martes, 31 de octubre de 2023

Democratizar el arte

Hace un año publiqué un artículo sobre la famosa exhortación a separar obra de autor. En estos doce meses ha aparecido una frase que aborrezco todavía más: democratizar el arte. Es un invento de los tecnobros para que traguemos mejor con los productos hechos por inteligencia artificial generativa. No serían dibujos o textos de mala calidad hechos por una máquina que se ha alimentado sin consentimiento de sus autores de arte subido a Internet: serían la revolución, que permite acercar la producción de arte a todo el mundo. 

Por si alguien no sabe de qué estoy hablando, las inteligencias artificiales generativas parecen ser la siguiente cancamusa tras las criptomonedas y los NFT. Se trata de programas que pueden ser alimentados con cualquier tipo de datos (texto o imágenes es lo más frecuente), de los cuales aprenden patrones. Interiorizan cómo se relacionan entre sí los tipos de datos que consumen (qué palabras suelen ir juntas, qué pixeles suelen ir cerca de otros...) y, gracias a ese aprendizaje, son capaces de crear datos nuevos: imágenes que antes no existían, texto que responde a una pregunta de forma coherente, etc.

Las inteligencias artificiales generativas tienen, por supuesto, usos lícitos. La creación de textos que tienen un muy bajo valor añadido, como abstracts de artículos científicos o traducciones de nombres de productos en tiendas online puede ser uno de ellos. No tiene sentido poner a seres humanos a hacer esas tareas si existen máquinas que los pueden sustituir. Igualmente, un artista podría utilizarlas para sacar ideas, para buscar palabras que no le salen o para cualquier otra tarea auxiliar.

Pero la forma en que nos las venden no es esa. Como ya comentamos en el artículo que dedicamos a las IA hace unos meses, lo que está haciendo famosos a estos programas es que hay mucha gente creando imágenes por ordenador y flipándose mucho con los resultados. Incluso han empezado a aparecer carteles de eventos o anuncios publicitarios que emplean productos de IA. Y eso no sirve más que para precarizar todos los elementos de la cadena: tanto el autor de las imágenes que han alimentado el programita (que no ha podido denegar el consentimiento para esa transformación de su obra ni exigir remuneración por ella) como el artista que habría sido contratado para hacer los dibujos que ahora se generan por IA, pasando, por supuesto, por los miles de trabajadores mal pagados que entrenan el sistema.

Y resulta que cuando criticamos este obvio retroceso se nos responde con acusaciones de elitismo. Los tecnobros, esos defensores de compañías multimillonarias, se envuelven en una especie de bandera libertaria de pega y nos acusan de querer cerrar el acceso a la creación artística solo a unos pocos privilegiados, probablemente de familias nobles europeas. Ellos vendrían a democratizar el arte, a abrirlo, a permitir que cualquiera sin formación ni educación pudiera crearlo. Qué buenos son, casi como hermanitas de la caridad. 

¿Qué es el arte? Una vez eliminada la respuesta banal (helarte es pasar mucho frío), nos queda un concepto difícil de aprehender y de definir. Hay una rama filosófica entera que trata de ese asunto y, por supuesto, sus miembros no se ponen de acuerdo en la definición. Bajando a conceptos más de andar por casa, podemos decir que el arte es una actividad humana realizada con finalidades estéticas y comunicativas, para expresar emociones o ideas por medio de técnicas creativas. Además, también llamamos arte al producto de esta actividad.

El arte en el capitalismo está sometido a una paradoja curiosa. Por un lado, la actividad artística apunta a una idea de libertad, de que el creador expresa justo lo que quiere expresar con las técnicas que tiene a su disposición. Por otro lado, los productos artísticos son bienes comerciales, que se compran y se venden, y que se pueden encargar. Encargar un producto artístico parecería algo que entraría en conflicto con la actividad artística (el autor ya no expresa lo que quiere expresar, sino lo que su cliente quiere que exprese), pero al final el problema se resuelve yendo a lo práctico: el autor crea lo que le apetece y eso le permite definir un estilo y una manera de trabajar que son determinantes para que otras personas le hagan encargos. Vamos a quedarnos con esta idea, que será importante luego.

El arte, la actividad artística, ya es democrático. Es, de hecho, lo más democrático del mundo. A cualquiera se le pasa por la cabeza cualquier cosa, la dibuja o escribe y pum, ya ha hecho arte. Quizás arte repetitivo, poco trabajado y de baja calidad, pero arte al fin y al cabo. A esto podría oponerse que el arte no es solo la pura inspiración arrebatada, sino que necesita dinero en materiales y en formación para desarrollarse, y que las IA (que, de momento, son gratuitas) permiten saltar esa barrera. Pero, a mi juicio, eso no es así.

En cuanto a los materiales, en varias disciplinas artísticas son muy baratos. ¿Cuánto cuestan un paquete de folios y un lápiz? ¿Qué impide comenzar a escribir o a componer en un dispositivo electrónico que ya tuvieras de antes? ¿Es que no puedes bailar con ropa genérica de deporte? Claro, si quieres hacer escultura o tocar la viola sí se requiere más inversión, pero para acceder a muchas artes lo único que tienes que hacer es pintar en un papel o escribir en el móvil. En cuanto a la formación, vivimos en la era de Internet. Tenemos a nuestra disposición toda clase de cursos, tutoriales, clases y demás, gratuitas o a precio muy bajo.

Es cierto que, a menudo que se avanza, y si uno quiere profesionalizarse, se empiezan a necesitar más conocimientos y/o materiales mejores. ¿Veis qué palabra he empleado? Profesionalizarse. Es decir, pasar de la pura expresión de emociones a la práctica que te da de comer. Intentar vivir de ello. Y aquí, como es lógico, sí que hay barreras de entrada. Un abogado debe saber de derecho y tener acceso a códigos legales y bases de datos de jurisprudencia. Un médico debe saber de medicina y tener el instrumental correcto. Y un artista debe conocer las técnicas y tener los medios para crear lo que nos ofrece.

Es esto, precisamente esto, lo que quieren decir los tecnobros cuando hablan de «democratizar el arte». No te pone a ti más fácil expresarte artísticamente (eso, como hemos visto, era muy sencillo), sino que permite a las empresas prescindir de los profesionales a la hora de crear su imagen gráfica, su publicidad, su música comercial o cualquier otro elemento mínimamente creativo o artístico de su actividad. No va de arte, sino de abaratamiento de costes empresariales.

La lógica es perversa. El arte ya es democrático, pero la profesión artística sí tiene unas barreras de entrada que justifican que quienes la ejercen cobren por ello. Nos inventamos un programita que saca productos pseudo-artísticos (1) y afirmamos que podemos prescindir de los artistas profesionales. Cuando estos se quejan, los llamamos elitistas y decimos que queremos democratizar el arte. Jugada redonda.

La prueba de que esto va de abaratamiento de costes es que, fíjate qué casualidad, las IA «artísticas» crean dibujos siempre muy parecidos. El hiperrealismo ese feo, o incluso imitaciones de Pixar o Ghibli. Se demuestra así que sus fabricantes lo que quieren es emular estilos, no crear arte. El estilo es el sello de un artista o de un estudio, lo que te permite ver el dibujo y decir «esto lo ha pintado X». Y como el estilo es uno de los elementos que permiten al artista cobrar por su arte (yo no compro un cuadro; yo compro un cuadro de Fulanita Méndez), es precisamente lo que tratan de imitar los tecnobros. Es la pescadilla que se muerde la cola, porque cuanto más éxito tenga un artista, más imágenes habrá suyas y más probable será que alguien las utilice para entrenar una IA que le imite.

No quiero terminar sin dedicar unas palabras a una justificación que cada vez veo más. Las IA funcionan por medio de prompts, es decir, las sugerencias (frases, esquemas, dibujos) que le metes a la máquina para que te dé lo que le pides. «Hazme un dibujo de un señor con sombrero» es un prompt válido, pero también lo es «Hazme un dibujo de un hombre de mediana edad, de pie, con bigote y cara de enfado, que lleva un sombrero hongo de color marrón, todo ello en el estilo de Ibáñez».

Pues los tecnobros lo que dicen es que construir buenos prompts lleva tiempo y esfuerzo, lo que lo equipararía a una actividad artística de verdad. Esto es estúpido por varias razones. Primero, porque es una actividad improductiva: estás intentando describir un dibujo de la manera más precisa posible para que una máquina te dé lo que tienes en la cabeza, cuando sería mil veces más fácil hablar con un artista e informarle de lo que quieres por medio de un diálogo. Claro, para eso hay que pagar.

Segundo, porque el arte no va de que te cueste mucho hacerlo, sino de expresar lo que sientes. Que te haya costado más o menos escribir el prompt no convierte en más o menos artístico al resultado, igual que no es más artístico el cuadro de tres metros cuadrados de un artista consagrado que el dibujo en el margen que hizo cuando empezaba.

Y tercero, porque por mucho que te cueste hacer un prompt, tu contribución al producto final sigue siendo la misma. Es curioso que si yo le pido a un artista que me dibuje un señor con sombrero todos entendamos que el autor del dibujo es el artista (él es quien lo ha hecho, quien tiene la propiedad intelectual), mientras que si le hago exactamente la misma petición a una máquina, de repente haya un debate. En el primer caso, el proceso artístico lo ha dirigido una persona; en el segundo, no lo ha habido, sino que se ha sustituido por métodos estadísticos. Pero en ambos, quien quería el señor con sombrero se ha limitado a hacer una petición. Por muy detallado que sea el prompt.

Como ya he mencionado, una IA puede tener muchos usos útiles, pero el que esperan que le demos es sustituir a los profesionales bajo la bandera de una presunta democratización, todo ello mientras nos felicitamos unos a otros por lo preciso que nos quedó el prompt. Eso, para mí, es lo contrario del progreso. Porque el progreso no es tener maquinitas chulas, sino estar cada vez más liberados de las tareas repetitivas y agotadoras que constituyen la base de nuestra existencia y poder dedicar el tiempo a expresarnos, soñar y ser felices. O sea, a hacer arte.

 

 

 

 

 

 

(1) Me niego a llamar arte a un producto que no ha tenido una dirección artística humana.


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martes, 24 de octubre de 2023

Autoadoctrinamiento

«La policía lanza una operación antiyihadista con cuatro detenidos en distintos puntos de España. Están acusados de autoadroctrinamiento y difusión de material yihadista», tuiteaba el otro día El País. La noticia hablaba de un grupo de cuatro personas que estaban radicalizándose para cometer atentados. La idea de autoadoctrinamiento hizo cierta gracia en Twitter, así que he decidido hablar un poco de este delito. Porque sí, el autoadoctrinamiento es delito. 

Históricamente, nuestro Código Penal enfocaba los delitos de terrorismo desde la actividad delictiva de los miembros de una banda. Dedicaba a ello los artículos 571 a 580, y la formulación siempre era similar: castigaba a quienes cometieran ciertos delitos (estragos, incendios, homicidios, lesiones, delitos contra el patrimonio…) por cuenta de una banda terrorista, definida como aquella organización que tuviera por finalidad «subvertir el orden constitucional o alterar gravemente la paz pública». Es decir, eran los mismos delitos ordinarios, pero tenían más pena porque se cometían para un grupo terrorista (1).

¿Cómo trataba este sistema a los lobos solitarios, es decir, a quienes realizan actividad terrorista por su cuenta, sin pertenecer a una banda? Pues no era difícil. Si el Código entiende el terrorismo como una acción cometida por cuenta de una banda que tiene finalidades terroristas, basta con eliminar el término intermedio. Se definía a estos lobos solitarios en relación a su objetivo: eran quienes cometían ciertos delitos (homicidios, lesiones, secuestros…) con finalidad terrorista pero por su cuenta.

En 2010 hubo una macrorreforma penal. Entre otras cosas, se modificó de arriba abajo todo lo relativo a la criminalidad organizada y, al hilo de esto (y en cumplimiento también de obligaciones europeas), se reformaron los delitos de terrorismo. Básicamente, se definió mucho mejor lo que era una banda terrorista. Se crearon las figuras de organización y grupo terrorista (2) y se sancionaron tanto la dirección de las mismas (prisión de 8 a 14 años) como la mera membresía (prisión de 6 a 12 años). Antes estas conductas se llevaban por otro lado y eran más complicadas de sancionar: ahora forman parte del propio concepto de terrorismo.

El resto de delitos (los concretos atentados, homicidios, etc. cometidos por la banda) quedaban sin muchos cambios. Además, se tipificaban nuevas conductas, como la financiación del terrorismo y la captación, adiestramiento o formación de nuevos miembros para la banda. En cuanto a los terroristas individuales, su concepto apenas varió, pero se amplió el catálogo de delitos que podían cometer.

En el año 2015 vino otra macrorreforma penal que, cómo no, afectó al tema del terrorismo. Es un contexto en el que ETA ya no existe y sí hay un importante riesgo de terrorismo yihadista. Son diferentes en su forma de actuar. Como explica la propia Exposición de Motivos de la reforma, el terrorismo tipo ETA estaba caracterizado por grupos terroristas con líderes, estructura orgánica, reparto de roles y jerarquía. La legislación hacía lo que hemos visto en párrafos anteriores: definir (mejor o peor) lo que era una organización o grupo terrorista y tipificar las conductas de sus miembros.

El terrorismo yihadista no funciona así. Es un terrorismo internacional que utiliza Internet para captar, adiestrar y adoctrinar a personas que pueden estar en el otro lado del mundo, con el fin de que sean estas personas (incluso individualmente) quienes tomen la decisión de atentar y cometan efectivamente el atentado. Las personas al final de la cadena, las que matan, pueden perfectamente no conocer a quienes les han dado la idea y no ser parte de ninguna organización formal. En los casos más graves incluso llegan a desplazarse a las sedes de estas organizaciones terroristas internacionales (Siria, Irak, etc.) para recibir allí entrenamiento, lo que los convierte en un peligro al volver a casa.

El nuevo enfoque para afrontar esto parte de la idea del delito de terrorismo. Se consideran terroristas un amplio catálogo de delitos (contra la vida, la libertad, el patrimonio, de riesgo catastrófico, contra la Corona, delitos informáticos…) siempre que tengan objetivos políticos: subvertir el orden constitucional, suprimir las instituciones públicas, obligar a los poderes públicos a realizar un acto, alterar la paz pública, provocar el terror en la población, etc. Cualquiera que cometa uno de estos delitos es un terrorista, actúe solo o por cuenta de una banda. Los conceptos de organización y grupo se mantienen, pero la acción terrorista queda totalmente desvinculada de ellos.

Y llegamos ya, por fin, al tema del autoadoctrinamiento. Claro, cuando concebimos el terrorismo como algo que hacen bandas, castigar la captación y adiestramiento de miembros es sencillo: ya vimos que se había incluido específicamente en la reforma de 2010. Pero en un contexto tan líquido como el del yihadismo, hacen falta nuevas estrategias.

Así, el artículo 575 del Código Penal, en su redacción vigente (porque tuvo una pequeña reforma en 2019), castiga con prisión de 2 a 5 años a las personas que, con la finalidad de capacitarse para cometer un delito de terrorismo, realicen las siguientes conductas:

  • Recibir adoctrinamiento o adiestramiento (militar, de combate, en técnicas de desarrollo de armas o explosivos, etc.).
  • Autoadoctrinarse o autoadiestrarse. Se entiende que comete este delito quien accede habitualmente a sitios de Internet dirigidos a incitar a la incorporación a una organización o grupo terrorista o a colaborar con ellos. También lo comete quien adquiere o posee documentos análogos a dichos sitios web.
  • Trasladarse a territorio extranjero. Esta conducta no solo se castiga si se comete con el fin de capacitarse, sino también si se comete para colaborar con una organización o grupo terrorista o para cometer un delito de terrorismo.

 

Con estos delitos lo que se hace es adelantar la punición a mucho antes de que se cometa el atentado. El delito de autoadoctrinamiento no es estar en tu casa pensando muy fuerte en lo guay que sería demoler a bombas la sociedad capitalista, sino en entrar voluntariamente en el pozo, en dar pasos en la espiral que te llevará a atentar.

Claro, es bastante obvio que aquí la ley equipara dos cosas que no son lo mismo: el adoctrinamiento y el adiestramiento. Y es muy peligroso, porque una cosa es cambiar de creencias y la otra aprender a poner bombas. Las creencias son legítimas, incluso si apoyan la destrucción violenta del orden existente; las bombas, igual un poco menos. Pretender que porque alguien esté adoctrinado va a acabar poniendo bombas (es decir, entender que existe la espiral que mencionábamos antes) es más bien falaz.

Además, hay otra duda: ¿cómo sabes si alguien está adoctrinado? Saber si está adiestrado parece más fácil. Si una persona accede reiteradamente a contenidos que le explican cómo crear y usar armas, si encuentras prototipos en su casa, si sabes que se ha ido a un descampado a hacer pruebas, es obvio que está adiestrado. Pero el adoctrinamiento sucede dentro de las cabezas de las personas. A veces se revela en dichos y actos, pero no siempre; y, lo más importante, la ley no exige que se haga para meter a alguien en la cárcel. ¿Solo por entrar muchas veces en páginas web yihadistas se puede certificar que alguien ha cambiado sus puntos de vista?

El problema es que, en la práctica, adoctrinamiento y adiestramiento van unidos en las mismas webs y documentos. Y en un mundo donde los atentados pueden ser un hombre apuñalando en una multitud o un atropello masivo, castigar solo el adiestramiento deja un poco coja la norma. Pero, aun así, no acabo de sentirme cómodo con una ley que castiga la conducta de quien, en su casa, lee documentos producidos por grupos yihadistas.

Espero que se haya entendido qué es el autoadoctrinamiento y en qué contexto se desarrolla. Cuando haya otras detenciones por la misma razón, al menos la palabreja no pillará de nuevas.

 

 

 

(1) Además, se castigaban de forma autónoma otras conductas de colaboración con la banda que normalmente no serían delictivas o se entenderían como participación en un delito ajeno: vigilar objetivos, construir o ceder alojamientos, ocultar a personas, montar entrenamientos, etc.

(2) Una organización es estable y genera un reparto de tareas. Un grupo es una unión de personas a la que le faltan las características de la organización: o bien no es estable o bien no reparte tareas.


 

 

 

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jueves, 19 de octubre de 2023

La amnistía del procés

La amnistía ha pasado de ser una reclamación de los independentistas a una idea probable. Llevamos unos cuantos meses hablando de ella, y parece ser que la cosa va a tirar hacia delante. Así que se plantea una pregunta obvia, que todos nos hacemos: ¿algo así es constitucional? ¿Es conforme a la Constitución amnistiar a los enjuiciados por el procés catalán? 

Y la respuesta es: no lo sé. No tengo ni la más reverenda idea. He leído argumentos a favor y en contra y no sé cuáles me convencen más. Además, da igual lo que me convenza más a mí. Adoptando un punto de vista pragmático, constitucional es todo lo que el Tribunal Constitucional considera como tal, por mucho que los juristas rasos podamos disentir de su criterio. Y, hasta donde yo sé, el Tribunal Constitucional nunca se ha pronunciado sobre esta cuestión, ya que no ha habido amnistías bajo la vigencia de la Constitución, así que tenemos poco para guiarnos.

Voy a intentar explicar un poco la cuestión, a ver si al menos aclaro conceptos.

 

Indulto y amnistía

Lo primero: ¿qué es una amnistía y en qué se diferencia de un indulto, que es una palabra que sí nos suena más? Ambas son instituciones de lo que se llama derecho de gracia. El derecho de gracia es una válvula de escape del sistema jurídico-penal. Se enjuicia a una persona y, con las pruebas en la mano, se la halla culpable, por lo que se le impone una pena, pero existen razones para pensar que esa pena no es justa o no debe ejecutarse. Así que el poder político, normalmente el ejecutivo, recibe el derecho de levantarla en ciertos casos.

El indulto es la forma ordinaria de ejercer el derecho de gracia. Es individual: a una persona concreta, por las razones que sea (de equidad, de justicia, de humanitarismo), se le perdonan uno o más de los delitos que cometió. Aunque levanta la pena y extingue la responsabilidad criminal, no borra el resto de consecuencias del delito: el condenado sigue teniendo que pagar la responsabilidad civil (la indemnización a las víctimas) y mantiene sus antecedentes penales. Su regulación varía mucho entre países, pero normalmente es una facultad del poder ejecutivo.

La amnistía es la forma extraordinaria de ejercer el derecho de gracia. Para empezar, suele ser colectiva: se regulan categorías enteras de personas cuyos delitos quedan perdonados. La causa no es humanitaria ni de justicia, sino más bien política: tras una guerra civil o un cambio importante de régimen, quienes ejercen el poder pueden querer mostrar clemencia hacia el otro bando o perdonar a sus propios partidarios que fueron condenados. Además, en muchas ocasiones no solo levanta las penas, sino que supone un completo olvido de los hechos delictivos: puede, por ejemplo, cancelar los antecedentes penales. Una decisión tan importante suele requerir de una ley, por lo que no es una facultad del poder ejecutivo, sino del legislativo.

 

¿Qué dice la Constitución?

La Constitución dice muy poco sobre esta materia. Solo dice que es competencia del rey ejercer el derecho de gracia «con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales». Aparte de eso, hay otros dos artículos: la ley que regula el derecho de gracia no puede aprobarse por iniciativa legislativa popular (artículo 87.3) y no cabe ejercer la prerrogativa de gracia si los condenados son miembros del Gobierno (artículo 102.3).

La Carta Magna no utiliza en ningún momento las palabras indulto o amnistía, sino que, como hemos visto, prefiere hablar de derecho o prerrogativa de gracia. Sin embargo, queda bastante claro que se refiere al indulto: habla de un procedimiento establecido y regulado por la ley, mientras que la amnistía es algo notoriamente excepcional, que la propia ley aprueba.

 

¿Hay algún término de comparación?

Para saber si la amnistía es constitucional, quizás podría verse qué se ha hecho en otras amnistías similares. El problema es que, como ya he dicho, no las ha habido.

Hay dos que se nos vienen a la mente. La primera es la Ley de Amnistía que se aprobó durante la Transición. Esta ley amnistiaba todos los delitos políticos cometidos hasta diciembre de 1976, y algunos cometidos después. Se refería a delitos concretos, y se extendía a quebrantamientos de condena, a infracciones administrativas e incluso a infracciones laborales. Aunque no perdonaba la responsabilidad civil, sí cancelaba los antecedentes penales, reintegraba en sus puestos a funcionarios y militares que hubieran sido sancionados (con efectos en antigüedad y pensiones) y hasta anulaba despidos y sanciones laborales. Eran los jueces quienes debían aplicar la ley, incluso de oficio. El plazo era de 3 meses, si bien las liberaciones de prisión debían ser inmediatas.

Esta amnistía no se puede aplicar como término de comparación en el caso actual porque es previa a la Constitución: la ley es de 1977. Puede servir de ejemplo o guía, pero no estaba sometida a los principios y normas constitucionales y nunca fue evaluada por el Tribunal Constitucional (1). Así que no nos sirve de mucho, me temo.

El segundo ejemplo que se nos viene a la mente es la mal llamada amnistía fiscal de 2012, aprobada por el ministro Montoro. Por desgracia, digo «mal llamada» porque esto no era una amnistía. Una amnistía, como hemos dicho, es un perdón colectivo de ciertos delitos por razones políticas. Lo que entonces se hizo fue otra cosa. Con el objetivo de hacer aflorar la economía sumergida y sacar dinero en una España en crisis, se les dio a los defraudadores una vía simple para legalizar su situación: si declaraban el patrimonio que tenían oculto, podían tributarlo solo al 10%, en vez de al tipo mucho más alto que les habría correspondido normalmente. A cambio, se les consideraba en regla con Hacienda, por lo que no se les imponían sanciones administrativas ni recargos (2). El plan era, primero, obtener una inyección rápida de dinero y, segundo, hacer aflorar bienes que en años siguientes ya tributarían al tipo normal.

Aunque popularmente se la llamó amnistía, vemos que esto no era en absoluto una amnistía: no se perdonaban delitos, sino que se abría una vía especial para que grandes defraudadores fiscales regularizaran su situación. Así que no, esto tampoco puede usarse como término de comparación.

 

Entonces, ¿qué pasa con la amnistía del procés?

Pues pasa que no se sabe. Para empezar, hay que tener en cuenta que este debate tiene dos niveles. El primero, si la amnistía es constitucionalmente admisible en general, en abstracto: ¿cabe la amnistía en la Constitución? El segundo, en el caso de que se responda que sí a lo anterior, si esta amnistía, a estos reos concretos, es admisible. No son la misma pregunta. Hay autores que responden que sí a lo primero y que no a lo segundo.

Desde una perspectiva ingenua, podría sostenerse que no hay problema: lo que el legislador hace, el legislador puede deshacerlo. Si una ley (el Código Penal) declara que tales y cuales acciones son delito, con las mismas puede venir otra ley a declarar que esas mismas acciones, en ciertos plazos y para ciertas categorías de personas, no lo son. Entraría dentro de la amplísima facultad que debe tener el legislador democrático para regular y sancionar conductas.

El problema es que esa facultad es amplísima pero no ilimitada. La Constitución reconoce, por supuesto, la legitimación democrática del legislador, pero también reconoce el principio de igualdad como uno de los cuatro que deben regir nuestro ordenamiento jurídico (en el artículo 1.1, nada menos). Y es bastante obvio que una amnistía afecta al principio de igualdad: unos reos siguen condenados y otros, por razones políticas, ya no. Necesitaría una justificación exquisita. Los mismos argumentos se aplican al principio de seguridad jurídica, también reconocido por la Constitución y que también se ve afectado ante una medida tan masiva.

Un segundo escollo es la prohibición de indultos generales. Hay quien dice que si la Constitución prohíbe los indultos generales (es decir, los que se aplican a grupos de personas), con más razón prohíbe la amnistía (una medida que es colectiva por su propia naturaleza y que tiene efectos más incisivos que un indulto). De contrario se contesta que el indulto y la amnistía son instituciones distintas y que si la Constitución hubiera querido prohibir la segunda lo habría hecho expresamente: lo que se prohíbe es usar para grupos una institución que requiere motivación individual (3).

Por último, está la propia estructura del artículo 62.i CE, el que le concede al rey la competencia sobre el derecho de gracia. Está pensando claramente en indultos, pero el hecho es que usa la expresión derecho de gracia, y dice que el rey lo ejerce de acuerdo con la ley. Esta norma se compadece mal con una amnistía aprobada por ley: ahí es el legislador quien ejerce el derecho de gracia, no el rey. Cuando el penalista Jacobo Dopico planteó esta duda en Twitter, le respondieron con alguna propuesta interesante: la ley regula el ejercicio de la amnistía en este caso, pero esta se articula formalmente por medio de un Real Decreto que firma el rey, como en el caso de los indultos.

A mi entender, ninguno de estos escollos es insalvable, si bien los he expresado con brocha muy gorda. Pero, como decíamos, que la amnistía sea constitucional en abstracto no quiere decir que esta amnistía concreta vaya a ser constitucional. Así que de lo que tengo ganas es de tener por fin un texto de ley de amnistía, para al menos poder debatir sobre algo concreto.

 

 

 

(1) Hay algunas sentencias dictadas por el Tribunal Constitucional sobre cuestiones concretas de la amnistía (como esta de 1986, en relación a una norma que le añadió un nuevo artículo a la Ley de 1977), pero tienen muy poca aplicación a la cuestión que nos ocupa.

(2) En caso de que la defraudación fuera de tal nivel que constituyera delito, entraba en vigor una regla que está en nuestro Código Penal desde hace décadas: no se te sanciona por delito fiscal si te pones en regla con Hacienda antes de que te pillen.

(3) Como curiosidad, decir que la sentencia del Tribunal Constitucional mencionada en la nota (1) dice expresamente que «es erróneo razonar sobre el indulto y la amnistía como figuras cuya diferencia es meramente cuantitativa, pues se hallan entre sí en una relación de diferenciación cualitativa», si bien lo dice de pasada y no es el argumento central.

 

 

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jueves, 5 de octubre de 2023

La derecha y la monarquía

Ha vuelto a pasar. El rey ha cumplido de nuevo una obligación constitucional en términos que no gustan a la derecha, y esta ha salido en plan ultramontano. Por mucho que me guste el mote de Felpudo VI (la derecha igual no sabe hacer memes, pero apodos insultantes los pone como nadie), y por mucha gracia que me haga el arte facha consistente en borrar del escudo los símbolos monárquicos, la verdad es que es un paso más en el desapego institucional que esta gente ya no se molesta ni en ocultar. 

Ya hemos tenido algún episodio de esto, cuando el rey firmó los indultos a los presos del procés. Comentamos en su momento que en aquellos días se construyó a toda velocidad un relato según el cual el rey tenía la potestad jurídica de negarse a firmarlos y que, de hecho, iba a negarse. En el momento en que el rey firmó, esa construcción se vino abajo y cientos de personas, incapaces de ver la realidad (el rey firma todo lo que le pongan por delante), empezaron a llamarle traidor.

Ahora ha sucedido algo parecido. Después del circo de siete pistas que ha sido todo el proceso de investidura de Feijóo (menudo mes, menudo ridículo), el monarca ha hecho lo único que podía razonablemente hacer: encargar la misión de conseguir la confianza parlamentaria al siguiente candidato en número de diputados, que además se ha ofrecido. Pero como ese candidato es el malvado Perrosanxe, rompedor de las Españas, ya está el cirio formado. Que si el rey es un traidor, que si luego no venga llorando cuando vayan a por él, que si felpudo… Todo es llanto y rechinar de dientes.

Y yo me pregunto: ¿qué esperaban que hiciera el monarca? De verdad ¿qué esperaban? Analicemos un momento la figura constitucional de la Corona. Se basa sobre un gran pacto, un gran presupuesto implícito: dicho con trazo grueso y con los matices que se quiera, el rey es inviolable (es decir, no se le puede juzgar ni someter a responsabilidad política) porque no tiene competencias. Es decir, no toma ninguna decisión y, por tanto, no se le puede hacer responder de nada. Así es como funciona nuestra monarquía parlamentaria.

Es una afirmación que a priori sorprende. ¿Cómo que el rey no tiene competencias? Si uno lee los artículos 62 y 63 de la Constitución verá que menciona muchísimas funciones del titular de la Corona: sancionar y promulgar las leyes, convocar y disolver las Cortes, convocar elecciones, proponer y nombrar al presidente, nombrar y destituir a los ministros, expedir los decretos, acreditar a los embajadores, ratificar los tratados, declarar la guerra, hacer la paz…

Parecen competencias muy amplias, propias de un jefe de Estado que de verdad interviene en la política de su país. Pero si las leemos, casi todas vienen con alguna coletilla: tal función se ejerce «en los términos previstos en la Constitución», tal otra es «con arreglo a las leyes», la de más allá es «a petición del presidente del Gobierno» y aquella requiere incluso «previa autorización de las Cortes Generales».

Incluso las que no tienen coletilla están, como es obvio, sometidas a regulación constitucional y legal. Por ejemplo, la función de ejercer el mando supremo de las Fuerzas Armadas debe leerse en conexión con el artículo 97, que concede al Gobierno, entre otras tareas, la dirección de la Administración militar y la defensa del Estado. Es obvio entonces que dicho mando supremo es más bien una cosa ceremonial y simbólica, que es el Gobierno quien de verdad dirige las Fuerzas Armadas.

Otro caso, que además va a haber que tener muy claro por si al final hay ley de amnistía. La competencia de sancionar y promulgar las leyes (es decir, firmarlas y mandarlas publicar) no tiene coletilla, pero otro artículo de la Constitución, el 91, regula exactamente cómo debe ejercerse esta función, incluyendo plazos. Más en concreto, las leyes deben sancionarse en 15 días desde su aprobación, y esto es una obligación constitucional del rey, que no puede negarse. En derecho se usa a veces la expresión "acto debido" para referirse a la práctica totalidad de funciones de la Corona.

Por si todavía hubiera alguna duda, analicemos la institución del refrendo. Supongamos que el rey comete un acto ilegal, como dictar un decreto que disuelve las Cortes fuera de los supuestos legales. Estaríamos en un problema, porque el monarca es inviolable, no se le podría hacer responder. Precisamente por eso tenemos la figura del refrendo: todo lo que haga el rey debe estar firmado por el presidente del Gobierno, por un ministro o por el presidente del Congreso, según los casos. Si no, no es válido. Además, el responsable del acto es la persona que lo refrende, por lo que no hay incentivos para refrendar un acto ilegal.

En conclusión, tenemos una lista muy larga de competencias, pero todas ellas tienen que ejercerse dentro de una estricta regulación constitucional y legal que no le deja al monarca margen de apreciación y con la firma de alguien que sí pueda responder. Por eso a veces le llamamos «el notario» o «el bolígrafo coronado»: porque se limita a estampar su firma, en nombre del país, en los actos y documentos que otros han trabajado.

La única materia en la que parece tener cierta capacidad de decisión es, precisamente, la que hoy nos ocupa: proponer al candidato a presidente del Gobierno. La Constitución, en su famoso artículo 99, marca que esta propuesta la hará el rey, previa consulta con los grupos políticos y a través del presidente del Congreso (que es quien la refrenda). Claro, este artículo ha funcionado durante décadas en un contexto bipartidista, en el cual siempre había un partido que contaba con mayoría absoluta o con un predominio claro que le facilitaba alcanzar pactos de investidura. Era obvio qué candidato había que proponer. Así que este asunto se consideraba como el resto de labores reales: una formalidad.

Pero desde las elecciones de 2016 las cosas ya no son así. El bipartidismo se ha roto, y decidir a quién se propone y en qué orden es de repente una decisión políticamente relevante. La pregunta de si es una decisión libre del rey se vuelve vital. Ya en las elecciones de 2019 se escribieron algunos artículos donde se criticaba la actuación del monarca y se defendía que era el presidente de Congreso, como refrendante del acto real, quien debe tomar esa decisión. Esta competencia funcionaría, así, como todas las demás: el rey firma lo que le dicen.

No es esta la interpretación que ha seguido la política española, en la cual parece existir cierto consenso de que es el rey quien decide. En estos meses hemos vivido muchos momentos tensos, pero tanto PP como PSOE están de acuerdo en que, si al final hay dos candidatos dispuestos, es el rey quien debe decidir a cuál se encarga primero la búsqueda de la confianza parlamentaria. Al menos es lo que se deduce de la conducta de ambos partidos y de la propia Casa Real.

Pues bien, al rey se le concedió esa competencia, la ejerció, su candidato fracasó y el asunto vuelve a estar sobre su mesa. Y volvemos a la pregunta que motiva este artículo: ¿qué esperaba la derecha que hiciera el monarca? ¿Volver a nominar a Feijóo, que se acaba de dar una tremenda leche? ¿No nominar a nadie y esperar a que pasen los dos meses, a pesar de que hay una persona que le ha trasladado su disposición de ser candidato?

Supongo que es esto último lo que muchos deseaban que hiciera. A pesar de que la Constitución dice que, en caso de fallar el primer candidato, «se tramitarán sucesivas propuestas», había quien esperaba que el rey se negara a concederle el encargo al único candidato dispuesto. Si, como hemos visto, ya es discutible que el monarca pueda decidir a cuál de los dos encarga la formación de gobierno, resultaría indudable que la decisión de no encargársela al único que quiere enfrentarse a la misma se sitúa fuera de la Constitución.

El rey, en España, no puede ni debe hacer política. Y esto es lo que la derecha más ultramontana no entiende. En este país, la derecha siempre ha tenido una relación extraña con la monarquía. Es formalmente monárquica (no hay derecha republicana), pero siempre ha habido ciertas tensiones. Hace décadas, por ejemplo, era vox populi que Juan Carlos I se llevaba mucho mejor con González que con Aznar.

En los últimos tiempos, hemos asistido a un curioso ejercicio de cooptación por parte de la derecha. En su afán cada vez más evidente de apropiarse de cualquier cosa que sea un símbolo común de este país, la derecha se abandona a episodios de histrionismo como el presente. Exigen al monarca que actúe fuera de la Constitución y defienda exclusivamente sus valores y paranoias. Y, cuando el rey no lo hace (como es evidente), se lanzan a mesarse las barbas, a rasgarse las vestiduras y a echarse ceniza sobre los cabellos.

Como espectáculo es entretenido, pero revela una descomposición profunda y una cortedad de miras notable. Porque convertir a la monarquía en su monarquía es, como cualquiera podría imaginarse, condenarla a muerte. Se supone, aunque muchos no lo vivamos así, que la Corona es de todos, y esta gente está empeñada en lo contrario. Lo han hecho ya con la bandera, que está quemada (1) como símbolo común: se asocia a la derecha, y es imposible otra lectura. Ahora quieren hacer lo mismo con el rey.

Felipe de Borbón, de momento, no se está dejando. Aunque estoy seguro de que le encantaría ponerse al mando de los tercios de enajenados que exigen sangre (es un pijo cincuentón, al fin y al cabo), le apetece mucho más terminar su reinado tranquilo. Y para eso debe seguir siendo una figura anodina, que no aporta demasiado a nadie pero que tampoco molesta. Sabe que en el momento en que salga de ahí, se acaba todo.

Ya es más listo que sus fans, supongo.

 

 

 

 

(1) Ojalá.

 

 

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