domingo, 29 de julio de 2012

“Si es una persona subnormal, que no sea párroco”

La Iglesia católica es una fuente constante de noticias que, según como se las tome uno, pueden dar risa o cabreo. La última, que es de las de cabreo, se refiere al párroco de una iglesia coruñesa que negó la comunión a una joven discapacitada, joven que estaba bautizada, “primeracomulgada” y confirmada, es decir, que tenía todos los papeles eclesiásticos en regla. Tras el lógico cabreo de la madre, el cura se ha mantenido en sus trece diciendo que “si es una persona subnormal, no debe acercarse a comulgar”.

La afectada, de 32 años, parece de síndrome de Lennox Gastaut, una enfermedad epileptiforme caracterizada por “convulsiones intratables y muy frecuentes, retraso mental y encefalograma característico”. Al parecer, la chica sufrió una de esas convulsiones antes de la misa y, como consecuencia, se durmió durante ésta ya que los ataques hacen que esté muy cansada. Según su madre, no llegó a dormirse sino que estuvo “cos ollos cerrados, relaxada, pero non durmida”. Para el párroco, sin embargo, no sólo se durmió sino que roncó (lo que aumenta el pecado, se ve). Rebotado por esa actitud, se negó a darle la comunión.

La madre ya ha afirmado que recurrirá la decisión pero en vía eclesiástica. Aunque el obispo ya ha dicho que no se puede obligar a nadie a dar una comunión, la madre ha confirmado que llegará ante el papa si es preciso. Pero mi pregunta es otra: ¿podría actuar ante los tribunales españoles para exigir que le sea otorgada la comunión? Es decir, ¿se puede actuar por discriminación?

Aquí chocan dos derechos. Por un lado está el derecho individual a la libertad religiosa, que ostenta la chica; por el otro, la libertad religiosa colectiva, que ostenta la Iglesia Católica. En principio, la Ley Orgánica de Libertad Religiosa parece apoyar las reclamaciones de la chica. Así, el artículo 2 LOLR reconoce los derechos a “practicar los actos de culto y recibir asistencia religiosa de su propia confesión” (letra b.) sin referirse a la capacidad mental.

Ahora bien, el artículo 6 LOLR permite a las confesiones religiosas establecer sus propias normas de organización, incluyendo cláusulas de salvaguarda de su identidad religiosa y del respeto debido a sus creencias. Recordemos que en este caso la comunión no se denegó por ser la afectada discapacitada, sino por dormirse y roncar en la iglesia. Si la Iglesia Católica tiene normas internas sobre el respeto que debe guardarse en sus templos –cosa, a mi parecer, razonable- sin duda incluye actos como éstos. Sin embargo, en un hipotético juicio sobre el tema, sería el cura quien tendría que alegar (y probar) esa norma interna. Volveremos más abajo sobre este asunto.

La solución anterior, siendo válida, implica soslayar la discriminación que ha sufrido la chica, reforzada por frases como “darle la comunión sería tirar la hostia al suelo” o la ya citada “si es subnormal que no comulgue”. Hemos analizado el asunto desde el punto de vista del derecho a la libertad religiosa, no desde el punto de vista de la no discriminación, cuando éste tiene importancia: el hecho de que la chica se durmiera en la iglesia deriva directamente de su discapacidad.

La discapacidad no ha sido una de las circunstancias que normalmente se han incluido en las declaraciones de igualdad: por ejemplo, el artículo 14 CE no la incluye. Sin embargo, es obvio que una persona discapacitada no puede ser discriminada por razón de serlo.

Ahora bien, ¿qué es discriminación? Condensando la doctrina del Tribunal Constitucional al respecto, podemos decir que es el “trato desigual de elementos iguales sin una justificación razonable”. Pues bien: dependiendo de cuál sea el grado de retraso mental de la afectada podremos decir si se ha cometido discriminación o no. Si la chica tiene sólo un retraso leve, que le permite comprender aunque sea grosso modo el significado de la comunión, denegársela implica discriminarla. Si el retraso es más grave, impedirle tomar la comunión no es discriminatorio, igual que no lo sería elegir por ella un tratamiento médico complejo, impedir que se alistara en el Ejército o denegarle el carnet de conducir.

 Sin tener delante su expediente médico no podemos analizar más allá. Sin embargo, el hecho de que se le haya permitido confirmarse y tomar sucesivas comuniones (de la lectura de la prensa parece desprenderse que esta gente es de misa diaria o, por lo menos, constante) parece apuntar al hecho de que su retraso es leve. Si fuera así, se habría producido una discriminación y el tribunal podría declarar el derecho de la afectada a recibir sacramentos religiosos.

Finalmente, un apunte desde el punto de vista religioso. Sin ser yo un experto (ni siquiera un conocedor) en Derecho canónico, hay algunos cánones del Código de Derecho Canónico que parecen apoyar la pretensión de la madre de la chica. Así, el canon 213 establece que “Los fieles tienen derecho a recibir de los Pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos.” A la hora de hablar de la confesión, el canon 912 afirma que “Todo bautizado a quien el derecho no se lo prohíba, puede y debe ser admitido a la sagrada comunión.”

Para la Iglesia, los que estén privados “habitualmente” del uso de la razón deben ser considerados como menores de siete años (cánones 99 y 97.2). En esas circunstancias, parece aplicable el canon 913.1: Para que pueda administrarse la santísima Eucaristía a los niños, se requiere que tengan suficiente conocimiento y hayan recibido una preparación cuidadosa, de manera que entiendan el misterio de Cristo en la medida de su capacidad, y puedan recibir el Cuerpo del Señor con fe y devoción”.

Esto conecta directamente con lo que hemos dicho más arriba: a la vista de estas normas, no parece que el párroco vaya a tener fácil probar que una norma canónica le permite denegar la comunión (un derecho básico para los católicos) a quien se duerme en la iglesia, sobre todo teniendo en cuenta que los discapacitados mentales son considerados inimputables por el propio Código de Derecho Canónico (canon 1322) y que dormirse en la iglesia no es un delito sancionado en dicha compilación. 

martes, 17 de julio de 2012

Palabras y expresiones que no soporto: tolerancia.

Inicio con esta entrada una serie que versará sobre palabras y expresiones que, por su significado o por el contexto en que se pronuncian, he llegado a odiar. La primera es la palabra "tolerancia", que tiene en común con otras que odio (como "respeto" o "excelencia") que en principio denota algo bueno. Y, sin embargo, a mí la tolerancia no me parece algo bueno, sino todo lo contrario.

¿Qué significa, al fin y al cabo, tolerar? La RAE es elocuente:

1. tr. Sufrir, llevar con paciencia.
2. tr. Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente.
3. tr. Resistir, soportar, especialmente un alimento, o una medicina.
4. tr. Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.


Cuando alguien dice algo como "yo tolero a los homosexuales" está utilizando la cuarta acepción, pero hay claramente un elemento de la segunda: la homosexualidad no le parece "bien" o "correcta", pero como es muy demócrata no hace nada contra ella. Decir "yo tolero X" suele significar "yo no creo que X sea correcto, pero como soy muy demócrata y muy guay no trato de evitarlo ni de anularlo".

En la palabra "tolerancia" hay un elemento de tensión, un algo de hipocresía que me resulta molesto. Es la pugna entre dos elementos: "lo que haces no es correcto" y "te dejo hacerlo". Por eso entiendo que la tolerancia está peligrosamente cerca de la intolerancia, que se produce precisamente cuando se rompe el equilibrio a favor del primer elemento. Dado que la gente es reacia a admitir que se equivocó, y más si se trata de cuestiones tan íntimas como opciones sexuales, religiosas o políticas, cuando el equilibrio se rompe suele ser precisamente a favor de este primer elemento ("lo que haces no es correcto"), que queda por encima del segundo ("te dejo hacerlo"): es decir, intolerancia.

Lo peor es que el lenguaje de la tolerancia ha calado aún en los grupos históricamente discriminados, como homosexuales o inmigrantes, que muchas veces piden "tolerancia" hacia sus peculiaridades, sin tener en cuenta que esa demanda pone de relieve esas mismas particularidades que se quieren normalizar. Si yo tolero a alguien es porque asumo que es diferente a mí; si fuera como yo, no le toleraría: le aceptaría.

¿Y qué propongo en vez de tolerancia? Algo que entiendo que es mucho más democrático: indiferencia. No me importa tu opción sexual, no me importan tus convicciones religiosas, no me importa tu adscripción religiosa. Simplemente me da igual, siempre que no vengas a atizarme con ello en la cabeza. ¿Por qué voy a "tolerarte" que seas católico o de derechas? ¿A mí que más me da, mientras no vengas a impartir tu religión en las escuelas o a recortar las becas con las que sobrevivo? ¿Por qué no podemos simplemente pasar del tema?

viernes, 6 de julio de 2012

Gora España, ¡gol!

Al escribir mi último post, recordé un texto que escribí hace dos años, con ocasión del el Mundial. Es menos reflexivo que el anterior, pero estaba cabreado por circunstancias personales cuando lo escribí. En todo caso, no creo que diga ninguna mentira. Aquí va:


Creo que no es el mejor momento para decirlo, pero no aguanto más. No me gusta el fútbol. En cuanto espectáculo me aburre: sus jugadas, lances y vocabulario específico me la refanfinflan hasta puntos inimaginables. Ver un partido y bostezar es todo uno.

Dicho esto, me resulta imposible ver un partido sin pensar que en realidad son once personas cumpliendo su contrato de trabajo que juegan contra otras once que hacen exactamente lo mismo a cambio de un sueldo o salario. Lo cual, dicho sea de paso, explica por qué los jugadores se van a otra empresa cuándo ésta le ofrece unas mejores condiciones de trabajo. Se me ha dicho que esta visión es frívola, pero ¿cómo se puede frivolizar algo que no es serio? Porque no lo es: nadie se está jugando nada. Y lo repito por si no quedara claro: nadie se está jugando nada. Ningún elemento de la realidad va a cambiar por el resultado de un partido. Como mucho, podrán engordar las cuentas corrientes del club que organice el encuentro y de los jugadores que ganen, pero desde luego no va a modificarse nada en la vida de ninguno de los aficionados. Todo lo demás es histeria.

Porque esa es otra. El fútbol está indisolublemente ligado a la histeria: gritos, formación de bandas ultras, amenazas y daños a la integridad física de otras personas, molestias al descanso nocturno, daño a la propiedad pública y privada, alcohol e imprudencia al volante y relajamiento de la autoridad policial a la hora de reprimir todos estos excesos. Por supuesto, se me podrá decir que eso no tiene nada que ver con el fútbol como deporte. A lo que contestaré con un viejo axioma: y mis cojones treinta y tres. Los actos vandálicos los realizan ciudadanos normalmente respetuosos con la ley que, apoyados por la masa y henchidos de euforia, se creen con derecho a todo con ocasión de que su equipo ha ganado. Y no creo decir nada nuevo cuando afirmo que esa euforia, esa inmersión del individuo en la masa, esa anulación de la individualidad, es fomentada desde los clubes de fútbol.

Y qué decir cuando en vez de ser competición por equipos es por selecciones. En ese momento TODA la prensa escrita y TODAS las televisiones emiten un único mensaje: la selección es importante, vamos (en primera persona) a ganar, somos (de nuevo en primera) los mejores, todos con la selección, todos a por ellos. No es que me guste el nacionalismo, pero si es necesario que tengamos uno, preferiría que no se construyera a través del fútbol. Y quien me diga que el fútbol por selecciones no es nacionalista, miente.

Porque ¿qué lleva a millones de personas que normalmente no ven el fútbol a no sólo verlo sino a pintarse la cara, comprarse banderas de un país que el resto del año les da igual y a salir a la calle a vociferar? Supongo que es la confusa creencia de que el país se juega algo (mentira) y el deseo, a partes iguales, de apoyarlo (desde el salón de casa, donde los jugadores no pueden verles) y de verlo, o incluso, de vivirlo. Es una sensación de identidad con el equipo y los demás y de abandono del pensamiento que supongo debe resultar muy atrayente para la gente.

Yo lo siento, pero a mí eso me parece nacionalismo. Y no del liberal republicano, no, sino del romántico, ese que creía que uno pertenecía a la nación quisiera o no. ¿Y no es así con el fútbol? ¿Alguien va a negar que se ve raro (y hay gente que se atreve a ver mal) que algunos no queramos ver el partido? Si de verdad fuera una afición como cualquier otra, ¿por qué se tendría que ver raro que algunos no la compartiéramos? Eso quiere decir que NO es una mera afición, que es algo más. ¿Y qué es ese “más”? Histeria en torno a la idea de grupo. Son los mismos mecanismos mentales del fanatismo.

¿Cuál es la conclusión de esto? Lamentablemente ninguna: prohibir el fútbol sería un acto de intolerancia insostenible en una democracia mínimamente madura. Sólo nos queda esperar, y rezar para que la próxima vez les toque a otros. Ojalá.

martes, 3 de julio de 2012

¡Ave, Iker!

Quizás la institución romana más espectacular sea la del triunfo. El triunfo se le concedía a los generales romanos que hubieran obtenido una victoria significativa en una guerra ganada, y consistía en un gran desfile militar en el que el comandante y las tropas marchaban ante el pueblo de Roma. Les seguían los caudillos vencidos y los despojos de los enemigos. Luego había una gran fiesta, pagada por el ganador, en la que no se reparaba en gastos. Sólo una cosa ensombrecía el día del general: el esclavo que, detrás de él, no dejaba de susurrar la frase Memento mori, es decir, recuerda que eres mortal y no un dios. Hoy Iker Casillas, capitán de la Selección española, no tenía al esclavo detrás, y así nos va.

Quede claro que con este post no pretendo cargar contra el fútbol, como deporte ni como espectáculo: tanto practicarlo como verlo son simplemente una afición más, y es normal sentirse identificado con un equipo u otro y alegrarse de que gane. Quiero cargar, sin embargo, contra otras dos cosas: contra el borreguismo que impera en este país sobre el tema y contra el uso político interesado que se hace del mismo. Quien diga que estos dos fenómenos no se dan, simplemente miente.

El uso político interesado es un fenómeno evidente. Se ve ya sólo por el hecho de referirse a una selección de trabajadores de empresas privadas hecha por un señor designado por una federación de dichas empresas con el nombre “España”. Los futbolistas, al contrario que los generales romanos, no representan al Estado de ninguna manera ni sus victorias repercuten de ninguna forma en los intereses políticos o económicos de éste. Pero no sólo es el lenguaje: tenemos el caso de toda una señora alcaldesa que afirmó, antes de la final, que los jugadores son “héroes” y que desfilarían por Madrid ganaran o perdieran. Que nos parezca normal que unos empleados de empresas privadas corten el tráfico de la capital para que la gente les aclame por hacer su trabajo es una muestra clara de que los sentimientos se han metido por el medio.

En síntesis, el poder utiliza el fútbol para construir el imaginario nacional que, según parece, le falta a este país. Y eso me parece un problema desde el momento en que la ideología (el nacionalismo, la religión, las ideologías políticas de izquierda y derecha...) dificulta el análisis sereno de la realidad: cualquier ideología se basa en elementos de comprobación difícil si no imposible, y esos elementos están más allá de toda crítica. Y el nacionalismo futbolero no es una excepción: no se puede poner en duda, por ejemplo, la naturaleza heroica de los jugadores y su correlativa retribución en forma de prima millonaria.

Para hablar del borreguismo voy a reiterar algo que quedaba implícito más arriba: el problema no es que la gente vea a la Selección ni que se alegre con sus triunfos. El problema es que ese asunto oscurece durante semanas cualquier otro tema de conversación. Que la odiosa frase “soy español, ¿a qué quieres que te gane?” se mantiene en el tiempo y la gente la dice en serio. Que los borregos miran mal y tildan de amargado o de cosas peores a quienes nos aburre el fútbol y no vemos en la competición más que fútbol (y, por tanto, no vemos los partidos). Que las normativas antirruido parece que se suspenden la noche en que gana el equipo nacional. Que la gente se cree de verdad que el fútbol sirve para algo más que para entretener durante noventa minutos.

Todos tenemos aficiones. Sin ir más lejos, yo voy una vez al año a la plaza de Vázquez de Mella a darme panazos con otros frikis para recrear una batalla de El señor de los anillos. Y eso no es un problema, porque hacemos la batalla, nos damos de panazos, recogemos y nos vamos: tiempo estimado de molestia vecinal, 5 minutos. No obligamos a nadie: a quien no le gusta no va. Eso parece que no sirve para el fútbol, afición en la que necesariamente te tienes que posicionar (tienes que “ser” de un equipo e “ir” con España) so pena de ser tachado de intelectualoide, aburrido y presunto detentador de la superioridad moral. Lo cual es ridículo, claro: yo no considero que alguien a quien no le guste Dexter sea un intelectualoide, no pienso que alguien que no haya leído a Pratchett sea un aburrido ni reclamo superioridad moral sobre quien no haya jugado a Age of Empires. El mero hecho de que haya gente a la que la anterior comparación le parezca ridícula nos muestra que hemos perdido por completo todo sentido de medida respecto del fútbol.