domingo, 29 de octubre de 2017

Profesiones jurídicas VIII - Los detectives privados

Los detectives privados son una profesión curiosa. Por un lado, el concepto de “detective” es algo que mola en sí mismo: la literatura y el cine se han encargado de ello. Por otro, tenemos la confusa noción de que estos profesionales se encargan sobre todo de descubrir asuntos de cuernos, un trabajo monótono y poco agradecido. La realidad, como siempre, está en un punto medio entre esos dos extremos. Así que, como ya se me han acabado las profesiones jurídicas más ortodoxas, vamos a hablar un poco de algunas de las más nuevas, y entre ellas está sin duda la del detective privado. Entiendo que es una profesión jurídica porque una de sus principales labores es producir informes que puedan tener relevancia judicial.

Dentro del ámbito de la seguridad privada hay dos grandes patas muy diferenciadas: las empresas de seguridad privada y los despachos de detectives. Las primeras se encargan de proporcionar los servicios que su nombre indica: vigilar establecimientos, proteger personas, custodiar y trasladar bienes valiosos o peligrosos, etc. Los segundos se encargan de realizar labores de investigación (1): recogida de datos sobre hechos de la vida privada de las personas.

¿Y a qué nos referimos con “vida privada”? A todas aquellas conductas comprendidas tanto en la vida personal y familiar de la persona investigada como dentro de sus ámbitos laborales, mercantiles o financieros. Es decir, que hay una habilitación amplísima para indagar sobre todos los aspectos de la vida de un ser humano. Eso sí, esta tarea tiene dos límites bastante relevantes. En primer lugar, los detectives privados no pueden vulnerar la intimidad del investigado: no se le puede pinchar el teléfono o llenar su casa de cámaras, sino que solo se pueden recabar datos que tengan lugar en el espacio público. Y en segundo lugar, un detective privado no puede investigar delitos (2); al contrario, si detecta la comisión de algún hecho delictivo tiene que ponerlo inmediatamente en conocimiento de las autoridades.

Parece que esos dos límites encierran demasiado a la profesión. ¿Qué se puede hacer que no implique vulnerar derechos fundamentales ni investigar delitos? Muchas cosas. Para empezar, se pueden investigar hechos ilegales pero que no sean delictivos. Así, hablamos de bajas laborales falseadas, de caseros que echan a sus inquilinos con la excusa de que necesitan el piso y luego no lo ocupan o de trabajadores que realizan competencia desleal. Y también se puede indagar sobre toda una serie de conductas o situaciones lícitas pero que tienen influencia en la vida personal o familiar: adicciones de un pariente, problemas existentes en un barrio, solvencia de alguien a quien se quiere demandar, los ya mentados cuernos (3), desaparición voluntaria de personas, etc.

De cada servicio contratado se emite un informe. Ese informe puede servir como prueba en los procedimientos judiciales que se inicien como consecuencia de las investigaciones. Sin embargo, no tiene presunción de veracidad: en el caso de que la contraparte niegue que los hechos contenidos en el mismo son ciertos, el asunto se resolverá trayendo como testigo al detective que lo firma. Esto es algo que nunca pasaría, por ejemplo, con un documento notarial. Pero claro, los notarios son funcionarios públicos y los detectives no.

Aparte de eso, el informe puede ser útil en negociaciones entre particulares. El detective es en principio un profesional neutral, por lo que no tiene razones para mentir. Además, muchas veces documenta sus informes con fotografía o vídeo: verse sorprendido en una conducta ilegal o comprometida (yendo a donde dijo que no iba a ir, haciendo lo que dijo que no iba a hacer) puede facilitar que la persona investigada reconozca los hechos y que se llegue a un acuerdo.

Ya que hablamos de fotos y vídeos: ¿qué medios usan los detectives privados? En principio cualquiera que sea legal, es decir, que no vulnere la intimidad. Por ejemplo, en el caso de vídeos y fotos, se puede grabar a alguien que vaya por la calle o que esté en un lugar cerrado con autorización (por ejemplo, el propio local del cliente), pero no si entra en un domicilio particular. Aparte de eso, otros medios habituales son seguimientos a pie o en coche, vigilancias, muestra de fotos a posibles testigos, realización de preguntas, consultas de registros públicos, etc.

Sobre los resultados de sus investigaciones deben guardar un deber de reserva absoluto. Pueden informar a sus clientes de los datos obtenidos, pero solo en la medida en que tengan que ver con el encargo: si un detective es contratado para averiguar si Fulanito está de verdad de baja laboral, no puede informar a su cliente de que además ha descubierto que le es infiel a su esposa. Por supuesto, este deber de secreto cede si el asunto acaba judicializado o si recae una inspección por parte de la Policía. En principio, y al margen de lo que diga la legislación de protección de datos, los informes deben conservarse archivados durante al menos tres años, y pasado este tiempo deben destruirse todas las imágenes y sonidos grabados durante la investigación.

Para ser detective privado hay que superar un curso específico, impartido en universidades y academias pero que normalmente no tiene la consideración de grado: suele ser un título de experto universitario o una especialización de una carrera más genérica. Aparte de eso, necesitan pasar una revisión médica y no pueden tener antecedentes penales. Por supuesto, se trata de una profesión sometida a un registro rigurosísimo por parte del Ministerio del Interior. Existen también colegios profesionales, pero no es obligatorio incorporarse a los mismos.

Puede parecer que la profesión de detective privado ataca la privacidad de las personas. Aunque su actuación tenga como límite precisamente ese derecho fundamental, a nadie le gusta saber que le han hecho seguir por la calle o que han vigilado su puerta. Uno se siente violentado. Parece que esta labor atenta contra un cierto acuerdo tácito relativo al anonimato y a la tranquilidad mientras se anda por la calle: el derecho a la intimidad no se ve vulnerado (en la vía pública no existe ese derecho), pero aun así se considera que ponerle un detective a alguien es una guarrada (4).

Sin embargo, no hay que olvidar que seguir a alguien es en principio lícito: este oficio no es más que la profesionalización de algo que el cliente podría hacer por sí mismo si tuviera tiempo y medios. Y no todo el mundo tiene estos recursos, por lo que parece razonable que existan profesionales que realicen el trabajo.








(1) La ley les atribuye, de forma residual, funciones de vigilancia en ferias, hoteles, centros comerciales o ámbitos análogos. ¿Por qué les conceden esta tarea, que pertenece más al ámbito de la seguridad privada en sentido estricto que a la labor de un detective? Porque los vigilantes de seguridad van uniformados, y por razones de efectividad y de discreción, a veces es necesario que los encargados de la seguridad no sean reconocibles.

(2) Con una excepción: pueden investigar delitos que solo sean perseguibles a instancias de la víctima. Hay muy pocos delitos en esta categoría: homicidio por imprudencia leve, lesión leve, maltrato sin provocar lesión, lesión por imprudencia leve, reproducción asistida sin consentimiento de la mujer, amenazas y coacciones leves cuando no sean violencia doméstica ni de género, acoso, injurias, calumnias, abandono de familia, daños imprudentes por valor de más de 80.000 €, ciertos delitos contra el mercado y los consumidores y delitos societarios. Varios de estos delitos salen de esta categoría si la víctima es menor de edad.

(3) Técnicamente ponerle los cuernos a tu cónyuge es ilegal, porque atenta contra el deber de fidelidad que uno acepta cuando contrae matrimonio. Pero no hay ninguna consecuencia legal de dicho incumplimiento.

(4) Recordemos que existe el derecho a la propia imagen. Se supone que los detectives privados deben respetar este derecho, pero yo diría que grabar a alguien por la calle lo vulnera. Imagino que habrá alguna forma de casarlos, pero explica la sensación de derecho vulnerado.

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lunes, 23 de octubre de 2017

Las medidas de Rajoy

Ya lo tenemos aquí. El Gobierno ha aprobado el documento con las medidas que va a proponerle al Senado al amparo del artículo 155 de la Constitución. Dado que el PP cuenta con mayoría absoluta en esta cámara y que el PSOE y C’s están de acuerdo con el contenido de las propuestas, todo hace presagiar que será aprobado más pronto que tarde. Se ha suscitado un debate bastante enconado en torno al asunto, y yo voy a contribuir a él, porque tanto la motivación de las medidas como el contenido de las mismas incluyen cosas que me parecen como mínimo cuestionables.

El documento empieza ya con el Gobierno haciéndose trampas al solitario. La sección A de la motivación cita diversas sentencias del Tribunal Constitucional donde se caracteriza el artículo 155 como una “medida de último recurso” y un “mecanismo extraordinario de coerción” que sirve para defender el “interés de la nación” y el “interés general del Estado”. Ver estas citas sorprende: como el artículo 155 no se ha aplicado nunca hasta ahora (1), el Tribunal Constitucional no se ha podido pronunciar sobre él. Efectivamente, cuando uno lee las sentencias citadas se da cuenta de que la referencia a este precepto es tangencial; en todas se estaba tratando de otra cosa y se menciona el artículo 155 CE de pasada o como término de comparación. En estas circunstancias, nada de lo que haya dicho el Tribunal Constitucional parece demasiado relevante. Pero ahí están las citas, con el objetivo de revestir todo el asunto de autoridad.

Después de una breve cronología del proceso de independencia catalán, el Gobierno pasa a justificar la necesidad de las medidas. Se buscan cuatro objetivos:

1.- Restaurar la legalidad: el Gobierno constata que los independentistas han vulnerado la legalidad española y afirma que va a restaurarla.

2.- Asegurar la neutralidad institucional. El documento dice aquí algo bien curioso. Afirma que más allá de ideologías, el objetivo de todos los gobernantes debe ser el “interés general”. Algo con lo que se podría estar de acuerdo si no fuera por lo que afirma a continuación: que, al no ser la independencia “una demanda unánime” de los catalanes, no puede convertirse en un discurso único que se imponga sobre todo el mundo. Argumento al cual, por supuesto, se le puede dar la vuelta con facilidad si sustituimos “independentismo” por “unionismo”.

La concepción del interés general como algo enfrentado a las distintas ideologías (que es de lo que habla este segundo punto) tiene un tufo fascista muy feo. Porque claro, si las instituciones deben actuar “siempre y en todo caso” en favor de “todos” los ciudadanos y “no en respuesta a solo una parte”, ¿para qué queremos elecciones y parlamentos? Nos bastaría con un líder que interpretara esa voluntad general, ¿no? Todo el sistema democrático se basa en que una parte de la sociedad (quien obtiene mayoría) puede implementar sus ideas durante el tiempo que dure su mandato, siempre que respete una base mínima de derechos y procedimientos. Si negamos eso, mal vamos.

3.- Mantener el bienestar social y el crecimiento económico. Al llegar a este punto he soltado una carcajada. Un documento redactado por un Gobierno del PP (¡del PP!) acusa a sus oponentes de relegar “a un papel marginal las necesidades más básicas de los ciudadanos catalanes, convirtiendo en la prioridad los requisitos del proceso y no las necesidades de los servicios públicos”. A eso se llama ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga de hormigón armado en el propio. ¡Que hablamos de la misma gente que lleva años metiendo tijera en todos los sitios donde gobierna y que se ha fundido la hucha de las pensiones!

Aparte de eso, se hace un repaso de las consecuencias económicas del procés, desde el traslado de sedes sociales de empresas (que ya estamos viviendo) hasta la situación de una posible Cataluña independiente, que quedaría fuera de la UE y la OMC.

4.- Asegurar los derechos y libertades de todos los catalanes. Ésta también es muy divertida, porque el partido de la Ley Mordaza y el trile en el nombramiento de los jueces critica que las instituciones ejerzan “un poder sin control y sin límite”, que al parecer es lo que ha hecho el Parlamento de Cataluña.


Los tres últimos objetivos, aparte de sus defectos propios, tienen un problema común: que sobran por completo. En sede del artículo 155, importan un bledo los temas de neutralidad institucional o de bienestar económico. Este precepto es una medida de excepción para devolver al redil a una Comunidad Autónoma que se está saltando la ley. Ése es el único objetivo que debe perseguirse en su aplicación: que se vuelva al marco constitucional con la mayor rapidez posible y sin quebrar demasiado la normalidad política. Lo demás es retórica.

Hay una última cosa que tengo que decir sobre la motivación del documento. En mi entrada sobre el artículo 155 sostuve que este precepto no permite suspender la autonomía de la región afectada. Es un consenso mayoritario entre los juristas, y el Gobierno lo conoce. Así, Rajoy declaró el sábado que “no se suspende el autogobierno, sino que se cesa a las personas que lo han puesto en peligro”. En el documento se dice lo mismo: que se busca “garantizar el funcionamiento del autogobierno” y “proteger la autonomía”.

En ese caso uno debe preguntarse qué entiende Mariano Rajoy por “suspensión de la autonomía”, porque a mi juicio sí la ha suspendido. Es difícil determinar con exactitud estas cosas: ¿dónde termina la coerción sobre la autonomía y dónde empieza su suspensión? Es importante, porque esa línea es la que separa los dos grandes modelos de respuesta del Estado ante un incumplimiento de la legalidad por parte de una región. Estos dos modelos son el de “coerción federal”, al que se adscribe España con el artículo 155, y el de “intervención federal”, que se da en países como Austria. El modelo de intervención permite al Estado suspender la autonomía de la región, mientras que el de coerción solo le faculta para impartir instrucciones a las instituciones regionales. ¿Dónde está, pues, el límite entre lo uno y lo otro?

Quizás el propio texto constitucional nos dé la respuesta. El artículo 155 permite que el Gobierno imparta instrucciones a la Comunidad Autónoma afectada. A mi parecer, aquí está el límite superior de las medidas permitidas: el Gobierno puede colocar bajo su mando a todo el esquema institucional de la región, pero no puede afectar o sustituir dicho esquema. En otras palabras: no es lo mismo darles órdenes a las autoridades de una Comunidad Autónoma que apartar a dichas autoridades y ponerte tú a gobernar el territorio. Lo primero está amparado por el artículo 155; lo segundo no, porque pertenece a un modelo distinto.

En teoría, el artículo 155 sirve para que la Comunidad Autónoma siga funcionando de manera normal salvo en aquellas materias sometidas a las instrucciones del Gobierno. No habilita para modificar la distribución de competencias prevista en la Constitución y en el Estatuto de Autonomía ni mucho menos para destituir cargos o modificar la composición de órganos. Cualquier medida que vaya más allá de esos límites será de facto una suspensión de la autonomía, aunque se vista de otra cosa.

¿Y qué ha hecho Rajoy? La primera en la frente: destituye al Govern en pleno y le atribuye sus competencias a “los órganos o autoridades” que designe el Gobierno, y que con toda seguridad serán los ministros. O sea, que el Estado gobernará directamente Cataluña. Está por ver el diseño final, pero lo más probable es que cada ministro se encargue de gestionar las competencias de su ramo que están cedidas a la Comunidad Autónoma catalana. Por supuesto el Gobierno también se otorga el derecho de crear organismos, distribuir funciones y modificar el organigrama si hace falta. El propio Rajoy se ha atribuido la facultad de convocar elecciones al Parlament catalán, algo que parece que quiere hacer en breve.

El Parlament ve también recortadas sus competencias. Le prohíben elegir a un nuevo presidente de la Generalitat que sustituya al destituido Puigdemont. También le impiden controlar a los ministros que se encarguen del gobierno de la Comunidad Autónoma. No nos referimos solo a las mociones de censura (lo cual entra dentro de la lógica de la propuesta), sino a todos los medios de control previstos en el Reglamento del Parlamento catalán. No puede abrir comisiones de investigación, celebrar debates sobre la acción política del gobierno, dirigirle preguntas o interpelaciones, forzar la comparecencia del presidente o aprobar propuestas de resolución. Es decir, que su función de control queda completamente laminada. Le sustituirá un órgano designado por el Senado, que probablemente sea el Senado mismo.

Las medidas también afectan a la potestad legislativa. El Parlamento sigue pudiendo legislar, pero tiene que remitir todo lo que haga (incluso las enmiendas que presente un grupo parlamentario) al Gobierno, que decidirá qué se tramita y qué se archiva. Por supuesto, no hay ninguna mención a la necesidad de motivar la respuesta del Gobierno o a la posibilidad de impugnarla. En otras palabras: la capacidad legislativa del Parlamento de Cataluña queda sometida a autorización previa por parte del Gobierno de la nación, lo que convierte a esta cámara en un órgano subsidiario.

El documento no solo menciona al Govern y al Parlament, sino también a la Administración autonómica. Quizás la patada más grande al sistema competencial es que somete al régimen de autorización previa las decisiones burocráticas. También controvertida resulta la posibilidad de que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado sustituyan a los Mossos d’Esquadra “en el caso de que sea necesario”. Pero no me voy a detener mucho en esto porque sí que me parecen decisiones más aceptables dentro del marco del artículo 155: no es lo mismo la Administración que los responsables políticos.

Se ha criticado mucho la decisión de tomar el control de la radiotelevisión pública autonómica. En principio la finalidad es legítima (se habla de la transmisión de una “información veraz, objetiva y equilibrada”), pero es evidente que lo que se busca es el cese de la propaganda independentista. El problema es que esa propaganda es legal. Además, aquí también se habla de un control directo: el Gobierno no imparte instrucciones sino que ejerce las competencias de la Generalitat en esta materia. Y bueno, poner al PP a vigilar la neutralidad de una cadena de televisión es como poner a un señor del Opus Dei a controlar si el Estado es laico.

El documento contiene otra serie de medidas, que sí considero válidas desde la perspectiva del artículo 155. Pero las que he mencionado, especialmente las que afectan al Govern y al Parlament, son a mi juicio notoriamente inconstitucionales. Si el asunto acaba en el Tribunal Constitucional es muy probable que parte del acuerdo quede anulado, aunque tampoco se puede asegurar nada. Al fin y al cabo sus señorías se han mostrado muy complacientes con el Gobierno en todo este asunto. Si deciden que todas las medidas son acordes con la Constitución se habrán cargado la diferencia entre el sistema de coerción federal y el de intervención federal: lo que ha hecho Rajoy es indistinguible de una suspensión de la autonomía, puesto que se ha quedado el poder ejecutivo y ha reducido al legislativo al papel de comparsa.

Pero veremos incluso si este asunto acaba en el Tribunal Constitucional. Al fin y al cabo, entiendo que la aprobación de las medidas por parte del Senado y la destitución del Govern son dos eventos que sucederán con pocas horas de diferencia, tiempo insuficiente para plantear el recurso. Y una vez ejecutado el acuerdo, nadie puede impugnarlo. Para recurrir algo así hay que usar la vía del conflicto de competencias; quien debe iniciar el procedimiento es el gobierno de la Comunidad Autónoma afectada, y en este caso dicho gobierno habrá dejado de existir. Cuando se celebren elecciones y haya un nuevo Gobierno ya se habrán pasado los plazos. También es cierto que hay vías indirectas de impugnación (el recurso de amparo por vulneración del derecho a la participación política del artículo 23 CE, por ejemplo), pero son mucho menos seguras.

Así que es posible que el Tribunal Constitucional no tenga ni siquiera posibilidad de pronunciarse acerca del tema. Esto abre un precedente peligroso, porque permite al Gobierno aplicar el artículo 155 a todo lo que se mueva y manipular las cosas de tal manera que nunca sea posible que esa decisión se someta a control externo. Ah, y todo lo anterior queda agravado por el hecho de que las medidas pueden durar meses: su fecha teórica de finalización es el momento en que tome posesión un nuevo president de la Generalitat salido de elecciones. Y teniendo en cuenta que Rajoy tiene seis meses para convocar esas elecciones, igual Cataluña no recupera su autogobierno hasta mediados del año que viene.

En resumen: tenemos una serie de medidas de constitucionalidad más que dudosa que van a afectar el esquema institucional del Estado durante varios meses y sobre las que a lo mejor el Tribunal Constitucional no puede llegar a pronunciarse. Sin duda lo que nuestra democracia estaba necesitando.







(1) En 1989 se mandó el requerimiento previo a Canarias, porque estaba incumpliendo sus obligaciones fiscales. La comunidad volvió a la legalidad y no hizo falta llevarlo al Senado.

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lunes, 16 de octubre de 2017

Las mascotas en pisos de alquiler

En el siglo XXI, la posesión de un animal de compañía es algo totalmente normal. A mi alrededor hay gente que tiene o quiere tener animales de todo tipo, especialmente los habituales gatos y perros. Y aquí empieza el problema. Porque, una vez pinchada la burbuja hipotecaria, esta generación vive de alquiler. Y cada vez es más común que los caseros incluyan en los contratos de arrendamiento cláusulas que prohíben la tenencia de mascotas en el domicilio arrendado.

Las causas son múltiples, pero en general tienen que ver con el miedo a que el animal provoque molestias en el vecindario, produzca daños en el piso o deje pelos que dificulten el alquiler posterior de la vivienda. En general, los caseros buscan inquilinos tranquilos, que paguen lo que se les dice y no molesten ni den trabajo. Para muchos, la posesión de un animal doméstico, sea del tipo que sea y tenga el carácter que tenga, se sale de este arquetipo de arrendatario ideal, y por ello buscan evitarla a toda costa.

La cuestión jurídica parece que no tiene mucha vuelta de hoja. Ni la Ley de Arrendamientos Urbanos ni el Código Civil mencionan a los animales de compañía, por lo que se trataría de una materia sometida al libre pacto entre arrendador y arrendatario. Si el contrato no dice nada, el inquilino puede meter las mascotas que quiera, puesto que todo lo que no está prohibido está permitido. Sin embargo, si el arrendador incluye una cláusula de prohibición de mascotas, el arrendatario queda obligado por la misma. Y ojo, que el incumplimiento contractual puede ser causa de resolución del contrato y del correlativo desahucio. Éste es el argumento que viene sosteniendo la jurisprudencia y el que se puede encontrar en la mayor parte de páginas web que tratan el tema.

Pues bien, yo quiero sostener una posición distinta, según el cual la prohibición de mascotas es nula por mucho que se pacte en el contrato. Es un argumento que, hasta donde yo sé, no ha sido acogido por la jurisprudencia, por lo que no lo toméis como algo directamente aplicable: es algo que podría valer en un hipotético juicio sobre el tema. A la larga, espero que esta posición (similar a la sostenida también por otros juristas) triunfe, y que los tribunales acaben declarando que el arrendador y el arrendatario no pueden pactar que en la vivienda no habrá mascotas.

El quid del asunto es el artículo 18 de la Constitución. Este precepto regula varios derechos fundamentales, entre ellos el derecho a la intimidad. Se trata de uno de los derechos más importantes de nuestra época, porque delimita una serie de espacios y ámbitos en los cuales nadie puede inmiscuirse salvo que le dejemos. El Tribunal Constitucional habla de una esfera que se preserva de las miradas ajenas y que desea mantenerse oculta a los demás. Por ejemplo, se ha dicho que “el derecho a la intimidad limita la intervención de otras personas y de los poderes públicos en la vida privada” (STC 117/1994, FJ 3).

Quizás el lugar más importante para el derecho a la intimidad sea el propio domicilio, cuya inviolabilidad reconoce también el texto constitucional. Ya desde sus primeras sentencias el Tribunal Constitucional dijo que el domicilio es “un espacio en el cual el individuo vive sin estar sujeto necesariamente a los usos y convenciones sociales y ejerce su libertad más íntima” y que se protege de toda intromisión porque es una emanación de su morador y el lugar donde se ejerce la vida privada (STC 22/1984, FJ 5). Vais viendo por dónde va mi argumento, ¿no?

No existe ninguna duda de que el derecho a la intimidad recae también sobre un domicilio alquilado. No es un derecho vinculado a la propiedad, sino, como se ha dicho, a la importancia que la Constitución le da a que haya un ámbito donde se pueda ser uno mismo sin atarse a las convenciones sociales. Más aún: tu casero también está vinculado a tu derecho a la intimidad. Por mucho que la vivienda sea suya, no puede ni siquiera entrar sin que se lo consientas. ¿Qué mayor expresión del derecho a la intimidad que la posibilidad de prohibirle al dueño que entre en su propiedad?

Por supuesto, el derecho a la intimidad no es absoluto. La Ley de Arrendamientos Urbanos prohíbe, por ejemplo, que el inquilino ceda el contrato o haga obras que modifiquen la configuración del piso. Se trata de límites razonables: en el primer caso se busca evitar que cambie la persona del arrendatario (a alguien que sea incapaz de pagar, por ejemplo) y en el segundo se quiere mantener la integridad de la finca. Es decir, cosas que le importan directamente al propietario. Pero todo lo que haya por debajo de eso pertenece al derecho fundamental a la intimidad del inquilino y no puede prohibirse.

Se podría decir que la presencia de una mascota le importa al arrendador. Al fin y al cabo, el animal puede destrozar algún mueble o llenar la casa de pelos. Bien, es cierto, los animales pueden dejar residuos. Sin embargo, eso no faculta para que se prohíba su presencia. Todas las actividades humanas son susceptibles de provocar daños. Así, el propietario podría prohibir en el contrato que el inquilino monte fiestas, puesto que los invitados podrían romper algo. O que tenga muebles demasiado pesados, ya que joden el parqué. O que posea un equipo de música potente, que puede usarse para molestar a los vecinos. O que fume, actividad que puede generar un incendio.

No tendríamos dudas de que cualquiera de estas cláusulas sería ilegal y absurda, ¿verdad? Se trata de una regulación inaceptable de la intimidad: yo en mi casa hago lo que quiero, tengo las propiedades que me da la gana e invito a quien me apetece. La mera posibilidad de un daño no es suficiente para restringir un derecho fundamental. Y sin embargo, lo aceptamos en el caso de las mascotas, pese a que tener un animal es algo que puede ser tan inocuo para el piso como hacer una fiesta, tener un equipo de música o fumar. Depende, como siempre, de si la persona que realiza la actividad es responsable o no.

Por lo demás, no hace falta prohibir la tenencia de mascotas para protegerse de los eventuales daños que éstas puedan causar. El Código Civil deja bien claro que el poseedor de un animal es responsable de los daños que éste cause, por lo que si la casa se queda llena de pelos de gato o si el perro se mea en el sofá más allá de toda limpieza, es el arrendatario quien paga los desperfectos. La fianza existe precisamente para estas cosas. Y en cuanto a la posibilidad de expulsar al inquilino cuyos animales molestan, recordemos que la ley permite resolver el contrato de arrendamiento si se causan daños a la finca o si en ella tienen lugar actividades molestas, insalubres o nocivas. Es decir, que no es que el propietario esté precisamente inerme.

Mi posición les parecerá muy mal a todos los que opinan que el derecho de propiedad es absoluto. “Mi casa es mía y la alquilo a quien quiero”. Correcto. Tu casa es tuya. Puedes seguir los criterios que quieras a la hora de alquilarla, aunque éstos sean francamente deleznables: si puedes negársela a inmigrantes o a homosexuales, no vas a poder negársela a dueños de mascotas. Pero una vez alquilada, no puedes meterte en la vida privada de tu inquilino, y no le puedes prohibir que tenga una mascota igual que no le puedes prohibir que traiga a vivir con él a su pareja inmigrante o del mismo sexo.

Y por cierto, desde este punto de vista las indagaciones que realices antes de firmar el contrato se pueden considerar intromisiones en la vida privada, por lo que no te extrañes si te mienten o evitan responderte. Dentro del derecho a la intimidad está el no divulgar esa clase de datos. Además, ¿cómo sabes que te han mentido? “Sí, señor casero, cuando me preguntó si tenía pensado meter un animal doméstico yo le dije que no. No le mentí, pero a los pocos meses se me presentó la oportunidad y cambié de idea”. Hala, arreglado.

Así pues, considero que las cláusulas contractuales que prohíben al arrendatario tener animales de compañía son nulas porque contradicen lo previsto en el artículo 18 de la Constitución. Los derechos fundamentales son irrenunciables: una cosa es permitir puntualmente que alguien incida en ellos (yo invito a alguien a mi casa durante unas horas) y otra aceptar una regulación  que se proyecta en el futuro. No todos los pactos son válidos, y a mi juicio éste no lo es (1).

En conclusión, creo que los inquilinos que quieren tener una mascota pueden adoptarla sin mayor problema, diga lo que diga su contrato. Mientras el animal no cause daños a la vivienda o moleste a los vecinos, el dueño no puede decir ni pío. Si lo intenta, un entendimiento apropiado de lo que son los derechos fundamentales y de cómo juegan debería conseguir que le dieran la razón al inquilino. Por supuesto, el derecho no es una ciencia y puedo equivocarme, pero hay bases sólidas para afirmar que el derecho a la intimidad prohíbe que el casero fiscalice si dentro de la vivienda hay o no hay un animal.






(1) Podríamos hablar también de que, en el actual mercado de la vivienda, el propietario está en posición de imponerle cualquier clase de condiciones al inquilino debido a la gran cantidad de demanda. Además, históricamente es el arrendador quien redacta un contrato a su gusto, y el arrendatario apenas tiene capacidad negociadora. Por ello, el supuesto “pacto” se ve bastante mermado.






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miércoles, 11 de octubre de 2017

El artículo 155 de la Constitución

Llevamos unos días oyendo hablar del artículo 155 de la Constitución. Ya casi hasta el más desinformado sabe que es una norma que habilita al Gobierno para tomar medidas excepcionales en relación con una Comunidad Autónoma. En mi última entrada del mes pasado lo analicé de forma superficial, pero creo que merece la pena hablar de él un poco más en profundidad. Al fin y al cabo, su aplicación pende sobre nuestras cabezas.

No soy partidario de llenar mis entradas de blog de citas literales de la ley, pero en este caso creo que puede ser interesante, porque se trata de un solo precepto pero hay que analizarlo muy bien. Así pues, os presento al artículo 155 CE:

1. Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general.

2. Para la ejecución de las medidas previstas en el apartado anterior, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas.

Como vemos, el artículo 155 solo puede aplicarse cuando una Comunidad Autónoma incumpla sus obligaciones legales o bien atente de forma grave contra el interés general de España. En este caso no hay duda de que se cumple el supuesto de hecho: Cataluña está intentando independizarse, algo contradictorio con la legalidad nacional y que evidentemente va contra el interés del país. Sobre este segundo tema puede debatirse, pero la cuestión de la ruptura de las leyes no admite discusión. El artículo 155 es aplicable en el presente caso.

El procedimiento está claro. En primer lugar, el Gobierno tiene que pedirle al presidente de la Comunidad Autónoma afectada que cese en la actividad cuestionada. No se mencionan las características que debe tener ese requerimiento: ni canal, ni contenido ni nada. Aun así, parece obvio que el mensaje debería remitirse por conducto oficial y detallar de manera razonable cuál es la conducta cuyo cese se exige. En este caso es muy fácil, claro: Rajoy le tendría que pedir a Puigdemont que detuviera el proceso de independencia. A mi juicio, el mensaje también debería advertir de que se manda en cumplimiento del artículo 155 CE.

[ADDENDA - 11/10/2017, 12:48. Acaba de pasar algo maravilloso. Rajoy ha contestado a la declaración-pero-no de ayer con un requerimiento-pero-no. Le ha mandado a Puigdemont un mensaje que contiene la palabra "requerir" y en el que amenaza con aplicar el artículo 155. ¿Es éste el mensaje previsto en el artículo 155? Parece que no, porque no le exige que cese en su conducta ilegal (la declaración de independencia), sino que aclare si la ha cometido o no. Pero Rajoy es como es, y bien pudiera ser que, cuando Puigdemont no contestara, acudiera directamente al Senado diciendo que ya ha cumplido el requisito del requerimiento. Tendría narices que el TC acabara tumbando por razones de forma un 155 perfectamente procedente.]

[ADDENDA - 11/10/2017, 21:44. Ha trascendido el documento del requerimiento. Es el requerimiento previsto en el artículo 155. Efectivamente, le exige que comunique si se ha declarado la independencia. Pero también le ordena que, en el caso de que la respuesta sea afirmativa, paralice el proceso. Es decir, que ya estamos en sede de 155.]

El precepto tampoco dice qué plazo tiene para responder el presidente autonómico. Para fijarlo habrá que estarse a cada caso concreto: es posible que el Gobierno lo incluya en el requerimiento, por ejemplo. Otro sistema sería estar a los actos concluyentes del receptor. Si Rajoy le envía a Puigdemont un mensaje en el que le ordena cesar en el proceso secesionista y tres días después Puigdemont declara la independencia, parece que la voluntad de desobedecer es manifiesta.

[ADDENDA - 11/10/2017, 21:44. En este caso, Rajoy ha optado por darle un plazo de cinco días (hasta el lunes 16 a las 10:00) para que conteste a la pregunta de si la independencia está o no declarada. También le advierte de que interpretará "la ausencia de contestación y/o cualquier contestación distinta a una simple respuesta afirmativa o negativa" como la confirmación de que la independencia se ha declarado. En este caso hay un segundo plazo, hasta el jueves 19 a las 10:00, para que Puigdemont detenga el proceso.]

Estamos viendo ya el principal problema que tiene el artículo 155: su ambigüedad. Habilita para hacer bastantes cosas, pero apenas pone límites. Se trata de una vaguedad consciente: este precepto tiene que ser una herramienta versátil, que sirva para enfrentarse con crisis de todo tipo, por lo que no conviene que concrete demasiado. Además, nunca se ha aplicado, por lo que no hay jurisprudencia del Tribunal Constitucional acerca de su funcionamiento y sus límites.

Según avanzamos en la lectura del artículo, crecen los problemas. Supongamos que el presidente autonómico no contesta al mensaje o dice que no lo va a obedecer. Entonces el Gobierno puede pedirle al Senado que le autorice a llevar a cabo las medidas necesarias para restaurar el orden. El asunto es que esta norma admite dos interpretaciones. ¿Cuál es el papel del Senado? ¿Habilita de forma genérica al Gobierno para que realice las acciones oportunas o bien aprueba el paquete de medidas que éste le plantea? O, viéndolo desde la otra perspectiva, el Gobierno ¿debe presentar ante el Senado las medidas que va a ejecutar o simplemente le pide a la Cámara permiso para hacer lo que haya que hacer? El artículo 155 no lo deja claro.

Por suerte, el Reglamento del Senado sale a nuestro encuentro y resuelve la duda de la manera más democrática: el Senado no entrega una autorización en blanco, sino que debate sobre las medidas propuestas por el Gobierno, autoriza las que quiere y rechaza lo demás. El artículo 189 del Reglamento del Senado establece un procedimiento para aplicar el artículo 155: el paquete de medidas propuesto por el Gobierno pasa por una comisión en la que se da audiencia a la Comunidad Autónoma afectada, la comisión hace una propuesta sobre el paquete de medidas (con las modificaciones que considere oportunas) y el Pleno debate y vota sobre dicha propuesta. En estos momentos el PP tiene mayoría absoluta en el Senado, así que no tendría problema para sacarla adelante.

Una vez aprobada la autorización, la Constitución tampoco deja nada claro el tiempo que ha de estar en vigor. Es evidente que las medidas solo podrán ejecutarse mientras la crisis siga, pero no se dice nada más. Por supuesto, ese límite sería suficiente con un Gobierno que respetara la legalidad y tuviera buena voluntad; con Rajoy a los mandos, esa falta de previsión me da bastante miedo. Que me lo imagino perfectamente tomando medidas de urgencia cuando el peligro de secesión está ya conjurado. En la práctica, creo que el Senado debería poner un tope máximo y que dicho tope máximo debería medirse en días.

Y por último, llegamos al quid de la cuestión. ¿Qué medidas puede amparar el artículo 155 CE? Bajo su paraguas ¿puede suspenderse la autonomía catalana? Ésa es la duda que nos reconcome a todos. El problema es que no hay respuesta clara: dado que no tenemos jurisprudencia sobre el artículo, todo lo que digamos los juristas es una simple opinión más o menos informada. Sin embargo, hay una interpretación que parece mayoritaria entre los constitucionalistas, y que yo comparto: entiendo que el precepto no lo ampara todo, y que justo el ejemplo que he puesto queda fuera de su ámbito. Con el artículo 155 CE no se le puede quitar la autonomía a Cataluña.

Podría parecer lo contrario. El artículo permite adoptar “las medidas necesarias” para superar la crisis, y no menciona límites. Sin embargo, el precepto debe leerse como parte de un todo: la Constitución sigue en vigor en todos sus términos, y no se puede vulnerar una parte para defender otra. Por ejemplo, si se propusiera, al amparo del artículo 155, que el Gobierno secuestrara y encerrara a los miembros del Parlament durante el tiempo que tarde en restablecerse la normalidad, tendríamos más que claro que esa actuación es ilegal. Por mucho que estén desafiando a la legalidad española, Puigdemont y los suyos siguen siendo ciudadanos con derechos y no se les puede detener más que en los casos previstos por la ley. Pues lo mismo pasa con la autonomía catalana.

Las Comunidades Autónomas no son caprichos: son instituciones del Estado previstas en la Constitución. Para suspender la autonomía de una de ellas (disolver su Parlamento, destituir a su presidente, invalidar sus leyes) se necesita una autorización expresa, que nuestra Constitución no da. Este comentario del artículo 155 es bastante clarificador al respecto. El resumen es que, en los Estados compuestos, existen dos formas de enfrentarse a un incumplimiento por parte del poder territorial: el sistema de intervención federal, que permite al Estado central suspender la autonomía regional, y el sistema de coerción federal, que solo permite tomar medidas menos incisivas.

No hay ninguna duda de que nuestra Constitución se adscribe al modelo de coerción federal. Para empezar, el artículo 155 está copiado, casi literalmente, del artículo 37 de la Constitución alemana, que es el paradigma de este sistema. Además, hay varios argumentos, derivados directamente del texto constitucional y sus disposiciones de desarrollo, que apoyan lo que digo.

Podemos fijarnos en otras medidas excepcionales contenidas en la Constitución, como son los estados de alarma, excepción y sitio. Se denominan conjuntamente “estados de emergencia”, y se aplican cuando hay amenazas que no se pueden resolver por las vías normales. Los artículos 55.1 y 116 CE permiten que, en estos casos, el Estado suspenda ciertos derechos fundamentales. Sabemos qué derechos son porque los menciona uno a uno, lo cual nos enseña una importante lección: para que una medida excepcional pueda vulnerar garantías o instituciones recogidas en la Constitución es necesario que la propia Constitución lo permita.

Por poner un ejemplo: en el estado de excepción, la Administración puede secuestrar publicaciones, algo que normalmente está reservado a un juez. ¿Por qué puede hacerlo? Porque la Constitución se lo permite. Si la Constitución no se lo permitiera de forma expresa, no se podría vulnerar esa garantía, por mucho estado de excepción que se declarara. Y ningún artículo de la Constitución (ni el 155 ni ningún otro) permite suspender una autonomía en caso de crisis, igual que tampoco permite disolver el Congreso (1), eliminar el Tribunal Constitucional o destituir al rey.

También podemos leer la ley que desarrolla los estados de emergencia. Ni siquiera en el estado de sitio, que se aplica cuando hay tropas enemigas en el territorio nacional y que permite sustituir la Administración civil por la militar, se prevé la suspensión de una Comunidad Autónoma. La ley es tajante: la declaración de cualquiera de los estados de emergencia “no interrumpe el normal funcionamiento de los poderes constitucionales”. En general la consigna de estos tres estados es el mantenimiento de la mayor normalidad posible. ¿Y resulta que el artículo 155 CE, que habla de una crisis mucho menor, permite cargarse el esquema territorial? Lo dudo mucho.

Volviendo al propio artículo 155, éste solo contiene una habilitación, pero muy amplia: permite al Gobierno “dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas”. Éste es el verdadero contenido de la coerción federal. Con el artículo 155, el Parlament y el Govern seguirán funcionando como instituciones, pero se colocarán bajo la dependencia del Gobierno. O sea, la estructura autonómica no desaparece, pero se sitúa en una relación jerárquica con respecto al Gobierno, cuando en condiciones normales lo que hay es una distribución de competencias.

Así pues, parece que el artículo 155 permite cualquier medida inferior a la suspensión de la autonomía. ¿Y qué medidas pueden ser ésas? Casi cualquiera. Dar órdenes a los funcionarios de la Generalitat, congelar cuentas, prohibir que se tomen determinados acuerdos, suspender convenios con la región, etc. En realidad, la creatividad es el límite. Si Puigdemont sigue en el cargo pero debe obedecer tus instrucciones, ¿por qué no exigirle la convocatoria de elecciones o la disolución de los Mossos d’Esquadra? Esta clase de intervención es quizás algo más cuestionable (lindan con la suspensión de la autonomía), pero las que he mencionado al principio entran perfectamente.

Aun habrá descontentos con esta conclusión, claro. Hay quien opina que estas medidas son demasiado suaves para ser efectivas. ¿Por qué los independentistas catalanes van a aceptar ninguna instrucción emitida desde una legalidad que rechazan? Bien, eso es cierto, pero se aplica también a una posible suspensión de la autonomía. Si los independentistas catalanes van a negarse a acatar la prohibición de declarar la independencia, ¿exactamente por qué iban a aceptar una orden de disolver el Parlament? Es decir: retóricas aparte, ellos ya saben que se han situado fuera de la legalidad española. Es precisamente lo que quieren. ¿Por qué suspender la autonomía es más efectivo que otras soluciones?

Quizás quienes piden esta suspensión están pensando en el día después. Porque claro, con el sistema de coerción federal, una vez que pasa la crisis y se levantan las medidas el problema de fondo sigue ahí: hay un Parlament, un Govern y una sociedad que sigue votando independentismo. Pero de nuevo, esto no es un argumento. Una hipotética suspensión de la autonomía tampoco podría ser sine die, sino que habría que devolverle su autogobierno más pronto que tarde. Y el problema sería el mismo.

Así que, en resumen, el Gobierno puede aplicar el artículo 155 CE y, en su virtud, tomar cualquier decisión de un nivel inferior a la suspensión de la autonomía de Cataluña. No tiene ningún problema para aplicarlo, pues su partido tiene mayoría absoluta en el Senado, pero se está resistiendo porque no quiere enfrentarse a un debate parlamentario sobre el asunto. Veremos qué pasa.



(1) De hecho, la regla es la contraria: durante los estados de alarma, excepción o sitio el Congreso no puede ser disuelto ni siquiera aunque expire su mandato.



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domingo, 8 de octubre de 2017

Rajoy no va a invadir Cataluña

El ruido de sables nos va a dejar sordos. Vivimos en un momento en el que no dejamos de oír que el Gobierno va a sacar los tanques a la calle y a ocupar Cataluña. El otro día todos nos asustamos cuando un medio digital anunció que se enviaban fuerzas militares para apoyar a los guardias civiles allí destacados: al final era simplemente que les mandaban literas, duchas y demás impedimenta logística. El hecho es que ese miedo está en la calle. Y precisamente yo quiero argumentar en sentido contrario: afirmo que el Gobierno no va a mover al Ejército de sus cuarteles.

No me quiero basar en razones jurídicas (aunque estoy seguro de que las podríamos encontrar) sino en algo mucho más primario: las fuerzas policiales y las fuerzas militares son dos cosas radicalmente distintas. Esto es algo que no siempre se entiende. Nos referimos a la policía y al ejército como “fuerzas de seguridad” (1) y llegamos a la conclusión de que entre ambos hay una diferencia cuantitativa: la policía usa pistolas y porras y el ejército tiene rifles y tanques, pero básicamente son lo mismo. Por eso, cuando un conflicto crece en intensidad, como está haciendo el catalán, enviar al ejército es la solución lógica: si la policía no puede, que se encargue el siguiente escalón.

¿Por qué se confunden entidades tan dispares? Supongo que hay varias causas. La primera es que hay una similitud superficial: tanto policías como militares llevan armas y se encargan, en teoría, de que las cosas vayan bien. En segundo lugar, que llevamos muchos años de paz y viviendo en unas condiciones relativamente democráticas, por lo que nuestro contacto con el ejército es nulo. Ni siquiera hay “mili” desde hace veinte años. En este tiempo, las campañas promocionales han ido creando una imagen de las fuerzas armadas que se parece más a una ONG de cooperantes que a un cuerpo destinado a luchar en guerras. Por último, tenemos la Guardia Civil, que es un instituto policial pero formado por militares, lo cual ayuda a crear la idea de que hay un escalonamiento.

Pero en realidad esta concepción es errónea. Las fuerzas militares y las fuerzas policiales son cosas distintas, que nacen en momentos distintos de la Historia y que valen para cosas distintas:
  • La policía sirve para mantener la seguridad en el interior del Estado. Sus principales funciones son la custodia de personas, la investigación y prevención de delitos, la vigilancia en calles y carreteras y la gestión de disturbios. En definitiva, se orientan hacia dentro del Estado: su labor es conseguir una convivencia pacífica entre los ciudadanos.
  • El ejército sirve para mantener la independencia del Estado. Su función básica es el combate contra otros Estados que amenacen los intereses territoriales del propio. En definitiva, se orientan hacia fuera del Estado: su labor es luchar contra los ejércitos enemigos.


A la luz de esta distinción, ya podemos ver por qué no creo que Rajoy vaya a enviar al Ejército a Cataluña. Si tienes una institución cuya finalidad es luchar contra los enemigos y la mandas a combatir contra tus propios ciudadanos, eso quiere decir que estás equiparando a éstos con una fuerza militar hostil. Esa simbología está ahí, y de ella se derivan una serie de consecuencias que creo que impiden el uso de fuerzas militares para impedir la secesión catalana.

Ojo, no estoy diciendo que a Rajoy le importe un carajo la simbología. Rajoy es un señor mayor, conservador y de provincias: por supuesto que considera a la Generalitat catalana un enemigo (incluso, me atrevería a decir, sin que sea necesario que ésta proponga secesión alguna), y por supuesto que le dan igual los símbolos. Pero Rajoy tiene asesores, y esos asesores no pueden obviar el problema que supone el envío del ejército.

Por ejemplo: ejército significa guerra, y guerra significa política. Mandar al ejército a resolver el conflicto catalán implica elevar éste al rango de guerra civil, bien que extremadamente dispareja. Si concibes a la Generalitat como un enemigo le estás haciendo a los independentistas un regalo magnífico a nivel simbólico: reconoces que sus pretensiones existen, que son viables y que necesitas tratarlos como a un país extranjera para impedir que salgan adelante. Aceptas que, desde la declaración de independencia, Cataluña es de facto otro país que tienes que reconquistar. Con lo cual le das a dicha declaración un valor que no tiene y conviertes un conflicto de orden interno (que puede y debe resolver la policía) en una guerra.

El PP nunca se va a prestar a esto. ¿Cómo se ha enfrentado siempre la derecha a los nacionalistas que incumplen la ley? Con la ley en la mano y negando que haya un conflicto político subyacente. Así lo hicieron con ETA y así lo han hecho con la secesión catalana: los terroristas vascos y los impulsores del procés han sido tipificados en ambos casos como simples delincuentes, sin entender las razones políticas que había detrás de su actuación. A cualquiera que pretendiera decir otra cosa se le acusaba como mínimo de filoetarra. Me parece una línea bastante continuada y coherente, y no veo a Rajoy apartándose de ella.

Y luego están las repercusiones internacionales. Las imágenes del ejército español ocupando instituciones democráticas, arrestando a civiles y desfilando por el propio territorio nacional como si fuera tierra conquistada darían la vuelta al mundo. Podrían incluso poner en cuestión la membresía española en la Unión Europea. Aunque no hay ningún mecanismo jurídico previsto para que la Unión expulse a un Estado que vulnera los principios democráticos que deben regir su actuación (y sí, enviar al ejército contra tu propia población civil vulnera estos principios), sí es posible suspender los derechos de los miembros. Es cierto que países como Polonia llevan años tensando la cuerda y no les ha pasado nada, pero España es un socio más grande, con más peso y al que se le presume una cultura democrática mayor. Sus decisiones tienen mayor impacto.

Otro argumento, también de carácter internacional: emplear al ejército haría que Rajoy quedara como un inútil ante todo el mundo. Mostraría que es incapaz de resolver un problema doméstico con medios menos incisivos: tiene que militarlizarlo. Algo bastante complicado de justificar cuando lo que tiene enfrente es un movimiento secesionista que presume de pacifismo y que, aunque no fuera así, no tiene nada que se parezca a una fuerza militar. ¿De verdad mandar a los tanques era el mejor medio posible? ¿Seguro que no se podía impedir la independencia catalana usando a la Policía, la Guardia Civil y los medios jurídicos de excepción previstos para ese caso? ¿O es más bien que estamos en manos de un incapaz? Pues aplicamos la navaja de Ockham y vemos que, una vez más, no se equivoca.

Por todo lo anterior, mi apuesta es que Rajoy no va a utilizar el ejército para gestionar la secesión catalana. Le haría quedar como el inútil que es, podría conllevar problemas en la relación con los socios europeos y, sobre todo, rompería su línea tradicional de negar que existe un conflicto de ningún tipo. Además, aunque evidentemente el envío de tropas atajaría el problema de raíz, a medio y largo plazo le generaría más problemas de los que resolvería. Lo dicho: si dentro de la cabeza de nuestro presidente queda media neurona funcional, no enviará tropas a Cataluña.

Oh, dios. Las va a enviar mañana mismo, ¿verdad?






(1) Aunque el término técnico “Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado” se refiere solo a unidades policiales, no militares.



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jueves, 5 de octubre de 2017

Devoluciones en caliente

Vivimos unos días convulsos: referendos de independencia, hostias a personas pacíficas, discursos del rey, el artículo 155 de la Constitución planeando sobre nosotros… sin duda lo que se llaman tiempos interesantes. Sin embargo, entre toda esa cotidianeidad salen a veces buenas noticias. Como el otro día, que supimos que 46 internos se fugaron del CIE de Aluche. O anteayer, que nos llegó la noticia de que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha considerado ilegales las expulsiones en caliente. Precisamente sobre este tema vamos a hablar un poco. Me basaré en la nota de prensa que ha publicado el TEDH y en mi propio conocimiento de la materia.

Comencemos con los hechos. Son muy simples. En 2014, un ciudadano de Malí y otro de Costa de Marfil participan en un asalto masivo a la valla de Melilla. Inmediatamente la Guardia Civil les captura y los devuelve inmediatamente (“en caliente”) a las autoridades marroquíes, que los liberan a 300 kilómetros de la frontera. Posteriormente ambos volvieron a intentar el salto, esta vez con éxito, y fue ahí, una vez en nuestro territorio, cuando interpusieron la queja contra el Estado español ante el TEDH.

¿Y qué es el TEDH? Es el máximo órgano de una entidad internacional llamada Consejo de Europa, que es distinta de la UE. Digo esto porque siempre que el TEDH condena a España aparece un cierto número de indocumentados a quejarse de la Unión Europea. Como digo, no tienen nada que ver: el TEDH ejerce su jurisdicción sobre un total de 47 Estados (muchos más que la UE) y se limita a aplicar una sola norma: el Convenio Europeo de Derechos Humanos y sus protocolos anexos (1). Es un avance muy importante, porque se trata de Estados que reconocen a particulares el derecho de demandarles ante un tribunal internacional que pueda dictaminar que vulneraron derechos fundamentales.

Al TEDH solo se puede acudir después de agotar las vías de recurso internas. Es decir: si un Estado te hace objeto de una vulneración de derechos fundamentales tienes primero que intentar que sean sus propios mecanismos jurídicos los que lo reparen, y solo si eso falla pueden recurrir al TEDH. Éste es uno de los argumentos que da el Gobierno español para intentar que el Tribunal se declare incompetente en el presente caso: que los afectados por la devolución en caliente no recurrieron las órdenes de deportación.

A este argumento responde el TEDH diciendo que aquí las únicas órdenes de deportación fueron emitidas meses después, cuando los dos recurrentes habían saltado con éxito la valla y estaban ya dentro de España. La deportación en caliente de la que se quejan los recurrentes sucedió, y ésa es justo su naturaleza, sin que ningún procedimiento administrativo la amparara. Así que no hay forma de recurrir esa decisión en el derecho interno (2) y procede por tanto acudir directamente a los organismos internacionales.

Otro de los argumentos que usa el Gobierno para excluir la competencia del Tribunal es tan alucinante que no sé cómo no se les ha caído la cara de vergüenza. Dice el Gobierno que los hechos sucedieron fuera de la jurisdicción del Estado español porque, como los recurrentes no llegaron a cruzar la valla, no pusieron un pie en nuestro territorio. En serio. Sí, sí, en serio. En serio dicen que tú puedes acercarte a territorio español, subirte a una valla construida con dinero público español con el objetivo de delimitar la frontera española, fracasar en el intento y ser detenido por las fuerzas de seguridad españolas sin que tales hechos impliquen que estás bajo la autoridad española. Por supuesto, el TEDH lo descarta sin más: si los recurrentes estuvieron sometidos a la acción de las fuerzas de seguridad españolas, es irrelevante que la valla esté en territorio marroquí.

Después de despejar estas dos objeciones (y una tercera, acerca de la identidad de los recurrentes), los jueces del TEDH pasan ya a analizar el fondo del asunto. Y el fondo del asunto no admite demasiado análisis. Para empezar, se alega una vulneración del artículo 4 del Protocolo nº 4 del Convenio. ¿Y qué dice dicho artículo 4? “Quedan prohibidas las expulsiones colectivas de extranjeros”. Hale, caso resuelto, vámonos para casa que estos señores querrán cenar. Una expulsión que afecta a unas setenta personas (entre ellas los dos recurrentes) y que se realiza de forma automática y sin sujeción a procedimiento alguno es claramente una expulsión colectiva.

Además, se alega también la vulneración del artículo 13 del Convenio, que establece el derecho a recurrir de forma efectiva ante una instancia nacional las decisiones que ataquen los derechos fundamentales. Por supuesto, se aprecia también vulneración. Y es aquí donde se carga sobre todo contra las devoluciones en caliente. Al fin y al cabo, ¿qué es lo que hace que estas expulsiones sean ilegales? ¿Por qué las prohíbe el Protocolo nº 4? Porque consisten en tratar a personas como si fueran cosas, lo cual es una falta de respeto a la dignidad humana que está en la base de nuestra idea de derechos humanos.

¿En qué consiste una devolución en caliente? Muy simple. Tenemos a una persona que ha traspasado una frontera, en principio de forma ilegal. Pero es posible que esa persona tenga derecho a traspasar esa frontera. Podría ser refugiado, o acogerse al derecho de asilo, o a una reagrupación familiar, o cualquier cosa que le permita permanecer en el nuevo país. Lo apropiado, una vez que ha conseguido entrar en tu jurisdicción, es que le identifiques y le concedas tiempo para solicitar los derechos a los que pueda ser acreedor. Se le tiene que poder oír.

En una devolución en caliente no ocurre eso. En una devolución en caliente las personas son deportadas según entran, sin que se inicie ningún procedimiento administrativo o judicial en el que puedan defenderse. Simplemente la policía les echa otra vez fuera de la frontera. En este caso, por ejemplo, los dos recurrentes fueron expulsados sin que nadie les diera acceso a un intérprete, los informara de sus derechos, les concediera asistencia jurídica o les explicara cómo recurrir la decisión. Ni siquiera se hizo el trámite mínimo de identificarlos. Por lo que la Guardia Civil sabía, podían ser una pareja homosexual que huía de Boko Haram y esperaba obtener asilo en España.

La decisión es recurrible ante la Gran Sala del propio TEDH, pero no sé si el Gobierno español querrá tomarse la molestia. Al fin y al cabo, no hay muchas dudas de que las devoluciones en caliente son ilegales: como hemos visto, el propio Protocolo nº 4 las menciona con nombres y apellidos, y la forma de practicarlas vulnera el artículo 13 del Convenio. Supongo que podría recurrir para ganar tiempo, como hizo con la doctrina Parot… y con similares resultados.

La sentencia tiene valor precisamente porque, más allá del caso concreto, caracteriza una cierta práctica que se ha llevado a cabo con mucha frecuencia en los últimos años y la declara ilegal sin ambages. En este sentido, el Gobierno español podría contraargumentar que en 2015 reformó la Ley de Extranjería para dar cobertura legal a las devoluciones en caliente, a las que trata como simples rechazos en la línea de frontera. No cuela. Esta práctica es una excepción al régimen general de extranjería, generada por la vía de los hechos y que posteriormente se intentó legalizar con argumentos bastante malos.

Así que, aunque en la práctica sea difícil hacer que se cumplan las resoluciones del TEDH, esta sentencia marca un hito en el derecho de extranjería español. Ya iba siendo hora.





(1) Un protocolo es una especie de tratado internacional menor que se anexa a uno más importante con el objetivo de modificar algunas de sus cláusulas, extender su aplicación, etc. El Convenio Europeo de Derechos humanos tiene 16 protocolos: algunos modifican cuestiones de procedimiento y otros añaden nuevos derechos.

(2) La ley española permite recurrir las actuaciones materiales de la Administración que no están amparadas por un acto administrativo previo, lo que se llama “vía de hecho”. Pero el plazo para recurrir una vía de hecho es extrañamente corto, de diez días, y recordemos que en este caso la vía de hecho consistió en echar a los afectados fuera de la jurisdicción española, a la cual no volvieron hasta que dicho plazo de diez días estuvo más que agotado. Por tanto, recurrir la deportación es también imposible por esta vía.



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