De pequeño me impactó mucho la novela juvenil Los hijos del Trueno, de Fernando Lalana y José María Almárcegui. Tiene una premisa bastante dura: en la última reforma educativa, el Gobierno decide que todas las clases tienen que tener 22 alumnos. Es el número perfecto, la ratio aurea que garantiza el éxito. Por desgracia, el número de escolares del país no es múltiplo de 22, así que, en cada ciudad, se crean los institutos remanentes, a donde van a parar los alumnos que ya no caben en el sistema educativo.
En los institutos remanentes empiezan dando contenido normal, pero una serie de acontecimientos de trama provocan que se lo prohíban. Desde mediados de curso, ya no pueden cursar lengua, matemáticas o inglés. Así que, para mantener ocupados a los alumnos, los profesores organizan un concurso de materias sin contenido curricular. Entre otras temáticas, los alumnos proponen la asignatura de Bailes populares kazajos, que al final incluso sale elegida y se incorpora al temario.
Siempre me acuerdo de los bailes populares kazajos cuando se produce el enésimo debate tuitero chorra sobre que el colegio debería enseñar menos matemáticas y más ajedrez / gestión del duelo / rellenar el formulario de IRPF / nutrición / yoga / educación emocional / economía doméstica / ponga aquí su ocurrencia. Personas que piensan que la educación es un buffet libre y que se quejan de que no servían el plato que a ellas les gustaría haber comido para poder solucionar la necesidad que justo tienen ahora. O, en la otra cara, personas que son expertas en cierto campo, lo consideran el mayor avance de la Humanidad desde el flan de huevo, y se preguntan, cargados de razón, por qué demonios no puede beneficiarse a todos los alumnos de las bondades de su área.
¿Para qué existe la educación? ¿Para qué tenemos unas instituciones públicas que tratan de garantizar que todo el mundo accede a conocimientos? ¿Por qué hemos elevado este acceso al rango de derecho fundamental? La Constitución lo expresa con una frase muy interesante: el objetivo de la educación es «el pleno desarrollo de la personalidad humana». Sin educación, sin un nivel básico, se vuelve mucho más difícil desarrollarse como persona, alcanzar las propias metas e incluso definirlas.
En ese sentido, resulta bastante obvio que el contenido curricular que se ve en la escuela tiene que ser un mínimo, una base sobre la que después construir. Y que ese mínimo tiene que ser común, para conferir a los estudiantes aquello que llamamos cultura general, que no es más que los conocimientos básicos que esperamos que tenga un adulto. Algo de matemáticas, algo de conocimiento de idiomas (el/los propio/s y otro/s), algo de conocimiento científico, algo de conocimiento humanístico. Lo suficiente para poder salir al mundo y entender un mínimo de lo que te rodea.
Cuando un adolescente se encuentra con esto, muchas veces se queja. ¿Por qué tengo que aprender tal cosa que no me interesa? ¿De qué me vale a mí? Este pensamiento es el antecedente intelectual del discurso del buffet libre que estamos analizando. Es normal que lo tenga, porque le falta experiencia vital para pensar de otra forma. La respuesta es, por supuesto, doble. Por un lado, la educación no está pensada para ti, sino para ser un marco general que le sirva a todo el mundo. Lo que a ti no te interesa ni te servirá nunca puede ser clave en la vida del de al lado.
Y, por otro lado, está el tema de cambiar de opinión. Aunque un adolescente ni lo vea ni lo entienda, la vida es muy larga y lo que tienes clarísimo a los 15 años no tiene que coincidir ni remotamente con lo que vas a acabar haciendo a los 20, a los 30 y a los 45. La educación primaria y secundaria tienen que darte la capacidad de cambiar de opinión, de no ser presa durante toda tu vida de decisiones que tomaste cuando ni siquiera sabías que estabas tomando una decisión.
Cuando a un adolescente le das estas respuestas, es muy probable que te mire con cara de cesto, porque para poder interiorizarlas se necesita una experiencia que él, como ya he mencionado, no tiene. Pero que adultos ya con edad de que les duela la espalda sostengan en serio que la escuela debe ser el vertedero de frustraciones de todo el mundo y que esa base común debe sustituirse por bailes populares kazajos me toca un poco más las narices.
(Inciso: digo sustituir, porque en el sistema educativo el tiempo está tasado. En general, si metes una cosa, sobre todo si es tan relevante como una asignatura entera, tienes que sacar otra. Y no, no lo podemos meter todo en la hora semanal que hoy en día ocupa Religión.)
Al final, todo este discurso se sustenta sobre lo mismo: la abdicación de la responsabilidad sobre su propia vida que debe tener una persona adulta. Uno se enfrenta a un tema complicado que no sabe cómo hacer (sea el IRPF, hacer un menú semanal o gestionar la defunción de un ser querido) y desea que se lo hubieran enseñado en la escuela, para no tener ahora que dedicar recursos intelectuales a aprenderlo.
Tengo una mala noticia: con el graduado en ESO no termina todo tu aprendizaje. La persona adulta debe seguir aprendiendo. Esta es otra de las razones por las cuales en Primaria y en ESO se dan básicos: tiene bastante más sentido enseñarte a leer, a escribir y a hacer cuentas que explicarte cómo se rellena la declaración de IRPF o cuáles son las reglas del ajedrez, porque con lo primero puedes entender lo segundo, mientras que con lo segundo no puedes entender lo primero. Algunas cosas pueden incluirse como contenido transversal o como parte de otras asignaturas, pero la mayoría de estos contenidos deben aprenderse en la adultez.
¿Da pereza seguir aprendiendo cuando ya has terminado tu educación? Pues claro. Enfrentarse al lenguaje burocrático, determinar cuál es la mejor manera de fregar un suelo y aprender estrategias para gestionar la ansiedad es complicado, tanto por el contenido de los conocimientos como por lo que sucede si no se aprenden bien. Pero es lo que hay. Tienes las herramientas necesarias para aprender estas cosas. Úsalas.
Además, quien propone estas cosas creo que no se acuerda de cómo era de adolescente. Ya cuesta conseguir que los chavales se concentren en cosas que, aunque quizás no les interesen personalmente, saben que tienen cierta utilidad general. Pretender que aprendan cosas mucho más lejanas de su experiencia y más sectoriales me parece un empeño bastante vano, la verdad. Si a ti te hubieran puesto estas materias en la ESO, no las habrías aprendido y seguirías sin saberlas.
Una última palabra, en relación específica a lo del IRPF, que es una de las materias que se repiten con más frecuencia en estas reclamaciones de que el currículo escolar sea un buffet libre. Enseñar derecho a unos estudiantes de secundaria en la medida necesaria para que entiendan el funcionamiento del IRPF es especialmente estúpido. Primero, porque es materia de una asignatura entera de la carrera: entender el impuesto en profundidad exige manejar conceptos jurídicos y económicos que un adolescente no tiene por qué conocer. Y segundo, porque las leyes cambian. Para cuando el alumno rellene por primera vez una declaración, igual han pasado diez años: en el improbable caso de que se acuerde de algo, habrán cambiado muchas cosas y sus conocimientos estarán desactualizados.
Así que, por favor, menos pensar que
el sistema educativo debe incluir bailes populares kazajos y más reforzar lo
que ya hay: nos lo jugamos todo a que los alumnos sigan saliendo con una base
mínima que les permita entender el mundo.
Bastante de acuerdo con el artículo en general, pero al leer "Enfrentarse al lenguaje burocrático, [...] Pero es lo que hay." se me ocurre que justo eso es algo que no tenemos la necesidad de sufrir. Como emigrante y hablante con un nivel B1-B2 de la lengua local he podido entender documentos administrativos casi mejor que en castellano, mi lengua materna. Igual un poco de culpa en el otro lado sí que hay.
ResponderEliminarYo siempre a favor de la simplificación del lenguaje burocrático, pero teniendo en cuenta que hay unos mínimos por debajo de los cuales no se puede simplificar.
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