Ha vuelto a pasar. El rey ha cumplido de nuevo una obligación constitucional en términos que no gustan a la derecha, y esta ha salido en plan ultramontano. Por mucho que me guste el mote de Felpudo VI (la derecha igual no sabe hacer memes, pero apodos insultantes los pone como nadie), y por mucha gracia que me haga el arte facha consistente en borrar del escudo los símbolos monárquicos, la verdad es que es un paso más en el desapego institucional que esta gente ya no se molesta ni en ocultar.
Ya hemos tenido algún episodio de esto, cuando el rey firmó los indultos a los presos del procés. Comentamos en su momento que en aquellos días se construyó a toda velocidad un relato según el cual el rey tenía la potestad jurídica de negarse a firmarlos y que, de hecho, iba a negarse. En el momento en que el rey firmó, esa construcción se vino abajo y cientos de personas, incapaces de ver la realidad (el rey firma todo lo que le pongan por delante), empezaron a llamarle traidor.
Ahora ha sucedido algo parecido. Después del circo de siete pistas que ha sido todo el proceso de investidura de Feijóo (menudo mes, menudo ridículo), el monarca ha hecho lo único que podía razonablemente hacer: encargar la misión de conseguir la confianza parlamentaria al siguiente candidato en número de diputados, que además se ha ofrecido. Pero como ese candidato es el malvado Perrosanxe, rompedor de las Españas, ya está el cirio formado. Que si el rey es un traidor, que si luego no venga llorando cuando vayan a por él, que si felpudo… Todo es llanto y rechinar de dientes.
Y yo me pregunto: ¿qué esperaban que hiciera el monarca? De verdad ¿qué esperaban? Analicemos un momento la figura constitucional de la Corona. Se basa sobre un gran pacto, un gran presupuesto implícito: dicho con trazo grueso y con los matices que se quiera, el rey es inviolable (es decir, no se le puede juzgar ni someter a responsabilidad política) porque no tiene competencias. Es decir, no toma ninguna decisión y, por tanto, no se le puede hacer responder de nada. Así es como funciona nuestra monarquía parlamentaria.
Es una afirmación que a priori sorprende. ¿Cómo que el rey no tiene competencias? Si uno lee los artículos 62 y 63 de la Constitución verá que menciona muchísimas funciones del titular de la Corona: sancionar y promulgar las leyes, convocar y disolver las Cortes, convocar elecciones, proponer y nombrar al presidente, nombrar y destituir a los ministros, expedir los decretos, acreditar a los embajadores, ratificar los tratados, declarar la guerra, hacer la paz…
Parecen competencias muy amplias, propias de un jefe de Estado que de verdad interviene en la política de su país. Pero si las leemos, casi todas vienen con alguna coletilla: tal función se ejerce «en los términos previstos en la Constitución», tal otra es «con arreglo a las leyes», la de más allá es «a petición del presidente del Gobierno» y aquella requiere incluso «previa autorización de las Cortes Generales».
Incluso las que no tienen coletilla están, como es obvio, sometidas a regulación constitucional y legal. Por ejemplo, la función de ejercer el mando supremo de las Fuerzas Armadas debe leerse en conexión con el artículo 97, que concede al Gobierno, entre otras tareas, la dirección de la Administración militar y la defensa del Estado. Es obvio entonces que dicho mando supremo es más bien una cosa ceremonial y simbólica, que es el Gobierno quien de verdad dirige las Fuerzas Armadas.
Otro caso, que además va a haber que tener muy claro por si al final hay ley de amnistía. La competencia de sancionar y promulgar las leyes (es decir, firmarlas y mandarlas publicar) no tiene coletilla, pero otro artículo de la Constitución, el 91, regula exactamente cómo debe ejercerse esta función, incluyendo plazos. Más en concreto, las leyes deben sancionarse en 15 días desde su aprobación, y esto es una obligación constitucional del rey, que no puede negarse. En derecho se usa a veces la expresión "acto debido" para referirse a la práctica totalidad de funciones de la Corona.
Por si todavía hubiera alguna duda, analicemos la institución del refrendo. Supongamos que el rey comete un acto ilegal, como dictar un decreto que disuelve las Cortes fuera de los supuestos legales. Estaríamos en un problema, porque el monarca es inviolable, no se le podría hacer responder. Precisamente por eso tenemos la figura del refrendo: todo lo que haga el rey debe estar firmado por el presidente del Gobierno, por un ministro o por el presidente del Congreso, según los casos. Si no, no es válido. Además, el responsable del acto es la persona que lo refrende, por lo que no hay incentivos para refrendar un acto ilegal.
En conclusión, tenemos una lista
muy larga de competencias, pero todas ellas tienen que ejercerse dentro de una
estricta regulación constitucional y legal que no le deja al monarca margen de apreciación
y con la firma de alguien que sí pueda responder. Por eso a veces le llamamos «el
notario» o «el bolígrafo coronado»: porque se limita a estampar su firma, en
nombre del país, en los actos y documentos que otros han trabajado.
La única materia en la que parece tener cierta capacidad de decisión es, precisamente, la que hoy nos ocupa: proponer al candidato a presidente del Gobierno. La Constitución, en su famoso artículo 99, marca que esta propuesta la hará el rey, previa consulta con los grupos políticos y a través del presidente del Congreso (que es quien la refrenda). Claro, este artículo ha funcionado durante décadas en un contexto bipartidista, en el cual siempre había un partido que contaba con mayoría absoluta o con un predominio claro que le facilitaba alcanzar pactos de investidura. Era obvio qué candidato había que proponer. Así que este asunto se consideraba como el resto de labores reales: una formalidad.
Pero desde las elecciones de 2016 las cosas ya no son así. El bipartidismo se ha roto, y decidir a quién se propone y en qué orden es de repente una decisión políticamente relevante. La pregunta de si es una decisión libre del rey se vuelve vital. Ya en las elecciones de 2019 se escribieron algunos artículos donde se criticaba la actuación del monarca y se defendía que era el presidente de Congreso, como refrendante del acto real, quien debe tomar esa decisión. Esta competencia funcionaría, así, como todas las demás: el rey firma lo que le dicen.
No es esta la interpretación que ha seguido la política española, en la cual parece existir cierto consenso de que es el rey quien decide. En estos meses hemos vivido muchos momentos tensos, pero tanto PP como PSOE están de acuerdo en que, si al final hay dos candidatos dispuestos, es el rey quien debe decidir a cuál se encarga primero la búsqueda de la confianza parlamentaria. Al menos es lo que se deduce de la conducta de ambos partidos y de la propia Casa Real.
Pues bien, al rey se le concedió esa competencia, la ejerció, su candidato fracasó y el asunto vuelve a estar sobre su mesa. Y volvemos a la pregunta que motiva este artículo: ¿qué esperaba la derecha que hiciera el monarca? ¿Volver a nominar a Feijóo, que se acaba de dar una tremenda leche? ¿No nominar a nadie y esperar a que pasen los dos meses, a pesar de que hay una persona que le ha trasladado su disposición de ser candidato?
Supongo que es esto último lo que muchos deseaban que hiciera. A pesar de que la Constitución dice que, en caso de fallar el primer candidato, «se tramitarán sucesivas propuestas», había quien esperaba que el rey se negara a concederle el encargo al único candidato dispuesto. Si, como hemos visto, ya es discutible que el monarca pueda decidir a cuál de los dos encarga la formación de gobierno, resultaría indudable que la decisión de no encargársela al único que quiere enfrentarse a la misma se sitúa fuera de la Constitución.
El rey, en España, no puede ni debe hacer política. Y esto es lo que la derecha más ultramontana no entiende. En este país, la derecha siempre ha tenido una relación extraña con la monarquía. Es formalmente monárquica (no hay derecha republicana), pero siempre ha habido ciertas tensiones. Hace décadas, por ejemplo, era vox populi que Juan Carlos I se llevaba mucho mejor con González que con Aznar.
En los últimos tiempos, hemos asistido a un curioso ejercicio de cooptación por parte de la derecha. En su afán cada vez más evidente de apropiarse de cualquier cosa que sea un símbolo común de este país, la derecha se abandona a episodios de histrionismo como el presente. Exigen al monarca que actúe fuera de la Constitución y defienda exclusivamente sus valores y paranoias. Y, cuando el rey no lo hace (como es evidente), se lanzan a mesarse las barbas, a rasgarse las vestiduras y a echarse ceniza sobre los cabellos.
Como espectáculo es entretenido, pero revela una descomposición profunda y una cortedad de miras notable. Porque convertir a la monarquía en su monarquía es, como cualquiera podría imaginarse, condenarla a muerte. Se supone, aunque muchos no lo vivamos así, que la Corona es de todos, y esta gente está empeñada en lo contrario. Lo han hecho ya con la bandera, que está quemada (1) como símbolo común: se asocia a la derecha, y es imposible otra lectura. Ahora quieren hacer lo mismo con el rey.
Felipe de Borbón, de momento, no se está dejando. Aunque estoy seguro de que le encantaría ponerse al mando de los tercios de enajenados que exigen sangre (es un pijo cincuentón, al fin y al cabo), le apetece mucho más terminar su reinado tranquilo. Y para eso debe seguir siendo una figura anodina, que no aporta demasiado a nadie pero que tampoco molesta. Sabe que en el momento en que salga de ahí, se acaba todo.
Ya es más listo que sus fans, supongo.
(1) Ojalá.
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