jueves, 30 de diciembre de 2021

Las navidades del futuro

Tengo que decir algo. Para sorpresa de absolutamente nadie, yo no soy cristiano. Además, nunca me he llevado especialmente bien con mi familia. No es que sean mala gente (la mayoría) sino que no me une nada a ellos; no son personas que hayan estado presentes en mi vida de una manera intensa ni tengo, por tanto, razón alguna para querer verlos. Eso quiere decir que hace muchos años que considero algo alienígenas las celebraciones de estas épocas. Para mí son días normales, y como tal los tomo a la hora de preparar mi comida y mi cena.

Si he mencionado lo de la familia es porque supongo que todos tenemos claro que la Nochebuena, la Navidad y los Reyes ya no son fiestas católicas. Hace bastante que el sentido religioso de estas fiestas ha desaparecido, sepultado por anuncios estridentes, decoración de Papá Noel, regalos bajo el árbol y jerseys feos. Sí, sigue habiendo villancicos, y los Ayuntamientos siguen poniendo belenes. Si preguntas por la calle todo el mundo sabe lo que se celebra. Pero nadie lo vive como tal. ¿Cuánta gente va a la misa del gallo? ¿Cuánta gente piensa en estas semanas como los días santos donde Jesucristo, el hijo de Dios y él mismo dios también, nace con el fin de salvarnos a todos? No diré que absolutamente nadie, pero más bien poca gente.

Eso significa que no ser cristiano no te incapacita para celebrar la Navidad, porque la principal fuerza que nos lleva en estos días no es la devoción sino la inercia. Celebramos comidas y vemos a la familia porque es lo que hemos hecho toda la vida. Porque es lo que «se hace». A veces la gente lo vive como algo aplastante, triturador: tener que ver, por pura inercia, a personas a las que no se soporta, o a las que se aprecia de manera distante. Sin embargo, a mí me resultó fácil romperla. Un año dejé de ir a todo y al año siguiente nadie contaba de verdad conmigo. Éxito.

Una de las cosas que más me estragaba de estas fiestas era la cantidad de comida. Yo no soy una persona de mal comer, pero hay niveles y niveles. Entrante, primero, segundo, tercero, postres y, al lado, quesos para servirse. Alcohol, turrones, carne y pescado caros. Comida especial que ha requerido tremendo esfuerzo para prepararse y lo requerirá para limpiar y recoger. Cebarse aunque no haya dinero, y así durante varios días. Ese derroche, ese tirar la casa por la ventana, ese acabar necesitando sal de frutas y tumbarse un rato, de verdad que no lo entiendo.

Por supuesto, tampoco se llevará nadie una sorpresa si digo que es generacional. Somos nietos de quienes vivieron la posguerra. Mucha gente pasó hambre durante los veinte años que van del «cautivo y desarmado» al final de la autarquía, y eso dejó su poso en la clase media que surgió después. No hay más que releer los cómics de Bruguera de aquella época: en Navidad, se come bien y se aparenta. El peor miedo es no poder comprar el pavo y pasar la Nochebuena comiendo sopas de ajo, más aún si hay algún invitado a la mesa que pueda ver que no hay prosperidad sino apariencia.

Lo que tienen las cosas generacionales es que se acaban cuando siguen pasando generaciones. Resulta que a mi alrededor se sigue celebrando la Navidad. Esa inercia continúa y continuará. Pero la forma en que se celebra ha cambiado muchísimo, hasta el punto de que, en los últimos años, sí he decidido participar en las fiestas, e incluso ser yo anfitrión de alguna de ellas. Porque claro, cuando celebras de una manera que te gusta, la cosa cambia.

Una reunión con la «familia elegida», que es la manera en que los pedantes posmodernos llamamos a las amistades cercanas. Juegos de mesa en vez de agrias discusiones sobre política. Evitación por completo del discurso del rey, el belén y el arbolito. Comida hecha por cada uno de los asistentes, sin que el anfitrión (la anfitriona) tenga que matarse a cocinar, y sin llenar la mesa de viandas pesadas y de consumo casi obligatorio («pero ¿no vas a tomar ni un trocito pequeño?»). Así sí celebro, joder.

¿Cómo evolucionarán estas fiestas en las décadas que vienen? Bueno, podría pasar cualquier cosa, pero parece claro que vivimos en una sociedad cada vez más laica y donde cada vez se consideran menos inamovibles los lazos familiares. Tener relación superficial con la familia de origen va a estar cada vez mejor visto, al igual que va a estarlo no aguantar a quien no quieres aguantar. Las tradiciones de índole religiosa seguirán transformándose en una actividad festiva sin ninguna clase de connotación mística.

Asimismo, cada vez hay más personas de las generaciones que no hemos conocido (de forma generalizada) el hambre y que, por el contrario, sí conocemos de primera mano los problemas asociados a la alimentación, como el sobrepeso y la obesidad. Por ello, daremos menos importancia a los atracones como símbolo de estatus. Las comidas y cenas familiares, se celebren con quien se celebren, serán menos pesadas y más variadas, porque cada vez prestamos más atención a las opciones éticas de la gente en cuanto al menú.

Quien cree que la religión es un freno al capitalismo puede considerar que este es un futuro horrible. Ya me veo a ciertos popes de la derecha (incluso algunos que se hacen llamar de izquierdas) deplorar que la gente pase un poco de padres y abuelos y celebre las fiestas como se le cante, o no las celebre en absoluto. ¡Atomización, pérdida de valores! Tenemos que celebrar la Navidad de la misma forma que se ha celebrado siempre, porque esas reuniones, esos atracones y esa paliza de curro que se daba la abuela no eran, en ningún caso, producto de circunstancias históricas concretas: eran atemporales.

Claro, esto es mentira. Ni siquiera creo que todo este sector que brama contra cierto fantasma de «izquierda brilli brilli malasañera» lo piense de verdad: es solo un discurso que les sirve para rellenar su columnita semanal. Lo cierto es que los tiempos cambian y los valores también lo hacen. Unas fiestas con personas a las que se quiere de verdad y en las que se come de manera moderada no son intrínsecamente peores que la tonelada de pavos y turrones que ordena la tradición. Habría incluso quien diría que pueden ser mucho menos consumistas, porque, de hecho, se consume menos en ellas.

Sea como sea, las cosas están cambiando. La fiesta pasó de ser algo religioso a pura ostentación, lujo y artificio ante familiares y extraños, y ahora está volviendo a mutar. Quizás en tiempos venideros sea solo una simple excusa para sentarnos con aquellos a quienes queremos, pasar un rato agradable y luego cada uno a su casa y Dios a la de nadie porque no existe. Yo, desde luego, por unas navidades así sí que firmo.

 

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viernes, 24 de diciembre de 2021

Lo que he aprendido tirando libros

Esta tarde, mientras llevaba una carga de libros al contenedor de reciclaje, me dio por pensar en mi relación con la letra impresa. Fue como si el tiempo se detuviera y yo mirara a una cámara imaginaria mientras decía «Sí, ese soy yo. El que tira libros. Os preguntaréis cómo he acabado aquí». Vale, en realidad no ha pasado nada de eso, pero lo que sí es cierto es que en los últimos meses he bajado al contenedor kilos y kilos de libros viejos. Y ello me suscita una serie de reflexiones.

Sin entrar en muchos detalles, yo nací en un entorno de clase media ilustrada. Abuelos con buen pasar económico, padres universitarios, todo el mundo muy rojeras (votar al PSOE era un baldón y un oprobio), omnipresencia de la lectura. En este entorno, destruir un libro se consideraba casi un pecado. Se decían cosas como «Quien le hace daño a un libro es capaz de quemar su casa con toda su familia dentro». Los libros se compraban, se leían, se comentaban y se almacenaban sin mayor cuestionamiento: era lo que se hacía. Por supuesto, también se usaban las bibliotecas y los préstamos entre amistades.

La devoción a la letra impresa era total, y yo la asimilé como todo crío asimila las cosas que se hacen en su familia: con absoluta normalidad. Así, de adolescente frecuentaba librerías de segunda mano y habitaba las bibliotecas, deplorando a esos incultos que iban a estos últimos establecimientos a usar Internet o a sacar en préstamo DVD en vez de libros. ¡Cuánto mejor era yo, sacando tomos impresos! Las historias que contenían podían ser infames o pésimas, pero eran libros impresos; por tanto, superiores,

Cuando aparecieron los libros electrónicos yo me posicioné muy fuerte en el debate: los libros de verdad eran los impresos; los otros serían, en todo caso, un sustituto más o menos pobre dependiendo del modo de lectura del archivo en cuestión. ¿Razones? No demasiadas. Desconocimiento de las prestaciones que tenían los lectores de ebooks y referencias genéricas al olor del papel. Así es, yo fui parte de las filas de esa gente a la que una amiga llama «esnifalibros»: el olor como argumento.

Luego me regalaron un Kindle.

Ese fue el primer momento en el que mi identidad de esnifalibros y amante del papel impreso empezó a flaquear. ¿Qué dices de pobre sustituto? Es más ligero, los libros son más baratos (existe hasta un servicio de préstamo bibliotecario de ebooks), puedes ajustar la letra para que se adapte a tu agudeza visual y a veces el lector te da incluso la sensación de pasar página. Por no mencionar el tema del almacenamiento.

Que no se me entienda mal, me siguen gustando los libros físicos. Para empezar, para algunas cosas son mejores: consultar una referencia es mucho más inmediato (abrir un libro por la página 122 es más rápido que buscar una palabra clave en un buscador o que repasar una lista de marcadores) y, en general, son mucho más cómodos si necesitas pasar rápido entre varias secciones. Son más perdurables que un archivo digital. Me sigue gustando el tacto y el olor de los libros, y sigue tranquilizándome a nivel intelectual la vista de una estantería repleta.

Entiendo que algunas de estas razones tienen más de fetichismo que de utilidad real. Otras, como la mayor perdurabilidad, no me importan tanto: no voy a vivir tanto tiempo y siempre habrá conversores de archivos para cuando cambie la tecnología de lectura. En todo caso, no creo tampoco que los libros en papel vayan a desaparecer. Decía Irene Vallejo en El infinito en un junco que son objetos que han evolucionado hasta una forma casi perfecta, que ya no puede cambiar mucho más. Hay algo de verdad en eso. El vídeo no mató a la radio y el ebook no va a matar al libro impreso. Seguiremos queriendo papel.

Sin embargo, lo que le ha dado un golpe definitivo a mi fetichismo libresco no ha sido el ebook, sino tener que gestionar yo, bajo mi propia responsabilidad, toda esa inmensa colección de libros acumulada por dos generaciones de miembros de mi familia, tres si me contamos a mí. Esta responsabilidad me cayó encima en febrero. Tocaba pintar la casa, lo cual implicaba mover toneladas de libros. Y tocaba reorganizarla, y eso me hizo darme cuenta de que había muchos de esos libros que no quería.

Entonces uno se da cuenta de lo verdaderamente limitadas que son las opciones para deshacerse de libros viejos. Las agoté bastante, eso sí. Las colecciones especializadas se pueden donar a instituciones públicas, y ahí se fueron diez baldas de feminismos en dirección al Instituto de las Mujeres. Los libros infantiles y juveniles pueden tener buena acogida en proyectos que trabajen con menores: tanto en el colegio y en el instituto de mi barrio como en Somos Tribu Vallecas hay ahora libros que me hicieron felices cuando era niño. Los que están en buen estado pueden venderse, y mi perfil de Wallapop da cuenta de ello.

Pero ya está. Las bibliotecas no aceptan donaciones de libros viejos, porque ya tienen todos los que quieran tener. Las librerías de segunda mano me generaban otro problema: vender «al peso» en ellas me habría obligado a hacer de una sola vez la división entre lo que quería conservar y lo que no (no iba a estar el tío de la librería viniendo a mi casa cada semana), y eso era imposible dada la cantidad de libros que había. Los clásicos, por su parte, son invendibles. Quien quiera el Lazarillo de Tormes o Fortunata y Jacinta los puede encontrar en Internet, en bibliotecas o incluso en su propia casa. Raro será que lo compre. Si lo hace es, probablemente, porque se lo ha mandado algún profesor, y en ese caso se lo comprará nuevo.

Así, el contenedor azul se erigía como solución para las decenas, quizás centenares, de volúmenes que no habían podido encontrar otro acomodo. Al principio lo que tiré fueron cosas que tenían menos caché que la Alta Literatura: diccionarios, enciclopedias, métodos de inglés, revistas, fascículos no encuadernados, códigos legales viejos, etc. Esa clase de objetos acaban en contenedores con cierta frecuencia. Después salieron los libros de literatura que estaban irrecuperables: rotos, subrayados hasta la náusea, con cuadernillos desgajados y páginas faltantes. Al fin, cuando la tarea de deshacer y reconstruir la casa empezó a adquirir velocidad, por el mismo camino se fueron libros que estaban en perfecto estado pero que no tenían sitio en la nueva configuración.

Esta tarea de tirado de libros ha generado algunos incidentes curiosos. Una vez, una vecina a la que yo solo conocía de vista (nunca había intercambiado palabra con ella) me abordó para que le permitiera revisar una caja de libros antes de tirarla. Se lo permití y no se llevó ninguno, pero me pidió que la avisara antes de tirar más. Durante unas semanas guardé libros con idea de decírselo, pero luego volví a la cordura. Esta señora y yo no teníamos ninguna forma de ponernos en contacto más allá de cruzar la calle, ir a picarle la puerta y que resultara que tenía un rato para revisar unos libros de los cuales, yo lo tenía claro, no se iba a llevar ninguno.

Y es que, si hay una cosa que tengo clara, es que la práctica totalidad de lo que he tirado era morralla. Novela histórica o romántica de tiempos añejos, ficción general pasada de moda, clásicos en ediciones baratas, ensayos sobre temas superados hace cincuenta años y así sucesivamente. Nadie iba a querer eso. Cualquier deseo de rebuscar se debía a un impulso parecido al que he tenido yo durante años: hay que evitar a toda costa la destrucción de los libros. Aunque no tanto como para llevarse a casa los volúmenes que a uno no le interesan, claro, que el espacio es limitado.

El segundo incidente me tocó algo más las narices, porque incluyó gritos y un enfrentamiento. Estaba tirando una carga de libros libros cuando escuché que, desde lo alto de la obra de enfrente, un obrero me estaba increpando. No eran insultos, eran burlas del estilo de «Hala, a la mierda los libros, a la mierda la cultura». Estuve a punto de pasar, pero luego me cabreé, así que le dije que, si los quería, no tenía más que venir a cogerlos. Prefirió seguir gritándome, así que lo mandé a tomar por culo y me volví a mi casa con una sensación de mal cuerpo.

Tirar libros es un tabú cultural. Yo tuve que vencerlo, y estas dos personas de las que hablo obviamente lo tenían interiorizado. Si tiras o dañas libros eres un nazi, o eso nos decimos los unos a los otros. Luego uno aprende que los nazis no quemaban libros genéricos en plan «muera la inteligencia» sino que destruían escritos muy concretos (de comunismo, temas LGTB, etc.) y se siente un poco menos culpable por haber tirado a la basura esa edición barata de «La nueva obra de Donnadie García, en la que explora con precisión de cirujano los sentimientos y pulsiones de la clase media estadounidense (1963)». Y creedme que había muchas así.

Todo escritor busca la trascendencia. Yo, como escritor, lo sé muy bien. A quienes juntamos palabras y las mandamos imprimir nos gustaría creer que esas palabras se van a conservar por siempre y a servir de entretenimiento, ayuda o inspiración a las generaciones futuras. Pero lo cierto es que la mayoría de lo que escribimos es tan contextual que dentro de veinte años solo unas pocas de nuestras obras habrán trascendido el nivel de mera curiosidad.

Y eso no es malo. Ni bueno, vaya. Es lo que es: las cosas pasan de moda, nuestros gustos evolucionan, lo que antes encantaba ahora aburre y nuestro tiempo y nuestro espacio son limitados. O eso me han dicho algunas de las personas que me han ayudado en mi labor. Y son filólogas, algo tienen que saber sobre la evolución de la literatura.

No es que me vaya a dedicar a partir de ahora a tirar por la ventana, entre carcajadas maníacas, todo libro que haya terminado de leer. Pero sí que voy a ser más consciente de lo que tengo en mi casa, del espacio que me ocupa y de si voy a leerlo o no. ¿Puede hacer feliz a otra persona? Excelente, se lo venderé o donaré. Pero si no es así, si hablamos de libros que han agotado cualquier propósito de vida útil, cuya única esperanza es languidecer en una librería de segunda mano hasta que los compre alguien por curiosidad, no me duele tirarlos al contenedor azul. Al fin y al cabo, con ellos se hará papel y con ese papel se imprimirán nuevos libros.

Supongo que eso es lo que he aprendido tirando libros: que la literatura también está sujeta al ciclo de la vida.

 

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viernes, 17 de diciembre de 2021

Cadena perpetua II: los votos particulares

El mes pasado explicamos la sentencia del Tribunal Constitucional que dio por buena la cadena perpetua. Sin embargo, esa resolución no fue unánime. Tres de los magistrados del órgano emitieron dos votos particulares que son interesantes, pues en ellos se concentran los principales argumentos en contra de esta aberración jurídica. El primero de esos dos votos particulares es un ataque completo a la propia cadena perpetua; el segundo explica por qué la suspensión de la pena (esas «revisiones» que han sido clave para declararla constitucional) es casi imposible de alcanzar.

 

1. Argumentos contra la cadena perpetua

Este voto particular está firmado por Xiol, Conde-Pumpido y Balaguer, y se basa en tres motivos. El primero tiene que ver con la evolución de la cultura jurídica democrática. La cultura jurídica democrática, basada en los derechos humanos, debe estar avanzando constantemente hacia una mayor profundización de esos derechos, pues es un proyecto civilizatorio. En ese sentido, los textos internacionales sobre derechos humanos, como el Convenio Europeo de Derechos Humanos, tienen un valor importante:

  • Son un mínimo, porque cada país debe reconocer, como poco, el nivel de derechos humanos que se prevé en los tratados que ha firmado (principio de interpretación conforme).
  • No son un máximo, ya que cada país puede establecer estándares de derechos humanos superiores al de los textos internacionales (principio de no limitación).
  • No son un instrumento que permita perjudicar a los derechos fundamentales que se consoliden en el nivel estatal (principio de no regresión).
  • Los Estados que los ratifican se comprometen a buscar en el ámbito interno una efectividad cada vez mayor de los derechos humanos (principio de progresividad).

 

Estos principios no salen de la nada, sino que están en dichos textos internacionales y, por tanto, forman parte del derecho español. Y dichos principios, tomados en conjunto, impiden considerar constitucional la cadena perpetua.

En el artículo anterior me limité a mencionar los argumentos del TC, sin preocuparme demasiado de sus referencias normativas, pero es cierto que se remitía mucho a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Y eso es un problema, porque el hecho de que una norma sea válida según la doctrina de dicho tribunal no quiere decir, de inmediato, que sea constitucional en España. Principio de no limitación: la jurisprudencia del TEDH es un mínimo, no un máximo. La Constitución española puede establecer, y de hecho establece, un estándar en derechos humanos superior al Convenio Europeo de Derechos Humanos. Así, la Constitución española establece que los derechos humanos se basan en la dignidad humana (artículo 10) y que las penas deben orientarse a la reinserción (artículo 25), algo que no menciona el Convenio.

En cuanto al principio de no regresión, prohíbe lo que estos magistrados llaman el «retorno peyorativo en el nivel de consolidación de una situación» salvo que haya razones extraordinarias que lo justifiquen. O sea, no se puede volver hacia atrás en la garantía de los derechos humanos. Y aquí se ha hecho, porque uno de los fines de las instituciones liberales es la disminución de la crueldad y la imposición de penas cada vez más humanas.

Dicen aquí los magistrados una cosa interesante: toda la jurisprudencia del TEDH que ha ido considerando válidos ciertos casos de cadena perpetua ha sido posible porque, en esos supuestos, la cadena perpetua era un avance porque sustituía a la pena de muerte. Ese no es el caso de España. España lleva casi un siglo (desde 1928) sin tener cadena perpetua: esta no se recuperó ni siquiera durante la dictadura. Si la Constitución española no abolió expresamente la cadena perpetua (como sí hizo con la de muerte) es porque esa pena era desconocida en 1978: llevaba cincuenta años fuera del derecho español. Reincorporarla ahora, sin que haya razones de extraordinaria necesidad que lo justifiquen (en España hay muy pocos homicidios) atenta contra el principio de no regresión.

Un segundo grupo de argumentos tiene que ver con el mandato de reinserción social. Recordemos que, según el artículo 25.2 de la Constitución, las penas deben estar orientadas hacia la reinserción del reo. Por tanto, las penas que puedan frustrar ese objetivo (como las potencialmente perpetuas) serían inconstitucionales. Más aún si leemos el artículo 25.2 a la luz del principio de progresividad que hemos enunciado más arriba. Los magistrados firmantes del voto particular aportan aquí varios argumentos a favor de su tesis: otros países han constitucionalizado la prohibición de cadena perpetua por esta razón, durante la aprobación de la Constitución parecía claro que el mandato de reinserción prohibía las penas perpetuas y el propio legislador español, antes de la reforma penal de 2015, también lo entendía así.

Por último, el hecho de que la pena sea temporalmente indeterminada (es decir, que el reo no pueda saber cuándo va a salir) atenta contra varios derechos y principios, como el de legalidad sancionadora (artículo 25.1 CE). Los magistrados discrepantes señalan que el Tribunal Constitucional ya ha anulado antes sanciones sin límite superior (por ejemplo, multas o suspensiones de derechos) en ocasiones pasadas. La legalidad sancionadora está en conexión con la seguridad jurídica y con el derecho a la libertad, así que no es un problema menor.

 

2. Práctica imposibilidad de la suspensión

Según el voto particular que acabamos de comentar, no hay mucho más que decir. La prisión permanente revisable es contraria a la Constitución, por suponer un retroceso injustificado en la protección de los derechos humanos y, de manera más concreta, por afectar de manera grave a varios de esos derechos. Pero hay un segundo voto particular, redactado por Conde-Pumpido (firmante también del primero), en el que abunda en una segunda cuestión: la suspensión de la pena, elemento básico para que el TC la declarara constitucional, es casi imposible de alcanzar.

Recordemos lo que ya dijimos en la entrada anterior. Para obtener la suspensión de la pena es necesario:

  • Un requisito temporal. Hay que haber cumplido un mínimo de 25 años, que se eleva a 28, 30 o hasta 35 años si hay varios delitos.
  • Un requisito penitenciario. El penado tiene que estar en tercer grado, lo cual no puede suceder hasta los 15 años en el caso general, y a 18, 20, 22, 24 o hasta 32 años en casos particulares.
  • Un pronóstico favorable de reinserción emitido por el órgano sentenciador.

 

Este régimen es tan riguroso que impide de facto la puesta en libertad. Así, aunque la sentencia del TC se remita a los 25 años como si fuera el caso único, no hay que olvidar que, en la mayoría de ocasiones, los delitos por los que se prevé cadena perpetua son, en realidad, casos de concurso de delitos. Es decir, supuestos en los que hay más de un delito. Por ello, el periodo mínimo sube hasta 28, 30 o hasta 35 años, lo cual es una barbaridad tanto en comparación con otros Estados europeos (algunos de los cuales llegan a poner la primera revisión a los 15 años) como a normas penales internacionales (donde la pena es facultativa y dura un máximo de 25 años).

Una cosa que critica Conde-Pumpido a sus compañeros es que en toda la sentencia se basen en la mejor hipótesis que admite la norma, es decir, tercer grado a los 15 años y libertad condicional a los 25. Una pena así puede ser constitucional. Pero el hecho es que la norma admite otras hipótesis mucho más discutibles a la hora de hacer el juicio de proporcionalidad. Por ejemplo, la decisión judicial sobre el pronóstico de reinserción no solo se funda en la conducta del reo, sino también en los antecedentes penales o en el propio delito cometido. Es decir, en cosas en las que el penado ya no puede influir.

El autor concluye que todo lo anterior es contrario al mandato resocializador de la Constitución: la pena es indeterminada, el tercer grado tarda demasiado en concederse, su duración mínima es alta y los criterios de revisión son abstractos. En esas condiciones, ¿cómo se va a resocializar a nadie?

 

 

 

3. Conclusión

Estos votos particulares no analizan todo lo que hay de malo en la sentencia de la mayoría, pero la desmontan bastante. El argumento principal, el del avance progresivo de la cultura jurídica democrática, es mixto jurídico-político, y no sé si me termina de convencer en un voto particular. Sin embargo, los demás sí me resultan pertinentes.

Al fin y al cabo, aquí hay dos problemas fundamentales. El primero es la seguridad jurídica, que sufre con las sanciones sin límite máximo. El segundo es el derecho a la reinserción, que no se cumple si no hay expectativa de libertad ni si los criterios para obtenerla no pasan por la conducta futura del reo. Teniendo en cuenta estos dos supuestos la situación es clara: la cadena perpetua, al menos en su configuración actual, no cabe en el derecho español.

Termino con dos reflexiones. La primera es que, si esta cadena perpetua es tan dura (recordemos: entre 25 y 35 años hasta la primera revisión) en comparación con la de otros países, es porque tenía que insertarse en un sistema de penas que ya era muy duro. En el derecho español ya había periodos de seguridad (plazos en los que el penado no puede acceder al tercer grado) y ya existía la posibilidad de condenas de hasta 40 años. Meter aquí una cadena perpetua que tiene su primera revisión a los 10 o 15 años habría sido incoherente con un sistema que ya era tan duro. Prueba, por cierto, de que esta pena no se necesitaba para nada.

La segunda reflexión es que entre los grupos parlamentarios que en 2015 interpusieron el recurso de inconstitucionalidad estaban el PSOE e IU (recordemos que en 2015 Podemos aún no había entrado en las Cortes), que son quienes ahora están en el Gobierno. Se puede presuponer que están en contra de esta pena. Entonces, ¿por qué han pasado casi dos meses desde esta sentencia y aún no se está redactando una propuesta de ley que se la cargue?

Ya, ya, no respondáis. Yo también sé la respuesta.

 

 

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viernes, 10 de diciembre de 2021

Legalidad, ética y estética del pasaporte COVID

La cuestión del pasaporte COVID está sacando a pasear las vergüenzas de todo ese sector poblacional al que Mauro Entrialgo califica, con acierto, como «nazis magufos»: ultraderechistas que han abandonado del todo cualquier atisbo de pensamiento crítico que pudieran tener y que han adoptado como estética el gorrito de papel de plata. Una de sus lideresas, Cristina Seguí (fundadora, qué sorpresa, del partido verde vómito), ha arremetido esta semana contra un restaurante valenciano que no la dejó pasar debido a que no enseñó ese documento.

Una de las frases del tuit de Seguí me ha llamado la atención. Dice que el restaurante «discrimina y niega ilegalmente la entrada a las personas que no tengan pasaporte COVID». Ilegalmente. Niega ilegalmente la entrada. Curiosa formulación, muestra de una tendencia más corriente de lo que creemos: considerar ilegal cualquier cosa que no nos guste, a veces con razonamientos más o menos torticeros y a veces (como en este caso) sin razonamiento alguno.

El pasaporte COVID es el nombre que se le ha dado a un documento que expiden las Comunidades Autónomas y que certifica que el sujeto tiene en orden su pauta vacunal. Allí donde se aplica es necesario mostrarlo para entrar en negocios de hostelería, con el fin de prevenir la transmisión del virus. Es polémico, entre otras cosas, porque diversos Tribunales Superiores de Justicia han adoptado decisiones variadas al respecto de la legalidad de la medida. Así, el TSJ de Valencia lo aceptó, pero otros (Galicia, País Vasco, Cantabria, Andalucía) lo rechazaron, si bien en varias ocasiones han sido corregidos por el Tribunal Supremo, que ha mantenido un criterio pro-pasaporte.

En otras palabras, se trata de una medida plasmada en una norma jurídica, a veces con rango de ley, y validada por un tribunal. Es muy difícil sostener que es «ilegal». Dicha norma obliga a los hosteleros a exigir y revisar el pasaporte y a impedir la entrada a quienes no lo muestren. Los obliga. No es una decisión autónoma que adopte cada hostelero con amparo en el derecho de admisión: es una obligación jurídica.

[Y aquí hay que hacer un excurso. El simple derecho de admisión no puede justificar el rechazo de una persona que no esté vacunada. El derecho de admisión es, en esencia, una medida para echar de tu local a personas que están molestando o agrediendo, no un escudo para poder excluir a cualquier categoría de personas. Y menos cuando la base de esa exclusión son circunstancias personales plasmadas en datos de acceso restringido, como el estado vacunal. Ahí sí podríamos estar hablando de discriminación. Fin del excurso.]

No quiero decir que no se pueda sostener que tal o cual decisión es ilegal. Pero hay que saber de lo que se habla. Los actos del legislador, del Gobierno y de la Administración gozan de presunción de constitucionalidad y legalidad: se consideran ajustados a derecho hasta que el TC o cualquier otro tribunal declare lo contrario. En este caso, la jurisdicción ordinaria ya ha dicho que el pasaporte COVID es legal. Claro, uno puede criticar sus argumentos o esperar que dentro de varios años el TC rechace. Eso es legítimo. Lo que no es legítimo es intentar hundir un negocio por cumplir una norma jurídica.

Al final, mensajes como el de Seguí son un intento lamentable de hacer pasar las propias opiniones por hechos. Que no te guste el certificado COVID no es un argumento jurídico en su contra: está vigente, es legal y obliga. Otra cosa es lo que nos pueda parecer a nivel ético. A mí, por ejemplo, me causa sentimientos encontrados. Por un lado, le reconozco una utilidad evidente, al permitir que se relajen algunas medidas (aforos, mascarillas) dentro de locales y restaurantes. Resulta útil para proteger la salud de otros, al separar en la hostelería a vacunados de no vacunados. Si se ha adoptado es por algo.

Tampoco me causan particular empatía los antivacunas. En general, las personas conspiranoicas me dan ganas de rascarme. Ignoran todas las conspiraciones del mundo real (que son tan chuscas, cortoplacistas y evidentes que ni siquiera pueden denominarse como tales) y pasan a vivir en un mundo de planes a largo plazo esbozados por grandes mentes criminales. Convierten la conspiración en parte de su identidad. Corrompen a otras personas y las llevan a la inacción política (porque es más cómodo sentirse el más listo de un mundo incontrolable que hacer algo para cambiar las cosas), cuando no a la pura ultraderecha (1). Y, lo que es peor, imponen sus chorradas a las personas que dependen de ellos. Que no puedan entrar a bares me importa más bien poco.

Pero, por otro lado, no me gusta nada que el Estado te pueda obligar a que te saques un documento con tu estado de salud, lo lleves encima y se lo enseñes a cualquiera que tenga un local al que quieras pasar. Se trata de datos privados, conectados a nuestra intimidad más nuclear. Llevarlos encima y andar mostrándolos por ahí es peligroso. Y encima, como siempre cuando hablamos de restricción de derechos, es una pendiente resbaladiza. Hoy es el COVID-19, que es una enfermedad sobre cuya vacuna el análisis coste-beneficio está muy claro, pero mañana puede ser algo más difuso. Es lo de siempre: que una cosa mala le pase a gente mala no convierte esa cosa en algo bueno.

Derivado de esto está el debate sobre si invitar o no a tu familiar antivacunas a las celebraciones navideñas. Aquí tengo yo una posición más clara: si hago yo la cena y pongo yo la casa, invito a quien yo quiera. El dilema ético no es ni mucho menos tan acentuado, porque no afecta a los derechos como consumidor que tiene mi pariente (venir a mi casa a comer asado no es un derecho) ni se está condicionando a obtener y mostrar un documento con datos privados: él mismo ha aireado dentro de la familia que no se ha vacunado. No vacunarse es una conducta perfectamente legal, pero yo no tengo por qué dejar que me pongas en riesgo a mí o a mis seres queridos, ni tengo que cargar con la culpa de haberte contagiado de una enfermedad que puede ser muy jodida y para la que no quisiste inmunizarte.

Por último, no me resisto a hablar un poco de la estética de todo el asunto. Llevar meses con la turra antivacunas y al final acceder a pincharte porque si no te vetan de tu cena de empresa y del bareto de tu barrio es lo más cutre que he visto en mucho tiempo. Es vender tus principios a cambio de una cervecita y cuatro gambas. Que no es algo que no se sospechara (creo que todos sabíamos que estos paladines de la libertad claudicarían en cuanto afrontaran la más mínima consecuencia real de sus acciones), pero resulta entre divertido y deprimente verlo en directo.

Ojo, tampoco hay que pasarse. Es muy fácil ponerse a rajar sobre que «esto es España» y que «país de analfabetos», pero el hecho es que esta gente son una minoría muy minoritaria. Los datos actuales nos dicen que la población diana (mayores de 12 años) está vacunada en un 90%; si esta población diana era, a su vez, más o menos un 90% de la población española, resulta que los rechazantes son menos del 10% del total. Ahora que se va a ampliar la población objetivo para incluir a los mayores de 5 años, los índices de vacunación crecerán de nuevo.

No puedo insistir lo suficiente en esto. La población española ha corrido a vacunarse, ha fundido las aplicaciones de cita, ha hecho sus colas y esperado sus plazos, y todo ello de manera, en general, ejemplar. Hay muchas razones por las cuales la estrategia vacunal española ha sido un éxito, y una de ellas ha sido la forma en que hemos respondido. Eso es un orgullo y cuatro antivacunas pasados de vueltas no deben empañarlo. Que, cuando se habla de estética, también tenemos que señalar lo que es bonito.

 

 

 

 

 

 

(1) De la relación entre magufismo y ultraderecha habrá que hablar un día en serio. La deriva de programas como el de Iker Jiménez es preocupantísima.

 

martes, 30 de noviembre de 2021

Cadena perpetua I: la sentencia

No ha sido una noticia que haya acaparado muchas portadas, pero la cadena perpetua a la española (denominada en la ley «prisión permanente revisable») ha sido declarada constitucional por el Tribunal Constitucional, con los matices que ahora veremos. En este artículo voy a explicar la sentencia, sin meterme a criticarla a fondo. En el siguiente hablaremos de sus votos particulares y los usaremos como vía para hacer la crítica.

Pero antes tenemos que hacer unas precisiones sobre la llamada prisión permanente revisable. En este artículo nos referiremos a esta pena como cadena perpetua. No es un error ni una boutade. Es bastante evidente que el término «prisión permanente revisable» es un eufemismo introducido en la ley de 2015 para hacer más tragable la cadena perpetua. Como diciendo «vale, instauramos una pena que puede durar para siempre… ¡pero también puede no hacerlo! ¡Tiene revisiones periódicas! ¡No es una cadena perpetua!»

Para quien siga sosteniendo este argumento en 2021 (que aún hay quien lo hace) tengo malísimas noticias. En nuestro entorno jurídico hay un montón de países que tienen una pena llamada cadena perpetua, prisión perpetua o cualquier término sinónimo, y en prácticamente todos ellos es revisable (1). ¡Es lógico! Una cadena perpetua no revisable tiene un encaje difícil en cualquier sistema que se diga democrático, así que, en consecuencia, prácticamente todas las que nos rodean son revisables. La «revisabilidad» no es algo que separe la cadena perpetua de otra clase de pena distinta, sino un atributo de la cadena perpetua tal y como se concibe hoy en día (2). Así lo han reconocido tanto el TC en la sentencia que comentamos hoy como el TS.

Entonces, ¿qué es la cadena perpetua en el Código Penal español? Es una pena prevista para unos pocos delitos: asesinato hiperagravado, regicidio, magnicidio, y ciertas conductas enmarcadas dentro de los delitos de genocidio y lesa humanidad. El único verdaderamente aplicable es el primero. Sobre lo que es un asesinato hiperagravado y la aplicación en los distintos casos de la cadena perpetua ya he escrito en, al menos, un par de ocasiones, así que me remito a esos artículos.

Una vez impuesta la pena, esta tiene que ejecutarse. En toda ejecución de pena de prisión hay que valorar la posibilidad de cumplimiento en tercer grado, es decir, en régimen abierto: estar libre y dormir en la cárcel. El tercer grado puede concederse a los 15 años de cumplimiento, o a los 20 si es que el reo ha cometido un delito terrorista. En caso de que esté condenado por varios delitos, el tercer grado se puede obtener una vez cumplidos 18, 20, 22, 24 o hasta 32 años, según los casos.

Pero eso era para el tercer grado. ¿Qué sucede con esas famosas revisiones? Estas revisiones están reguladas en el artículo 92 CPE como una forma de libertad condicional. Se puede acceder a ellas a los 25 años de cumplimiento, aunque si hay varios delitos este tiempo se convierte en 28, 30 o hasta 35 años de cumplimiento, según los casos. Además, es necesario que el sujeto esté en tercer grado y que se pueda fundar un «pronóstico favorable de reinserción social». Si no se cumplen estos requisitos, se van haciendo revisiones bienales hasta que se cumplan.

Entonces se le concede la libertad condicional, que dura de 5 a 10 años, tiempo durante el cual le pueden imponer prohibiciones y obligaciones variadas. Si delinque o incumple estas obligaciones, o incluso si cambian las circunstancias de tal manera que ya no pueda mantenerse el pronóstico favorable de reinserción, el juez puede revocar la libertad condicional. Si eso no ocurre (es decir, si el penado termina sin problemas su libertad condicional), queda extinguida la pena.

Los recurrentes tenían varios argumentos para atacar esta pena: la prohibición de penas inhumanas y degradantes, el principio de proporcionalidad y el derecho a la reinserción.

 

1. La prohibición de penas inhumanas y degradantes (PIH)

Los recurrentes argumentaban que la longitud de la pena era contraria a esta prohibición. Lo que dice el TC es que el hecho de que la pena sea muy larga (potencialmente toda la vida del sujeto) no incumple la prohibición de PIH siempre que haya un mecanismo de revisión que le ofrezca al reo una expectativa realista de salir algún día en libertad. Dicha revisión ha de realizarse a partir de un procedimiento claro y comprensible que tenga en cuenta la evolución del reo. A todo esto el TC lo denomina «reductibilidad de iure» y entiende que existe, puesto que hay un mecanismo de revisión (el que hemos analizado más arriba, de revisiones bienales a partir de los 25 años) que ofrecería garantías suficientes.

Pero el test para comprobar si la pena es o no inhumana exige también analizar la «reductibilidad de facto», es decir, la posibilidad de que el reo acceda, si así lo quiere, a un tratamiento adecuado que permita favorecer su evolución positiva. Esto depende de los recursos que tenga a su disposición la Administración penitenciaria para tratamientos, pero en realidad da igual, porque «la inconstitucionalidad de la norma no puede basarse en la disponibilidad de medios». Es decir, aunque la Administración penitenciaria no pueda proporcionar los medios suficientes para que el reo pase la evaluación (evaluación que se ha erigido, como acabamos de ver, en el criterio que permite declarar la constitucionalidad de la norma), no hay ningún problema.

Desde la perspectiva de la prohibición de PIH también se argumenta que la pena es excesivamente aflictiva (es decir, que causa al reo más daño del pretendido), porque los periodos de privación de libertad destruyen psicológicamente al sujeto. Pero, de nuevo, el TC afirma que no se puede derivar la inconstitucionalidad de una pena solo del hecho de que sea muy larga, sino que hay que acudir a la forma concreta de ejecución. El hecho de que el sistema penitenciario español sea progresivo y vaya permitiendo visitas, salidas y terceros grados evita, siempre según el TC, esa aflictividad excesiva que achacan los recurrentes.

 

2. El principio de proporcionalidad

La crítica desde el principio de proporcionalidad ocupa el grueso de la sentencia. Los recurrentes tienen cuatro argumentos relacionados con este principio. El primero es la improcedencia criminológica, es decir, la constatación de que, dadas las tasas de homicidios en España (menores que en otros países europeos y sin incrementos significativos en los últimos tiempos), una pena así no era necesaria. El TC contesta con un largo fundamento jurídico que viene a decir «es el legislador quien decide la necesidad de establecer cierto nivel de penas, nosotros no podemos meternos».

El segundo argumento es el de la proporcionalidad estricta: según los recurrentes, la posibilidad de que la pena devenga perpetua y los elevados periodos de seguridad establecidos para la revisión (recordemos: entre 25 y 35 años hasta la primera revisión) implican que esta pena es desproporcionada. Para determinar si una medida que restringe derechos fundamentales es proporcional, se aplica un test de proporcionalidad bien conocido:

  • Primero se identifican los fines del legislador, que en este caso son mejorar la protección de determinados bienes jurídicos y evitar la reincorporación a la sociedad de un penado no rehabilitado.
  • Luego se estudia si dichos fines son constitucionales. Aquí lo son: el Estado tiene el deber de proteger a la sociedad y los bienes jurídicos de sus miembros.
  • En tercer lugar, se estudia la adecuación o idoneidad de la medida de acuerdo a dichos fines. En otras palabras: ¿la medida permite avanzar en el cumplimiento de estos fines legítimos? Esta objeción la despacha el TC con una frase más bien discutible: «La idoneidad de la agravación de la prisión para producir un efecto reforzado de disuasión no parece discutible». Hace bastante que se sabe que elevar las penas no disuade más a los delincuentes. Los seres humanos no funcionamos así.
  • Si la medida es adecuada, hay que preguntarse si es necesaria, es decir, si hay otras medidas alternativas que produzcan un efecto similar. El TC afirma aquí que tiene poco campo de actuación, porque ponerse a especular con alternativas sería meterse en el papel del legislador. Se limita a constatar, de nuevo, que la PPR ha aumentado el nivel disuasorio del sistema penal, y no habría medidas menos gravosas que consiguieran lo mismo.
  • Por último, si la medida es adecuada y necesaria, se estudia por fin su proporcionalidad en sentido estricto, es decir, si los beneficios de la medida son superiores a los costes. Aquí el TC compara la cadena perpetua con la pena de prisión temporal y con otras penas similares de otros países, y llega a la conclusión de que la norma española es severa, sí, pero no excesiva. La cadena perpetua española no es disonante con otras cadenas perpetuas.

 

El tercer argumento es la rigidez de la pena. Allí donde existe, la cadena perpetua es obligatoria: el juez nunca puede decidir entre cadena perpetua y otras penas, y una vez impuesta no puede graduarse. Al no tener un marco máximo y mínimo, no permite al tribunal apreciar atenuantes que puedan concurrir. El Tribunal Constitucional acepta que la pena es rígida, pero eso no es un problema: se aplica a muy pocos hechos y todos de una gravedad muy clara. Además, aquellos atenuantes que no hayan podido ser tenidos en cuenta a la hora de fijar la pena se podrán valorar durante su ejecución.

Por último, dentro de la crítica en materia de proporcionalidad, los recurrentes afirman que la cadena perpetua es indeterminada, porque, al no tener un límite máximo fijo, vulnera el principio de legalidad. La duración la determina un criterio tan inseguro como el pronóstico de reinserción del reo. El TC responde que este pronóstico de reinserción no es un «factor de incertidumbre perturbador del orden constitucional», sino un elemento básico del sistema penitenciario español desde sus orígenes, y adecuado a estándares europeos e internacionales. La cadena perpetua no sería, así, «una pena indeterminada (…), sino una pena determinable con arreglo a criterios legales preestablecidos (…), claros y accesibles al reo».

Es aquí, dentro del argumento de la indeterminación, el único punto donde el Tribunal Constitucional le da la razón a los recurrentes. Como hemos visto más arriba, el juez puede revocar la libertad condicional del reo no solo si este delinque o incumple las prohibiciones establecidas, sino también si cambian las circunstancias que dieron lugar a la suspensión. En otras palabras, si el juez aprecia que el reo vuelve a ser peligroso o es complicado que se reinserte.

Los recurrentes decían que esta facultad era excesiva (demasiado amplia e indeterminada), y el TC les da la razón. Las restricciones de libertad deben ser previsibles, y esto no lo es: se le podría retirar la libertad condicional por cualquier circunstancia, incluso ajena a su voluntad (pérdida del puesto de trabajo) que el juez entendiera que puede aumentar su peligrosidad. El TC decide reinterpretar el artículo que regula esto: la libertad condicional solo puede revocarse cuando el reo vuelva a delinquir, vulnere alguna de sus prohibiciones o realice algún otro acto objetivable por la ley.

Además, una vez revocada la libertad condicional, sigue siendo obligatorio hacer revisiones bienales. No se empieza a cumplir la pena desde cero (obligando de nuevo a que transcurran otros 25 años para obtener la revisión), sino que se sigue cumpliendo como estaba. Aquí lo que hace el TC es solucionar una oscuridad de la ley, que no decía qué pasaba con las revisiones en caso de revocación.

 

3. Principio de resocialización

El último argumento tenía que ver con la reinserción. Los periodos mínimos hasta que se alcanza la primera revisión (¡25 años en el mejor de los casos!) anularían toda esperanza de resocialización del reo. El Tribunal Constitucional rechaza también este argumento, aduciendo que la expectativa de reinserción es inherente a la revisabilidad de la pena. Además, la resocialización del reo debe cohonestarse con el resto de fines legítimos de la misma. El resultado sería que la cadena perpetua no anula el principio de resocialización, ya que, aunque sí restringe el acceso a determinados instrumentos de reinserción (la libertad condicional) mantiene otros (permisos de salida, actividades terapéuticas o educativas, plan individualizado de tratamiento, etc.).

 

 

 

 

Hasta aquí he glosado la sentencia de la cadena perpetua sin meterme mucho en su crítica. Mi plan era hacerlo todo en el mismo artículo, pero, como ya he avisado al principio, el comentario de los votos particulares y mis propias opiniones las reservamos para la siguiente entrada de esta serie. De momento, con esto podemos entender por qué ha adoptado el TC la decisión de declarar constitucional esta pena.

 

 

 

 

 

 

 

 

(1) En Inglaterra, Gales y EE.UU. existen modalidades de cadena perpetua revisables y otras no revisables, pero todas se llaman cadena perpetua.

(2) Y no solo hoy en día. En el Código Penal de 1870 entendía que las penas perpetuas (cadena perpetua, reclusión perpetua y extrañamiento perpetuo) se indultaban a los 30 años salvo casos graves de mala conducta.


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jueves, 25 de noviembre de 2021

NFT, original y copia

No he querido comentar hasta ahora nada relativo a los NFT y las criptomonedas porque, sinceramente, el tema me causa hartazgo. Pero lo de los youtubers estafando a chavales con timos piramidales digitales empieza a sobrepasarme, así que allá vamos: analizaremos un poco qué son los NFT, cómo funcionan y qué estás comprando cuando compras uno. 

Empecemos por la base. ¿Qué es blockchain? Blockchain es una tecnología que, gracias a procesos criptográficos complejos, permite generar certificados seguros. Se lo suele comparar con una especie de «libro de cuentas» o de «registro», solo que está descentralizado: todos los ordenadores que participan en la red tienen toda la información. Eso impide que nadie pueda romperlo. Si alguien intenta colocar una falsificación, el resto de ordenadores de la red la detectan y la rechazan. Por supuesto, esta explicación es en teoría.

¿Y qué se puede registrar en este «libro de cuentas»? Lo que se quiera. Uno de sus primeros usos ha sido la creación de monedas virtuales, como Bitcoin o Ethereum. Si tenemos una serie de «objetos virtuales» que solo se pueden obtener por intercambio o por resolución de acertijos criptográficos (el famoso «minado»), nada impide tratar esos objetos como una moneda e intercambiarlos por bienes y servicios si es que alguien nos la acepta.

El dinero es fungible. Un bien fungible es el que tiene estas dos características:

  • Se consume cuando lo usas de acuerdo a su naturaleza. Puede tratarse de un consumo literal, como en el caso de la comida (cuando te la comes ya no existe), o figurado, como en el caso del dinero (cuando lo usas se lo das a otra persona, de forma que no puedes volver a usarlo).
  • Lo que importa del bien es su número o medida, y, por ello, cualquier ejemplar del bien puede ser sustituido por otro del mismo género. Eso quiere decir que un billete de 50 € puede ser sustituido por cualquier otro billete de 50 € o por 50 monedas de 1 €, porque lo que nos importa es su valor.

 

Sin embargo, y aquí llegamos a la cuestión, con blockchain también se pueden hacer bienes no fungibles, como los NFT, acrónimo que, literalmente, significa «Non Fungible Token». Un bien no fungible es aquel que nos importa no por su género, sino por su individualidad, de tal manera que uno no puede ser sustituido por otro. Además, no se agota al usarse. Una obra de arte es el ejemplo típico de bien no fungible. Los NFT lo que hacen es usar la tecnología blockchain para lo contrario que las criptomonedas: individualizar un archivo (una foto, un vídeo, un audio), de tal manera que pueda distinguirse del resto de versiones idénticas de ese archivo que pululan por Internet.

Los NFT tienen, según sus defensores, un montón de aplicaciones interesantes. Sin embargo, la que parece estar triunfando es la de asociarlos a imágenes (que a veces no son ni siquiera producto de un artista humano, sino de una IA) para crear «originales» que vender en un mercado que ahora está en alza. Y aquí tenemos que dar un paso atrás y preguntarnos qué es ser «original» en el arte y por qué eso tiene valor.

En nuestra cultura, le damos valor al arte original. El arte original es algo creado directamente por un artista. Definir a su vez lo que es un artista puede ser complicado, pero podríamos decir que es alguien que, debido a la suma de sensibilidad y técnica, alcanza un grado de desempeño superior al de la persona media en una disciplina artística concreta. Se trata de una definición amplia, que abarca desde Van Gogh hasta el ilustrador al que le encargas una lámina por Internet.

El arte original tiene valor, precisamente porque lo ha creado esa persona cuyas capacidades apreciamos. Las imitaciones o copias no tienen valor. La ronda de noche de Rembrandt tiene valor porque la pintó Rembrandt. Una copia de la misma hecha por un estudiante no tiene más valor que el de imitar el original, y una fotocopia solo puede venderse como recuerdo en un museo (1). Una grabación inédita de Los Beatles tocando Lucy In The Sky With Diamonds puede valer millones; una grabación inédita de la orquesta de mi pueblo tocando esa misma canción es algo que tiramos al contenedor sin despeinarnos. Y todo así.

Esta originalidad del arte tiene consecuencias en más aspectos aparte del precio. Por ejemplo, si solo hay un ejemplar original, solo una persona puede poseer dicho original. Si el autor lo vende, ya no lo tiene. Si ese segundo poseedor expone o vende el original sin permiso del artista, este puede proceder contra él. Si alguien destruye el original, tendrá que pagar una indemnización a quien proceda, pero el hecho será que la obra de arte ya no existirá y solo quedarán sus reproducciones. Y así sucesivamente.

El arte digital sigue unas reglas un poquito diferentes. La razón es que es infinitamente copiable. Cuando yo le encargo una ilustración digital a un artista (por ejemplo, un avatar para mi canal de YouTube), lo que produce dicho artista es una matriz de unos y ceros codificada por medio de un algoritmo. Dicho artista me la envía a mí, pero, a su vez, la mantiene guardada en su propio ordenador. Tanto él como yo podemos copiarla infinitamente y distribuir dichas copias por donde queramos. Esas copias son todas iguales, literalmente iguales: son la misma matriz de unos y ceros que produjo la mano del artista a través de su tableta de dibujo.

Entonces, ¿cuál es el original? ¿El archivo que conserva el artista en su ordenador? ¿El que me envía a mí? ¿Todos? ¿Ninguno? La pregunta importa. Por ejemplo, si se me funde el ordenador y pierdo todo lo que tenía guardado, me interesa que todas las copias sean «el original», porque le puedo pedir al artista que me lo reenvíe o incluso volver a descargármelo desde mi correo electrónico o aplicación de mensajería. Pero si lo que quiero es exponer la obra sin pedirle autorización al artista, me interesa que solo sea «el original» aquel archivo que produjo él en un primer momento: no, señor artista, yo no estoy vulnerando sus derechos de autor, estoy exponiendo solo una copia.

Los NFT se supone que solucionan ese problema, puesto que asocian a cada archivo un código único (no fungible) que permite la trazabilidad del archivo. El «original» sería el archivo que tiene el NFT y las «copias» todos los demás. Todo lo que hemos dicho más arriba sobre las obras físicas originales (precio, transmisión, destrucción) sería aplicable a la obra distinguida con un NFT, mientras que las demás serían simples copias sin valor, puesto que copiar un archivo digital es gratuito y sencillo.

Lo malo es que esto no funciona en la realidad. Y no funciona porque, para empezar, yo no tengo que ser el autor de la obra para crear un NFT sobre la misma. Yo ahora mismo puedo bajarme una imagen de Internet y pagar para que le asocien un NFT. ¿Ha pasado a ser el original? No parece. Más aún: cualquiera puede asociar los NFT que quiera a infinitas copias idénticas de la misma obra. ¿Cuál de todas ellas es la original? Estamos exactamente ante el mismo problema.

La distinción entre arte original y copia no es arbitraria. Como hemos dicho antes, en nuestra cultura nos importa distinguirlos porque asociamos al original un valor que no tiene la copia: un trabajo, una técnica, un conocimiento, una sensibilidad, etc. Si resulta que ahora tenemos medios tecnológicos que permiten hacer infinitas copias idénticas de la misma obra, la solución no puede inventarse originales allí donde no los hay. La distinción entre original y copia no puede quedar al albur de que un señor aleatorio de Internet haya decidido certificar que «su» copia de una imagen digital es la buena.

Vamos a ir concluyendo. Yo estoy seguro de que los NFT tendrán aplicaciones interesantes, pero impresiona que todo lo que se les ocurra a sus defensores sean cosas que ya están resueltas. Que aquí lees a ciertas personas hablando de NFT como si yo no llevara años firmando documentos digitalmente con un certificado electrónico emitido por el Estado español. «Es que así te tienes que fiar del Estado». Bueno, es que prefiero fiarme del Estado que de una web dudosa que en realidad lo que me vende es el enlace a un servidor externo donde está alojado el archivo que he certificado con NFT. Que la certificación será muy fiable, pero si se cae el servidor he perdido mi archivo.

Sucede lo mismo con toda esa cháchara sobre cercanía entre artista y comprador que ha puesto de moda cierto youtuber sin escrúpulos: el artista y su público ya están cercanos. Vivo en un mundo donde puedo elegir entre cientos de artistas digitales, contactar con ellos de forma directa, pedirles un encargo tan personalizado como me dé la gana y pagarles por una enorme variedad de medios. ¡Incluso con Bitcoin si me las aceptan! ¿Qué añaden a esto los NFT? Nada en absoluto.

La aplicación de los NFT al mundo del arte se nos vende como novedosa, pero, en realidad, obedece a una mentalidad viejuna: trata de aplicar la lógica del arte físico, en el que hay una separación nítida entre original y copia, a un contexto, el arte digital, donde esa distinción no tiene sentido. El arte digital tiene que funcionar de manera distinta porque la tecnología obliga a ello. Así sucede que, cuando uno explica los NFT, obtiene miradas de incomprensión: no puede ser una tontería tan gorda.

El problema, claro está, es que no es una tontería. El sinsentido en el que se basa todo este movimiento no puede obedecer a la simple estupidez. Es una burbuja, una dinámica tan común en el mundo del arte que no nos causaría sorpresa si no estuviera dirigida a estafar a niños. Como tal burbuja, se seguirá hinchando mientras entre gente que pague con su dinero los beneficios de quienes ya están dentro. Cuando se acaben los interesados, reventará y dejará damnificados.

Y yo solo espero que, en ese momento, todos los youtubers, influencers y demás calaña que se están hinchando a ganar dinero a costa de sus fans menores de edad, pierdan hasta la camisa y se vean obligados a hacer, por primera vez, un trabajo digno.

 

 

(1) Por rizar el rizo: varias versiones del mismo cuadro realizadas por el mismo artista (como El grito de Munch) tienen valor por ser producciones de ese mismo artista.

 

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jueves, 18 de noviembre de 2021

La futura Ley Mordaza

Ha sido anunciar el Gobierno que se va a acometer una reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana y ponerse la derecha a rasgarse las vestiduras. Lo cierto es que aún no tenemos nada seguro que empezar a analizar, solo informaciones publicadas por medios como La Razón o La Sexta, procedentes (supongo), de fuentes del Gobierno. Aún no se sabe si esas medidas irán al borrador final ni cómo quedarán tras su paso por las Cortes, pero, como hablar es gratis, vamos a analizarlas.

 

1. Se deja de prohibir la difusión de las actuaciones policiales. En general las noticias de la prensa sobre esta reforma están siendo vergonzosas, pero en este asunto directamente me hacen enrojecer. La Razón dice que «sin duda, este es uno de los puntos más problemáticos de la reforma», ya que se elimina la prohibición de difundir fotos de los agentes sin autorización.

Por supuesto, la prensa debe ignorar la existencia de la STC 172/2020, publicada en diciembre de 2020 y que ya comentamos hace unos meses. Esa sentencia eliminó el requisito de la «autorización» a la hora de difundir imágenes de policías, y entendió que dicha difusión solo sería sancionable si genera una amenaza concreta de un peligro real. Para sancionar se exige una puesta en peligro concreta, no abstracta y remota, entre otras cosas porque el papel lo aguanta todo y, si abstraemos lo suficiente, siempre podemos decir que cualquier imagen pone en peligro la seguridad de los agentes.

Lo que va a hacer la reforma, según lo publicado, es precisamente reformular la norma para que se adapte mejor a esta doctrina. Es algo muy común en nuestro sistema jurídico, y funciona así:

  1. Tenemos una ley.
  2. El TC dice que esa ley solo es constitucional si se interpreta de una manera concreta.
  3. El legislador reforma esa ley para que se adecúe a la interpretación constitucional, ganando así en claridad y en seguridad y dificultando interpretaciones alternativas que serían inconstitucionales (1).

 

En otras palabras, lo que está haciendo el Gobierno aquí es depurar una ley de sus elementos inconstitucionales y adaptarla a la forma en que el Tribunal Constitucional ha dicho que hay que interpretarla. Socialcomunismo bolivariano, como vemos. Eso sí, del flojito, porque ni siquiera se atreve a derogar una infracción que no aporta nada y que causa más problemas de los que resuelve: solo la modifica para que sea constitucional.

 

2. No comunicación de las manifestaciones espontáneas. De nuevo según lo dicho en la prensa, las manifestaciones espontáneas (las que se convocan de un día para otro ante un acto de repercusión social, como las que tuvimos hace unos meses por el asesinato de Samuel) no requerirán comunicación previa a la autoridad.

Esta regulación me provoca sentimientos encontrados. Por un lado, la comunicación previa de manifestaciones es una obligación constitucional. No creo que la eliminación de este requisito sea declarada inconstitucional (afecta a pocas manifestaciones, y es una norma pro-derechos fundamentales), pero no deja de ser algo feo. Al fin y al cabo, la comunicación es una herramienta útil para la autoridad, a la hora de establecer dispositivos policiales y cortar el tráfico.

Por otro lado, hay un hecho cierto: nadie comunica las manifestaciones espontáneas. Y, más aún, no hay grandes consecuencias por no comunicarlas. Una manifestación solo es ilegal (y puede, por tanto, ser disuelta) si es violenta, altera el orden público, se usan uniformes paramilitares, etc., y ello con independencia de que haya sido o no comunicada. En otras palabras, una manifestación no comunicada es tan lícita como una manifestación comunicada, al menos a nivel de asistencia.

La única consecuencia que tiene no comunicar una manifestación es que se puede multar, por infracción leve, a sus organizadores o promotores, nunca a las personas de base que asistan a la misma. Y esto nos lleva a un segundo problema, porque la Ley de Seguridad Ciudadana amplió hasta extremos absurdos el concepto de «organizador o promotor» de una manifestación. Si antes, con la ley de 1992, eran organizadores quienes firmaran la comunicación o quienes de hecho dirigieran la reunión, ahora también lo son quienes, por signos externos, «pueda determinarse razonablemente que son directores» de la misma. En otras palabras, que si difundes en redes una convocatoria que te ha llegado, te inventas un lema o sostienes un rato la pancarta central, se te podría considerar promotor de la reunión y sancionarte si esta no fue comunicada.

La reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana plantea también retirar esta ampliación del concepto y volver a las definiciones de 1992: son organizadores de la reunión quienes firmen la comunicación o, en ausencia de estos, quienes de hecho la dirijan. Punto. Juntando las dos reformas, quedaría así: en caso de manifestación no comunicada, se podría sancionar a sus organizadores o promotores (como se ha hecho toda la vida), salvo que se tratara de una manifestación espontánea, en cuyo caso no sería obligatorio comunicar y, por tanto, no habría que sancionar a nadie.

 

3. Identificaciones exprés. Llevar el DNI u otro documento identificativo es obligatorio. Si no lo llevas, te pueden llevar durante un máximo de seis horas a dependencias policiales para que te identifiques. Esta regulación básica seguirá vigente, pero se plantean tres cambios:

  1. Reducir de seis a dos horas el tiempo de identificación. Esto ha hecho que los sindicatos policiales se enfaden porque parece ser que en dos horas son incapaces de identificar a una persona.
  2. Obligar a que, una vez practicada la actuación, el detenido sea devuelto al lugar donde se le detuvo. Por supuesto esto ha provocado muchas reacciones de humor grueso sobre policías y taxistas, pero la verdad es que si vas a sacar de la calle a un ciudadano para algo tan nimio como identificarlo, no parece desproporcionado que le tengas que devolver al mismo lugar.
  3. Será obligatorio motivar la razón por la que se ha solicitado la identificación de una persona, con el fin de evitar controles racistas. Esta es la típica norma de muy buena voluntad pero que no tiene efectos en la realidad. Mejor que esté a que no esté, supongo.

 

4. Fin de la presunción de veracidad del atestado. El mes pasado analizábamos la presunción de veracidad de los documentos que firmen los agentes policiales ante la Administración. Parece ser que se plantea retirar esa presunción o, más bien, someterla a más requisitos: se presumirá la veracidad del documento siempre que los hechos que contiene resulten «coherentes, lógicos y razonables». No arregla el problema de base (2), como casi nada de esta reforma, pero puede ser un freno a determinados abusos.

 

5. Multas proporcionales. Otra de las cosas que parece revolver las tripas de la derecha es que las multas de la Ley de Seguridad Ciudadana van a adoptar, veinticinco años después de la aprobación del Código Penal y de manera mucho más imperfecta que este, el sistema de multas proporcionales. En concreto, se prevén rebajas del 50% o el 75% para quienes cobren menos del SMI.

Ya hablamos del tema de las multas proporcionales, así que no digo mucho más. Una multa solo es legítima en tanto en cuanto es proporcional, es decir, en tanto en cuanto incide de la misma manera en la capacidad económica del individuo sancionado, sea cual sea dicha capacidad. Con multas de cuantía fija (o de cuantía variable no dependiente de la riqueza del sancionado) no se consigue ese efecto, sino que se llega a multas impagables para los pobres e irrelevantes para los ricos. El sistema que se prevé implantar es un paso tímido en la dirección correcta.

 

 

He hablado solo de cinco de las reformas de la Ley Mordaza. Todas llevan el sello PSOE: reformas tímidas en la dirección correcta pero nada innovadoras ni rupturistas. En muchos casos ni siquiera reponen la situación previa a 2015, sino que llegan a un término medio que probablemente no contente a nadie. Lo triste es saber que, sin la presión de UP dentro del Gobierno, probablemente ni siquiera esto habría salido. Y bueno, por supuesto, veremos en qué queda esto tras el borrador y el trámite parlamentario.

¿Se nota que estoy un pelín desencantado con el Gobierno más progresista de la historia?

 

 

 

 

 

 

 

(1) Algo parecido sucedió con la Ley Rider. La tan cacareada Ley Rider no es más que un pequeño añadido al Estatuto de los Trabajadores que fija como ley la interpretación que el Tribunal Supremo venía haciendo de los requisitos de laboralidad.

(2) Como decíamos en el artículo enlazado, el problema no es tanto la presunción de veracidad tal y como está concebida en la ley como su expansión a ámbitos que no le son propios.

 

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