domingo, 16 de mayo de 2021

La ley rider en contexto

La aprobación de la famosa «ley rider» ha dado lugar al debate típico en este tema: que si se cumplen así los derechos de los trabajadores, que si va a destruir empleo, etc. Yo ya adelanto que la «ley rider» es en realidad casi una no-ley, que ni tiene los efectos beneficiosos que le atribuyen sus fans ni va a tener los efectos perjudiciales que alegan sus detractores. Por no tener, apenas va a tener efecto. Pero vayamos por partes.

Uno de los argumentos más agitados es la idea de que algunos riders «quieren» (y recalco la palabra) seguir como autónomos, mientras que otros «quieren» pasar a situación laboral. Por supuesto, la empresa «quiere» mantenerles la condición de autónomos. El problema es que todas esas declaraciones de voluntarismo no tienen sentido, porque el estatus de laboral o de autónomo no lo da la voluntad. ¿Por qué creemos que tantos tribunales han rechazado que los riders sean autónomos? ¡Porque no es algo que decidan ellos, ni que decida la empresa!

Lo digo siempre y lo recuerdo ahora: en derecho, las cosas son lo que son, no lo que las partes dicen que son. Si yo te «vendo» una casa por 5 €, es obvio que se trata de una donación aunque la enmascaremos como compraventa, y así lo declarará cualquier tribunal. De la misma manera, la condición laboral y la condición de autónomo son cosas fundamentalmente distintas e incompatibles entre sí. Se les aplican leyes distintas, parten de lógicas diferentes y no se pueden mezclar bien.

La definición de «laboralidad» se deriva del artículo 1.1 del Estatuto de los Trabajadores, norma que será de aplicación a «los trabajadores que voluntariamente presten sus servicios retribuidos por cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona, (…) denominada empleador o empresario». A partir de esta norma, los jueces han definido una serie de notas que, si están presentes, determinan la laboralidad del vínculo:

  • Voluntariedad: la prestación de servicios debe ser voluntaria. Quedan fuera cosas como el antiguo servicio militar obligatorio, pero aparte de eso podemos casi prescindir de esta nota.
  • Ajenidad: el trabajador actúa siempre por cuenta del empresario, a quien le corresponden tanto los beneficios como los riesgos de la empresa. Dado que el trabajador no responde de los riesgos, tiene derecho a cobrar incluso cuando haya habido pérdidas o cuando la empresa vaya mal.
  • Retribución: el trabajo siempre es remunerado, con un salario que no va ligado a la buena marcha del negocio.
  • Dependencia: el trabajador está sujeto a la organización del empresario. Es el empresario quien decide cuáles son las tareas del trabajador, de qué manera y en qué orden debe hacerlas, cómo se estructura la empresa, etc. Incluso puede sancionarlo, por ejemplo con un despido.


En la práctica, los elementos de ajenidad y, sobre todo, dependencia, son los más importantes y los que generan más conflictos. En el tema de los riders toda la discusión se ha centrado en si estos repartidores actúan o no bajo la dependencia de las plataformas, si están dentro de la organización empresarial o si desarrollan su trabajo al margen de las mismas. Salvo un pequeño porcentaje de casos, los tribunales siempre han fallado a favor de los riders, atendiendo para ello a criterios como que los precios los fija la empresa o que los riders están indiferenciados entre sí, de tal manera que cualquiera de ellos puede realizar la prestación. El vínculo es, por tanto, laboral.

¿Y qué significa que el vínculo sea laboral? Pues que al trabajador se le considera «trabajador» en todo el sentido de la palabra. Tendrá los derechos laborales que derivan del Estatuto de los Trabajadores y del convenio que le sea de aplicación, y si se pelea con la contraparte del contrato (su «jefe» o «empleador») llevará el asunto a los tribunales de la jurisdicción social. Vamos, lo que hemos entendido toda la vida como trabajador.

Un autónomo es otra cosa. Un trabajador autónomo es, pese al nombre equívoco, un empresario. Alguien que trabaja para sí mismo, que se queda los beneficios del negocio pero también asume sus riesgos, que decide sus precios y tiempos, que puede contratar trabajadores y para quien las personas que le dan trabajo no son «jefes» sino «clientes». O sea, una figura completamente opuesta a la del trabajador.

El empresario individual siempre ha existido; nunca ha sido necesario montar una sociedad para ejercer una actividad empresarial. Pero fue a mediados de la década de los 2000 cuando el concepto pasa de ser «empresario que tiene una tiendecita o un bar» a «tipo que curra desde su casa», que es lo que hoy conocemos como autónomo. En 2007 se dicta la Ley del Estatuto del Trabajo Autónomo, con un nombre que imita el Estatuto de los Trabajadores. El artículo 1.1 de esta norma dice que será de aplicación a «las personas físicas que realicen de forma habitual, personal, directa, por cuenta propia y fuera del ámbito de dirección y organización de otra persona, una actividad económica o profesional a título lucrativo».

Como vemos, y aparte de otras notas propias de la figura (como la habitualidad), el trabajador autónomo actúa por cuenta propia y fuera de la dependencia de otra persona. El vínculo con sus clientes (recordemos: «clientes», no «jefes») será mercantil o civil, lo que quiere decir que cualquier problema se discutirá en los tribunales civiles, no en los laborales. Y, por supuesto, mientras que un empresario tiene muchos deberes fiscales y de Seguridad Social hacia sus trabajadores, el autónomo tiene que hacerse él sus trimestrales y abonar sus cotizaciones.

Es por esto, por este abaratamiento tanto en derechos (un autónomo no está sometido a convenio colectivo alguno ni al Estatuto de los Trabajadores) como en dinero (no hay salario mínimo, no se pagan cotizaciones) que muchas empresas comenzaron a disfrazar de autónomos a sus trabajadores. La ley de 2007 que hemos citado prevé incluso una figura, el trabajador autónomo dependiente económicamente, que no es ni más ni menos que un autónomo con un solo cliente importante, por lo cual se le reconocen ciertos derechos pseudo-laborales.

A pesar de esta figura, muchas empresas contrataron a autónomos que no eran tales. Por mucho que seas dependiente económicamente, para ser autónomo es necesario que se cumplan las notas que hemos visto antes (cuenta propia e independencia), y un tipo que recibe un salario que él no ha fijado a cambio de estar bajo el mando de un empresario es un trabajador laboral, no un autónomo. Se pongan como se pongan las partes.

Uno de los sectores que más ha abusado de estos falsos autónomos es el de los riders, empleados a los que hemos llamado desde siempre repartidores. Había algunos elementos que podían confundir a los tribunales (como que fueran los riders quienes aportaran su moto o su bici, o que la asignación de tareas fuera automatizada), pero al final la realidad se impuso: son las empresas de reparto quienes organizan la actividad a través de una aplicación, y son los riders quienes están sometidos a normas directivas que impone aquella. Es laboral.

¿Y entonces, qué hace la «ley rider»? Pues más bien poco. La ley incluye un derecho de todos los trabajadores, no solo de los riders: derecho a que la empresa les informe de los parámetros en que se basan los algoritmos o sistemas de IA que afectan a la toma de decisiones con relevancia laboral. Está hablando de las apps de reparto, pero también de cualquier otro programa informático que incida en las condiciones de trabajo, en el acceso al empleo o en el mantenimiento del mismo. Este contenido es quizás el más interesante de la nueva norma.

Ya pasando al ámbito de los riders, la nueva norma añade al Estatuto de los Trabajadores una disposición adicional que establece una presunción. Una presunción es un mecanismo legal por la cual se entiende que algo ha sucedido salvo que se pruebe lo contrario. Así, en Derecho penal tenemos la presunción de inocencia (el encausado es inocente hasta que se demuestre lo contrario), en Derecho civil opera la presunción de buena fe (se entiende que ninguna de las partes del contrato actúa con mala voluntad salvo que se pruebe), etc.

¿Qué se presume en la nueva DA 23ª del Estatuto de los Trabajadores? La laboralidad. Por citar la ley, se presume la laboralidad de «la actividad de las personas que presten servicios retribuidos consistentes en el reparto o distribución de cualquier producto de consumo o mercancía, por parte de empleadoras que ejercen las facultades empresariales de organización, dirección y control de forma directa, indirecta o implícita, mediante la gestión algorítmica del servicio o de las condiciones de trabajo, a través de una plataforma digital».

En otras palabras: cuando un trabajador actúe como repartidor bajo la dirección y organización de una empresa, se presume la laboralidad de esta relación aunque la gestión del negocio se lleve de forma algorítimica por medio de una plataforma digital. Lo cual queda muy bien en la ley, pero si has leído con atención este artículo es posible que te deje un poco frío. Si la relación laboral depende de que el trabajador sea dependiente de las facultades de organización del empresario, ¡claro que habrá que presumir que hay relación laboral si hay un empresario que ejerce las facultades de organización! ¿Cómo vamos a presumir otra cosa?

De hecho, esta presunción de laboralidad ya está contenida, desde tiempos inmemoriales, en el artículo 8.1 del Estatuto de los Trabajadores: se presume que hay un contrato de trabajo «entre todo el que presta un servicio por cuenta y dentro del ámbito de organización y dirección de otro y el que lo recibe a cambio de una retribución». O sea, cuando concurran las notas de ajenidad, dependencia y retribución que hemos analizado al principio. La nueva DA 23ª se refiere literalmente a este párrafo y dice que se dicta «por aplicación» del mismo.

¿Cuál es la novedad entonces? La referencia a que la gestión se lleve a cabo de modo algorítmico por medio de una plataforma digital. Eso es lo que se dice en la Exposición de Motivos de la «ley rider»: que la finalidad de la norma es «la regulación de la relación trabajo por cuenta ajena en el ámbito de las plataformas digitales de reparto». ¡Pero es que esa nunca ha sido una nota que defina la laboralidad! Nadie ha dicho que las facultades de dirección del empresario se tengan que ejercer siempre de manera directa y por medios analógicos, sino que se pueden encomendar a un algoritmo o a cualquier otro medio que vaya creando la técnica.

Al final, la tan cacareada «ley rider» lo único que hace es trasladar a la ley la doctrina del Tribunal Supremo, que, a finales del año pasado, dejó claro (como si hiciera mucha falta) que la dependencia del trabajador no es menos dependencia porque se ejerza por medios tecnológicos. No ha hecho nada más. Las empresas de reparto seguirán diciendo que hay lagunas legales y que por ello sus trabajadores son autónomos, estos falsos autónomos seguirán demandando, seguirán teniendo que probar la dependencia y seguirán ganando, porque entre la jurisprudencia del TS y la nueva norma, ganar ese juicio pasa de ser muy probable a ser casi seguro.

En estos términos no hacía falta una «ley rider», la verdad. Y no lo digo como demérito, sino porque realmente no hace casi nada. Quizás una solución valiente y adelantada habría sido dictar toda una norma que regulara en general el empleo de aplicaciones y plataformas como medio de ejercer las facultades de dirección de las empresas. Porque este conflicto lo hemos vivido ahora con los riders, pero va a extenderse a todos aquellos sectores donde las empresas empiecen a emplear aplicaciones para asignar y controlar el trabajo.

Pero claro, esperar soluciones valientes y adelantadas del Gobierno más de izquierdas de la historia del país es perder el tiempo. Como siempre.

 

 

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