lunes, 30 de mayo de 2016

Gatos bonitos y perros del Estado

Cualquiera que me siga en Twitter puede comprobar que me gustan los gatos. Eso permitirá entender cuánto me indigné al saber que dos policías habían expedientado a una chica por llevar un bolso donde ponía, en inglés, “todos los gatos son bonitos”. Sí, es cierto que a los policías les llaman “perros del Estado”, pero hasta ahora pensaba que era una metáfora. Denunciar a alguien por llevar un bolso de gatos es simplemente ridículo.

Luego, claro, todo se aclaró. Al parecer los agentes de la autoridad, que no debían estar muy acostumbrados a leer, vieron las siglas ACAB, dedujeron que se trataba del famoso “All cops are bastards” y llegaron a la conclusión de que se trataba de una imagen insultante para su sagrada profesión. Así que procedieron a denunciar por una infracción del artículo 37.4 LOSC: faltar al respeto o a la consideración debida a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. El asunto no llegó muy lejos, claro. En buena medida gracias al pifostio montado por redes sociales, la Delegación del Gobierno ya ha anunciado que recula y que no impondrá la sanción, pero el ridículo queda hecho.

Soy muy consciente de lo que he dicho. Lo del pifostio en las redes sociales ha sido importante, no sólo para la rapidez con que se ha solucionado el tema como para el sentido en el que se ha hecho. Recordemos que los agentes policiales tienen presunción de veracidad ante la Administración. Es decir, que los funcionarios que tramitan sus denuncias tienen el deber legal de creer todas sus palabras como si estuvieran escritas en la Biblia salvo que se muestre que son falsas. Y, en un procedimiento administrativo, donde ya el trámite de prueba está bastante diluido, ¿cómo demuestras que el bolso que llevabas cuando te sancionaron no decía nada sobre la filiación de los agentes? Es simple: no puedes.

En este caso se ha podido probar, gracias a la rápida acción de la denunciada, que el bolso no contenía un insulto hacia los policías. Pero, en estas condiciones, ¿cuántos agentes tendrán la mano tonta con el lápiz de denunciar? Si te tienes creído lo de ser una autoridad pública, si sabes que lo que dices se presume veraz y si eres consciente de que el particular que tienes delante no puede aportar prueba de ningún tipo a su favor, el resultado es obvio. Las denuncias por esta infracción, ahora que son más fáciles (1), van a propiciar un aumento de la burorrepresión, es decir, de esta represión “pequeñita” basada en multas puñeteras.

Habrá quien piense que llamar a esto represión es pasarse. ¿No es lógico que se pueda sancionar a quien insulta a un policía? Aceptemos provisionalmente el postulado: los agentes de policía tienen más derecho que los demás a no sufrir faltas de respeto en su trabajo. Pero entonces, y volviendo al caso que nos ocupa, ¿por qué denunciaron a esta chica? Supongamos que en el bolso hubiera puesto “All cops are bastards”. Lo que prohíbe la norma es faltarle al respeto a un agente de policía en el ejercicio de sus funciones. Es decir, la ley está pensando en los casos donde un particular, enfrentado a una actuación policial, se lía a soltar insultos y barbaridades.

Sin embargo, el acrónimo ACAB no es eso. Es un mensaje de carácter político, emitido desde una ideología muy concreta (el anarquismo) que viene a recordar un postulado básico de dicha corriente: que nadie que ocupe una posición de autoridad policial quiere tu bien. Además, es un mensaje que se lanza al aire: su destinatario no es un agente policial concreto, sino cualquier persona que lo lea. La crítica es grosera, sí, pero su objeto es la propia institución policial, no cada agente. Decirle al policía que te está sancionando “¡todos sois unos cabrones!” es infracción; llevar un bolso con el eslogan ACAB, no.

Precisamente por eso la denuncia es ridícula a tantos niveles. Primero, porque denunciaron un mensaje sobre gatos. Y segundo porque, aunque no lo hubiera sido, es difícil de justificar que un mensaje político sea una infracción legal aunque esté expresado de forma poco amable. Sin embargo, cuidado: la denuncia era ridícula, sí, pero el tema es que se interpuso y que es muy probable que hubiera acabado en sanción. Eso es burorrepresión. Que te castiguen por desacato por llevar un mensaje con tu ideología escrito en el bolso.

Pero vayamos más allá. ¿Qué justifica establecer un castigo específico para quien falta al respeto a la policía? Asumamos que la autoridad es legítima, que merece obediencia. ¿Por qué eso significa que quien la ostenta debe estar más protegido contra los insultos que un particular? Si a mí vienen a llamarme “gilipollas” puedo denunciar penalmente por injurias y ver cómo el juez pasa de mí porque el insulto es leve. Si yo llamo “gilipollas” a un policía (o si éste afirma que se lo he llamado) puedo acabar con una multa de 600 € sin que nadie entre a valorar la proporcionalidad de la medida.

Esto no se justifica de ninguna forma, salvo que adoptemos una perspectiva autoritaria. Si creemos que la autoridad es intangible, que está por encima de la ciudadanía, que tiene derechos especiales, pues evidentemente cualquier insulto que se le inflija a quienes la ostentan será gravísimo. Pero esta concepción carece de sentido en una democracia, que es un sistema donde la autoridad tiene como objetivo aplicar la ley. Una persona dotada de autoridad pública no es alguien especial.

España ya tiene un sistema para castigar los insultos y las faltas de respeto: el delito de injurias. Que ese sistema sea bueno o malo puede discutirse, pero darle uno especial a los policías por su cara bonita no tiene ningún sentido. Tenemos que tener siempre presente que en una democracia la autoridad está para servir a la comunidad, no para imponerse por encima de ella. Y esto va asociado a una segunda verdad fundamental: que todos los gatos son bonitos.




(1) En el borrador original de este post había varios párrafos sobre cómo ha cambiado la regulación de esta materia. Quedaban largos, raros y mal explicados, así que me llevaré la cuestión (que es más teórica) a la siguiente entrada.





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sábado, 28 de mayo de 2016

Asociaciones y discriminación

Uno de los fenómenos que más me alucinan es el de la gente que se queja de que no les dejen pasar a lugares donde de todas formas no querrían estar. El ejemplo típico es el de los espacios no mixtos dentro del colectivo feminista. Pude ver un ejemplo maravilloso hace unas semanas: un grupúsculo de abogados fachas se indignaba porque una asociación de mujeres juezas… permitiera el acceso a los cargos directivos de la asociación sólo a mujeres juezas.

La nota de prensa que he enlazado no es más que una sarta de mentiras (entrelazadas con algunas verdades) que puede desmontar cualquiera que lea los Estatutos de la asociación, pero sirve como introducción para atacar una idea muy extendida: la de que el no dejarte entrar a una asociación constituye discriminación. Ojo, que me refiero a discriminación en el sentido jurídico de la palabra, como acto ilícito y sancionable. Esto no es así. En otras palabras: excluir a cualquier persona de tu asociación, por cualquier criterio (incluso aunque sea el criterio más deleznable, racista o machista del mundo) es legal.

El artículo 22 CE no dice nada sobre el contenido del derecho de asociación, simplemente lo reconoce. El artículo 2 de la ley que regula esta materia (en adelante LODA) es un poco más claro: dice que todas las personas tienen derecho a asociarse libremente y a crear asociaciones sin autorización previa. Se reconoce también una serie de derechos negativos: a no asociarse, a no declarar que se pertenece a una asociación legal, etc. Pero ¿sabéis qué derecho no se reconoce? El derecho a integrarse en una asociación ya constituida. Este derecho está mencionado en el artículo 19 LODA, pero condicionado a lo que digan los Estatutos de la asociación. No puedes meterte en una entidad contra la voluntad de quienes ya están ahí.

Esto es lógico, en realidad. Una asociación es un pacto privado (1) por el cual varias personas deciden juntarse para un fin lícito y no lucrativo. Es decir, deben estar de acuerdo todas las partes implicadas. ¿Qué sentido tendría establecer un derecho legal a sumarse a ese pacto sin que nadie te haya invitado? Ninguno en absoluto. Asociaciones hay muchas: las hay que aspiran a tener muchos socios y las hay que tienen sólo tres porque no quieren más. Establecer el derecho de cualquier persona a entrar en una asociación es vulnerar el consentimiento de todas las personas que ya formen parte de la misma. Y eso no puede hacerse porque, como acabamos de ver, la ley reconoce el derecho a asociarse libremente.

Vemos entonces que una asociación no tiene el deber de aceptar a nadie como socio. Eso quiere decir que puede fijar los procedimientos de admisión que considere oportunos. Puede establecer una admisión automática, puede requerir avales de quienes ya estén dentro, puede exigir una votación en la Asamblea o incluso una unanimidad. Y, sí, puede restringirlo a ciertos grupos demográficos, sea por lugar de residencia (una asociación de vecinos), por ocupación (un sindicato, una patronal), por género (un club de hombres viudos, una asociación feminista no mixta) o por lo que le salga de las narices a la Asamblea que aprueba los Estatutos. La libertad es absoluta porque, repito, no estás obligado a asociarte con quien no quieras.

Vale, pero ¿y una vez dentro de la asociación? Todos los socios tendrán que ser iguales, ¿no? Pues tampoco. El artículo 21 LODA reconoce a los asociados tres únicos derechos: a conocer el estado de la asociación (los componentes de sus órganos de gobierno, sus cuentas, etc.), a ser oídos si se van a tomar medidas disciplinarias contra ellosy a impugnar judicialmente los acuerdos sociales que considere contrarios a la ley o a los Estatutos. Ya está. Este artículo menciona también los derechos políticos dentro de la asociación… pero los condiciona, de nuevo, a lo que digan los Estatutos.

Y, siguiendo con lo anterior, la ley permite de forma expresa que los Estatutos agrupen a los socios en distintas clases (artículo 7.1.e LODA). Lógicamente, si se establecen clases de socios es porque los derechos y deberes de cada clase son distintos. Por ejemplo, es común establecer la figura del socio honorario (condición que se otorga como premio) o la del socio a prueba. Así que, por volver un poco sobre la asociación que motiva esta entrada, es perfectamente lícito conceder la plenitud de derechos políticos sólo a las socias. De nuevo: son los Estatutos los que organizan la asociación.

Se menciona tanto a los Estatutos porque son el criterio fundamental. Los Estatutos son el documento básico en el que se expresa el pacto que constituye la asociación. Cualquier cosa que esté ahí va a misa... y cualquier cosa que esté fuera carece de valor. En los Estatutos puedes excluir a las personas de raza negra de tu asociación, pero si no lo has hecho y aparece un negro queriendo afiliarse, no le puedes negar la entrada sobre la base de su color de piel (2).

Hasta ahora me he basado sobre todo en normas muy generales, y podría surgir la duda de si las estoy malinterpretando. ¿Queréis algo más sólido? Podéis leer el artículo 2.5 LODA: este precepto prohíbe que los poderes públicos presten ayuda a las asociaciones que, en su proceso de admisión o de funcionamiento, discriminen (3). Es decir, que la ley reconoce que estas asociaciones pueden existir y ser legales, aunque les anuda una consecuencia negativa: la prohibición de obtener ayuda pública. Denegar la entrada a tu asociación a ciertas categorías de personas no es nunca ilegal, porque no deja de ser un pacto entre particulares. Podrá revelar cortedad de miras, pero como nos pongamos a ilegalizar la cortedad de miras, apaga y vámonos.

Pero claro, este razonamiento se vuelve problemático cuando la asociación pretende ir más allá del servicio a los socios. Por ejemplo, imaginemos una asociación de comerciantes de un barrio, que quiere ser interlocutor del Ayuntamiento a la hora de que éste diseñe las políticas que afectan a la zona. Sin embargo, sus Estatutos discriminan a los comerciantes extranjeros. Otro ejemplo: la peña de un pueblo, que tiene como labor organizar las fiestas locales, y cuyos Estatutos impiden entrar a mujeres (4). O la tuna, que es sólo masculina pero de alguna manera funciona como símbolo universitario. En estos casos hay que apelar al buen sentido de las instituciones, no sólo para que cumplan la ley y no les presten apoyo económico o de otro tipo, sino para que no acepten como interlocutores a asociaciones que discriminen a personas de forma injustificada.

En definitiva: una asociación es una entidad privada en la que no es obligatorio entrar. Si no te dejan acceder a alguna, lo mejor es que hagas como Bender y te montes tu propia asociación… o incluso que pases de ello.









(1) No uso la palabra “contrato” porque, en derecho español, un contrato es un acuerdo con finalidad principalmente económica, es decir, lo contrario de una asociación.

(2) Por supuesto, siempre hay formas de soslayar la prohibición. El Liceo de Barcelona, en un fuerte debate interno, cambió en 2001 sus Estatutos para que pudieran entrar las mujeres. Sin embargo, para ingresar era necesaria una votación a favor de 2/3 de los socios. Cuando pocos meses después diez de ellas (encabezadas por Montserrat Caballé) intentaron entrar... a que no adivináis lo que pasó.

(3) Y no sé si hay jurisprudencia al respecto, pero con toda probabilidad no se considere "discriminación" la acción afirmativa, que es una medida lícita. Lo es para los poderes públicos, cuánto más lo será para los particulares, que no tienen el deber de tratar a las personas con igualdad salvo en ámbitos muy concretos.

(4) Hace unos meses leí un interesante artículo sobre el derecho de las mujeres al espacio público festivo, que podéis encontrar en el número de 2015 del Anuario de Derecho Parlamentario de las Cortes Valencianas.



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viernes, 20 de mayo de 2016

La meritocracia no existe

Existen argumentos que, como tópicos o como memes, se repiten en cualquier debate. Están ahí, rotundos y cargados de razón, hasta que los analizas un poco y ves que no son más que polvo. Uno de ellos aparece mucho cuando hablamos de acción afirmativa, es decir, de lo que se suele llamar “discriminación positiva”. Viene a ser más o menos lo que sigue: “lo óptimo es que a cada puesto llegue el mejor, sea un hombre o una mujer”. Es un correlato lógico del hecho de vivir en una meritocracia, y una afirmación de sentido común con la que cualquiera podría estar de acuerdo, ¿no?

No.

El argumento está viciado desde el principio. Se expresa siempre que se propone implantar cualquier sistema de acción afirmativa, como por ejemplo las cuotas. Pero todo argumento se basa en premisas que no son explícitas y éste no iba a ser una excepción. Lo que se deja implícito en este caso es algo como lo siguiente: “en el sistema sin cuotas el puesto se asigna según mérito, por lo que se consigue el objetivo de que acceda el mejor. Introducir cuotas es un sesgo de carácter ideológico en este sistema objetivo y neutral de selección de personal”. Y esto es mentira.

La asignación de puestos no se hace por méritos. Cualquiera que haya trabajado alguna vez en una empresa lo sabe. Los puestos se asignan muchas veces por una combinación de enchufe, amiguismo y favores debidos, donde los méritos y conocimientos juegan muchas veces un papel secundario. El mero hecho de que en una jerarquía haya muchas mujeres en la base y pocas en la cúspide es un ejemplo de esto que digo: si afirmas que actualmente los cargos directivos se asignan por mérito, lo que estás diciendo es que las mujeres son en general tontas o incapaces.

Pero hay una segunda razón, aún más poderosa, que nos impide aceptar el argumento de “que cada puesto lo ocupe el mejor”, y es la siguiente: no existe un “mejor candidato” para ningún puesto. Cada puesto de trabajo exige tal cantidad de habilidades que es imposible encontrar a un candidato que las posea todas en grado máximo. Y, dado que esas habilidades no son ponderables entre sí, la selección se convierte en una decisión muy poco racional.

Pensemos en un taller mecánico. En principio es un trabajo manual que sólo requiere conocimiento de coches y habilidad para manejar piezas. El jefe busca a un empleado y se le presentan dos candidatos: Jacinto y Manuel. Jacinto es capaz de realizar cinco operaciones mecánicas a la hora y Manuel sólo cuatro. Está claro que Jacinto es mejor para el puesto. Pero resulta que también es un gilipollas, un broncas y un cotilla que disfruta crispando a la gente a su alrededor. Manuel, sin embargo, tiene un carácter apacible y alegre, y siempre media en las discusiones. ¿Estará el jefe dispuesto a renunciar a una operación mecánica a la hora a cambio de que en su taller no estallen discusiones constantes? ¿Cuántas operaciones mecánicas “cuesta” la tranquilidad?

Compliquemos la cosa. Supongamos que también se presenta Ana, que sabe hacer seis operaciones mecánicas a la hora pero se siente incómoda con los calendarios de tetas en la pared y pide que se quiten. Esto provoca que los mecánicos más veteranos se quejen y rezonguen. Y finalmente aparece Bruno, que tiene el mismo rendimiento de trabajo que Manuel y carece de su buen carácter. Eso le descartaría para el puesto, pero es sobrino del jefe y resulta que es su padre quien, mediante préstamos a fondo perdido, está manteniendo en marcha el taller. Puedo seguir añadiendo ejemplos para que veáis que, aunque la “mejor candidata” sea Ana, diversas consideraciones de negocio harán que el puesto se lo acaben llevando Bruno o Manuel.

Y realizar operaciones mecánicas es, por lo menos, un trabajo cuantificable. Ahora pensemos en los altos cargos para los cuales se suelen exigir las cuotas. Hablamos de directivos y de ejecutivos. ¿Cómo se mide la capacidad de tomar decisiones acertadas, la habilidad negociadora, la facilidad para aprender o la competencia para motivar a los subordinados? Y, aunque lográramos medir todas esas variables, tenemos el mismo problema que en el caso anterior: ¿cómo las ponderamos? ¿A cuánta habilidad negociadora estamos dispuestos a renunciar por un aumento de un punto en la capacidad de tomar decisiones? ¿Tiene acaso sentido esta pregunta?

Al final los candidatos no se ordenan en una lista de puntuaciones de tal manera que baste con elegir al que tenga mayor nota. Al contrario, lo que hay es una masa de candidatos aptos, similares entre sí, de entre los cuales hay que elegir a uno. Esa elección siempre va a estar mediatizada por razones inconscientes y por prejuicios: la edad, la belleza física, la forma de llevar el pelo, el capital cultural (1), la presencia o ausencia de discapacidades visibles… y, sí, el género. Las medidas de acción afirmativa tratan precisamente de romper esos sesgos inconscientes.

No me gusta el término “meritocracia”, precisamente por eso: suena muy bien pero se refiere a algo irreal Es imposible encontrar al “mejor candidato” para cualquier puesto, y los sistemas de selección tienen en cuenta muchos otros factores aparte del mérito. Esos otros factores discriminan a grupos sociales enteros por razones que no tienen nada que ver con el correcto desempeño del trabajo. La acción afirmativa lo que permite es romper con esas discriminaciones. Y eso permite, por ejemplo, que una mujer apta puede acceder a un puesto por encima de un hombre no apto.

La meritocracia no existe. No existe ahora y no existirá nunca. La idea de la selección por méritos es una simplificación muy burda de lo que sucede en la realidad. Dejad de usarla como excusa para criticar los sistemas de acción afirmativa, porque ya no cuela.





(1) El capital cultural es la cultura propia de una clase, que se adquiere mediante la socialización dentro de esa clase y que vale más cuanto más alta es la clase. O, en otras palabras, que si un pijo y yo competimos por el mismo trabajo de directivo, se lo van a dar a él porque habla el mismo idioma que todos los pijos con los que va a tener que tratar en su trabajo.




sábado, 14 de mayo de 2016

Psicología del troll

Durante buena parte de la vida de este blog, he sufrido a trolls. Por trolls no me refiero a usuarios que no están de acuerdo conmigo y lo expresan de forma brusca o descortés. Por trolls quiero decir personas que tratan de molestar, que tienen como objetivo fastidiar, crispar y cabrear. Gente cuya principal forma de interacción es la molestia, que son incapaces de parar (luego volveremos sobre las causas de esto) y que se regodean en el daño que causan. Yo los he sufrido… y también he estado en su bando. En algunas épocas de mi vida me he dedicado a trollear sistemáticamente a gente por Internet. No estoy orgulloso, pero la cosa es que tener ambos puntos de vista me otorga una experiencia útil para entender cómo funciona la mente de un troll.

Lo que viene ahora es una especie de desarrollo del consejo clásico al enfrentarse a estos molestos personajillos: don’t feed the troll. Pretende ser un explicación de por qué nunca hay que alimentar a los trolls, con consejos sobre la mejor forma de lidiar con ellos sin desgastarte emocionalmente. Me animo a escribirlo porque me da pena ver a personas a las que aprecio acabar destrozadas por entrar al trapo con esta gentuza. Las cosas que voy decir proceden de mi experiencia, pero parece que ya hay algún estudio (de cuya fiabilidad no puedo responder) sobre la materia.

Supongo que la primera pregunta que debemos hacernos es cómo saber que estamos delante de un troll. Hay varios marcadores que podemos usar para detectarlo. Uno de ellos es el respeto que muestre: si insulta, si es incapaz de centrar un tema de discusión, si vuelve una y otra vez sobre lo mismo (1), si no entiende o no quiere entender lo que le decimos… muy probablemente sea un troll. Pero también puede ser un imbécil. ¿Cómo sabemos en qué caso estamos?

Si tenemos la duda podemos irnos a un segundo marcador: sus interacciones con otras personas. En Twitter es muy sencillo, porque podemos ver su perfil: si todo su TL está lleno de menciones para discutir, de insultos y/o de interacciones con personas que sabemos que son trolls, es evidente que lo es. Si no podemos aplicar ese marcador, un truco es marcar un límite: decirle que nos deje en paz, que no queremos seguir esa conversación. Si la prosigue, es un troll.

Vale, estamos delante de uno. ¿Ahora qué? ¿Qué quiere? ¿Qué desea, cuáles son sus anhelos? Sólo tiene uno: molestar. Más concretamente: quiere provocarte un daño emocional y que tú lo acuses. Lo iba a escribir con mis palabras, pero me limitaré a citar el enlace anterior, que lo dice muy bien: “Nada hace más feliz a un troll que, además de causar daño, percibir que lo ha causado”. Así pues, la mejor forma de interactuar con un troll es, si nos causa daño, aprovechar que Internet nos cubre y no mostrárselo.

¿Cómo intenta causar daño un troll? De muchas formas. Suelen ser bastante persistentes, así que van buscando puntos flacos. Lo podemos ver en los trolls machistas que acosan a feministas en las redes. Escogen a un objetivo y lo machacan durante meses, buscando cualquier información que tengan de ella para tratar de hacer daño. En un caso especialmente rastrero, uno de estos bloggers publicó las fotos de la boda de una mujer con su maltratador (2), para cuestionar que hubiera maltrato y para herir. No todos llegan a ser tan obsesivos. A veces les ves en sus interacciones pinchando sistemáticamente en todos los puntos que conocen de ti… y casi te dan lastimita.

Otra de las formas en que intentan desgastar es mediante la discusión. Discutir con un troll es un craso error. ¿Por qué? Porque para mantener un debate es necesario tener una cierta dosis de buena fe. Un troll no la tiene. No le convencerás de nada, no porque sea tonto o porque tus argumentos estén errados, sino porque no quiere ser convencido. No va a escuchar nada de lo que le digas, salvo lo mínimo necesario para detectar tus fallos argumentales o reírse de ti. Si no le dejas ningún resquicio para eso, se inventará lo que has dicho o no dejará de cambiar de tema. Lo que quiere es ganar, pero no porque te convenza sino porque te agote y acabes abandonando la discusión.

Esta clase de prácticas se sustentan en una idea: la de que tú, por las razones que sea, vas a cumplir con las reglas de un debate civilizado mientras él las destroza con un mazo. Confía quizás en tu cortesía, en tu buena fe, en tu inexperiencia o en el hecho de que no quieras “ponerte a su nivel”. Mi consejo es: rómpele los esquemas. ¿El troll quiere discutir contigo y a ti te apetece seguirle el rollo? Toma tú la iniciativa. Algunos consejos: niega lo evidente, tergiversa lo que ha dicho, di una barbaridad y atribúyesela, interpreta sus palabras de forma literal, ignórale de forma selectiva… hay mil trucos para que el gilipollas que ha venido buscando guerra salga escaldado.

Otra herramienta que puedes utilizar sin que te tiemble la mano es el bloqueo. Casi todas las plataformas online tienen un botón de ese tipo. Tus redes sociales son tuyas, las tienes porque quieres y para disfrutarlas. Si para ello tienes que bloquear, borrar o silenciar a gente… esos botones no se hicieron para coger telarañas. Insisto con este tema porque el troll tratará de hacerte sentir culpable por emplear esas herramientas, te llamará fascista, te dirá que no aceptas opiniones contrarias a las tuyas y te exigirá que dialogues con él. No caigas. Todo forma parte de la misma estrategia para buscarte las cosquillas.

La pregunta del millón es, claro está, por qué un troll hace lo que hace. Yo puedo responder por qué lo hacía yo: se trataba de un momento muy jodido de mi vida, donde necesitaba sentirme parte de algo. Trollear a gentuza por la red se convirtió en mi forma de descargar tensiones, y como lo hacía en grupo aquello me daba cierta recompensa social. En el artículo que he enlazado antes hablan de otros factores, como diversión o entretenimiento.

El hecho de no verle la cara a tu interlocutor lo facilita, por supuesto. De alguna manera gamifica el asunto e impide que veas las consecuencias reales de lo que haces. Llegar a ciertos niveles de acoso en la vida 1.0 es algo que está muy mal visto y que nadie haría, pero si es en Internet… ¡en ese caso da igual! El troll dirá que es humor, que son las consecuencias de estar en Internet y que no aguantas una broma. También es común que se autojustifique pretendiendo llevar a cabo una labor de justicia social o se escude en su libertad de expresión. No sé hasta qué punto se cree de verdad sus propias excusas: supongo que lo hace completamente, porque nadie quiere reconocerse como acosador.

En conclusión: un troll no va a parar porque se lo pidas. Al contrario, va a detectar una vulnerabilidad y va a seguir por ahí para ver qué más rasca. No entiende que lo que hace está mal y no está interesado en debatir o en aprender. No es más que una molestia, un parásito con forma humana. Y como tal, es legítimo librarse de él.



(1) Discutí una vez con un troll que me negaba la discriminación salarial. Cuando yo le pasaba estadísticas me decía “vale, sí, pero ¿conoces algún caso concreto?”, y cuando le pasaba casos me decía “casos aislados, ¿y las estadísticas?” Repitió el círculo como tres veces.

(2) Me permitiréis que no lo enlace. No le quiero regalar visitas.


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domingo, 8 de mayo de 2016

El Tribunal Constitucional no suspende leyes

Con cierta frecuencia leemos en los titulares que el Tribunal Constitucional ha suspendido la aplicación de una ley. A estas noticias se reacciona de dos formas: si la ley suspendida no nos gustaba (como el euro por receta) todo son loas al Tribunal Constitucional y afirmaciones de que por fin hay justicia en este país. Por el contrario, si la ley suspendida nos gustaba (como las tres normas catalanas suspendidas hace poco) ponemos el grito en el cielo y se oye gran llanto y rechinar de dientes por lo injusta que es esta institución.

Sólo hay un problema: en ambos casos estamos haciendo el gilipollas, porque el Tribunal Constitucional no tiene competencia para suspender leyes. Los titulares, buscando el impacto y los clics, mienten sistemáticamente sobre este asunto. O como mínimo manipulan la verdad. Luego ya, en el cuerpo de la noticia, cuando ya tienen el clic y el RT asegurado, quizás expliquen cómo funciona la suspensión de leyes recurridas. O quizás no. Ni que los periódicos estuvieran para informar.

Vale, entonces, ¿qué es lo que pasa en realidad? Para entenderlo tenemos que estudiar en primer lugar qué se quiere decir con “suspensión”. El TC, esto supongo que es de sobra conocido, lo que puede hacer es anular leyes contrarias a la Constitución. Las leyes que, a juicio de este órgano, son inconstitucionales, son expulsadas del ordenamiento. Mueren, por así decirlo, y nunca volverán a vivir (1). Pero una suspensión no es eso. Suspender una norma no es anularla: es dejarla viva pero impedirle producir efectos durante un tiempo. Por su propia naturaleza la suspensión es algo temporal: en algún momento habrá que decidir si se levanta o si se transforma en algo permanente. Es lo que se llama una medida cautelar (2).

¿Está prevista la medida cautelar de suspensión en la legislación del Tribunal Constitucional? Sí, lo está. Pero, si es así, ¿por qué digo que los titulares mienten cuando hablan de este tema? Porque se trata de una medida automática, que se impone en cuanto se impugna la ley, siempre que se cumplan ciertos requisitos. El Tribunal Constitucional no suspende leyes: algunas leyes quedan automáticamente suspendidas por el hecho de ser recurridas. Es una diferencia importante, ¿no creéis?

Para que se suspenda una ley tienen que cumplirse dos requisitos:

-  Que se trate de una ley autonómica y que el órgano que la impugna sea el Gobierno. Efectivamente, el recurso de inconstitucionalidad puede recaer sobre muchas normas (leyes orgánicas, leyes ordinarias del Estado, reglamentos parlamentarios, tratados internacionales, leyes autonómicas) y lo pueden instar diversos actores políticos (el presidente del Gobierno, el defensor del Pueblo, 50 diputados, los Parlamentos autonómicos, etc.). Sin embargo, sólo se producirá la suspensión si el Gobierno impugna normas autonómicas. Esta regulación, por cierto, está prevista en el artículo 161.2 de la Constitución, por lo que no es fácil de cambiar.

-  Que el recurso sea admitido a trámite. La admisión a trámite simplemente quiere decir que se cumplen todos los requisitos de forma. Es decir, que el hecho de que se suspenda la ley no quiere decir que luego el Tribunal Constitucional vaya a anularla: simplemente es un efecto automático de un recurso que está bien presentado.


En un plazo no superior a cinco meses desde la admisión a trámite del recurso, el Tribunal Constitucional debe decidir si levanta la suspensión (como hizo con la norma que devolvía la sanidad pública a los inmigrantes en Valencia) o si la mantiene (como hizo con diversos actos relativos al proceso independentista catalán). Esa es la única decisión que puede tomar al respecto y, una vez la tome, es definitiva hasta que salga la sentencia: no puede volver a suspender la norma recurrida o a levantar una suspensión que ha sido ratificada. Un margen competencial realmente escaso.

En definitiva: la posibilidad de suspender durante años (3) una ley autonómica no es tanto una competencia del Tribunal Constitucional como una potestad del Gobierno. El Gobierno puede jugar con los tiempos políticos dentro del margen que tiene para recurrir leyes autonómicas (3 meses) y, si actúa con deslealtad institucional, puede ponerle a cualquier Comunidad Autónoma serios palos en las ruedas. ¿Por qué la Constitución reguló la suspensión de esta manera? Supongo que precisamente para dotar de una fuerza extra a los recursos del Gobierno contra las Comunidades Autónomas, en la creencia de que éstos iban a estar siempre más o menos justificados por la defensa del interés general.

De nuevo tenemos una constatación de que las mejores normas no sirven de nada si no hay voluntad de hacerlas cumplir. Y este Gobierno, evidentemente, no la tiene.





(1) Por eso se suele decir que el Tribunal Constitucional es un “legislador negativo”: si el legislador establece qué es Derecho, el TC decide qué no es Derecho. Esto plantea una cuestión de legitimidad democrática: teniendo en cuenta que la mayor parte de inconstitucionalidades se declaran después de un razonamiento complejo y donde caben opiniones contrapuestas, ¿por qué la votación que se hace dentro de un grupo de técnicos (pues eso es lo que somos los juristas) tiene que estar por encima de la votación hecha en las Cortes (órgano que, se supone, representa a la sociedad)?

(2) De forma más técnica, una medida cautelar es aquella que se toma al principio de un proceso para impedir que se frustre la finalidad del mismo. Ejemplos: embargarle el sueldo al demandado para que pueda pagar lo que debe, encerrar en prisión al imputado para impedirle que huya o que destruya pruebas, etc.

(3 supone que las sentencias de inconstitucionalidad deben salir en 10 o, como mucho, 30 días. Pongo tres ejemplos de leyes nacionales famosas: la del matrimonio igualitario tardó 7 años, la del Estatuto de Autonomía de Cataluña tardó 4 y la de la Ley del Aborto aún no ha salido después de 6 años.




miércoles, 4 de mayo de 2016

No compro ebooks

En diciembre del año pasado me regalaron un lector de ebooks. No me lo esperaba para nada, así que fue un Kindle sorpresa (1). Desde entonces lo he alimentado, sobre todo, con libros descargados gratuitamente o que me han pasado otras personas. La única razón por la cual no he empleado el sistema de préstamo de ebooks de la Comunidad de Madrid es que su formato no es compatible con mi dispositivo (gracias, Amazon), pero en cuanto descubra si los puedo convertir le voy a dar también mucho uso. Lo que no he hecho ha sido comprar ebooks: los pocos que he pagado ha sido porque los vendía una amiga y, además, eran baratos.

Así es: casi no compro ebooks. Soy uno de esos malditos piratas que están matando la cultura. Pero, ¿sabéis qué? Que yo no tengo esa sensación. Porque no siento que compre menos libros ahora que antes de que me regalaran el Kindle. Al contrario, tengo la sensación de que compro los mismos, o incluso algunos más, porque los ebook son más baratos y ocupan mucho menos espacio.

Yo nunca he sido rico, y comprar libros de primera mano casi siempre ha sido un lujo que no he podido permitirme. Por supuesto había ediciones de bolsillo y regalos de cumpleaños, pero en general mis fuentes de lectura han sido siempre las tiendas de segunda mano, las bibliotecas y los préstamos de amigos. Es decir, que mi dinero ha ido con muy poca frecuencia a los bolsillos de creadores y editores (2). Ya lo siento, pero desde que me han regalado el lector de ebooks me he dado cuenta de que siempre he sido un pirata. Demándame, CEDRO.

Supongo que ha sido esa práctica previa de leer sin darle dinero al autor la que me ha permitido ponerme a bajar libros como un descosido sin ningún reparo moral. No siento que esté haciendo nada malo, porque llevo años realizando una conducta éticamente similar. ¿Cuál es la diferencia entre una página de descargas como Espamobi y una biblioteca pública? ¿Qué Espamobi te permite quedarte los libros y la biblioteca no? Puede que sea así, pero yo borro todos los libros que leo, salvo aquellos por los que he pagado. ¿Para qué voy a necesitar conservarlos ocupando espacio en el disco duro, si es improbable que los relea y en ese caso me los puedo volver a bajar? Y no creo que sea yo el primero en haber tenido esa idea ni que haya descubierto el Mediterráneo con ella. Probablemente no soy yo el primero que usa estas páginas como bibliotecas.

Lo que ha mejorado el lector de ebooks, eso sí, es mi facilidad a la hora de encontrar títulos. Antes, si quería leer algún libro que no estuviera en mis canales habituales (librerías de segunda mano, casas de amigos y bibliotecas públicas) me jodía y bailaba. Ahora tengo todo Internet para buscarlo. Lo cual en realidad no es tan ventajoso como pueda parecer, porque si un libro no está en ninguna parte del inmenso fondo bibliotecario de la Comunidad de Madrid (al cual están en proceso de sumarse todas las bibliotecas municipales), en ninguna biblioteca universitaria ni en ninguna librería de segunda mano, quizás tampoco esté en la red.

Pero claro, yo hablo desde la perspectiva del madrileño que tiene acceso fácil a todos esos recursos. Para alguien que viva en una zona más aislada, un lector de ebooks puede suponer una gran diferencia. En ese sentido, se puede decir que el lector de ebooks democratiza o amplía el acceso a libros. Cualquiera, por el precio de un lector y de una conexión a Internet, puede tener todos los libros que quiera sin necesidad de bibliotecas o de tiendas de segunda mano.

Quizás esta perspectiva parezca tremendamente cínica. Me da igual, porque mi objetivo no es extenderme en largas y sesudas disertaciones sobre propiedad intelectual, reproducibilidad, derecho a la copia y legalidad de las páginas de descargas. Es una discusión que me aburre. Lo que pretendo es simplemente contar mi experiencia: Internet es, para mí, sólo un canal más por el que obtengo libros sin remunerar a su autor. Igual que con las bibliotecas, las librerías de segunda mano o los préstamos de amigos, alguien paga por un libro y luego lo pone a mi disposición gratis o a precio módico.

¿Es esta perspectiva correcta? No lo sé. Por un lado, creo que todo trabajador tiene derecho a cobrar por lo que hace, y la escritura es un trabajo. Por otro, también creo que la cultura debe ser lo más accesible que se pueda, y no sé hasta qué punto es justificable que alguien siga cobrando por un libro veinte, cuarenta o setenta años después de escribirlo. Además, insisto en que no diferencio de forma radical entre una biblioteca pública o un amigo con muchos libros y una página de descargas: cojo el libro, lo leo y lo devuelvo / borro.

Últimamente tengo algo más de ingresos, con lo que creo que mi gasto en cultura subirá, especialmente en ebooks, por las razones antedichas de precio y espacio. Pero no voy a dejar de usar las bibliotecas, no voy a dejar de rebuscar en librerías de segunda mano ni voy a dejar de pedirle prestados a mis amigos los libros interesantes que vea en sus casas. Hay libros que no quiero leer más que una vez, hay libros que quiero leer pero no tener, hay libros que quiero tener pero no al precio oficial y hay libros que no sabré si quiero tener hasta después de que los lea.

Por la misma razón, no voy a dejar de descargarme libros gratuitamente. Porque para mí no es más que una gigantesca biblioteca.










(1) Ya está, la entrada no da más de sí. Lo que hay debajo de esto no son más que tonterías para justificar la existencia de un post.

(2) Es cierto que las bibliotecas pagan un canon por cada libro que prestan, pero es una norma relativamente reciente (2007) y va a las entidades de gestión, no a los autores. 








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