miércoles, 28 de enero de 2015

Cuotas

Ayer Alexis Tsipras cometió su primera cagada como primer ministro de Grecia: presentó un Gobierno formado sólo por varones. Cualquiera diría que esa medida es obviamente criticable, y aún más, que puede rechazarse sin perder las ganas de que Syriza gobierne el país. Pero, por la cantidad de gente a la que he leído defender esas designaciones, parece que no. Está claro que la crítica hacia dentro cuesta.

Señalar la falta de mujeres en ese Gobierno y saltar los de siempre a criticar las cuotas es todo uno. Parece que la Ley de Igualdad de Zapatero aún escuece. El caso es que nadie parece haberle exigido a Tsipras algo tan alocado como un 50% de ministras, sólo que se acuerde de que existe la mitad de la población. Da igual. Las cuotas son el mal.

Durante mi educación universitaria, en la cual me definía como feminista pero no hembrista (qué hostia tenía) critiqué duramente las cuotas. Y sin embargo los argumentos para atacarlas son normalmente bastante débiles. Voy a analizar los tres más frecuentes:

       1.- “No puedes fundar la igualdad en una discriminación, por muy positiva que sea ésta”: este argumento tiene sentido sólo si olvidas que la desigualdad de género es una cuestión estructural, no individual. De facto, y digan lo que digan las leyes, los hombres estamos en una situación social mejor que las mujeres. La acción afirmativa no se contrapone a una situación neutra, sino a una suerte de “discriminación positiva machista” que nos facilita el acceso a puestos de poder a costa de ellas. Por tanto, resulta razonable que existan medidas legislativas que mejoren la posición de partida de las mujeres con la finalidad de eliminar las desventajas que tienen sólo por su género.

       La versión jurídica de este argumento suele citar el artículo 14 de la Constitución, que prohíbe la discriminación por razón de sexo. El artículo 9.2 del mismo texto constitucional, que obliga a los poderes públicos a “promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo (…) sean reales y efectivas”, a “remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud” y a “facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”, así como la asentadísima jurisprudencia constitucional que dice que este precepto ampara la acción afirmativa suelen pasarles, por algún motivo, desapercibidos.

     2.- “Así sólo accederán al poder mujeres incapaces o tontas”. Cuando yo era universitario esta afirmación era la reina de mi pensamiento anti-cuotas. Y de repente un día vi que partía de bases incorrectas y me avergoncé de haberlo sostenido durante años sin la más mínima reflexión crítica. El argumento sólo se puede sostener desde una premisa: que la razón por la que las mujeres no entran en puestos de poder es porque no son capaces. Si la ley obliga a partidos y empresas a poner a mujeres en sus órganos de gobierno, lógicamente accederán las inútiles, porque en realidad no las hay de otro tipo.

       Pero claro, el problema es justamente el contrario: que hay mujeres plenamente capaces de ocupar puestos relevantes en partidos y empresas pero que no lo están haciendo porque hay un sesgo de género en los sistemas de selección. No es que no haya mujeres idóneas, es que las que hay no entran. Las cuotas permiten romper el techo de cristal a martillazos, beneficiando normalmente a aquellas que cumplen todos los requisitos para ascender pero son eternamente preteridas. De hecho, si a eso vamos, ¿cómo sabemos que esas mujeres no están sustituyendo a hombres incapaces que habían accedido al puesto sólo porque se prefirió escoger a un varón inútil que a una mujer válida?

        Desmontado el argumento, sólo queda enumerar biografías de políticas tipo Leire Pajín o Bibiana Aído, a las que se acusa de tontas e ineptas, como si gente como José Bono o José Blanco fueran precisamente luminarias del pensamiento humano o como si no hubiera habido una buena cantidad de mujeres que, en las dos últimas legislaturas del PSOE, desempeñaron sus cargos ministeriales con perfecta corrección.

       3.- “Las mujeres de derechas”, que viene en dos sabores: enumeración de fachosas tipo Esperanza Aguirre y, como desarrollo de lo anterior, “prefiero un gobierno que haga políticas de izquierdas a otro compuesto de mujeres”. Esto es una falsa dicotomía tan evidente que no me voy a detener en ella. Simplemente diré que yo también prefiero a unos gobernantes de izquierdas que a otros que no lo sean pero que ese “debate” no tiene sentido cuando un país ya los tiene y se le está pidiendo a su primer ministro que no se olvide de la mitad de la población.


A pesar de lo anterior sigo sin ser un ferviente partidario del sistema de cuotas. Es provisionalmente necesario, cierto, pero beneficia a un número reducido de mujeres y se le pueden hace rcríticas acertadas, como la alta rotación dentro de la “cuota” (lo que impide que se labren una carrera) o la designación consciente de mujeres antifeministas. Es decir, el sistema de cuotas puede mejorarse. Pero desde luego los argumentos de mierda no ayudan.

[ADDENDA 3/2/2015: me han dicho varias veces, por Twitter y en los comentarios, que otro de los efectos perversos de las cuotas es que precisamente arroja la duda y la maledicencia sobre las mujeres que han sido designadas. Lo incorporo a la entrada porque me parece cierto.]




jueves, 22 de enero de 2015

Piropos

La entrada de hoy es obra de @SuraTallulah, colaboradora habitual del blog, a la que como siempre agradezco su tiempo, su claridad de análisis y sus ganas de poner por escrito lo que le pasa por la cabeza.


La semana pasada Ángeles Carmona, presidenta del Observatorio contra la Violencia de Género, afirmó que “el piropo ha sido siempre permitido y se ha asumido como algo normal, pero lo cierto y verdad es que supone una invasión en la intimidad de la propia mujer porque nadie tiene derecho a hacer un comentario sobre el aspecto físico de la mujer”. Como es habitual, las declaraciones saltaron a las redes sociales y se abrió el debate.

¿Qué es y qué se entiende por piropo?
Si buscas en la red, la primera definición que aparece para piropo es “palabra o expresión de admiración, halago o elogio que se dirige a una persona”. Parece una definición directa y general pero ¿qué es lo primero que se te viene a la cabeza al escuchar la palabra piropo? A mí me vienen a la mente exabruptos, ruidos, halagos y expresiones de temática sexual que he recibido desde pequeña por parte de desconocidos y, en la mayoría de casos, en la calle. No pienso en cuando mi pareja o alguien muy cercano con quien tengo confianza me dice “guapa”. Esto también entra dentro de la definición de piropo, pero no es en lo que pienso cuando se habla del tema. Básicamente, cuando se habla de piropos, se me viene a la mente este mítico vídeo de la red:

Cortometraje Mi Señora

El piropo y la cosificación de la mujer.
Ahora comencemos por el principio: la cosificación de la mujer. A las mujeres se nos impone el deber de agradar al hombre, las mujeres debemos ser deseables, sexualmente atractivas y tenemos que cuidarnos y esforzarnos con tal fin. Una mujer no tiene valía como tal si no es guapa, si no cuida su cuerpo y su aspecto físico, si no se afana en resultar físicamente deseable. Todo esto os sonará a antiguo, muchos pensaréis que antes puede que fuera así pero que ya no. Pues sí, hoy en día sigue siendo así. Este mensaje nos llega constantemente desde la publicidad y los medios. Nos machacan a diario con la idea de que para una mujer lo más importante es la imagen y nunca es suficiente. Da igual lo que hagas: dietas, gimnasio, cirugía, maquillaje y ropa. Nunca es suficiente.

De esta cosificación de la mujer se desprende la idea de que una mujer desea o aspira ser piropeada como una validación de su cosificación. Un piropo es la confirmación de que hemos alcanzado eso que tanto perseguimos: ser atractivas, ser bonitas y deseadas. Eso que se nos pide, que se nos exige; consigue la aprobación con el piropo.

Piropo y acoso callejero.
Somos muchas las que entendemos, en la mayoría de los casos, el piropo como acoso callejero. Recibir un piropo, que en muchos casos incluye temática sexual, en un espacio público como es la calle y por parte de un desconocido nos cosifica, nos intimida y nos humilla. Cuando el piropo versa sobre lo que tú, hombre heterosexual, me harías si yo, mujer sexualmente atractiva para ti, me “dejase” es una agresión verbal. Cuando el piropo consiste en dejar constancia en  voz alta y de manera pública de lo que a ti, hombre heterosexual, te parece o te evoca mi aspecto físico se trata de una agresión verbal. A través del piropo se nos hace ver a las mujeres que nuestro cuerpo es de dominio público por lo que cualquier hombre está en su derecho de opinar sobre él cuándo y dónde quiera.

En algunas ocasiones el piropo verbaliza una agresión sexual. Cuando un hombre se siente con legitimidad para hacer conocer públicamente lo que sexualmente le apetecería hacer contigo está desarrollando un ejercicio de humillación y dominio sobre ti. Muchas somos las que hemos llegado a sentir terror y miedo por nuestra integridad física al escuchar un piropo. Porque muchas veces, aunque liviano y verbalmente bonito, esconde un trasfondo de roles en los que el hombre domina y manda y la mujer se somete.

El piropo es temido en muchos casos hasta el punto de hacerte cambiar de acera para no pasar frente a ese grupo de hombres o de hacerte cambiar de recorrido hacia tu trabajo/centro de estudios para no pasar por esa calle en la que han comenzado las obras de un edificio. Pensaréis que es una exageración o que simplemente no hay que echar cuenta de esos piropos pero lo cierto es que son muchas las niñas (sí niñas, menores de edad) y mujeres que deciden hacer cambios en su vida para evitar este tipo de situaciones porque se sienten violentadas y sienten miedo.

Reacciones.
Como he comentado al principio, a raíz de los comentarios de Ángeles Carmona se habló y mucho sobre el piropo en la red. Muchas personas interpretaron sus declaraciones como una imposición prohibitiva, otras argumentaron en su contra a base de insultos y algunas personas respondieron haciendo alusión al físico de la presidenta del Observatorio Contra la Violencia de Género reafirmando así la base de esta práctica: la cosificación de la mujer.

Imagino que muchos de los que estén leyendo este post habrán pensado que soy una exagerada y una radical. Si tenéis dudas sobre lo que aquí he escrito sólo os recomiendo una cosa: preguntad a las mujeres de vuestro entorno con las que más confianza tengáis si alguna vez han sentido miedo ante un piropo, si alguna vez han temido una agresión sexual  tras un piropo, si alguna vez han cambiado de acera para no pasar delante de un grupo de hombres, si alguna vez, en definitiva, se han sentido intimidadas o humilladas por un piropo.


martes, 20 de enero de 2015

Doble instancia penal

La Justicia en España es para llorar. Juicios interminables, trámites absurdos, leyes obsoletas, ausencia de medios y de personal… una institución, en definitiva, caduca. Por desgracia, no parece que mejorarla sea la intención del legislador. Todas y cada una de las reformas que el PP ha propuesto o aprobado en la presente legislatura van orientadas a uno de estos tres objetivos: expulsión de asuntos del control judicial (justicia universal, escuchas sin orden judicial), expulsión de personas del sistema (tasas judiciales, proyecto de supresión de los juzgados y de la justicia gratuita) y control político de los jueces (reforma del CGPJ). Ante estos ataques no está de más repetir la siguiente afirmación: todo menoscabo en la eficacia de la Administración de Justicia es una agresión directa a los derechos fundamentales de las personas que tienen que tratar con ésta.

Ahora mismo existe un cierto movimiento de resistencia entre los profesionales del Derecho, que, con esfuerzo, está intentando presentar un frente unido y movilizar a la población contra las reformas del PP en esta materia. Sin embargo, creo que es un error centrarse sólo en este grave y sistemático intento de demolición. La triste realidad es que los políticos españoles llevan décadas dejando que la Justicia se hunda, por pura desidia cuando no por mala fe. Y, en consecuencia, los derechos humanos sufren. ¿Queréis un ejemplo? Pues ahí va: os voy a explicar (muy sucintamente) el sistema de recursos en la jurisdicción penal.

Empecemos por el principio. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos establece en su artículo 14.5 un derecho poco conocido pero muy relevante: toda persona que haya sido condenada por un delito tiene derecho  que un tribunal superior examine su caso. El Protocolo nº 7 del Convenio Europeo de Derechos Humanos reitera el mismo derecho, que se hace efectivo a través del recurso de apelación: un medio por el cual puedes pedir que otro tribunal revise la sentencia, resolviendo tanto cuestiones de hecho como de derecho y subsanando también los defectos de forma.

Pues bien: en España, en el sistema penal, no hay recurso de apelación con carácter general. No existe esa doble instancia que viene exigida por los tratados que he mencionado.

El sistema jurisdiccional penal es bastante complicado, pero de momento quedémonos con lo siguiente: los órganos que juzgan son el Juzgado de lo Penal (que se encarga de delitos de hasta 5 años de prisión) y la Audiencia Provincial (que se ocupa de delitos con más pena). El recurso de apelación procede frente a las sentencias del primero de estos órganos, no frente al segundo. ¿Y las sentencias de las Audiencias Provinciales no son recurribles? Sí, pero en casación, un recurso más restringido, con motivos tasados y donde el segundo tribunal tiene las manos mucho más atadas: no puede volver a valorar las pruebas para determinar qué hechos se consideran probados (1), cosa que sí podría hacerse en una apelación.

Si no terminas de creértelo es porque no tiene sentido. Efectivamente: las sentencias por delitos más graves son más difíciles de impugnar que las de delitos de menor gravedad, cuando debería ser al contrario. Bueno, salvo que te haya juzgado un jurado popular: en ese caso puedes primero apelar y luego recurrir en casación. Una vía de defensa completa, salvo por el detalle de que esa primera apelación es distinta de la que procede contra las resoluciones del Juzgado de lo Penal (hacerlo de otra forma lo hubiera convertido en algo demasiado fácil), porque tiene motivos tasados y tampoco permite al segundo juez valorar de nuevo las pruebas. ¿Notas ya cómo el cerebro se te licua?

Pues aún queda lo mejor. Resulta que en 2000 fue publicado un dictamen del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas donde se ponía a España de hoja de perejil por este tema. Así que el legislador español se puso a trabajar y sólo tardó cuatro años en reformar la LOPJ: desde enero de 2004, los Tribunales Superiores de Justicia tienen competencia para conocer de las apelaciones contra las sentencias de las Audiencias Provinciales. Pero a nadie se le ocurrió un pequeñísimo detalle: esas apelaciones necesitarán un procedimiento para llevarse a cabo, ¿no? Pues ese procedimiento no existe. Desde hace once años los TSJ pueden resolver unas apelaciones que no están previstas ni reguladas en ninguna parte y que, en consecuencia, no pueden interponerse.

Y todo es así. Parche sobre parche sobre parche. Nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, una veterana de 133 años (sí, 133, no es una errata) merece una jubilación digna. Pero no hay nadie capaz de dársela, parece, y cada proyecto que sale asusta más que el anterior. Sí, todos ellos consagran la doble instancia penal, pero a cambio se cargan otros derechos o alejan la justicia del ciudadano. Así que son contestados, se enfangan y al final no se aprueban. Y seguimos con un sistema de recursos absurdo y contrario a los derechos de la persona, día tras día, sin que nadie tenga la más mínima voluntad de arreglarlo.

Si me disculpáis, voy a llorar.






(1) Salvo en un caso muy residual, de evidente contradicción entre los documentos del caso y los hechos que se declaran probados.


sábado, 17 de enero de 2015

Examen de españolidad

¿Qué es ser español? O, más adecuadamente, ¿qué es estar integrado en la sociedad española? ¿Hay que ir a los toros, hablar mal de los franceses, decir que aquí se hace el mejor doblaje del mundo y posicionarse en el debate sobre la tortilla? ¿O es más intelectual? ¿Va de conocer la geografía, la historia, la cultura y la política españolas? ¿Puedo pedir que expulsen del país a una persona si no me sabe decir el número de Constituciones que ha tenido España, los afluentes del Ebro por la izquierda o el nombre del presidente del Congreso?

Esto, que para mí (español de origen) no es más que un divertimento, para un inmigrante que trata de obtener la nacionalidad puede ser un muro difícil de franquear. La cosa es que el artículo 22.4 CC se exige que el interesado en nacionalizarse demuestre “buena conducta cívica y suficiente grado de integración en la sociedad española”. Ahí lo llevas. ¿Y eso cómo se prueba? Pues no se sabe. Cada juez aplica un sistema y, si te encuentras a guardianes de las esencias como su señoría José María Celemín, puede que te encuentres con preguntas sobre la literatura española del Siglo de Oro, la Constitución de 1812 o la historia del siglo XIX.

Esto me plantea una duda más amplia. ¿Es importante que un extranjero esté “integrado” en la sociedad para que se le conceda la nacionalidad? En abstracto puede parecer que sí, pero ¿qué es estar integrado? ¿Está integrado alguien que habla bien el idioma pero que no tiene interés en la política? ¿Alguien que no se pierde un programa de cotilleos pero que jamás ha leído un solo libro en español? ¿Alguien que puede dar opinión fundada sobre la situación sociopolítica pero se salta la ley cada vez que puede? ¿Alguien que tiene familia y amigos españoles pero no sabe construir una frase decente en castellano? Y, si la respuesta a esas preguntas es negativa, ¿por qué me da que entonces habría que expulsar del país a una buena fracción de los españoles de origen?

Porque ése es el meollo: ¿de verdad hay alguna forma de medir la integración que no deje fuera a españoles de origen? Lo dudo mucho. Estamos hablando de un concepto volátil, que difícilmente puede operacionalizarse. Y, si es así, ¿a santo de qué estamos pidiendo a los que vienen de fuera algo que los que nacimos aquí no tenemos por qué cumplir? Si nosotros podemos optar legítimamente entre integrarnos en la sociedad o convertirnos en unos anacoretas, ¿por qué los inmigrantes no pueden? ¿Se supone que tienen que ser “mejores españoles” que nosotros, que su “españolidad” tiene que tener mayor nivel que la de los nativos? Dada la cantidad de países que tienen exámenes de este tipo la respuesta parece ser que sí.

Entiéndaseme bien: yo estaría encantado de vivir en un país con una ciudadanía culta, políticamente activa y con un alto dominio de su idioma materno. Pero si incluso en ese caso sería criticable emplear esos criterios para conceder o denegar la nacionalidad a alguien de fuera, hacerlo cuando nadie se preocupa de que los españoles de origen cumplamos esos mismos requisitos es directamente esperpéntico.

Pero bueno, aceptemos que hay que “probar” de alguna forma que un extranjero que desea ser español está integrado. Yo creo que debería invertirse la carga de la prueba: debe presumirse la integración salvo que se demuestre lo contrario (1). Y el examen debe medir habilidades y actitudes más que conocimientos. Una entrevista personal es vital, porque se puede comprobar el dominio del idioma y las actitudes de la persona. Según la noticia que está enlazada más arriba, en Países Bajos estudian la reacción del solicitante ante cosas como dos hombres besándose en la calle. De nuevo me resulta triste que se pretenda controlar la homofobia del que viene de fuera y no la del que ya está dentro, pero si hay que poner un corte en algún sitio prefiero que sea ahí y no en las obras de Garcilaso de la Vega o la estructura de la Constitución de 1812.

Lo que no es de recibo de ninguna de las maneras, eso sí, es mantener el sistema actual, donde cada juez hace lo que quiere para medir el arraigo y es el inmigrante suspendido el que debe, en su caso, peleárselo en los tribunales. Que sí, que al final gana, pero años después. Aunque bueno, se me ocurre.... ¿y si en realidad todo es parte de la prueba? ¿Y si la verdadera demostración de que alguien está arraigado en España es que es capaz de tratar con la ultracolapsada Administración de Justicia y obtener una resolución favorable aunque tenga que esperar un lustro para ello? Sí, tiene que ser eso. Si es que está todo pensado.






(1) Al fin y al cabo para optar a la nacionalidad hay que llevar viviendo diez años en España, que se reducen a dos para originales de países con los que España comparte cultura, como los iberoamericanos, Filipinas o Portugal. ¿Qué es ese periodo mínimo de residencia sino una forma de garantizar que el inmigrante va cogiendo arraigo?





lunes, 12 de enero de 2015

Erradicar los piropos

Hace unos días la presidenta del Observatorio contra la Violencia de Género del CGPJ, Ángeles Carmona, reabrió un debate que cada cierto tiempo aparece en mi entorno. El piropo, o, por mejor decir, el acoso callejero: la expresión de índole sexual que se le grita a una desconocida en la calle con fines presuntamente halagadores. Carmona dijo que es una invasión a la intimidad y que debe ser erradicado.

No voy a insistir en el tema del piropo como agresión porque espero poder publicar pronto una Firma Invitada sobre ese mismo asunto. En vez de eso quiero hablar de otra cosa: de la reacción histérica acusando a Carmona de poco menos que nazi contraria a la libertad de expresión por querer, se dice, “prohibir” el piropo. Lo cual es muy divertido porque en realidad la presidenta del OVG no ha hablado de prohibir en ningún momento, sino de eliminar o erradicar, algo que no sólo se logra aplicando normas jurídicas. Pero pensemos un poco sobre eso. ¿Sería posible prohibir legalmente el piropo?

La libertad de expresión es un derecho muy amplio y que debe ser interpretado en sentido expansivo, pero no lo ampara todo. Nuestro Código Penal tipifica una amplia variedad de delitos que se cometen con el uso de la palabra: las amenazas, las calumnias, el acoso sexual, el falso testimonio o los delitos de odio son sólo algunos de ellos. Conceptuado el “piropo” como una agresión no hay nada que impida dictar una ley que lo castigue.

De hecho, pensemos en el acoso sexual. Se trata de la conducta de solicitar a una persona un favor de naturaleza sexual, provocándole con ello “una situación objetiva y gravemente intimidatoria, hostil o humillante”. No es una mala definición de este tipo de agresión, ¿no? La única razón por la cual el piropo no se considera acoso sexual es porque este delito se restringe al ámbito laboral y docente. Así que nadie me diga que no hay base para prohibir el piropo callejero, porque sí la hay. Concretamente yo optaría por convertirla en una infracción administrativa competencia de los Ayuntamientos.

Sin embargo, no estoy yo muy convencido de que prohibir el piropo fuera una medida efectiva, si alguna vez llega a tomarse. El acoso callejero es un ataque que se caracteriza por su inmediatez y por su anonimato: se consuma en el momento en que se profiere la expresión y generalmente los agresores son desconocidos que pasan por la calle. Aun en el caso de que la víctima esté por la labor de denunciar y de que no la disuadan los policías municipales que la atiendan, ¿cómo puede identificarse al agresor, que igual ya está lejos? Entre que la víctima encuentra a un agente y le cuenta todo el asunto puede haber pasado fácil media hora

Creo que una normativa que prohibiera el acoso callejero implicaría, de facto, la impunidad de la mayoría de los piropeadores. “Bueno, estaríamos como hasta ahora pero a alguno se cogería”, podría pensarse, pero no confío mucho en eso. Introducir una norma así generaría mucho debate y mucha contestación y temo que, una vez que se constatara que no hay consecuencias de ningún tipo, se diera precisamente un repunte de esta clase de conductas. Es cierto que no es tan simple, que las normas también crean pautas culturales, pero no termino de estar convencido de la utilidad de la medida.

¿Y qué hacemos entonces contra el acoso callejero? Porque algo habrá que hacer, eso está claro. Yo no tengo la fórmula mágica, pero hay una cosa que los hombres podemos hacer con mucha facilidad, y es evitar que estas conductas se reproduzcan a nuestro alrededor. ¿Hemos visto que un amigo acaba de soltarle una burrada a una chica por la calle? Pues se le mira con cara de extrañeza y se le dice “¿pero qué coño haces?” En otras palabras: creo que podemos forzar una presión por parte del grupo de iguales.

No hay nada más conservador que un grupo de tíos hablando sobre mujeres. Se generan unas dinámicas reforzadoras muy deprimentes cuando eres consciente de ellas. Poder romperlas es un paso, y somos nosotros, los hombres, quienes tenemos acceso a esos grupos, los que tenemos que tomar la responsabilidad de hacerlo.







lunes, 5 de enero de 2015

Sexo en la calle

Sucede cada pocos meses: alguien graba un vídeo de una mujer joven teniendo relaciones sexuales, lo sube a las redes sociales y lo usa para acosarla. Si hay suerte, el vídeo no se difunde más allá de su entorno; si no la hay, se hace viral. El de ayer se hizo viral: una chica, cuyo nick no voy a dar para no exponerla aún más (a estas horas, más de un día después, sigue recibiendo menciones), aparecía practicando una mamada en la vía pública. Encima se han divulgado una serie de tuits donde la chica, ¡oh, pecado!, pregunta que a ver qué tiene de malo comerse un rabo en público y que por qué tiene que grabarlo nadie. Y por supuesto, aunque tiene toda la razón del mundo, eso ya la convierte en lo peor de lo peor, blanco de insultos y peticiones sexuales por igual. De la persona que tomó y difundió la grabación nadie dice nada, claro.

Cuando ocurre un suceso de éstos siempre aparece la típica ristra de pseudojuristas de barra de bar haciendo afirmaciones peregrinas. “Es que follar en la calle es delito”, tuve que leer ayer. Lo cual es ridículo por dos razones: la primera, porque el hecho de que alguien haya delinquido no justifica acosarle. Y la segunda porque, además, la justificación es mentira: follar en la calle no es delito. Lo que es delito es exhibirse ante menores o incapaces, no echar un polvo en un parque. Eso podrá ser, según lo que ponga en las ordenanzas de convivencia de cada Ayuntamiento, una infracción administrativa castigada con una simple multa, ya está (1).

Pero me alegro de que haya quien hable del punto jurídico del asunto, porque me permite resolver una inquietud que tengo. Ya que hablamos de leyes, volvamos la vista hacia quien está detrás de la cámara: hacia quien graba y divulga, verdadero responsable de todo esto. Su conducta, aparte de ser asquerosa y éticamente reprobable, ¿es ilegal? Vamos a verlo.

El artículo 18 de la Constitución protege una serie de derechos fundamentales íntimamente ligados a la personalidad del sujeto: el honor (derecho a no sufrir vejaciones injustas), la intimidad (derecho a tener esfera privada) y la propia imagen (derecho a tener control sobre las representaciones de su imagen). Estos derechos están también muy vinculados entre sí, de tal forma que a veces es difícil separar uno de otro, pero esta diferenciación es ahora necesaria. ¿Por qué? Pues por el diferente nivel de protección que reciben en las leyes.

El Código Penal establece una serie de delitos contra el honor (la injuria y la calumnia) y contra la intimidad (el descubrimiento de secretos y el allanamiento de morada), pero ninguno contra la propia imagen (2). Y esto es un problema, porque la conducta del que ha grabado el vídeo no vulnera los dos primeros derechos de la víctima, sino el tercero. Efectivamente, el mero hecho de grabar a alguien y difundir el vídeo no atenta contra su honor (3), y dado que los hechos fueron en la vía pública no hay intimidad que valga. El derecho que se ha quebrantado es el de controlar las representaciones de la propia imagen… que no goza de protección penal.

Así pues, la conducta del despreciable autor del vídeo no es delito. Pero ¿queda la víctima totalmente desamparada? No: la Ley Orgánica 1/1982, que regula conjuntamente los tres derechos que hemos mencionado, otorga una protección civil: no permite imponer una sanción al grabador pero sí obligarle a que pague una fuerte indemnización por el daño moral causado, en la que se tiene en cuenta la difusión del vídeo. Y esa norma castiga (artículo 7.5) “la captación, reproducción o publicación por fotografía, filme, o cualquier otro procedimiento, de la imagen de una persona en lugares o momentos de su vida privada o fuera de ellos” (4), es decir, la conducta a la que nos referimos.

No creo que la víctima demande. Es muy probable que lo que quiera sea olvidarse de todo el asunto y dejar de recibir acoso. Pero quede aquí este post para que, si quiere, sepa que puede hacerlo… y para que, si alguna vez presencias una escena de sexo y vas a sacar la cámara, te lo pienses dos veces.







    (1) De hecho yo conozco historias de escenas pornográficas grabadas en la vía pública madrileña, concretamente en el banderazo de la plaza de Colón, con todas las licencias pertinentes.

    (2) Es cierto que el Título X del Libro II del Código Penal se llama “Delitos contra la intimidad, el derecho a la propia imagen y la inviolabilidad del domicilio”, pero luego sólo tipìfica los dos delitos contra la intimidad que ya he mencionado: descubrimiento y revelación de secretos y allanamiento de morada.

   (3) Cosa que no puede decirse de la gran cantidad de insultos, descalificaciones y slut shaming que acompañan normalmente a esa difusión.

  (4) Por supuesto la ley prevé excepciones, como las imágenes de cargos públicos o personas notorias en eventos abiertos (lo que permite que el periódico traiga cada día en portada la foto de un gerifalte gubernativo) o la información gráfica sobre un suceso cuando la imagen de una persona determinada sea meramente accesoria (lo que habilita a los medios de comunicación para publicar fotos de manifestaciones, calles abarrotadas en Navidad, playas llenas de gente, etc.)