viernes, 6 de julio de 2012

Gora España, ¡gol!

Al escribir mi último post, recordé un texto que escribí hace dos años, con ocasión del el Mundial. Es menos reflexivo que el anterior, pero estaba cabreado por circunstancias personales cuando lo escribí. En todo caso, no creo que diga ninguna mentira. Aquí va:


Creo que no es el mejor momento para decirlo, pero no aguanto más. No me gusta el fútbol. En cuanto espectáculo me aburre: sus jugadas, lances y vocabulario específico me la refanfinflan hasta puntos inimaginables. Ver un partido y bostezar es todo uno.

Dicho esto, me resulta imposible ver un partido sin pensar que en realidad son once personas cumpliendo su contrato de trabajo que juegan contra otras once que hacen exactamente lo mismo a cambio de un sueldo o salario. Lo cual, dicho sea de paso, explica por qué los jugadores se van a otra empresa cuándo ésta le ofrece unas mejores condiciones de trabajo. Se me ha dicho que esta visión es frívola, pero ¿cómo se puede frivolizar algo que no es serio? Porque no lo es: nadie se está jugando nada. Y lo repito por si no quedara claro: nadie se está jugando nada. Ningún elemento de la realidad va a cambiar por el resultado de un partido. Como mucho, podrán engordar las cuentas corrientes del club que organice el encuentro y de los jugadores que ganen, pero desde luego no va a modificarse nada en la vida de ninguno de los aficionados. Todo lo demás es histeria.

Porque esa es otra. El fútbol está indisolublemente ligado a la histeria: gritos, formación de bandas ultras, amenazas y daños a la integridad física de otras personas, molestias al descanso nocturno, daño a la propiedad pública y privada, alcohol e imprudencia al volante y relajamiento de la autoridad policial a la hora de reprimir todos estos excesos. Por supuesto, se me podrá decir que eso no tiene nada que ver con el fútbol como deporte. A lo que contestaré con un viejo axioma: y mis cojones treinta y tres. Los actos vandálicos los realizan ciudadanos normalmente respetuosos con la ley que, apoyados por la masa y henchidos de euforia, se creen con derecho a todo con ocasión de que su equipo ha ganado. Y no creo decir nada nuevo cuando afirmo que esa euforia, esa inmersión del individuo en la masa, esa anulación de la individualidad, es fomentada desde los clubes de fútbol.

Y qué decir cuando en vez de ser competición por equipos es por selecciones. En ese momento TODA la prensa escrita y TODAS las televisiones emiten un único mensaje: la selección es importante, vamos (en primera persona) a ganar, somos (de nuevo en primera) los mejores, todos con la selección, todos a por ellos. No es que me guste el nacionalismo, pero si es necesario que tengamos uno, preferiría que no se construyera a través del fútbol. Y quien me diga que el fútbol por selecciones no es nacionalista, miente.

Porque ¿qué lleva a millones de personas que normalmente no ven el fútbol a no sólo verlo sino a pintarse la cara, comprarse banderas de un país que el resto del año les da igual y a salir a la calle a vociferar? Supongo que es la confusa creencia de que el país se juega algo (mentira) y el deseo, a partes iguales, de apoyarlo (desde el salón de casa, donde los jugadores no pueden verles) y de verlo, o incluso, de vivirlo. Es una sensación de identidad con el equipo y los demás y de abandono del pensamiento que supongo debe resultar muy atrayente para la gente.

Yo lo siento, pero a mí eso me parece nacionalismo. Y no del liberal republicano, no, sino del romántico, ese que creía que uno pertenecía a la nación quisiera o no. ¿Y no es así con el fútbol? ¿Alguien va a negar que se ve raro (y hay gente que se atreve a ver mal) que algunos no queramos ver el partido? Si de verdad fuera una afición como cualquier otra, ¿por qué se tendría que ver raro que algunos no la compartiéramos? Eso quiere decir que NO es una mera afición, que es algo más. ¿Y qué es ese “más”? Histeria en torno a la idea de grupo. Son los mismos mecanismos mentales del fanatismo.

¿Cuál es la conclusión de esto? Lamentablemente ninguna: prohibir el fútbol sería un acto de intolerancia insostenible en una democracia mínimamente madura. Sólo nos queda esperar, y rezar para que la próxima vez les toque a otros. Ojalá.

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