que los tribunales pasaran a entender que donar un órgano es un sacrificio exigible si va a salvar la vida de un menor que el donante tiene a cargo. En definitiva, sólo es necesario dejar de reconocer la vinculación de la autonomía corporal con la dignidad humana.

Tomarse la autonomía corporal en serio implica reconocer el derecho de la mujer a interrumpir su embarazo. Y, en sentido contrario, pretender evitar que las mujeres aborten (sea con una prohibición completa o mediante el establecimiento de un complejo procedimiento para ello, como la ley Gallardón) es una patada en la boca a la autonomía corporal.

Por ello, yo sólo espero que el Gobierno sea coherente con su política. No tengo nada en contra de la ley Gallardón siempre que vaya acompañada de cambios normativos que adecúen el Derecho a las nuevas circunstancias. Personalmente yo sé lo que voy a hacer cuando la ley salga adelante: pedirme el riñón derecho del ministro de Justicia. Nunca se sabe cuándo el propio cuerpo va a fallar, ¿no?