sábado, 27 de enero de 2018

El anonimato en Internet

El derecho al anonimato en las redes me parece importantísimo. Escribir bajo pseudónimo es un derecho básico y una forma de proteger la propia libertad. Quizás lo mejor que nos ha dado Internet es que cualquiera puede llegar a un público de millones de personas sin la necesidad de pasar por el filtro de un editor: esta gran difusión, unida al derecho al anonimato, ha cambiado la forma en que nos comunicamos. De repente, un don nadie con un canal de YouTube, un blog o una cuenta en Twitter está al nivel de medios de comunicación con cientos de empleados.

Al poder le resulta complicado de gestionar este anonimato. No es plato de gusto que cualquiera pueda comprobar tus mentiras y demostrárselas al mundo y que ni siquiera le puedas amenazar porque no sabes quién es. Así que, poco a poco, van lanzando globos sonda. Al hilo de una supuesta prevención de delitos (no vamos a dejar que nadie haga chistes de Carrero Blanco y salga impune), el PP lleva unos cuantos meses hablando de “regular las redes sociales” para prohibir el anonimato.

Y entonces ha sucedido lo de José Miguel Aspas Cutanda.

José Miguel Aspas Cutanda es miembro del PP y alcalde del pequeño pueblo turolense de Villar del Cobo. Y además parece ser un tuitero bastante influyente que usa el pseudónimo de Joe Pastrana. Bajo ese nombre se ha dedicado a decir barbaridades sobre rojos e indepes (lo normal), a inventarse cosas (eso ya empieza a ser cuestionable) y también a reconocer la comisión de delitos (ups). La identidad entre Aspas y Joe Pastrana la ha puesto de manifiesto un tuitero que ha sacado datos de ambos personajes: los dos viven en la misma casa, tienen la misma guitarra, tenían el mismo gato y pertenecen a la misma profesión. Además, el dibujo que servía de avatar a Joe Pastrana estaba en la cuenta de Facebook del señor alcalde. No parece, pues, que queden muchas dudas.

El debate se ha encrespado enseguida, porque mucha gente le tiene tirria al tal Joe Pastrana. Por un lado, ha habido quien ha ironizado con el hecho de que sea justo el partido de este tipejo el que pida prohibir el anonimato. Hemos visto a personas de izquierdas alegrándose y a otras lamentándose, porque hay que defender el anonimato de todo el mundo. Había quien valoraba los tuits de Joe Pastrana para llegar a la conclusión de que él merecía ser puesto al descubierto. La derecha, por supuesto, ha salido en tromba a defender a su ídolo y su derecho a operar bajo pseudónimo, en un ejercicio curioso de doblepensar. En fin, se ha dicho de todo.

Yo, la verdad, no estoy de acuerdo con que se plantee el asunto desde el derecho al anonimato. Me explico: como digo, apoyo por completo el anonimato en redes. Sí, también para personajillos despreciables como este Joe Pastrana; el derecho o es para todos o no es para nadie. Si hay indicios de delito, que se denuncien, que se libren las oportunas órdenes judiciales y que se investigue lo que haya que investigar. Pero me opongo a cualquier iniciativa jurídica que pretenda vulnerar este derecho ex ante. Esas ideas de que haya que dar tu DNI antes de abrirte una cuenta de Twitter me parecen criminales.

Ahora bien: eso no es lo que ha pasado aquí. Lo que ha pasado aquí es que Joe Pastrana se ha descubierto él solo. La revelación de su anonimato se ha hecho con base en datos públicos, la mayoría de los cuales facilitó él mismo. No le han hackeado las cuentas o los dispositivos: es que subió a su cuenta troll una foto tomada desde su ventana. Cualquier desocupado con un poco de tiempo libre y Google Imágenes podría haber desvelado la identidad de Joe Pastrana: eso es, me atrevo a decir, lo que ha pasado.

Mantener el anonimato en redes exige privarse de cosas. Hay que ser inconcreto sobre dónde trabaja o estudia uno, no contar demasiado de la vida personal, no subir fotografías de sitios reconocibles, separar de forma radical los perfiles público y privado… toda una serie de precauciones que Joe Pastrana no ha tomado. Por supuesto, tenía pleno derecho a no tomarlas. Quizá nunca le importó demasiado el anonimato. Pero hay que tener en cuenta que cuantos más datos personales sueltes sobre ti, más posibilidades hay de que cualquiera los recopile y deduzca tu identidad a partir de ellos.

Voy a contar una batallita: cuando yo abrí el blog y la cuenta de Twitter, tuve que enfrentarme a la decisión de si usaba pseudónimo o no. Tenía bastante claro que era una política a largo plazo. A día de hoy, mi máxima de conducta sigue siendo tener cuidado sobre lo que digo en ambos medios de comunicación. Sé más o menos lo que puede saber de mí un lector casual y lo que puede conocer alguien que me acose. Es ahí justo donde puse la línea. La regla es “tuitea como si hubiera alguien con mucho tiempo libre apuntado y cotejando cualquier cosa que dices”. ¿Paranoico? Puede ser. Pero el anonimato hay que trabajárselo.

Aun así, estoy bastante seguro de que he cometido errores. Si alguien se empeña, puede identificarme. Cuando eso suceda me dolerá, qué duda cabe: a nadie que quiera ser anónimo le gusta verse expuesto. Pero en ningún momento se me ocurrirá hablar de vulneraciones de derechos. Si yo mismo desvelo quién soy, aunque sea de forma fragmentada, sé que me arriesgo a que cualquiera junte los fragmentos y obtenga mi identidad. Cosa distinta sería, por supuesto, que la revelación del secreto se produjera después de un acceso ilícito a mis cuentas. Pero ¿juntar datos que yo mismo he publicado?

En conclusión: no podemos caer en confusiones interesadas. Una cosa es que alguien haya desvelado la identidad de un tipo que subió el avatar de su cuenta troll a su cuenta pública. Otra muy distinta, que desde el Estado se proponga el registro de todas las personas que tienen cuentas en redes sociales por si acaso les da por delinquir. Conviene no confundir ambos planos porque podríamos acabar en sitios muy desagradables.




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jueves, 25 de enero de 2018

El retorno de la mili

Todo lo malo acaba volviendo. Creíamos que el servicio militar obligatorio era un fantasma del pasado y de repente, sin comerlo ni beberlo, nos encontramos con un debate sobre si debería reimplantarse. La cosa es que Emmanuel Macron quiere establecer una especie de “mini mili” de un mes enfocada a dar formación militar a la juventud, y los patrioteros de todo signo están que no cagan. Por supuesto, nos hemos tenido que comer el típico artículo de un iluminado que quiere para los chavales españoles de ahora lo mismo que él rechazó en su momento.

En España, la Constitución permite la existencia de un servicio militar obligatorio siempre que se garantice el derecho a la objeción de conciencia mediante un servicio social sustitutivo. Nada impide, por tanto, que vuelva la mili o que se instaure un servicio similar a lo Macron. De momento Ciudadanos lo ha rechazado (Francia no es España, y lo que allí suscita apoyo popular aquí no genera más que rechazo), pero ya se sabe cómo son estos globos sonda: la idea se va a quedar por ahí hasta que a alguien le convenga volver a sacarla.

La cuestión es que no acabo de entender para qué serviría reinstaurar la mili. Por un lado está el argumento liberal clásico que llevó a instaurarla por primera vez: si la soberanía es nacional, el ejército debe ser el pueblo en armas. La defensa de la nación no debe ser el privilegio de unos pocos nobles, sino una prestación que realizan todos los ciudadanos en cuanto tales. Además, que el ejército sea un cuerpo separado del pueblo es un riesgo evidente, porque si se pusiera levantisco nada impediría que tomara el poder por la fuerza.

El argumento siempre me ha parecido débil. Para empezar, solo cuadra bien con una versión militante de la condición de ciudadano, algo que ni mucho menos tenemos en la actualidad. La desafección hacia el Estado es total, y eliminar esa circunstancia es una condición indispensable para que una leva popular tenga éxito. Si la gente no lleva como timbre de honor el ser ciudadano y el defender a la patria, el reclutamiento forzoso lo único que consigue es una tropa desmotivada y que solo quiere pasar la mili con el menor número de marrones posibles. Lo que ha sido siempre, vamos.

Además, mientras siga existiendo el ejército profesional, es irrelevante de dónde procedan los soldados. Supongamos que mañana un general con más galones que neuronas se pone levantisco y decide resucitar la ancestral tradición española del pronunciamiento. ¿De verdad alguien se cree que el hecho de que los soldados sean de leva va a impedir el cuartelazo? Lo dudo mucho, y la existencia de esa misma tradición de pronunciamientos avala mis dudas. De hecho, casi me fiaría más de los soldados profesionales, porque se juegan la carrera si el golpe sale mal.

Junto a los argumentos clásicos, han aparecido de repente toda una serie de razones de nuevo cuño que justifican meter a los chavales en cuarteles. Están vinculadas, como no, a la lucha contra el nuevo Malo Maloso que Amenaza Occidente: el ISIS. La mini-mili de Macron busca que la ciudadanía conozca “las prioridades estratégicas del país”, entiendan “las grandes problemáticas de la seguridad” y se entrenen en actividades físicas. Lo que el mismo presidente llamó “una formación militar elemental” para todos los hombres y mujeres jóvenes de Francia.

No acabo de ver la utilidad de la medida. Incluso los propios palmeros del asunto, como el articulista de El País que he citado más arriba, entienden que no hay quien pueda parar a un tipo que se sube a un camión y empieza a atropellar inocentes. Aunque el susodicho articulista matiza que, dado que esas cosas no se pueden evitar, “parece sensato” darle a la ciudadanía nociones de autodefensa. Sudores fríos, ¿eh? Lo que más necesitamos en situaciones de emergencia: cientos de cuñados entorpeciendo la labor de los profesionales porque ellos hicieron un mes de mili hace diez años.

Seamos serios: un mes no sirve para darle a nadie formación útil de nada, y más si no se refresca de forma periódica. Así que no, lo que se busca aquí no es enseñar habilidades. Y entonces, ¿qué es? Simple, adoctrinar. Toda la propuesta habla de “disciplina”, de “respeto a la autoridad”, de “aumentar la cohesión social”, etc. Una serie de valores desfasados que dan bastante grima, la verdad. Cabe recordar que, en un estado democrático, el ciudadano tiene pleno derecho a no ser disciplinado, a no respetar a la autoridad y a odiar a todos sus compatriotas.

Al final, como siempre, el espíritu de una medida no se halla en la retórica de los políticos que la defienden sino en las barbaridades que se sueltan en la sección de comentarios. Cientos de garrulos con teclado dicen que muy bien, que una mili les hace falta a los jóvenes, que ojalá fuera de seis meses y que vale ya de tanto smartphone y de tanto botellón. ¡Así aprenderán disciplina y dejarán de estar mimados por sus papis! El cuento de siempre: como ellos tuvieron que aguantar una basura carcelaria que les dejó marcados, miran con envidia a los que nos libramos. Es el mismo discurso que se repite sobre el bullying: que forma carácter, que ahora somos todos unos blandos… Basura.

Lees los foros y es alucinante. Tanto resentimiento hacia quienes no tuvieron que comerse la mili no puede ser sano. Al parecer, el servicio militar te enseña a convivir con gentes muy distintas; por algún motivo, las redes sociales, que te permiten tener amigos en literalmente todo el mundo, no valen para eso. También enseñan compañerismo y responsabilidad, supongo que esta última entendida en el sentido de “si no haces lo que te grita un iletrado vestido de payaso, te sancionan”. Hay quien habla del asunto como un rito iniciático, lo cual no deja de ser preocupante. Y por último, parece ser que es la solución para que los jóvenes de hoy en día dejen de ser unos ni-nis. ¡Y yo pensando que lo que sucedía es que había una crisis económica del carajo!

En fin, tampoco tiene sentido comentar nada más: la propuesta de reimplantar la mili no es más que resentimiento disfrazado de cohesión social. Sin embargo, hay una circunstancia en la cual yo estaría dispuesto a apoyarla: que los primeros en ser reclutados sean los de la banderita de España en los balcones y los de los comentarios favorables a la medida. ¿No les gusta tanto este país? ¿No es tan positiva la mili? ¡Pues hala, a defenderlo, a hacer el paso de la oca, a aguantar al chusquero mientras los demás nos tocamos las narices!

Además, la medida se financiaría sola: yo, por lo menos, pagaría por verla.






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viernes, 19 de enero de 2018

Alquileres de vivienda 3 - La renta

En la entrada anterior de esta serie analizamos algo que puede verse como la obligación principal del arrendador: el deber de entregarle al arrendatario la posesión de la vivienda durante un tiempo determinado. Hoy veremos, en contrapartida, la obligación principal del arrendatario, que es pagar el precio. En el arrendamiento, el precio suele llamarse “renta”, por lo que nos referiremos a ella así. Y como siempre, antes de empezar, la advertencia: es nula cualquier cláusula contractual que modifique esta regulación en perjuicio del arrendatario.

Cuantía de la renta
La renta se fija en el contrato; en la ley no existen tablas ni valores de referencia, sino que el arrendador y el arrendatario pactan su cuantía. Existe una costumbre, que yo diría que está desapareciendo, que consiste en poner una renta anual y luego dividirla en doce mensualidades, con cláusulas como “La renta será de 9.600 € al año, dividida en 12 pagos mensuales de 800 € cada uno”. A todos los efectos se entiende que estamos ante una renta mensual.

Todo el tema de gestión del pago de la renta es bastante libre. La ley dice que el pago será mensual, realizado en los siete primeros días del mes y en mano en la vivienda arrendada. Sin embargo, concede libertad para pactar otro régimen; hoy en día, es común que se pague por transferencia o por recibo. El arrendador, eso sí, está obligado a entregar al arrendatario recibo de pago, salvo que éste se realice por medios que permitan acreditar el cumplimiento de la obligación.

¿Puede el arrendador exigir el pago anticipado? La ley responde con la siguiente frase literal: “en ningún caso podrá el arrendador exigir el pago anticipado de más de una mensualidad de renta” (artículo 17.2). Pero esto no tiene una interpretación clara. Lo habitual es que los contratos sigan el régimen legal, es decir, que la renta correspondiente a cada mes se pague en los siete primeros días de ese mes. El pago se realiza, por tanto, antes de que el arrendatario haya disfrutado de la vivienda durante el mes al que se imputa. Existen, por tanto, dos opciones:
  • Considerar este pago un anticipo. Eso quiere decir que el arrendador ya no puede pedir nada más, puesto que se le prohíbe exigir el pago anticipado de más de una mensualidad.
  • No considerar este pago un anticipo, puesto que sí, se paga por adelantado, pero es la renta del mes en curso. Eso quiere decir que el arrendador podría exigir a la vez la renta del mes corriente y la del mes próximo, que ya se consideraría anticipo.


En general nuestros tribunales vienen aceptando la segunda interpretación, aunque a mí me parece dudosa por toda una serie de razones que no voy a desarrollar aquí. El precepto plantea otras dudas (por ejemplo: dice “mensualidad”; ¿qué pasa si el pago del alquiler se fija por trimestres o por semestres?), pero son menores, así que vamos a dejarlo así: según la interpretación mayoritaria, el casero puede exigirte, aparte de la renta del mes en curso, la del mes siguiente.

Pasemos a otra cuestión. La ley también prevé el pago de la renta en especie, que en este caso consiste en la reforma de la vivienda. Efectivamente, los contratantes pueden pactar que durante un plazo determinado el inquilino no paga renta pero a cambio tiene que rehabilitar o reformar el inmueble. El arrendatario acepta este pacto con todas sus consecuencias: si se gasta más en la reforma de lo que le habría costado pagar el alquiler de esos meses, no puede reclamar la diferencia.

Actualización de la renta
Vale, tenemos ya pactada la renta. ¿Y eso se va a quedar así siempre? ¿No puede subir o bajar? Pues bajar poco, por desgracia, pero hay dos formas de que suba. La primera es la actualización anual, que es el medio por el cual el casero puede subir la renta cada año (1). Esta actualización anual tiene que estar pactada en el contrato: si en el contrato no pone nada, la renta no se puede revisar. Y esto es lógico. La renta es, como hemos dicho, el precio del arrendamiento, y el precio es uno de los elementos esenciales de cualquier contrato. Una regulación que permitiera a una de las partes modificar el precio sin contar con la otra sería abusiva.

Así pues, es necesaria una cláusula que de forma expresa permita la actualización de la renta. Esta cláusula solo puede aplicarse una vez al año, en la fecha en que se cumpla cada año de vigencia del contrato. En cuanto a los criterios que debe seguir la actualización, en principio son también de pacto libre. Lo habitual es recurrir a un porcentaje o a un índice como el IPC. En defecto de pacto expreso, se aplica el Índice de Garantía de Competitividad, que tiene la peculiaridad de que solo sirve para subir la renta, no para bajarla: cuando toma valores inferiores a cero (como en este momento, que está a -1,38%) se aplica el 0, por lo que la renta no se revisa.

Ojo, que la actualización de la renta es un derecho de la parte a la que beneficia (normalmente al arrendador), no un automatismo. Para aplicarla, es necesario notificárselo a la otra parte por escrito, expresando el porcentaje de alteración. Y dado que solo puede hacerse, como hemos dicho, en la fecha en que se cumpla cada año del contrato, no es factible que, si al arrendador se le olvida un año hacer la actualización, pretenda al año siguiente hacerla doble.

La segunda forma en que puede elevarse la renta es la actualización por mejoras. Se trata del derecho que tiene el arrendador a aumentar la renta si realiza obras que aumenten el valor de la vivienda. Esta actualización solo se puede aplicar pasados tres años de duración del contrato. Además, como excepción, no es necesario que el contrato le permita expresamente realizarla, sino que opera la regla contraria: puede elevar la renta por este concepto salvo que el contrato se lo prohíba.

Eso sí, la elevación no es libre, sino que depende de una fórmula que podríamos resumir así: (Capital invertido en la obra – subvenciones públicas) x (Interés legal del dinero + 3 puntos porcentuales). De esa fórmula sale una cuantía que se suma a la renta anual, no a la mensual. Por poner un ejemplo: en 2017 el interés legal del dinero es del 3%. Si un propietario se gasta 10.000 € en una reforma, puede sumar el 6% de esa cantidad (600 €) a la renta anual, lo cual da lugar a una subida mensual de 50 €. Existe un límite máximo: por este concepto nunca se puede aumentar la renta vigente en más de un 20%.

De nuevo, esto es un derecho, no un automatismo: la elevación de renta solo se produce una vez terminadas las obras y tras la oportuna comunicación del arrendador donde se detallen los cálculos que determinan la cuantía y se demuestre el coste de las obras realizadas.

Otros gastos
Por último, hay que tener en cuenta que la renta no es el único gasto que tiene un inquilino, sino que hay otros. La ley establece dos categorías. Por un lado están los gastos que se pueden individualizar por contadores: luz, agua, Internet, gas, etc. Estos gastos son de cargo del inquilino. Esta regulación es lógica, puesto que es el inquilino quien los está gastando. De hecho, lo más normal es que los contrate él a su nombre y que el arrendador no tenga que preocuparse.

Y por otro lado, están los gastos que no pueden individualizarse por contadores, que son todos los demás; los más comunes son los gastos de comunidad de vecinos y el IBI. Estos gastos son en principio de cargo del casero. También se trata de una regulación lógica, puesto que son gastos asociados a la propiedad de la vivienda, no a su uso. Sin embargo, se puede pactar que sean de cargo del inquilino. El pacto debe constar por escrito y cuantificar el importe anual exacto de los gastos que incluye. Si se refiere a tributos, no afecta a la Administración: el casero sigue teniendo que pagar el IBI aunque luego se lo puedan repercutir al inquilino.

Impago
No me voy a extender mucho sobre este tema porque lo veremos en la quinta entrada de esta serie, dedicada a la terminación del contrato. Simplemente reseñar que parece ser una tendencia en alza incluir en los contratos una cláusula por la cual el inquilino permite al arrendador que, en caso de impago, le meta en un fichero de morosos. Es una cláusula no prevista en la LAU pero completamente lícita a mi entender.


Como vemos, el tema de la renta está más sometido al libre pacto que otras materias de la misma ley. Y eso es un problema porque, en este contexto, “libre pacto” suele significar imposición del arrendador al arrendatario. Pero en fin, la ley todavía le reconoce algunos derechos al inquilino: hay que conocerlos, usarlos y defenderlos.



(1) La LAU también permite que se pacte su bajada, pero ¿alguna vez habéis visto un arrendamiento que baje año a año en vez de subir?



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lunes, 15 de enero de 2018

Lamento sobre la industria editorial española

Una de las cosas que siempre he echado de menos en el mercado español de literatura de género (fantasía, ciencia ficción y terror) son las revistas especializadas. Hablo de publicaciones periódicas cuyo contenido principal son los relatos y las novelas por entregas, aunque puedan dedicar también algo de espacio a reseñas, críticas y demás material. Sobre este tema hablé hace poco en un hilo de Twitter, pero tengo la sensación de que no logré transmitir bien lo que quería decir. A ver si aquí, en el blog, con más espacio a mi disposición, tengo más fortuna.

En el plano histórico, las revistas especializadas fueron el mecanismo que permitió que muchos escritores se profesionalizaran. En un mundo en el que la edición de libros era un proceso carísimo, dotaban de una infraestructura necesaria para conectar autores y público. Además, remuneraban los relatos, factor sin el cual no se puede pensar en una profesionalización. No resulta arriesgado afirmar que sin el trabajo editorial de Astounding Science-Fiction, la revista que publicó a los autores de la llamada “edad de oro de la ci-fi”, al género le habría resultado muy difícil salir del pulp y muchos de los escritores que ahora admiramos se habrían tenido que dedicar a otra cosa (1).

Podrá pensarse que hoy en día, en la era de Internet, la existencia de revistas no tiene sentido. Publicar ahora es sencillo. Lo más fácil es poner tus relatos en un blog, o subir cada día un capítulo de tu novela. Si quieres currártelo más, te basta con pagar a un ilustrador que te haga una portada, aprender cómo convertir un PDF en ePub y colgar tu libro en Lektu o Amazon. En pocas semanas tu libro estará al alcance de todo el mundo. ¿Para qué necesitamos revistas especializadas?

Por muchas razones. Las revistas no solo eran solo un soporte: eran un soporte profesional. El editor se encargaba de darle a los textos una corrección experta (muy distinta de la que pueden proporcionar tus lectores cero), remuneraba el cuento según se publicaba y mediante unas tarifas fijadas, se ocupaba de los canales de distribución y de la publicidad, etc. En definitiva, descargaban al escritor de mucho trabajo y le permitían mejorar su obra. Además, tenían un público fijo al cual un escritor novel no podría acceder por sí solo.

Que las revistas son importantes para este mercado se prueba por el hecho de que siguen existiendo. Así, Astounding todavía se publica en EE.UU., aunque renombrada como Analog y con periodicidad bimestral. De hecho, se cuenta la anécdota de una visita que hizo George R.R. Martin a España, en la que le preguntaron cómo puede hacer un autor novel para introducirse en el género. Respondió que lo mejor es empezar con relatos cortos y mandarlos a revistas especializadas… y flipó cuando descubrió que en España no existían esta clase de publicaciones.

Quizás el género más afectado por esta ausencia haya sido la ciencia ficción. La fantasía tiende a tirar hacia novelas largas (de hecho, hacia sagas gigantescas), por lo que no tiene sentido pensar en una publicación por entregas. La ciencia ficción, por el contrario, es un género que se presta muy bien al relato o a la novela corta (2). Philip K. Dick decía que el cuento es el formato “natural” de la ciencia ficción; sin llegar a esos extremos, es cierto que hasta épocas muy recientes buena parte de este género estaba en relatos, novelas cortas o, como mucho, novelas de poca extensión (3).

Pero en realidad el género no es tan importante. El problema básico es el mismo en fantasía, ciencia ficción o terror: yo escribo un relato de cualquiera de esos géneros y ¿qué hago con él? Si no lo he escrito para un concurso concreto (o si no gano dicho concurso), no puedo hacer otra cosa que esperar a que aparezca una convocatoria que sea apropiada para enviarlo. Pero claro, tampoco hay tantas: no es que la literatura de género española sea un vergel de concursos. Y cuando los hay muchas veces tienen un tema muy concreto, o exigen cosas de un subgénero determinado, o establecen unas limitaciones de palabras que no cuadran con lo que tienes escrito.

Existen otras opciones de publicación, pero ninguna es profesional ni, me atrevería a decir, demasiado rentable. ¿Lo subo a Lektu a 1 € o en pago social? Así lo publico, sí, pero no voy a ganar mucho y a cambio lo he “quemado” para concursos posteriores. ¿Espero a tener ocho y saco una antología de relatos sin ninguna relación temática entre sí? Un poco arriesgado para un escritor a quien no conoce nadie. ¿Me obligo a escribir un relato mensual y trato de sostener un Patreon con eso? Quizás es la mejor idea, pero también necesitas algo de fama previa para que la gente se apunte.

Puede que haya quien se sienta incómodo al leer que me centro tanto en el dinero, pero es que el dinero es importante. Sí, todos escribimos por amor al arte, eso por descontado. Nadie se dedica a escribir relatos de género con el objetivo de hacerse rico. Pero muchos aspiramos a la profesionalización, es decir, a poder vivir (al menos en parte) de lo que hacemos. Y para eso, por desgracia, hay que pensar en el dinero. Las revistas especializadas son un buen mecanismo para conseguir esa profesionalización… y en España no las tenemos.

¿Qué condiciones tiene que reunir una revista para conseguir estos objetivos? A mi entender, las tres siguientes:
  • Publicar con buena periodicidad. Me refiero a una publicación mensual o, como mucho, bimestral. Algo que pueda hacer que el público se “enganche” con facilidad, que interiorice la compra de la revista dentro de sus hábitos mensuales. Además, así la revista está en necesidad constante de originales. Lo cual nos lleva al punto siguiente.
  • Apertura permanente: que el escritor pueda enviar el relato en el momento en que lo termine, sin necesidad de esperar a una convocatoria. O, en otras palabras, que la revista sea un lugar al cual se puedan mandar relatos de cualquier subgénero, enfoque y temática. También de cualquier número de palabras. Como la periodicidad es alta, se puede jugar con el espacio: a lo mejor en un número se publica un relato de 8.000 palabras y en el siguiente ese espacio se distribuye entre dos de 4.000, o cosas así.
  • Remuneración a sus colaboradores. Esto ya no hay ni que decirlo, pero sí me gustaría hablar un poco sobre cómo debería ser esa remuneración. Tendría que haber tarifas públicas y más o menos fijas. Si no haces eso, si dejas la remuneración a “el futuro acuerdo que se firme con el escritor”, éste no puede hacerse una previsión de futuro.


Justo es reconocer que en España hay revistas que intentan llenar ese hueco. Que yo sepa están Supersónic, Windumanoth, Planetas Prohibidos y Ulthar, por ejemplo. Pero no cumplen con los requisitos que considero imprescindibles: la publicación es trimestral o superior, usan la lógica de concurso (abren una convocatoria para cada número) y/o no hay transparencia en el tema de la remuneración. Así las cosas, no parecen el mejor mecanismo para que los escritores españoles se profesionalicen.

Me apresuro a decir que esto no es una crítica a estas revistas ni a las personas que ponen todo su esfuerzo en que salgan con periodicidad. Yo asumo que el mercado español no es el estadounidense, y sostener aquí una revista del calado de Astounding es dificilísimo. Con este texto (que he titulado “lamento” y no “crítica” de forma consciente) lo único que quería era desahogarme, no repartir culpas: entiendo a la perfección que España es un país difícil para esta clase de iniciativas y no reclamo ni exijo a nadie que las lleve a cabo.

Simplemente… me da pena que no existan.






(1) Esto es verdad no solo por la razón directa que resulta obvia, sino también por otra indirecta: las revistas permitieron que la ciencia ficción pasara a ser un género serio, del cual se publicaban novelas y se hacían análisis críticos. Es decir, la ausencia de revistas en las que publicar no solo habría afectado a los autores de esa época, sino también a los actuales.

(2) Del tercer género, el terror, no voy a hablar, porque no soy aficionado y desconozco cuáles son sus mecanismos de publicación, aunque me da que se parece más a la ciencia ficción (relatos o novelas cortas, bien impactantes) que a la fantasía (libros o sagas interminables).

(3) Entiendo la novela corta como ese formato que oscila entre las 15.000 y las 35.000 palabras. Cuando digo “novela de poca extensión” me refiero a novelas en condiciones (más de 35.000 palabras) pero poco extensas.




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martes, 9 de enero de 2018

El procedimiento monitorio

Si hay algo que aceptan la práctica totalidad de opciones políticas es la necesidad del Estado. Incluso el liberal más liberal entiende que es necesaria una estructura pública que garantice, entre otras cosas, el cumplimiento de los contratos y el pago de las deudas. A eso se dedica, en España, la jurisdicción civil: aunque estos tribunales se encargan también de algunas cuestiones no patrimoniales (como adopciones o tutelas), su principal objetivo es que quien tiene créditos los cobre y quien tiene deudas las pague. Para ello hay arbitrados diferentes mecanismos, incluyendo uno de nombre curioso: el procedimiento monitorio.

En principio, todo procedimiento civil tiene dos grandes fases: el juicio declarativo y la ejecución. En el juicio declarativo se busca, como su propio nombre indica, que se declare la existencia de una deuda: el demandante afirma que el demandado le debe, el demandado sostiene que no y el juez dirá quién tiene razón. Este juicio termina con una sentencia donde se dice a cuánto asciende la deuda y se insta al deudor a que la pague. Solo si no la paga se pasa a la segunda fase, la de ejecución, en la que se buscarán medios para obligar al pago: embargos, desahucios, etc.

El procedimiento monitorio es una forma de agilizar todo este trámite. Al fin y al cabo, en muchos pleitos sobre deudas tampoco es que haya mucha tela que cortar: la deuda se prueba por medio de documentos y los argumentos jurídicos son bastante básicos. El monitorio está pensado para estos casos. Los requisitos que tiene que cumplir una deuda para poder reclamarse por esta vía son los siguientes:
  • Dineraria: por medio del monitorio solo se pueden reclamar deudas de dinero, estén o no en euros. No pueden reclamarse obligaciones de dar cualquier cosa que no sea dinero (“he comprado un piso y no me lo han entregado”) u obligaciones de hacer (“contraté a un operario para que me hiciera una obra y no la ha hecho bien”).
  • Líquida: tiene que pedirse una cifra concreta, que esté determinada antes del juicio. Por esta vía no pueden pedirse, por ejemplo, indemnizaciones por daños, porque para cuantificarlas habría que valorarlas en el juicio.
  • Vencida, es decir, que haya pasado el plazo para pagarse y no se haya abonado.
  • Exigible: la deuda no tiene que depender de una contraprestación o condición que aún no se haya cumplido.

El caso típico es una factura impagada: es una cantidad de dinero concreta, vencida y exigible. Como vemos, es un buen ejemplo de una deuda como la que hablábamos al principio: la cantidad está clara y no hay que hacer un razonamiento jurídico complejo para llegar a la conclusión de que el deudor debe pagarla, por lo que podemos acudir a un procedimiento simplificado.

Vale, estamos en sede de monitorio. ¿Qué hacemos para iniciarlo? Lo habitual para iniciar un pleito civil es presentar una demanda, que es un escrito formal: tiene una estructura tasada, debe haber una argumentación jurídica, etc. En el monitorio no hace falta. El monitorio se inicia mediante petición, no mediante demanda. La petición es un documento muy simple que se limita a recoger el origen y la cuantía de la deuda y unos pocos datos personales de ambas partes, sin que sea necesario incluir argumentos. Existe incluso un modelo normalizado para que el acreedor no tenga que redactar nada. Esta petición se puede presentar sin necesidad de abogado ni de procurador (al contrario que una demanda normal), lo cual sirve también para abaratar el proceso.

Con la petición inicial se deben aportar también los documentos que justifiquen la existencia y la cuantía de la deuda. ¿Y qué documentos son esos? Para empezar, aquellos firmados por el deudor, como puedan ser contratos donde se compromete a entregar cierta cantidad de dinero o reconocimientos de deuda. Pero también se permite iniciar el monitorio con documentos generados por el acreedor, siempre que sean medio habitual para documentar relaciones de crédito: facturas, albaranes, telegramas, etc. Aparte, la ley menciona casos particulares: si se trata de una comunidad de propietarios que quiere demandar a uno de sus miembros, por ejemplo, se admite una certificación de impago emitida por la junta.

Y con eso ya está. En otra clase de pleitos, ahora estaríamos justo empezando: se trasladaría la demanda al demandado, éste contestaría, habría un juicio, etc. En el caso del monitorio no es así. El Juzgado contacta con el deudor y le exige que pague o que alegue las razones por las cuales cree que no está obligado a pagar. Si paga, se ha acabado el problema. Si se opone, el asunto se ventila en un juicio común. Y si no responde, se puede pasar ya a ejecución.

El monitorio es útil sobre todo para enfrentarse a deudores que no van a oponerse, sea porque no tienen capacidad, porque saben que no iría a ninguna parte o porque no quieren meterse en pleitos. En esos casos el proceso se agiliza mucho, porque se va directamente a ejecutar la deuda. Por el contrario, si el deudor quiere oponerse (aunque no lleve razón, le puede convenir hacerlo para retrasar un posible embargo) con el monitorio no se adelanta demasiado.

Así pues, estamos ante un procedimiento pensado para reclamar con rapidez deudas concretas de dinero, especialmente ante deudores que no tengan intenciones dilatorias. Ojo, que con el estado de la justicia española, el monitorio tampoco es que sea un prodigio de celeridad, pero sí lo es más que las modalidades más comunes de pleito. En todo caso, espero que nunca tengáis que aprender la diferencia, ni porque debáis ni porque os deban.




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miércoles, 3 de enero de 2018

El derecho a mentir del acusado

El desconocimiento produce indignación. Cuando no entendemos la razón de algo que nos molesta, ofenderse parece la reacción lógica: “¡qué absurdo que las cosas estén así, cuando cualquiera puede ver que no tiene sentido!” El problema es que en la mayor parte de los casos esta indignación se alimenta de prejuicios. Cuando indagamos y descubrimos cuál es la causa de aquello que nos molestaba, la sensación de ofensa desaparece y, o bien comenzamos a apoyar el estado de cosas que antes nos parecía intolerable, o bien podemos dirigirle una crítica más ponderada y legítima.

Esta introducción viene a cuenta de uno de los derechos menos comprendidos de todos los que recoge nuestro sistema judicial: el derecho a no decir verdad que tiene el encausado de un proceso penal. Cada cierto tiempo hay bromitas u oleadas de indignación al respecto. La gente puede entender el derecho a no confesarse culpable, entendido como la posibilidad de callar. Todo el mundo entiende que es una facultad básica. Pero cuando el derecho se amplía y recoge también la conducta de mentirle al tribunal (es decir, de inventarse una historia que no tiene nada que ver con los hechos), a muchos les parece un exceso. Derecho a callarse, bueno; derecho a mentir, ya es demasiado.

Pero en realidad, el derecho a no decir verdad es plenamente coherente dentro de nuestro sistema. Se trata de una manifestación de dos derechos fundamentales, recogidos en el artículo 24.2 CE: el derecho a no declarar contra uno mismo y el derecho a no confesarse culpable. Uno tiene derecho a no decir nada que le incrimine, y el reverso de ese derecho es la capacidad de decir cualquier cosa que no le incrimine, aunque no sea cierta. Al fin y al cabo, el derecho de defensa es algo activo: si las únicas posibilidades son decir la verdad o callarse, el reo ve seriamente mermadas sus facultades.

Esto puede sonar extraño, porque tendemos a pensar que un encausado que miente es porque es culpable. Al fin y al cabo, ¿qué otra razón tendría para mentir? Y la respuesta es: muchísimas. Puede que no quiera que su vida, sea cual sea, quede reflejada en unos autos judiciales. Puede que tenga un secreto vergonzoso. Puede que la verdad comprometa a otras personas o deje al descubierto una militancia política que no quiere que se sepa. Será por causas posibles. El derecho de defensa es para todos, inocentes y culpables.

Pero venga, supongamos a un reo culpable. Un tipo al que juzgan por un homicidio que sí cometió. Le imponemos la obligación de decir la verdad y la rompe, porque nos dice que en el momento del crimen él estaba en su casa viendo la tele. Habrá que juzgarle por falso testimonio y añadirle unos cuantos meses a su condena. El problema es que, bueno, intentar evitar que te pillen es normal. Es una conducta habitual que siguen todos los delincuentes salvo unos pocos. Y además, es una conducta comprensible. ¿No es más lógico, en vez de establecer una incriminación separada cada vez que el reo miente en un juicio, reconocerle el derecho a no decir verdad y calcular las penas asumiendo que la mayoría de criminales va a mentir?

Por otra parte, no alcanzo a entender qué diferencia hay entre un acto de ocultación sucedido en juicio y otro sucedido fuera de él. A todos nos resulta cristalino que ocultar el cadáver, deshacerse del arma y llevar guantes para no dejar huellas dactilares son conductas que no se castigan por separado. Nadie me va a culpar si, después de matar a una persona, lo amaño todo para que parezca un robo que salió mal. Las precauciones para que no te pillen se entienden consumidas en el propio delito. ¿Por qué mentir en el juicio no iba a tratarse igual? ¿Por qué establecer una distinción donde no la hay?

En este sentido, una vez leí una comparación que me gustó mucho: el Estado de derecho tiene la capacidad de ahorcar a una persona, pero no la de darle la cuerda y obligarle a ella misma a colgarse. Es decir, que los jueces y los fiscales pueden y deben poner todo su esfuerzo en encontrar la verdad y descubrir al culpable, pero lo que no pueden es forzarle a que actúe contra sus propios intereses. La posición del encausado es así radicalmente distinta de la del testigo: el testigo, que se supone que no tiene ningún interés en el resultado del proceso, sí que tiene el deber de decir la verdad, en virtud de su obligación de colaborar con la justicia.

Por su parte, este estado de cosas no quiere decir que no se pueda premiar a aquellos pocos delincuentes que deciden ir contra sus propios intereses y confiesan el delito. Existe una circunstancia atenuante que consiste, precisamente, en confesar el delito antes de conocer que el procedimiento judicial se dirige contra él. En otras palabras: mentir es un derecho, pero no mentir tiene premio.

Así pues, ya lo sabéis. Si cometéis un delito y os pillan, podéis mentir. Pero hacedme un favor: no digáis aquello de “me acojo a la quinta enmienda”. Es de la Constitución de EE.UU., así que solo conseguiríais que se os rieran en la cara.





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