lunes, 27 de junio de 2016

La noche de la singularidad

He mencionado más de una vez que la ciencia ficción nos ayuda a entender la realidad. Los conceptos ideados por los autores de narrativa de especulación pueden servirnos para entender la realidad en la que vivimos. Hoy quiero hablar del concepto de “singularidad”. La singularidad es aquel momento en el que una revolución de cualquier clase (normalmente la aparición de una superinteligencia artificial) hace imposibles las predicciones de futuro. En otras palabras: la singularidad lo cambia todo hasta el punto de que cualquier intento de saber lo que pasará al otro lado es cháchara inútil.

La noche electoral del 20 de diciembre de 2015 se produjo una singularidad política. Concretamente, pasamos de un sistema que era de facto bipartidista (con algunos partidos bisagra que nunca superaban los 10 escaños) a un sistema de cuatro partidos. Era previsible según las encuestas. Lo que nadie imaginaba era lo que íbamos a vivir después: incapacidad de formar gobierno y segundas elecciones en seis meses.

Ayer fueron esas segundas elecciones. Los resultados sorprenden y todo el mundo tiene su opinión de qué ha pasado. Hoy podremos leer muchos análisis de periodistas, politólogos y opinadores varios, donde se desgranará el futuro de nuestro país. Y ¿sabéis qué? Que yo voy a pasar de leerlos. No me interesa lo que opine ningún analista sobre el posible gobierno de Rajoy, el comportamiento futuro de Sánchez o la posibilidad de ir a terceras elecciones. Oh, estoy seguro de que habrá muy buenas ideas, pero me dan igual.

¿Y eso por qué? Muy simple: para analizar algo tienes que partir de algún sitio. Necesitas un marco de referencia en relación al cual hacer el análisis. Antes del 20-D ese marco de referencia estaba muy claro: un sistema donde el líder del partido que había logrado más escaños era investido presidente del Gobierno, tras un eventual pacto con IU o con los nacionalistas. Si gobernaba bien, volvería a ganar las elecciones; si no, lo haría el otro partido mayoritario. No había más. Era una base firme sobre la que realizar cualquier análisis porque era lo que había pasado siempre.

Pero ahora el marco se ha roto. Ya no existe. Hay cuatro partidos grandes, pero no hay ninguna suma de dos que dé mayoría absoluta salvo PP + PSOE. Todo análisis está equivocado porque parte de una realidad que ya no existe. Ojo, no culpo a los analistas de este fallo. No pueden hacer otra cosa: el marco de referencia antiguo ya no existe y el nuevo aún no ha nacido. Se necesitarán aún unas cuantas elecciones para que las predicciones empiecen a basarse en algo sólido.

Los primeros que no lo entienden, por cierto, son Mariano Rajoy y Pedro Sánchez. El comportamiento del líder del PSOE durante estos meses previos, con ese pacto que evidentemente iba a fallar, sólo puede comprenderse desde una lógica bipartidista. Sánchez parecía de verdad creerse que Podemos iba a abstenerse a cambio de nada, sólo por conseguir un Gobierno con el que negociar concesiones. Esa asunción no habría sido descabellada antes de la singularidad. Después de la misma, resultó ser una completa estupidez.

¿Qué va a pasar ahora? Nadie lo sabe o, en otras palabras, podría suceder cualquier cosa. A corto plazo, puede haber un segundo mandato de Rajoy facilitado por la abstención del PSOE y C’s, o podemos irnos a terceras elecciones. A medio, y suponiendo que Rajoy sea investido, podría suceder que cayera antes de que termine el mandato. A largo, Podemos podría desplomarse o acceder al Gobierno, y lo mismo con Ciudadanos. El PSOE puede reducirse hasta la irrelevancia o recuperarse después de un lavado de cara. La actual fortaleza del PP podría verse resquebrajada por transfuguismos y escisiones. Podría incluso descubrirse que todo ha sido un espejismo y volver al bipartidismo PP-PSOE.

Quizás hayáis pensado, al leer el listado anterior, que muchas de esas opciones jamás pueden darse. ¿Lo juraríais? ¿Apostaríais algo? Hace dos años, ¿os habríais creído los resultados del 20-D? Y el 20-D, ¿habríais podido llegar a imaginar los meses tan marcianos que hemos vivido, con investiduras fallidas y falsas dimisiones? Y hace tres días, ¿habríais considerado plausibles los resultados de ayer?

Una vez pasada la singularidad todo es posible. Predecir el futuro se vuelve un ejercicio incluso más fútil de lo normal. Así que mi consejo es que no lo intentes y que tampoco le hagas demasiado caso a quien te diga que puede hacerlo. Está tan perdido como tú, pero sabe expresarse mejor. A mi parecer ahora mismo sólo hay dos opciones: sentarse a mirar desde el cinismo cómo pasa el futuro o salir a la calle a hacer que suceda. Tú decides.




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viernes, 24 de junio de 2016

El último moderado

Se nota que se acerca el final de la campaña electoral. Los partidos están echando el resto para arañar algún voto de última hora. En el PP le están viendo los colmillos al lobo: parece bastante claro que van a bajar en escaños, y es muy plausible que Unidos Podemos y las confluencias superen al PSOE. Si este histórico partido se hunde a la vez que Ciudadanos sigue ascendiendo nos enfrentaríamos a un escenario aterrador para el PP: una izquierda unida y una derecha dividida.

El PP, evidentemente, no puede hacer nada para frenar el ascenso de Unidos Podemos. El electorado de este partido no sale de los mismos caladeros donde pesca el PP. Así que en Génova se han marcado una estrategia mucho más plausible: quitarle votos a Ciudadanos. Para ello han desempolvado la vieja táctica del doberman, que tan bien le ha venido al PSOE en varios momentos de su historia: “no seremos tu opción preferida, pero si no optas por el voto útil vendrán los otros, que son justo lo opuesto a ti”.

En política las palabras son importantes. ¿Qué término han escogido en el PP para denominar a esos “otros” que no pueden gobernar bajo ningún concepto? “Extremistas radicales”. Y ¿bajo qué nombre agrupan a Ciudadanos y a su propio partido? “Moderados”. El eslogan llama precisamente a “no dividir el voto moderado” y lo pide con una amenaza muy real: que Pablo Iglesias llegue a la Moncloa. Están acojonados y eso es muy divertido.

Pero detengámonos un poco en los términos que han elegido en el PP para denominarse a sí mismos y a sus oponentes: “moderados” y “extremistas”, respectivamente. No son términos desconocidos en la política española. No es la primera vez que fuerzas políticas designadas con tal nombre (o con uno similar) combaten por el Gobierno. En el siglo XIX, durante todo el reinado de Isabel II (1833-1868), los moderados y los exaltados pelearon en elecciones, pasillos y campos de batalla por mandar en el país. El término “exaltados” es menos identificativo, porque rápidamente se sustituyó por “progresistas”, pero no sucede lo mismo con la otra palabra. Si en el siglo XXI te identificas como “moderado” estás reclamando, de alguna manera, la herencia de los moderados decimonónicos.

¿Y quiénes eran esos “moderados”, entonces? ¿De qué clase de personas está declarándose heredero el PP? ¿Qué características tenía ese partido? Vamos a verlo:

-     Conservador: los moderados eran conservadores. Políticamente creían en la soberanía compartida entre el rey y la nación, lo que quería decir que el Congreso de los Diputados se elegía por sufragio y el Senado por voluntad del rey. Por supuesto, ese sufragio no era universal, pero incluso en una época donde nadie defendía ni siquiera que votaran todos los hombres, los moderados planteaban unos criterios muy altos para acceder a este derecho.

-     Autoritario. En el siglo XIX español la política estaba dominada por los generales, y los moderados no iban a ser una excepción. Narváez, la cabeza visible de este partido durante casi toda su existencia, era general, y eso se notaba en la forma en que dirigía el país. Nadie tosía al gran hombre, que ordenaba fusilamientos y represión sin que le temblara la mano. Bajo su mando se redactó la Constitución de 1845 (cuya declaración de derechos remitía, para fijar el contenido concreto de los mismos, a lo que dijera una ley posterior) y se fundó la Guardia Civil.

-       Religioso. Los progresistas también lo eran, cierto, pero lo de los moderados era excesivo. De hecho, entre sus filas había tradicionalistas como el conde de Clonard, conocido por ser el presidente del Gobierno con el mandato más corto de la historia de España: le nombraron un día y dimitió al siguiente. Con los moderados se firmó también un concordato por el cual España, en disculpa por la desamortización, se obligaba a mantener a la Iglesia.

-       Capitalista. Los moderados eran librecambistas puros: nada de leyes que interfirieran en el sagrado mercado. Sus impuestos favoritos eran los indirectos, que gravan por igual a todo el mundo, es decir, que duelen más a los que menos tienen.

-       Anticonstitucional. Iba a poner “antidemocrático”, pero en aquella época la forma de gobierno no era democrática. A lo que me refiero es a que era incapaz de soltar el poder. Los moderados gobernaron en España desde diciembre de 1843 hasta julio de 1854, aunque entre ellos se ponían zancadillas. En 1854 una revolución armada les obligó a pasar a la oposición durante dos años. En 1856 volvieron a tomar el poder con la fuerza. Desde entonces se alternaron con la Unión Liberal, un partido de centro creado en la época: el objetivo era siempre excluir a los progresistas del poder.

¿Cómo hacían los moderados para mantenerse en el poder de forma permanente? Usaban cualquier truco que estuviera a su alcance, pero sobre todo empleaban la corrupción electoral. El moderado Posada Herrera tiene el honor de haber convertido en un arte el fraude en las elecciones: puso a los caciques locales a trabajar para su partido, de tal manera que en su despacho de Madrid se decidía quién salía diputado. Con decir que le llamaban “el gran elector”…



Es con estos prohombres con los que se identifica el PP cuando reclama el nombre de moderado. Por supuesto, no todos los miembros de este partido responden a estas cinco líneas ideológicas que he esbozado. Pero si hay uno que lo hace ése es Jorge Fernández Díaz, un hombre que podría decirle al general Narváez “aparta, que tú no sabes”.

Estamos en el siglo XXI. Ya no se puede defender el sufragio censitario ni manipular las elecciones de forma masiva. Pero se puede seguir siendo conservador, autoritario, religioso y capitalista. Y desde luego se pueden buscar otras formas de no soltar el poder. Últimamente hemos podido escuchar una conversación (por supuesto descontextualizadísima) donde el señor ministro de Interior manda buscar trapos sucios de miembros de la oposición. Él se compromete a darles forma legal y a iniciar investigaciones y procedimientos.

No es la primera vez que pasa algo así. Durante esta legislatura ha sido tónica común que aparecieran informes policiales contra Podemos, sin firma ni sello, que se filtraban a la prensa. Hay quien está hablando incluso de una “gestapillo”, un grupo de policías adictos al PP que fabricaban lo que hubiera que fabricar contra rivales políticos. Esto es lo más parecido a manipular una mayoría parlamentaria que se puede hacer en la España de 2016. Es ilegal, antidemocrático y ajeno a toda lealtad institucional. Pero sirve para desinflar a la oposición, es decir, para mantener al PP en el Gobierno.

Todavía no estamos en un momento adecuado para que el Gobierno derrotado en unas elecciones use al Ejército para mantenerse en el poder, así que podemos hacernos la pregunta: ¿le va a pasar factura al PP el empleo de las cloacas del Estado con objetivos electorales? Yo creo que a nivel de votos no. El que va a votar al PP después de demostrarse que está corrupto hasta la médula no va a dejar de hacerlo porque se destape más podredumbre. Si a 20 de junio tu voto iba a ir al PP es que ya te da igual ocho que ochenta. Pero puede servir, aún más, para aislar este partido de cara a los pactos posteriores. Sobre todo si lo sumas a la propia campaña de “no dividir el voto moderado”, que ataca directamente a Ciudadanos.

Sí, el PP está cada vez más solo. No creo que a Rajoy eso le importe mucho. El presidente del Gobierno, igual que lo hizo en su momento Narváez, se ha identificado con el Estado. Aunque todo se vaya a la mierda, nada se hará sin que él lo mande. Puede que surja la oposición, que haya manifestaciones en las calles, que reciba varapalos judiciales o que la economía se siga hundiendo. Da igual. Siempre quedará la maquinaria de mierda dirigida por su leal amigo Jorge Fernández Díaz, el Posada Herrera del siglo XXI, el hombre que encarna como nadie los valores que gobernaron España durante los años de Narváez. El último moderado.







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miércoles, 22 de junio de 2016

Mesas electorales II. ¿Por qué no van los parados?

Que te toque mesa electoral es una obligación fastidiosa. Vamos a reconocerlo: a nadie le gusta estar 12 horas sentado en una mesa más dos o tres de recuento, aunque sea a cambio de 60 euros. Así que no es raro encontrarse en Internet quejas muy amargas procedentes de los que han tenido que sufrirlo. Algunas son puras explosiones de bilis, mientras que otras son verdaderamente divertidas. Vamos a analizar hoy algunas de ellas.

Hay, por ejemplo, quejas que se refieren a la limpieza del sorteo. Encuentras incluso a personas diciendo que es todo mentira, que no existe tal sorteo porque a ellos les ha tocado muchas veces. Que piensas “claro, es que en tu Ayuntamiento hay una conspiración para molestarte y que pierdas un domingo cada cuatro años”. Estas quejas, que se han convertido en un lugar común, no dejan ver que el número de personas afectadas por esta anomalía es más bien escaso.

Aun así, ¿por qué algunas personas salen mucho en los sorteos y otras tienen la suerte de que no las llamen nunca? Es sencillo: cada sorteo es un suceso independiente de los demás. Haber salido en uno no reduce la probabilidad de que te toque en los siguientes. Además, se realizan muy pocos sorteos: en condiciones normales, uno cada cuatro años para las generales, uno cada cuatro años para las autonómicas y municipales y uno cada cinco años para las europeas. Si tuviéramos elecciones cada semana no dudo de que todos acabaríamos por disfrutar de la experiencia de estar en una mesa electoral. Como no es así, pasan estas cosas.

Consideremos también la estructura demográfica de la población española. Hay muchos pueblos pequeños: en 2015 había 1.238 municipios de menos de 100 habitantes y 2.659 municipios con entre 101 y 500 habitantes. Si como mínimo hay una mesa por municipio, no es tan raro que un habitante de dichos pueblos reciba la citación tres o cuatro veces en toda su vida. Más aún cuando para ser presidente se requiere tener el Bachillerato o una FP de segundo grado, lo que restringe aún más el círculo. Incluso en municipios más grandes, hay que tener en cuenta que los miembros de cada mesa se eligen de entre los votantes de la misma, y en cada mesa vota un máximo de 2.000 personas. En conclusión: si te toca varias veces durante tu vida no es que tengas mala suerte o haya una conspiración contra ti. Es completamente normal (1).

Otro de los argumentos comunes al hablar de este asunto es una especie de enmienda a la totalidad al sistema de mesas electorales, que va acompañado de la exigencia de que sea cierto colectivo el que se encargue de las mismas. Lo he oído con voluntarios y con funcionarios, pero su formulación más común es “¿por qué no las forman con parados? Ellos no tienen nada que hacer y les vendría bien el dinero”. Esta última versión me parece especialmente despreciable, porque deja implícita la idea de que si no tienes un trabajo productivo estás a disposición de los demás. ¿Por qué un trabajador o un empresario tienen derecho a estar cansados un domingo o a no querer contribuir con el sistema y un parado no? ¿Por qué vale menos el tiempo de éstos (2)? 

En cuanto a lo de que a los parados “les vendría bien el dinero”, esta parte del argumento implica darle la vuelta a la realidad. Los trabajos cívicos, como ser parte de una mesa electoral o de un jurado, son obligaciones legales. El Estado se obliga a remunerarlos para que no sean demasiado gravosos, pero su sentido no es repartir dinero en forma de dietas de 60 €. Al contrario: se trata de deberes que se imponen para fomentar la participación y la limpieza de los asuntos públicos.

Menciono específicamente la limpieza, porque es vital en unas elecciones. El objetivo de celebrar comicios es que salga un Parlamento representativo de las preferencias populares, según han sido expresadas mediante los votos. Las mesas electorales son los órganos ante los que se emiten dichos votos. Recordemos que, entre otras cosas, el presidente es quien admite a los interventores de los partidos (artículo 82.1 LOREG), ordena que se suspenda la votación si no hay papeletas de alguna candidatura (artículo 84.4) y conserva el orden en el local electoral (artículo 91.1) y fuera de él (artículo 93). En cuanto a la mesa, puede decidir por mayoría denegarle el voto a un elector (artículo 85.4) y resuelve las impugnaciones que se hagan contra el escrutinio (artículo 97.2). Vamos, que formar parte de una mesa electoral no es una tontería: es un cargo administrativo de importancia, aunque su mandato se limite a un día (3).

Ahora imaginemos que no se formaran por sorteo. Pongamos a los parados en las mesas. Los parados son personas que, con gran probabilidad, tienen problemas económicos. Si son de larga duración, puede que no sepan de dónde van a sacar la comida de la semana siguiente. Son más susceptibles a la corrupción, y ésta puede hacerse a menor precio que con alguien que tenga la subsistencia asegurada. Evidentemente no significa que todos los parados vayan a corromperse en cuanto les ofrezcan 10 € por voto enemigo que logren anular, pero es introducir un riesgo innecesario en el sistema. 

Segundo supuesto: que sean voluntarios. Esto parece una solicitud plausible: que se encarguen del tema quienes quieran encargarse. Pero a la hora de diseñar una institución hay que malpensar un poco. ¿Qué clase de personas perderían su domingo para estar 12 horas en una mesa electoral? Se me ocurren dos categorías: gente que necesite el dinero (volvemos al problema de los parados) y miembros de los partidos políticos que deseen hacer méritos. No quiero que el órgano ante el cual voto tenga ese sesgo ya de entrada.

¿Habría gente altruista que se apuntaría por curiosidad, interés o puro amor a la democracia? Por supuesto, pero España es un mal país para jugarlo todo a esa carta: el cinismo hacia la democracia y el desencanto hacia lo público permean toda nuestra cultura. Por desgracia, no somos un país que tenga por costumbre valorar o cuidar lo común. Así que abriendo las mesas a voluntarios estás incentivando la entrada de personas que comprometen la neutralidad de la mesa.

Hay otra razón por la cual me disgusta la idea de los voluntarios. Es difícil de explicar, porque se refiere al “clima mental” que se genera en ambos tipos de mesa. Si el órgano se forma aleatoriamente, todos los miembros van con la idea de que están ahí para cumplir un deber cívico desagradable pero necesario. Se genera un clima favorable al acuerdo, al razonamiento y al diálogo: lo que se llama la “mano intangible” (4). Nadie tiene un interés personal en las elecciones, y si alguien lo tiene (en el sorteo le toca, por ejemplo, a un simpatizante de X partido) no queda bien que lo exprese. El hecho de estar todos allí de manera forzada obliga a todo el mundo a ser razonable y a contemporizar. El resultado favorece la neutralidad de la mesa y la limpieza del proceso.

Si los componentes de la mesa son voluntarios, te cargas ese incentivo. Si yo voy a la mesa por dinero o por trepar en mi partido no tengo demasiadas razones para ser razonable o para que me preocupen las irregularidades que se cometan delante de mí. La opinión de los demás me da igual: yo lo que quiero es, o bien cobrar e irme a mi casa, o bien que mi jefe en el partido me felicite. Además, sé que todos en la mesa están igual: cada quien ha venido porque ha querido, por sus propias razones. La camaradería inicial de “estamos todos aquí forzados, vamos a llevarnos bien”, desaparece. La neutralidad de la mesa se resiente, y esto afecta a la limpieza del proceso.

Y tercer supuesto: que las mesas las formen funcionarios del Ayuntamiento o los concejales del mismo. Esta opción nos arroja de nuevo al siglo XIX, donde esta clase de composición era la base del caciquismo electoral: las mesas las presidía el alcalde o alguien nombrado por el mismo y el resto de miembros eran voluntarios elegidos en el momento. En municipios grandes no pasaría nada, pero en los pequeños es campo abonado para la corrupción. De todas formas, tampoco voy a dedicar más espacio a esta propuesta porque es sin duda la que menos popularidad tiene.

Evidentemente, los actos de la mesa electoral son recurribles. Ninguno de los males que pudiera causar una composición sesgada sería, en principio, irreparable. Pero los órganos administrativos y judiciales que deciden sobre estos temas tienden a no anular la elección hecha en una mesa salvo que la irregularidad sea muy grave. Y el problema no es tanto ése como el desaliento que puede producir. Si empiezan a salir corruptelas flagrantes en las propias mesas electorales y vemos que no se hace nada contra ellas, el desencanto hacia el sistema crece. 

Termino con una conclusión: a la hora de proponer cambios en las instituciones hay que pensar con un poco de malicia. El futuro no podemos conocerlo, pero a estas alturas deberíamos saber algunas cosillas sobre la naturaleza del ser humano y sobre el país en el que vivimos. El ser humano es corruptible y, además, vivimos en un país donde la corrupción campa a sus anchas. Hay que dejarle el menor espacio posible, sobre todo si hablamos de la limpieza en unas elecciones.

Lo que no puede ser es quejarse de lo mala que es la democracia española (que lo es) y luego proponer medidas para empeorar aún más su calidad. Cualquier alternativa a la selección aleatoria de los miembros de la mesa electoral es una puerta abierta a la manipulación del proceso. Sí, con el azar pueden entrar en las mesas electorales personas autoritarias, cerriles, sesgadas a favor de un partido, corruptibles por cuatro duros o directamente gilipollas. Pero al menos esas características no se incentivan.

Ningún sistema construido por humanos está hecho a prueba de la corrupción o de la mala fe, pero tenemos que acercarnos todo lo que podamos. Y, por favor, miremos un poco más allá del propio ombligo. Puede que no te guste formar parte de una mesa electoral, pero el hecho de que ésta esté compuesta por personas escogidas al azar, que más o menos representen al conjunto de la sociedad y que no tengan un interés personal ni un incentivo económico para manipular los resultados es muy importante para la calidad de la democracia.




(1) Si estás en esta situación, recuerda que según el artículo 2.2.7ª de la Instrucción 6/2011 de la Junta Electoral Central, puedes excusarte si te ha tocado tres veces en los últimos diez años.

(2) Iba a decir que el tiempo de los parados no es "tiempo libre" porque pueden estar estudiando, haciendo trabajos de cuidados o subsistiendo con un trabajo en B, pero me he contenido a tiempo. Reivindiquemos el tiempo libre. El descanso y el ocio son placenteros y necesarios, no algo menor que pueda ceder ante cualquier necesidad importante.

(3) En el corrupto siglo XIX español, esto se lo sabían perfectamente. Los actos de corrupción electoral empezaban siempre por asegurarse la lealtad de la mesa.

(4) Concepto acuñado por el filósofo político Philippe Petit. La mano intangible se basa en la idea de que nadie quiere ser expuesto a la vergüenza ni al ridículo. Cuando desempeñamos un deber y existe la posibilidad de otras personas valoren la forma en que lo hacemos (lo cual, en una mesa electoral, sucede de manera inmediata), tendemos a comportarnos de manera legal y razonable. La mano intangible no sustituye las sanciones legales pero las complementa.



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sábado, 18 de junio de 2016

Mesas electorales I. ¿Por qué pueden obligarme a ir?

Las elecciones, como todo en esta vida, tienen su ritual. Igual que no hay Navidad sin pesado quejándose de las fiestas (1) ni protesta antitaurina sin listillo diciendo que si no te gusta no vayas, no hay comicios que no tengan a gente protestando porque les ha tocado formar parte de la mesa electoral. Se trata de algo que ya tenemos asumido: si te llega la cartita de la mesa, mejor no hagas planes para el día de las elecciones porque vas a tener que pasártelo en el colegio. Sin embargo, si lo miramos con atención, es un poco extraño. Al fin y al cabo, las mesas electorales son una forma de trabajo obligatorio. ¿Por qué algo así es legal?

Empecemos por el principio. En España, como en cualquier país que respete los derechos humanos, están prohibidos los trabajos forzados: así lo declara el artículo 25.2 CE (2). Podrían decirme que este precepto sólo prohíbe que las penas consistan en eso. Es cierto, pero aun así sostengo que hay una prohibición general del trabajo obligatorio. ¿En qué me baso? En un argumento a fortiori: si no podemos obligar a un condenado a trabajar, con menos razón aún podremos forzar a quien no ha sido condenado.

Sin embargo, ante esta regla general hay excepciones. Se me ocurren tres formas, aparte de las mesas electorales, en que el Estado español te puede obligar a trabajar: el servicio militar obligatorio (y la correlativa prestación social sustitutoria), la participación en un jurado y las prestaciones personales en materia de Hacienda (3). Las tres están previstas en la Constitución: el artículo 30.2 permite establecer un servicio militar, el 125 menciona la institución del jurado y el 31.3 ampara las prestaciones personales tributarias.

¿Y los tratados internacionales sobre derechos humanos? Bien, gracias. El artículo 4 CEDH y el artículo 8 PIDCP prohíben los trabajos forzados, pero ambos establecen cuatro excepciones: el trabajo penitenciario, el servicio militar, las obligaciones en caso de emergencia o calamidad y “todo trabajo o servicio que forme parte de las obligaciones cívicas normales”. Aquí es donde se enmarca la facultad del Estado de ponerte durante 12 horas en una mesa electoral. La Constitución española, por cierto, recoge esta posibilidad en el artículo 30.3, que permite que se establezca “un servicio civil para el cumplimiento de fines de interés general”.

Solemos hablar (por la cuenta que nos trae) de los derechos que tenemos en una democracia, pero se nos olvida que esos derechos tienen aparejados deberes. Estos deberes no siempre son obligaciones de dar (como los impuestos) sino que a veces lo son de hacer (como las mesas electorales o los jurados). Éstas están mucho más limitadas, pero existen y son necesarias para que el sistema se mantenga. Además, son una forma de que la ciudadanía participe en el sistema.

Por otra parte, el deber de participar en una mesa electoral no es nunca absoluto. El artículo 26 LOREG establece requisitos de edad y de instrucción: es necesario tener menos de 70 años (aunque los mayores de 65 pueden excusarse sin más) y saber leer y escribir (el presidente de la mesa debe tener, además y como mínimo, el Graduado Escolar). ¿Cómo se comprueba este requisito? Pues porque los sorteos no los realizan las autoridades electorales, sino los Ayuntamientos, y es más probable que ellos conozcan cuáles de sus vecinos saben leer y escribir (4).

Los miembros de la mesa se eligen mediante sorteo. A los designados se les manda a casa la citación con un manual de instrucciones sobre el trabajo. Cuando llega esa carta empieza la lucha por librarse. La decisión corresponde a la Junta Electoral de Zona (hay una por cada partido judicial), pero en 2011 la Junta Electoral Central dictó una instrucción para unificar criterios. No se trata de una lista exhaustiva, sino de una serie de supuestos donde la excusa es admisible.

Hay algunos casos donde la excusa es automática, como tener una incapacidad permanente y absoluta, estar encerrado en un centro penitenciario, ser madre lactante o cuidar de menores de 8 años. Hay otros donde depende de las circunstancias del caso, y aquí se mencionan excusas como ser monja de clausura, vivir en una Comunidad Autónoma distinta a la del padrón, tener un evento familiar inaplazable, trabajar en servicios esenciales para la comunidad (sanitarios, bomberos…) o ser el protagonista de un acto público que no puede cancelarse sin causar graves perjuicios económicos. Desde 2014 también es excusa haber participado en mesas tres veces en los últimos diez años.

¿Y no ir sin justificar que concurre una excusa válida? Pues es delito, castigado hasta con penas de cárcel, aunque probablemente sólo te acabe cayendo una multa. Lo peor es liarte a juicios y acabar con antecedentes penales por esta chorrada, así que mi consejo es que no intentes tonterías leídas en Forocoches (5) y, si no te admiten las excusas, vayas. Además, los miembros de la mesa reciben dietas y tienen derecho a una reducción de jornada de cinco horas al día siguiente de la votación.

Termino ya. He expuesto muy por encima algunas cuestiones jurídicas sobre las Mesas electorales. En la próxima entrada hablaremos de las quejas del estilo “¡me han llamado siete veces y a mi primo ninguna!” y “¿pero por qué no convocan a los parados?” Esta última tiene que ver con algo que no he tocado en este post: ¿por qué formar parte de las mesas es un deber ciudadano? ¿Por qué no formarla con funcionarios o con voluntarios?




(1) Puesto que yo ocupo con mucho gusto todos los años.

(2) Es cierto que existe una pena de trabajos en beneficio de la comunidad, pero se trata de una sanción optativa, que el condenado puede elegir en lugar de ir a la cárcel o de pagar una multa.

(3) Por ejemplo, ¿sabías que si vives en poblaciones de menos de 5.000 habitantes pueden imponerte la obligación de trabajar en obras públicas? Es una forma de que los Ayuntamientos pequeños puedan levantar sus cargas.

 (4) Pienso sobre todo en pueblos pequeños.

(5) Documentándome para esta entrada leí consejos maravillosos, como que te declares anarquista y afirmes que vas a tratar de invalidar el resultado de la Mesa salga lo que salga.


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martes, 14 de junio de 2016

El Santo Coño y Rita Maestre

Es tranquilizador ver cómo las cosas vuelven a su lugar. Hace unos meses nos hicimos eco de la sentencia que condenaba a Rita Maestre por un delito de profanación, resolución absurda donde las haya. Aún no ha salido la previsible sentencia de apelación, pero sí se ha resuelto otro caso. No ha armado mucho revuelo en prensa, pero la querella contra las porteadoras del Santísimo Coño Insumiso ha sido archivada sin más alharacas.

Es una victoria para la libertad de expresión y, como digo, una vuelta a la normalidad. Los delitos de escarnio a las creencias religiosas (del que acusaban a las porteadoras del Coño) y de profanación (por el que fue condenada Maestre) son casi inaplicables. Salvo casos como el de Maestre los jueces topan sistemáticamente con un problema: la ley exige, para condenar, un ánimo específico de ofensa. Es decir, los hechos se tienen que realizar para ofender. Si se realizan con otro objetivo (señaladamente con intención de criticar a una confesión o denunciar sus excesos) ya no procede la condena. En esos casos puede haber ofensa, e incluso el autor del hecho puede desearla para lograr propaganda o repercusión, pero no es el objetivo principal.

Ése es precisamente el razonamiento que sigue el auto que absuelve a las porteadoras del Santísimo Coño. No es un auto muy largo ni lo argumenta con mucha profusión. Por un lado reconoce que el tipo penal de escarnio protege la libertad religiosa (1), que es un bien jurídico que merece tutela. Pero por el otro, recuerda que la libertad de expresión es un derecho fundamental del mismo rango que la libertad ideológica (2). Hay que contrastarlos y ponderar.

¿Qué es lo que sucedió en el presente caso? Cedo la palabra a su señoría: “Las investigadas promovieron y participaron en una manifestación el día 1 de mayo de 2014 que discurrió por algunas calles de Sevilla portando lo que al parecer simula una “vagina”, mientras gritaban frases como “La Virgen María también abortaría”, observándose como llevaban unos velos negros, simulando ir vestidas de mantilla ante una procesión con signos o notas católicas”. Al margen de que confunda la vagina con la vulva, lo que refleja son hechos que en principio serían un caso claro de escarnio: parodiar una procesión religiosa sustituyendo la imagen santa por un coño y las saetas por lemas feministas.

Y aun así la jueza manda archivar. ¿Por qué? Por lo que decíamos más arriba: el ánimo de ofender “debe inferirse del conjunto de las circunstancias de hechos objetivas”. Y aquí no se infieren, porque “las investigadas intentaron exteriorizar en la manifestación opiniones contrarias o discrepantes con la Iglesia Católica y con el fin de apoyar los derechos laborales de la mujer” en la manifestación del 1º de mayo. ¿Había burla? Puede, pero en ese caso fue un correlato de una protesta, no la razón por la que se sacó el Santísimo a la calle. Y culmina su señoría: “El no creer en los dogmas de una religión y manifestarlo públicamente entra dentro de la libertad de expresión”.

Como digo, el auto no está particularmente bien argumentado, pero tampoco lo necesita. El razonamiento es evidente para cualquiera que lea los preceptos legales implicados y los interprete con un poco de conocimiento. Podrá discutirse si estos artículos son o no son adecuados, pero con el derecho vigente ésta es la única solución posible a la práctica totalidad de casos de escarnio o de profanación.

Entonces, si esto es así, ¿por qué Rita Maestre fue condenada hace unos meses? Los hechos que se le imputan (y que la jueza le atribuye, con una interpretación bastante discutible de la coautoría) son muy similares: una irrupción burlona y provocadora, aunque no violenta, en lo que podríamos llamar “cosas de la Iglesia”: entrar en una parroquia a vocear lemas feministas y a escandalizar, fuera de las horas de culto. El derecho aplicable (el tipo de profanación) es virtualmente idéntico al delito de escarnio: herir los sentimientos religiosos con ánimo de ofensa. ¿Entonces?

Quizás la diferencia esté en el lugar de comisión, ¿no? Que en la calle puedes parodiar lo que quieras y en una iglesia no. Mucha gente podría decir, de forma intuitiva, que la distinción está ahí. Pero no termino de tragármelo, porque en ninguna parte de la Constitución dice que la libertad de expresión cese a las puertas de unos locales particulares que se llaman “templos”. La razón por la cual puede exigirse respeto hacia dichos establecimientos es porque se trata de los lugares donde preferentemente se ejerce la libertad religiosa. Cuando no hay ninguna ceremonia en marcha, como no la había en el momento en que Maestre y su grupo entraron en la capilla, un templo no es más que un local como cualquier otro.

Alguien podría rebatirme con el texto del artículo 524 CPE, que regula el delito de profanación. Si tan poco especiales son los templos, ¿cómo es que la profanación se castiga cuando se produzca en templo o lugar destinado al culto? Para empezar, se me ocurren razones de orden práctico, como por ejemplo impedir que una confesión consagre a su dios los bancos de las calles y denuncie por profanación a quien se siente en ellos. También está el hecho de que los objetos sagrados normalmente se guardan en los templos, por lo que la mención es reiterativa: una profanación, generalmente, se dará en un templo. Es decir, que la mención a esta clase de locales obedece a motivos pragmáticos, no a un respeto a su supuesto carácter religioso que impida el ejercicio de la libertad de expresión (3).

Entonces la pregunta sigue sin contestar: ¿qué diferencia el caso de Rita Maestre del caso del Santo Coño? Quizás la respuesta sea tan simple como que dos jueces diferentes dan dos soluciones diferentes a dos casos muy similares. Los jueces no son máquinas a las que les das los hechos y te dan la solución siempre igual. Son seres humanos con sus prejuicios y su ideología. Mucha gente tiene la idea de que las iglesias son lugares “especiales” o “sagrados” aunque uno no sea católico, y que no es lo mismo un delito cometido en ellas que ese mismo delito (o uno similar) cometido fuera. Quizás la jueza del caso de Rita Maestre fuera una de estas personas, y eso le llevara a dar una solución extraña a un caso que pedía a gritos absolución.

Todos los análisis jurídicos están impregnados con la ideología de sus autores. Alguien con buena fe tratará de adoptar un punto de vista lo más objetivo posible, pero ello no es posible. Además, la presunta objetividad tampoco es tal: si logras librarte de tus prejuicios personales, tendrás que interpretar el Derecho a la luz de los prejuicios e ideas del legislador. En definitiva, que la ley tampoco es imparcial: la han hecho unas Cortes con una determinada correlación de fuerzas a instancias de un Gobierno con una ideología concreta.

¿Es algo malo esta variabilidad? Eludo la pregunta y la contesto a la gallega: ¿malo con respecto a qué escala de valores? A mí me parece que, bueno o malo, es algo que no podemos eludir. Somos seres humanos distintos, pensamos diferente, no somos copias los unos de los otros. Es lo que hay, y haríamos bien en no olvidarlo. Por mi parte, espero que los jueces que van a juzgar al Santo Chumino Rebelde de Málaga sean de la escuela de la que archivó el caso de Sevilla.






(1) Lo cual en realidad es falso, porque lo que protege (según deja bastante claro el propio Código Penal) son los sentimientos religiosos. Esto es importante porque, mientras que es bastante lógico proteger penalmente un derecho fundamental como la libertad de conciencia, no lo es tanto usar normas legales para castigar los ataques a sentimientos. Pero bueno, aceptaremos pulpo como animal de compañía.

(2) Esto es un punto muy importante de la teoría de los derechos fundamentales: no hay rangos entre los derechos humanos. Todos derivan de la dignidad humana, por lo que son todos iguales.

(3) De hecho, el propio artículo 524 CPE castiga también la profanación cuando se realice en “ceremonias religiosas”, estén estas dentro o fuera de templos.



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jueves, 9 de junio de 2016

Grabar a policías

Llevamos dos entradas hablando de abusos policiales, concretamente del famoso “All cops are bastards” y de la infracción de desacato. Al hilo de este último post, una persona me pidió que escribiera sobre la famosa prohibición de grabar a policías en el ejercicio de su trabajo. Así que vamos a ello. Lo enfocaremos desde una perspectiva muy práctica: ¿tienen derecho los agentes de policía a impedir que les graben o a sancionar a quienes lo hagan?

Empecemos por el principio, es decir, por la Constitución. El artículo 18 de la misma establece tres derechos que están íntimamente conectados. Se les suele llamar “bienes de la personalidad” y son el derecho al honor, el derecho a la intimidad y el derecho a la propia imagen. El primero es el derecho a no sufrir vejaciones ni insultos, el segundo delimita una esfera de privacidad en la que nadie puede inmiscuirse y el tercero establece que cada persona puede controlar lo que se hace con las fotografías o grabaciones en las que sale. Es decir, que en principio cualquier persona (policías o no) puede prohibir que se tomen imágenes de su persona.

La norma que regula los bienes de la personalidad es la Ley Orgánica 1/1982. Se consideró necesario meter los tres derechos en una misma norma por esa conexión tan íntima que mencionaba y por otra característica en común: normalmente quien los vulnera es un particular, no el Estado. Las normas que regulan otros derechos fundamentales (libertad religiosa, de reunión, de asociación) suelen ser leyes de carácter administrativo, centradas en la relación entre los poderes públicos y los ciudadanos: cómo inscribir una confesión religiosa en un registro, plazos para comunicar una manifestación, etc. La Ley Orgánica 1/1982, por el contrario, es una norma civil, que regula las relaciones entre particulares.

Insisto tanto en esto porque, antes de la Ley Mordaza, ésta era la mejor vía que tenía un agente de policía para ir a por alguien que le había grabado. Y el hecho de que la LO 1/1982 fuera una norma civil implica varias cosas: que el que decidía era un juez (un tercero neutral), que el agente iba al juicio como todo hijo de vecino y que lo máximo que podía caerle al infractor era el pago de una indemnización, no una sanción. Algo de poca entidad, en definitiva.

De hecho, normalmente quien grababa a un policía solía salir impune. ¿Por qué? Porque el artículo 8.2.a de la norma que venimos citando dice que el derecho a la propia imagen no impide su captación o reproducción “cuando se trate de personas que ejerzan un cargo público o una profesión de notoriedad o proyección pública”, siempre que la imagen se capte en lugares abiertos al público. Esta excepción es la que permite que la cara de los políticos, artistas y famosos aparezca todos los días en los periódicos. Y es la que permitía grabar a policías.

Podría haber alguna duda a este respecto. Al fin y al cabo, ¿un policía cuadra en el concepto de “cargo público”? Puede cuestionarse, pero la jurisprudencia decía que sí. Los términos “cargo público” y “profesión de notoriedad o proyección pública” deben entenderse en sentido amplio. Así se dice, por ejemplo, en la STS 241/2003, que precisamente habla de una sargento de policía cuya foto fue reproducida en un periódico para ilustrar una noticia sobre un desalojo violento en el que había participado.

Además, ¿cuáles eran los casos litigiosos? Aquellos donde se grababa violencia por parte de la policía. Estos excesos solían darse en hechos que por sí eran noticiosos, como manifestaciones o la aludida resistencia a un desalojo. Es decir, que aunque le negáramos el carácter de “cargo público” a los policías, tendríamos que afirmar que la suya es una “profesión de notoriedad y proyección pública”, al menos en determinadas ocasiones.

La situación era más o menos ésa hasta la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana de 2015. Ésta tipifica como infracción grave (multa de 601 € a 30.000 €) “el uso no autorizado de imágenes (…) de autoridades o miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad” (artículo 36.23). Este uso será sancionable siempre que se cumpla el requisito más abierto del mundo: que pueda poner en peligro la seguridad de los agentes, la seguridad de las instalaciones protegidas o el éxito de una operación. No se exige que ponga en peligro esos bienes jurídicos, no, sino que los pueda poner. Ah, y ahora sí estamos ante una norma administrativa, por lo que quien decide si existe esa posible puesta en peligro es la Administración, no un juez.

La LOSC no castiga la captación de dichas imágenes, sólo su uso. Es decir, que la Policía no puede prohibirte grabar una de sus actuaciones en un lugar público. En teoría, deberían esperarse a que las imágenes estuvieran ya en Internet o en un periódico y entonces incoar el expediente sancionador. En la práctica, dado que ni los agentes ni los ciudadanos conocen bien la ley, pueden fiarse de su bravuconería. “Como sigas grabando te cae una multa de 30.000 € por la Ley de Seguridad Ciudadana” es una amenaza lo suficientemente grave como para que cualquiera apague la cámara.

Incluso, si los agentes se ponen chulos, podrían usar la amplia discrecionalidad que les concede el artículo 18 de la misma norma para requisarte el móvil o la cámara. Este precepto permite a los agentes “practicar las comprobaciones en las personas, bienes y vehículos” que sean necesarias para impedir que se porten objetos que puedan usarse para la alteración de la seguridad ciudadana. La redacción del artículo piensa más en armas que en teléfonos móviles, y quizás si reclamas te darían la razón al final, pero sería meterse en un carrusel de quejas, recursos y papeleo en el que nadie quiere estar.

La Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana, en definitiva, lo que hizo fue mover esta cuestión del ámbito civil al administrativo, concediéndole a la Administración competencias exorbitantes, y dándole de regalo una redacción tan ambigua que permite meter cualquier cosa en ella. Pero vamos, que no es represión, que es garantizar la seguridad de los pobres agentes de policía agredidos por vídeos de YouTube. Nos quejamos por nada, ¿eh? Si es que somos unos exagerados.



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viernes, 3 de junio de 2016

El nuevo desacato

En la entrada anterior tratamos el tema de la chica a la que dos policías denunciaron por llevar un bolso sobre gatos. Lo llamábamos burorrepresión y decíamos, de pasada, que ahora es más fácil castigar a la gente por faltar al respeto a agentes de policía. En esa entrada no quise extenderme sobre el tema, así que lo haré ahora.

Para empezar, una precisión: voy a referirme a esta infracción como “desacato”. Es un nombre anacrónico y poco preciso, por las razones que diré, pero tiene la virtud de ser corto. La conducta que se sanciona está descrita como “falta de respeto y consideración cuyo destinatario sea un miembro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en el ejercicio de sus funciones”, y no hay manera de resumir eso de forma que pueda decirse bien. Así pues, usaremos “desacato”.

Antes de la reforma penal y de seguridad ciudadana de 2015 (más conocida como Ley Mordaza), el desacato era una falta penal. Estaba prevista en el artículo 634 CPE, donde también se castigaba la desobediencia leve a la autoridad. La pena era una multa de diez a sesenta días (1). El hecho de que fuera una falta penal es importante, porque la sanción la imponía un tercero imparcial, sin interés en el conflicto: un juez penal. Ante ese juez el denunciado tenía presunción de inocencia.

Esta falta penal era poco aplicable. En Madrid, por ejemplo, los tribunales entendían que no tenía sentido que, en una democracia, la ley castigara la mera falta de respeto a la autoridad. El artículo 634 CPE estaba entre las infracciones contra el orden público, y el orden público no se ve afectado por el hecho de que yo llame gilipollas a un uniformado. Así que la Audiencia Provincial de Madrid decía que no se infringía el artículo 634 CPE si el acusado no había conseguido paralizar la actuación policial. En otras palabras, el “desacato” del artículo 634 CPE no era más que una modalidad de resistencia a la autoridad.

Por eso he dicho que el nombre "desacato" no le cuadra bien a la figura, porque la jurisprudencia, haciendo una interpretación a mi juicio correcta, conectaba la conducta de falta de respeto con la de desobediencia leve. Los insultos sólo serían sancionables si eran parte de una conducta mayor, de resistencia a la autoridad, que consiguiera evitar la acción policial. Si esa conducta no se producía, los agentes seguían pudiendo denunciar a la persona que les había insultado... pero no por desacato sino por injurias o calumnias, exactamente igual que el resto de ciudadanos.

¿Qué ha pasado ahora? Que esta conducta se ha sacado del Código Penal y se ha movido a la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana, casi con la misma redacción. Ha dejado de ser falta penal para pasar a ser infracción administrativa, y las consecuencias de este traslado son múltiples. Una de las más evidentes es en la sanción: el desacato, como las demás infracciones leves, tiene ahora aparejada una multa de 100 a 600 €. Se trata de márgenes fijos y no se prevé ningún procedimiento específico para atender a la capacidad económica del sancionado cuando haya que multar a personas concretas (2).

Pero el problema principal no es ése, sino quién impone la sanción. En una infracción administrativa, el procedimiento lo lleva la Administración, es decir, es decir, los jefes del policía que te denuncia. Ante la Administración el policía tiene presunción de veracidad: salvo que puedas aportar prueba en contrario se asume que lo que dice es verdad. Esa prueba en contrario no existe: normalmente no hay ninguna prueba de lo que realmente sucede en cualquier interacción entre policías y ciudadanos, más allá de las declaraciones de los intervinientes. Y menos aún cuando la misma Ley Mordaza también castiga (como infracción grave), el uso no autorizado de imágenes de agentes (3). Queda al albur de lo que el policía quiera poner en su denuncia, de si prefiere ceñirse a la verdad o si aliña un poco los hechos.

Además, los procedimientos ante la Administración son mucho más oscuros que ante un juez. La Administración es como una caja negra: entran denuncias, salen resoluciones y lo que hay entre medias nadie lo ve. No hay vistas públicas, no hay abogados, no hay luz y taquígrafos y muchas veces las resoluciones apenas están motivadas. Esto quiere decir que, si los tribunales contencioso-administrativos acaban por dictar una jurisprudencia análoga a la que he mencionado más arriba (según la cual sólo se comete desacato si se impide a la autoridad realizar su trabajo), ésta tardará mucho en llegar a la práctica cotidiana de la Administración. Por supuesto, la resolución administrativa que te sanciona puede llevarse ante un juez. Pero entre que los tribunales resuelven tú ya estás castigado y pueden ejecutar la multa.

Lo que ha hecho la Ley Mordaza, esencialmente, es aumentar la parcela de arbitrariedad de la Administración. La norma es la misma (el texto literal apenas se modifica), pero el cambio de ubicación es muy relevante. Hemos pasado de un sistema donde de facto no se castigaba el simple desacato a otro donde sí. Así que a partir de ahora habrá que tener mucho cuidado en cómo te diriges a los agentes de policía, que a ellos no les cuesta nada sacar el boli y sancionarte con 600 € por discutir sus decisiones o enfadarte ante ellas.

Todo muy propio de una sociedad democrática.






(1) En el sistema de días-multa, la cantidad a pagar depende de dos parámetros: los días que pagas y la cantidad que pagas al día. La primera magnitud depende de la gravedad de los hechos; la segunda, de tu renta personal. Cuanto más graves sean los hechos más días pagarás, pero la cantidad diaria (que oscila entre 2 y 400 €) dependerá de lo rico que seas.

(2) El artículo 33.2.g LOSC obliga a tener en cuenta la capacidad económica del infractor a la hora de fijar la multa, pero ése es sólo uno de los siete criterios que deben tenerse en cuenta. La conclusión final es que, sobre todo en multas con una horquilla tan pequeña, la multa será la que quiera la Administración.

(3) No se castiga la grabación de dichas imágenes, que sigue siendo lícita, pero esto la gente no lo sabe y los policías pueden usarlo para intimidar.




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