Si la justicia española vale para algo esto no es para los casos con connotaciones políticas. Diría que la pena a Alberto Rodríguez es la demostración de esta afirmación si dicha afirmación no estuviera ya sobradamente demostrada. No voy a analizar la sentencia porque ya hay otros que lo han hecho mejor que yo, ni voy a criticar la decisión de Batet de expulsar a Rodríguez del Congreso, ni mucho menos clara. Voy a referirme a la presunción de veracidad de los agentes de policía.
La presunción de veracidad de los agentes de policía es un principio básico del derecho administrativo. Esto es lo primero que hay que saber. En los juicios penales, como el que ha condenado a Alberto Rodríguez, no se aplica la presunción de veracidad de los policías. En ellos, en teoría, la palabra de un agente policial vale tanto como cualquiera. No vale más, no se presume que está diciendo la verdad ni se consideran probados los hechos que deriven de esa declaración. Pero tampoco vale menos: es una prueba y se valora junto con todas las demás para fundamentar la condena o la absolución. Incluso existe doctrina (desarrollada en casos sobre violación) sobre cómo se debe actuar si la única prueba es una declaración testifical.
Así pues, en penal no existe, legalmente, la presunción de veracidad de los policías (1). Esta presunción encuentra su sede en derecho administrativo, en especial en derecho sancionador. El derecho administrativo sancionador es el que se activa cuando un policía «te pone una multa», sea de tráfico, de consumo de alcohol en vía pública, de seguridad ciudadana o de lo que sea. En realidad, el policía lo que hace es denunciarte; será la Administración (no un juez, no, la Administración, el poder ejecutivo) quien te ponga la multa. Para esa Administración, el agente de policía que te denuncia tiene presunción de veracidad.
La presunción de veracidad está regulada, con carácter general, en el artículo 77.5 de la Ley 39/2015. Esta ley es la que regula las normas generales que deben seguir todos los procedimientos administrativos del país, y ese artículo habla de la prueba en dichos procedimientos. El número 5 dice que «Los documentos formalizados por los funcionarios a los que se reconoce la condición de autoridad y en los que, observándose los requisitos legales correspondientes se recojan los hechos constatados por aquéllos harán prueba de éstos salvo que se acredite lo contrario».
Aquí hay varias cosas interesantes. La primera es que esta
presunción beneficia solo a aquellos funcionarios «a los que se reconoce la
condición de autoridad». Sobre la distinción entre funcionario y autoridad se
puede escribir mucho. Básicamente, una autoridad es un tipo concreto de
funcionario, que tiene mando y jurisdicción propia, como, por ejemplo, el
presidente del Gobierno. Por debajo de las autoridades están los agentes de la
autoridad, que son aquellos funcionarios a los que se le reconoce capacidad de
ejecutar las órdenes superiores. Los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de
Seguridad del Estado son agentes de la autoridad (artículo 7.2 de su ley reguladora) y, por tanto, gozan de presunción de veracidad.
En segundo lugar, la presunción de veracidad se reconoce solo para los documentos formalizados por estos agentes, no, en principio, para declaraciones verbales. Se entiende que los documentos (como la denuncia a la que nos referíamos más arriba) van a ser verídicos, que el agente no va a mentir a la hora de redactarlos. Por supuesto tienen que ser documentos que cumplan las formalidades legales previstas para los mismos.
En tercer lugar, y esto es importante, la presunción de veracidad solo hace prueba de hechos constatados por los agentes. La jurisprudencia ha interpretado este requisito: solo estarán amparados por la presunción de veracidad aquellos hechos que los agentes hayan percibido con sus sentidos, no los que hayan deducido. Por poner un ejemplo grueso, que nos lleva más a lo penal que a lo administrativo, si detienen a un tipo que corre y lleva un collar en la mano, la presunción de veracidad solo ampara este hecho, no cubre, por ejemplo, la afirmación «El detenido robó un collar y salió huyendo». Porque los agentes no lo han visto.
A estos efectos es interesante una batallita que ya he contado alguna vez en este mismo blog. Hace unos años unos policías municipales me denunciaron por beber alcohol en la calle. La denuncia fue falsa, ya que yo no bebo alcohol. En la declaración mintieron al decir que me habían visto beber de una lata de, digamos, Heineken (no me acuerdo del nombre, pusieron una marca concreta). Cuando recurrí, la jueza me dio la razón porque, aunque la presunción de veracidad les beneficiaba, no habían consignado que la lata que supuestamente me intervinieron era de cerveza con alcohol. Podía ser cerveza sin. Y, si los agentes no habían constatado que la cerveza tenía alcohol, solamente podía presumirse como veraz que me habían visto beber cerveza, no que me habían visto consumir alcohol.
El cuarto y último elemento es, precisamente, los efectos de esta presunción de veracidad. Normalmente la persona que decide un procedimiento debe valorar en conjunto todas las pruebas y ver cuáles le parecen creíbles y cuáles no. Si una de las pruebas está beneficiada por la presunción de veracidad, el funcionario que decida (recordemos que siempre estamos en derecho administrativo) no tiene que ponderarla: es verídica salvo que se demuestre lo contrario. Como la gran mayoría de presunciones en derecho español, puede levantarse si hay prueba en contrario, pero, si no la hay, se presume la veracidad de las declaraciones de los agentes.
Claro, esto genera un conflicto obvio. En derecho administrativo sancionador se aplican los mismos principios que en derecho penal, incluyendo la presunción de inocencia, que tiene carácter de derecho fundamental. Si se presume la inocencia salvo que se pruebe lo contrario pero se admite, en ausencia de otras pruebas, que la palabra del policía es verdad, está claro que la presunción de inocencia queda desvirtuada. En un contexto de «tu palabra contra la mía», donde no hay otras pruebas, la palabra del policía adquiere una importancia desmesurada porque no se puede entrar a valorarla: es verdad y punto. Contrapesar ambos principios es, por supuesto, muy complicado.
Entiendo el sentido de la presunción de veracidad. Facilita mucho la decisión y tiene cierta lógica dentro de la consideración de los policías como agentes de la autoridad. Pero tiene un carácter expansivo que no me gusta nada (de lo escrito a lo declarado, de los procedimientos administrativos a la jurisdicción) y, probablemente, resuelva menos problemas de los que causa. Al fin y al cabo, la mayoría de casos que se resuelven con una referencia genérica a la presunción de veracidad se podrían solucionar, en el mismo sentido, valorando justamente la prueba. Pero claro, eso obligaría a motivar mejor las sanciones.
No hay mucho más que decir. La presunción de veracidad tiene
cierto sentido, pero, a mi juicio, es más lo que daña que lo que beneficia. No la
van a eliminar, eso está claro, pero, al menos, que quede claro lo que es y
para lo que vale. O lo que debería ser y para lo que debería valer, que igual
no es lo mismo.
(1) Otra cosa es que haya jueces que tiendan a magnificar el
peso de la palabra de estos, como parece que ha pasado en este caso.
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