Y mira que nuestra Constitución lo dice
muy claro, ¿eh? “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Una declaración de
aconfesionalidad perfectamente válida, que consagra un principio básico de la
democracia: la religión pertenece al plano de lo privado y de lo social, y sólo
podrá tener relevancia en el plano político si es capaz de expresar sus
demandas en el lenguaje de la racionalidad, el bien común y los derechos
humanos. Otra cosa sería darle a la religión un peso excesivo y permitirle usar
la ley para imponer sus creencias a personas que no las comparten.
Esta preciosa declaración constitucional resulta
ser, como tantas otras, un mito. Porque en España no hay laicidad, ni siquiera
en el sentido matizado que impone la segunda frase del artículo 16.3 CE, que
obliga al Estado a mantener relaciones de cooperación con las distintas
confesiones. Lo que hay es un privilegio católico soterrado, que convierte a esta
confesión religiosa en algo cuasi estatal. Puede verse, por ejemplo, en el
hecho de que ningún gobierno de la democracia haya modificado la Ley
Hipotecaria para impedir que los obispos den fe pública (como los notarios o
los secretarios judiciales) a la hora de inmatricular un bien inmueble (1). También
tienen los católicos derecho a pagar menos impuestos (no olvidemos que la “casilla
de la Iglesia” permite destinar a la jerarquía católica parte del dinero que se
le debe a Hacienda), a que el Estado les financie la educación religiosa o a tener
días reservados donde sólo ellos pueden ocupar la calle. Y tienen los “indultos
de Semana Santa”.
La tradición de los indultos de Semana
Santa parece haber indignado ahora a mucha gente, pero no hay que olvidar que
el anterior Gobierno, cuya laicidad
era de boquilla, también los otorgó. De hecho, lleva haciéndose desde el siglo
XVIII. Y es que es de traca: no bastaba con el hecho de que en este país los
indultos sean una zona de impunidad, que no tengan que estar motivados y que los
tribunales no puedan controlarlos como para que encima se otorguen a la carta.
No se me entienda mal: no estoy en contra
de que las cofradías de Semana Santa puedan solicitar indultos. Cualquier persona
puede proponerlos, y privar a estas entidades de ese derecho sólo por ser
asociaciones de índole religiosa sería discriminatorio. Si cualquiera puede
pedir un indulto para cualquier condenado, las hermandades también pueden
hacerlo y esta solicitud deberá estudiarse y resolverse como cualquier otra. Lo
que me subleva es que el Gobierno las resuelva todas juntas, sacando a los
presos a tiempo para que éstos puedan participar en la procesión de la cofradía
que ha intercedido, que es el verdadero sentido del invento.
Este agravio se suma a la curiosa rapidez
con la que se tramitan los indultos pedidos por las cofradías. En general, el
Gobierno tarda entre dos y tres años en conceder un indulto; un plazo, por
cierto, insultantemente largo. El indultómetro ha calculado, por ejemplo, que en los delitos de falsedades los
indultos tardan de mediana 2,61 años en llegar. Y, sin embargo, este año se ha difundido
mucho el indulto a un banquero,
condenado entre otras cosas por un delito de falsedad en documento
mercantil… en mayo de 2013. Menuda desviación, ¿no?
Esto genera un agravio comparativo
porque, o bien en los indultos que piden las cofradías no se respetan todos los
requisitos legales, o bien en los demás el plazo se alarga injustificadamente. Es
cierto, no en todos los casos es así, pero si se comprueba la lista de indultos hay unas cuantas sentencias de 2012 y 2013, es
decir, de hace menos de dos años. No deja de ser curioso, pero supongo que hay
que correr para llegar a Semana Santa y los trámites se agilizan.
El servilismo del poder público a la
Iglesia católica es absolutamente intolerable. No debemos permitirlo. Para cargarse
la laicidad del Estado se necesitan dos actores: una confesión que no deje de
pedir y un poder público que no deje de dar. Como ateo y no bautizado, no tengo
la más mínima autoridad ni interés en exigirle a la Iglesia católica que
respete la aconfesionalidad del Estado. Pero como ciudadano me niego a aceptar
que mi Gobierno le haga caso. Ya lo dice el refrán: contra el vicio de pedir
está la virtud de no dar.
(1) Parece que es ahora, 16 años después
de que empezaran las inmatriculaciones masivas y de dudosa legalidad, cuando
los poderes públicos van a dignarse a retirarles a los obispos esta competencia
inconstitucional. Por supuesto, haciendo tabula rasa y sin cuestionar los
bienes inmatriulados en ejercicio de la misma.
La verdad es que es un artículo muy bueno, pero podría usted escribir algún día sobre por qué la Iglesia ha de poseer todas las iglesias y conventos del Estado, que al fin y al cabo serían propiedad de todos?
ResponderEliminarYo no veo que el Estado tenga que poseer ninguna iglesia, ni mucho menos todas ellas. La Iglesia católica tiene derecho a tener sus templos; lo contrario sería atentar contra su libertad religiosa. Y pretender que los edificios de culto católicos son propiedad de todos no me parece muy apropiado para un Estado no confesional.
EliminarOtra cosa es que la propiedad tenga una función social que permita al Estado imponer cargas a los titulares de ciertos bienes (por ejemplo, los dueños de iglesias con relevancia cultural) e incluso, en ciertos casos, expropiarlos. Y evidentemente, aunque esto ya es ciencia ficción, tener una normativa hipotecaria que impida que los obispos den fe pública.