sábado, 14 de marzo de 2020

El estado de alarma


El derecho está pensado para situaciones normales. Cuando la situación deja de ser normal, el derecho empieza a tener problemas para responder. Para eso existe, precisamente, el derecho de excepción.

En España la situación ha dejado de ser normal. Ha sido a la vez muy lento y muy rápido, como cuando se cae una mesa llena de vasos, que en realidad sucede a toda hostia pero tú lo vives a cámara lenta. El martes quedé con una amiga mía, médica, para que me diera una cosa que me había ido a recoger en una tienda friki y le comenté la posibilidad de encargarle otra. Hoy, sábado, estoy encerrado en mi casa pasando la cuarentena de un virus que no sé si tengo, la tienda friki está cerrada por orden del Gobierno autonómico y mi amiga tiene miedo a acercarse a mí porque ha estado en contacto con infectados y yo soy grupo de riesgo.

Cinco días. Cinco días que, sin embargo, he vivido como algo muy lento. Una suerte de melaza se ha adueñado de todas nuestras conversaciones, de todos nuestros actos. No hablamos de otra cosa. Cómo afectará a. Cómo nos vamos a proteger de. Qué van a hacer los bares que nos gustan ante. De qué forma ha reaccionado el gobierno contra. Hasta el punto de que en mi entorno ya se han establecido “espacios seguros sin coronavirus”, es decir, sin hablar de coronavirus. Porque no hay manera, claro.

¿Cómo reacciona el derecho ante semejante quiebra de la normalidad? Pues, como ya digo, mal. Si la quiebra es de tipo sanitario, como la que ha sido hasta ahora, tiene algo más de margen. La Ley Orgánica 4/1986, llamada eufemísticamente “de medidas especiales en materia de salud pública”, es una de las más cortas de nuestro sistema jurídico (solo cuatro artículos) pero permite hacer casi de todo. Un poco en detalle:
  • Artículo 1: permite a todas las Administraciones con competencia sanitaria usar la ley para proteger la salud pública y cuando lo exijan razones sanitarias de urgencia o necesidad. Eso acota el empleo de una norma tan abierta.
  • Artículo 2: permite el reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control de personas o grupos que, por su situación sanitaria, puedan ser un peligro para la salud de la población.
  • Artículo 3: permite medidas para el control de los enfermos, de las personas que hayan estado en contacto con los mismos y de su medio ambiente. En general permite todas “las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”.
  • Artículo 4: habilita al Estado para centralizar el suministro o condicionar la prescripción de medicamentos.


Vaya, que se trata de una norma que confía mucho en la Administración sanitaria, hasta el punto de permitirle encerrar a la gente (se habla de “hospitalización” y de “medidas para el control de los enfermos”) sin mencionar una vía específica de recurso ni de control judicial. Por supuesto eso no quiere decir que los actos administrativos no sean recurribles, pero el hecho de que la norma no lo mencione es sugestivo.

Ha sido esta norma la que ha habilitado las medidas que se han ido tomando hasta ahora. Ilustra bastante leer la exposición de motivos de la Orden de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid publicada ayer en el BOCM por la que se ordena el cierre de prácticamente todos los establecimientos de cara al público. Cita esta ley casi de forma íntegra y viene a decir que tanto esta medida como otras que se han ido tomando en esta larga semana (centros de mayores, centros educativos, bibliotecas) estaban basadas en la misma.

¿Y si aún así todo este derecho ordinario pero hinchado se ve incapaz de afrontar lo que se nos viene encima? Pues pasa lo que pasó ayer: que el presidente del Gobierno acabó anunciando que pasamos al ámbito del derecho de excepción.

El derecho de excepción es algo conceptualmente distinto del derecho ordinario. Esto estaba más claro hace treinta años, cuando no se habían promulgado toda una serie de normas que permitían adoptar medidas presuntamente excepcionales dentro de la normalidad, pero sigue siendo cierto en líneas generales. Hablamos de suspensión masiva de derechos fundamentales, de cambios masivos a nivel de organización del Estado y de hacer “lo que se tenga que hacer” para restablecer la normalidad. Como indicador, la única vez que se ha usado el derecho de excepción en España fue durante la huelga de controladores aéreos de diciembre de 2010, y aquello acabó con los aeropuertos militarizados.

En distintos países contemplan de distintas formas el derecho de excepción. En Francia, por ejemplo, el artículo 16 de su Constitución permite al presidente adoptar “las medidas exigidas por las circunstancias”, previa consulta con las instituciones, y siempre que luego informe mediante mensaje público. En España hemos optado por otra configuración: tres estados, denominados de alarma, excepción y sitio. Son de gravedad sucesiva, cada uno se adopta con más requisitos que el anterior y permite restringir más derechos que el anterior.

Su regulación está en la Constitución (artículos 55.1 y 116) y en su propia Ley Orgánica. Lo que decía de la gravedad sucesiva ya se expresa en la propia Constitución:
  1. El estado de alarma lo declara el Gobierno y no permite suspender derechos fundamentales.
  2. El estado de excepción lo declara el Gobierno previa autorización del Congreso de los Diputados, y permite suspender derechos fundamentales relevantes, como la inviolabilidad del domicilio, la libertad de circulación por el territorio nacional, la libertad de expresión y de reunión, la sindical…
  3. El estado de sitio lo declara el Congreso de los Diputados por mayoría absoluta, y puede suspender incluso derechos relativos a la detención.


En ninguno de los tres casos se puede, eso sí, suspender el funcionamiento normal de las instituciones.

De momento estamos en estado de alarma, el más leve, que es el que procede ante crisis sanitarias (artículo 4 de la Ley Orgánica reguladora). Como digo, este nivel no prevé restricciones a los derechos fundamentales hacia la población en general. Los cambios son fundamentalmente orgánicos. En esencia:
  • Se nombra a una autoridad competente, que es el Gobierno si el estado de alarma afecta a todo el territorio.
  • Todas las autoridades civiles, así como los funcionarios, trabajadores y policías locales y autonómicos, quedan bajo las órdenes directas de esta autoridad competente en lo relativo al estado de alarma.
  • A todo este personal público se le puede imponer servicios extraordinarios.
  • El incumplimiento de las normas por parte de funcionarios y trabajadores puede conllevar, aparte de la sanción que proceda, la automática suspensión en sus cargos.
  • El incumplimiento de las normas por parte de autoridades determina que se les pasa por encima: la autoridad competente asume sus facultades.


Esto es lo mínimo y básico, pero además se pueden adoptar estas medidas:
  1. Toques de queda y áreas restringidas de personas o vehículos (1).
  2. Requisas temporales de bienes (como no son expropiaciones sino requisas temporales no se paga por ellos) y obligaciones a los ciudadanos para que trabajen en solventar la crisis (“prestaciones personales obligatorias”).
  3. Intervenir y ocupar cualquier clase de local o explotación económica, salvo casas particulares.
  4. Limitar o racionar el uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad.
  5. Además, en casos de crisis sanitarias, la autoridad competente pasa a ser la habilitada para tomar todas las medidas que hemos visto relativas a la lucha contra las enfermedades infecciosas y que formaban parte del derecho ordinario: hospitalizaciones, medidas de control de los enfermos, etc.


Hay más medidas, pero se refieren a otros casos donde también se puede adoptar el estado de alarma (terremotos, desabastecimiento de mercados, etc.) y no quiero embarullar a nadie ni convertir esto en un artículo teórico.

¿Cuáles de todas estas medidas se van a tomar hoy? No se sabe aún. El Consejo de Ministros aún no se ha reunido y no tenemos todavía el Real Decreto de declaración del estado de alarma. Pero yo apuesto a que será intenso, incluso con toques de queda, para intentar evitar el escalamiento de la crisis.

En unas horas veremos. De momento, hay que armarse para pasar una cuarentena que se prevé larga. Armarse de comida y suministros, sí, pero sin pasarse ni arramblar. Armarse de paciencia: si tienes la suerte de tener un buen ambiente en tu casa es el momento de sacar los juegos de mesa o desempolvar el mando de la Play. Armarse de derechos laborales: que no te pasen por encima. Y armarse también de tranquilidad. No dejar que las conversaciones sobre el virus lo infecten todo, porque entonces sí que estamos jodidos.





(1) Y sí, puede discutirse hasta qué punto esta medida no vulnera la libertad de circulación, que teóricamente no puede verse afectada en el estado de alarma.



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miércoles, 11 de marzo de 2020

¿Vacaciones obligatorias?


El coronavirus se ha convertido en una preocupación para muchos trabajadores. No es ya solo la pandemia (anteayer ya veíamos que el 70% de chinos contagiados están ya curados), sino la psicosis colectiva, que nos afecta hasta a los que nos preciamos de racionales y razonables. Yo mismo acabé comprando ayer más comida de la debida “por lo que pueda pasar”, y ese “lo que pueda pasar” no era la enfermedad, sino la histeria generada por la enfermedad, en una suerte de bucle retroalimentado que no le hace ningún bien a nadie.

Una de las cosas que están sucediendo es el cierre de comercios, oficinas y en general centros de trabajo. Hablamos de locales tanto públicos (el Ayuntamiento de Madrid ha cerrado sus bibliotecas y centros deportivos municipales) como privados: incluyo aquí los centros educativos privados de diversas Comunidades Autónomas, pero también muchos lugares de trabajo que se están sumando al miedo o que se ven obligados a echar el cierre por unos días ante la baja de clientes provocada por las recomendaciones sanitarias del Gobierno en contra de las aglomeraciones en espacios cerrados.

¿Y qué pasa con esos trabajadores? Pues el empresariado medio español, que no tiene ni idea de derecho laboral, ha reaccionado en parte con una solución que cree salomónica: “te coges vacaciones mientras no puedes venir, y aquí paz y después gloria”. Y si no quieres, es el subtexto o a veces el texto, te las coges obligatoriamente que aquí mando yo y no voy a molestarme en buscar otra solución.

No. Radicalmente no. Las vacaciones son un derecho del trabajador, y no pueden disfrutarse cuando al jefe le venga bien. En el Estatuto de los Trabajadores deja bien claro (artículo 38) que la forma de disfrute será pactada entre el trabajador y el empresario y que, si no se ponen de acuerdo, decidirá un juez en una sentencia irrecurrible dictada tras un procedimiento preferente y sumario. En el Estatuto Básico del Empleado Público no se contiene una regulación tan detallada, pero los distintos convenios se han acercado también a una regulación de este tipo (1).

Y, sobre todo, hay plazos. El citado artículo 38 ET lo deja bien claro: el trabajador tiene que conocer cuándo sale de vacaciones con una antelación superior a los dos meses. Punto. Si tu jefe te dice “han dejado de venir clientes, mañana estás de vacaciones” o “te obligo a cogerte los días que te faltan porque el Gobierno nos ha cerrado el chiringuito mientras dure la pandemia” está pasando por encima de tus derechos laborales.

Entonces ¿qué pasa con el contrato de trabajo en estas circunstancias? Ojo, hablamos de un trabajador que no está en sí mismo enfermo (es decir, no se ha puesto de baja), que no se ha acogido a licencias por cuidado de menores que pudiera reconocerle su convenio o su contrato (como podría hacer, ahora que los niños están sin colegio) y que no tiene opción de teletrabajar. Vaya, alguien que de repente se encuentra con que podría perfectamente ir a currar pero no puede porque su centro de trabajo está cerrado.

Aquí entra a aplicarse el concepto de “fuerza mayor”. En derecho, fuerza mayor es un acto imprevisible e irresistible, y que por ello nos obliga a una regulación especial en materia de contratos. Yo soy transportista y tengo que llevar un camión de Munich a Zagreb, pero una avalancha cae sobre la carretera, tardan horas en despejarla y llego tarde. Yo soy músico y me comprometo a dar un concierto al aire libre, pero cae un diluvio que nadie preveía y es imposible tocar con instrumentos eléctricos con seguridad. Yo soy empresario y tengo que pagarle a un proveedor hoy como muy tarde, pero cuando voy a sacar el dinero al banco hay un atraco y me cogen de rehén durante tres días.

La fuerza mayor son esa clase de cosas, que todos entendemos, incluso por nuestra experiencia corriente y nuestro sentido común, que exoneran de obligaciones. El transportista y el empresario no se verán penalizados por su retraso en el cumplimiento; el músico no tendrá que devolver lo que ha cobrado. Ahora ¿cómo se aplica esto al derecho laboral? Muy simple: la fuerza mayor temporal es una causa de suspensión del contrato de trabajo (artículo 45.1.i ET). Un contrato de trabajo suspendido quiere decir que las partes no están obligadas a cumplirlo: el trabajador no tiene que ir a trabajar y el empresario no tiene que pagar los salarios (aunque sí las cotizaciones sociales).

¿Hay fuerza mayor en este caso? Bueno, en el supuesto de que el poder público cierra el centro y es imposible teletrabajar (por ejemplo, las bibliotecas del Ayuntamiento de Madrid), sin duda alguna parece que la hay. También en el caso que se analiza en Laboro, en que el centro no está cerrado pero sí aislado por cuarentena y no se puede llegar a él. Es más discutible qué pasa en los supuestos donde se seguiría pudiendo ir a trabajar, pero el centro está cerrado para usuarios o clientes. Por ejemplo, estarían ahí los profesores que pueden seguir realizando  tareas administrativas, de corrección, de preparación de clases futuras, etc. Y, en el último extremo, qué sucede si el cierre es a voluntad del empresario porque no vienen clientes debido a las recomendaciones sanitarias del Gobierno.

Aún así, tiendo a pensar que se puede aplicar una suspensión de contrato. Quizás, y como digo, los casos más extremos no entran en el ejemplo de fuerza mayor (al fin y al cabo el empresario cierra porque quiere), pero existen otras causas que permiten suspender los contratos. Por ejemplo los famosos ERTE (expedientes de regulación temporal de empleo) no son más que suspensiones masivas de contratos de trabajo debidos, entre otras causas, a circunstancias “productivas”, que son las que tienen que ver con la demanda de los productos o servicios de la empresa.

Entonces, y por concluir, ante la crisis del coronavirus (y dado que lo más probable es que pase pronto), la opción apropiada no es imponer vacaciones sino suspender el contrato de trabajo durante las semanas que toque, sea por fuerza mayor (los casos de cierres más obligatorios) o por circunstancias productivas (los casos de ausencia de clientes). Una vez termine la crisis, la suspensión terminaría y todo se recuperaría tal y como estaba antes.

Puede que tú, como trabajador, estés pensando que no te compensa: al fin y al cabo durante las vacaciones se cobra y durante una suspensión de trabajo no. Eso es cierto, y sin embargo hay que tener en cuenta varias cosas. La primera, que un trabajador con el contrato suspendido pasa a situación legal de desempleo, por lo que puede cobrar el paro. La segunda, que si estuvieras de vacaciones estarías perdiendo tiempo de descanso, pues en la práctica nunca sabrías cuándo te van a llamar para volver y no podrías irte a ningún sitio. Y la tercera, y yo creo que más importante: que en el momento en que permites que el jefe te fije los días de vacaciones una vez, eso es terreno que has cedido.

Y créeme, luego te va a ser muy difícil recuperarlo.



(1) Es cierto que existe el concepto de “necesidades del servicio”, pero funciona más como límite a la hora de que el trabajador del sector público exija sus vacaciones que como argumento para imponérselas.




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martes, 10 de marzo de 2020

Los grados de parentesco


Las relaciones familiares son un asunto de importancia legal. La ley establece la cercanía o lejanía de unos parientes sobre otros, y este es un aspecto interesante porque se trata siempre de reforzar un determinado modelo cultural. Para la ley, tus padres van a ser siempre familiares más próximos que tus tíos o que tus abuelos aunque te hayas criado con estos ante la desatención de aquellos. Qué significa aquí cercanía varía según el tipo de derecho que manejemos (sucesorio, de familia, laboral, etc.), pero la cosa es la que es.

En primer lugar, hay que tener en cuenta que la ley diferencia entre parientes consanguíneos y parientes por afinidad.
  • Los parientes consanguíneos son los que se basan en una línea ininterrumpida de progenitor y prole. En otras palabras, son la familia “biológica”: tus padres, hijos, hermanos, tíos, sobrinos, abuelos, primos, etc.
  • Los parientes por afinidad son los que se basan en el matrimonio. En otras palabras, son la familia política: tus suegros, cuñados, yernos, nueras, concuñados, etc.


Parientes consanguíneos
Empezaremos matizando mucho lo que hemos dicho más arriba. A pesar de su nombre, la parentela consanguínea no se basa realmente en relaciones biológicas (es decir, en embarazos y gestaciones naturales), sino en la relación jurídica de filiación, que puede corresponderse o no con una relación biológica. Por ejemplo:
  • Casos de adopción: el adoptado pierde todo vínculo jurídico con su familia de origen (salvo excepciones) y pasa a la nueva familia. Será, a todos los efectos legales, pariente consanguíneo de sus nuevos padres, abuelos, hermanos, etc., aunque biológicamente no comparta genes con ellos.
  • El caso del hijo gestado y parido por una mujer a partir de semen de un donante que no es su pareja. Se puede inscribir la filiación a favor de su pareja (incluso si esa pareja es otra mujer) sin necesidad de pasar por un proceso de adopción, y si por lo que sea se determina la identidad del donante, la filiación no se modifica a favor de este.
  • Regularización en España de casos de gestación subrogada en países donde esta práctica es legal. Con independencia de la valoración ética que nos merezcan quienes recurren a estos procedimientos, el bebé se inserta en la familia consanguínea de los compradores.


Vale, dicho esto, ¿cómo se estructura legalmente la familia consanguínea? El asunto está regulado en los artículos 915 a 923 CC al hablar de la sucesión, aunque el 919 declara expresamente que esta estructura se aplica a todas las materias.

La familia consanguínea funciona por líneas. La línea recta o directa es la que une a cada persona con sus ascendientes (padres, abuelos, bisabuelos…) y sus descendientes (hijos, nietos, bisnietos…). Así, para saber cuántos grados hay entre un miembro de la línea directa y yo, simplemente contamos cuántas generaciones de diferencia hay. En la línea ascendente, yo soy pariente de primer grado de mis padres, de segundo grado de mis abuelos, de tercero de mis bisabuelos, etc. Y en la descendente yo soy pariente de primer grado de mis hijos, de segundo de mis nietos, etc.

Ahora, ¿qué pasa con los que no están en la línea directa, que van desde los hermanos hasta los primos en cualquier grado? A estos se les llama “colaterales”, y para saber de qué grado son lo que se hace es subir desde ellos hasta nuestro antepasado común y luego bajar hasta mí. Así:
  1. Mis hermanos son parientes de segundo grado (hay dos pasos: padres – hermanos).
  2. Mis tíos son parientes de tercer grado (padres – abuelos – tíos); por la misma razón, mis sobrinos también son parientes de tercer grado (padres – hermanos – sobrinos).
  3. Mis primos son parientes de cuarto grado (padres – abuelos – tíos – primos). Por la misma razón, son parientes de cuarto grado los tíos abuelos (padre – abuelo – bisabuelo – tío abuelo) y los sobrinos nietos (padre – hermano – sobrino – sobrino nieto).


A partir de ahí se pueden seguir calculando grados (por ejemplo, los primos segundos son un sexto grado), pero ya da más igual porque, hasta donde yo sé, no hay ningún efecto jurídico que llegue más allá del cuarto grado. La sucesión en ausencia de testamento, que es el efecto jurídico que más familia abarca, llega solo hasta este cuarto grado.

Parientes por afinidad
El Código Civil no regula el parentesco por afinidad. A decir verdad, apenas lo menciona en cuatro ocasiones, dos de ellas en materia de adopción (para prohibir adoptar a un pariente en segundo grado por consanguinidad o afinidad, y para permitir adoptar por un procedimiento simplificado a un paciente en tercer grado por consanguinidad o afinidad) y las otras dos en materia de testamentos (para prohibir ser testigos de estos actos jurídicos a quienes sean parientes en cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad del notario y de los herederos). Aparte de eso, nada más se dice.

Ante esta oscuridad del Código Civil, que no ha sido suplida por otras leyes, son los jueces y los ensayistas quienes han definido el parentesco por afinidad. Y aquí, por supuesto, no hay acuerdo. Distintos autores lo llaman de diversas formas (algunos hasta le niegan el término “parentesco”), y han propuesto diversas definiciones. Aun así, podríamos decir que la parentela por afinidad es la que vincula a una persona con los parientes consanguíneos de su cónyuge y, recíprocamente, con los cónyuges de sus parientes consanguíneos.

¿Y cómo se miden los grados? Se hace como si el matrimonio no existiera. O, en otras palabras, si yo estoy casado con Pepe, tengo las mismas relaciones de afinidad hacia la familia de Pepe que tenga Pepe por consanguinidad. Mis suegros son un primer grado de afinidad porque para mi cónyuge son un primer grado de consanguinidad. Mis cuñados son un segundo grado de afinidad porque para mi cónyuge son un segundo grado de consanguinidad. Y así sucesivamente.

Aquí nos ayuda mucho el lenguaje natural y el ejemplo de nuestras familias. Mi tío y mi tía son igualmente mis tíos, aunque sea mi tía la que es “de la familia” y mi tío el que es “ajuntao”. Al ponerlo en términos técnicos diríamos que ambos son mis parientes de tercer grado, aunque mi tía lo sea por consanguinidad y mi tío lo sea por afinidad.

¿Para qué usa el derecho las relaciones familiares?
El derecho menciona las relaciones familiares para un montón de cosas. Por poner ejemplos no exhaustivos:
  1. El deber de alimentos entre parientes.
  2. La prohibición de casarse con parientes.
  3. La prohibición de adoptar descendientes, o parientes en segundo grado de consanguinidad o afinidad.
  4. La circunstancia mixta de parentesco, que agravará o atenuará los delitos cuando sean cometidos contra familiares dependiendo del delito.
  5. El hecho de que ciertos delitos solo se castiguen cuando se cometan contra familiares (así, el de violencia habitual en el ámbito doméstico) o, por el contrario, que no se castiguen si se cometen contra familiares (los económicos que no incluyen violencia).
  6. Los permisos laborales por cuidado de familiar enfermo.
  7. Las pensiones de viudedad y orfandad.


¿Qué pasa? Que la mayoría de estos efectos no se aplican a “los familiares”. Al contrario, se aplican solo a ciertos grados, o solo a ciertos tipos (la pensión de orfandad solo se genera por la muerte de los ascendientes en primer grado, es decir, de los padres), o hay diferencia entre consanguinidad y afinidad (es muy común, por ejemplo, que el límite de algo esté en el cuarto grado de consanguinidad y el segundo de afinidad), etc.

Así que ahora ya sabes cómo calcular los grados en la familia. Y si te encuentras con alguien que se las da de listo con este tema, le puedes decir que haga el favor de no serte pariente colateral en segundo grado por afinidad, que para cuando se dé cuenta de que le has llamado cuñado tú ya te habrás ido.




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sábado, 7 de marzo de 2020

Dos victorias agridulces


La semana pasada coincidieron en el tiempo dos buenas noticias. La primera, que el Tribunal Constitucional revocaba la sentencia del Supremo que condenaba a CésarStrawberry por enaltecimiento del terrorismo. La segunda, que el actor Willy Toledo era por fin absuelto de escarnio a los sentimientos religiosos, delito del que venía acusado a causa de sus comentarios en los que se cagaba en el dios de los católicos y en alguna de sus vírgenes. Son buenas noticias, ambas. Y sin embargo la sensación que se me queda es agridulce.

Los delitos de enaltecimiento del terrorismo y de escarnio a los sentimientos religiosos no sirven, hoy en día, más que para reprimir actos de expresión disidente. En el primero tenemos a la Fiscalía cazando a usuarios de Twitter; en el segundo, a Abogados Cristianos denunciando a todo lo que se le pone por delante. En el primer caso no es tan difícil que se llegue a condena, como hemos podido ver en los casos de Cassandra Vera (primero condenada y luego absuelta por el TS) o en este mismo de Strawberry (absuelto inicialmente por la Audiencia Nacional, condenado en segunda instancia por el TS). En el segundo, por el contrario, no hay una sola condena (1), pero la pena de banquillo te la comes igual.

Caso a caso, ambas victorias son, como digo, agridulces. Empecemos por el de Strawberry. El cantante fue condenado después de que el Tribunal Supremo se inventara una concepción absolutamente marciana del dolo para reinterpretar los hechos probados por la Audiencia Nacional y poder darle la vuelta a una sentencia absolutoria. Por si no os apetece leer el enlace, la cosa fue más o menos así. En la primera sentencia, la Audiencia Nacional dijo que Strawberry no tenía intención de enaltecer el terrorismo ni de humillar a las víctimas. Esto es un hecho probado, así que el Tribunal Supremo no podía tocarlo.

¿Qué hizo el Supremo? Cambiar el significado de ese hecho probado. Decir que puede que Strawberry no quisiera enaltecer el terrorismo (es decir, que su móvil u objetivo al cometer los hechos no era enaltecer) pero que claramente tenía dolo de cometer el delito de enaltecimiento. O sea, no quería enaltecer, pero sí quería cometer un delito que consiste en enaltecer.

Esta distinción tiene pleno sentido en otros delitos. Pensemos por ejemplo en un homicidio. Una cosa es el dolo del homicidio (saber que estoy matando a una persona y querer matar a esa persona) y otra mi móvil o razón para cometer ese homicidio (por ejemplo, por venganza, por despecho, para heredar, etc.). Al analizar el delito nos da igual el móvil: nos importa el dolo. Sin embargo, en el delito de enaltecimiento la intención comunicativa del que emite el mensaje presuntamente enaltecedor (si iba en serio o no, si su móvil era enaltecer el terrorismo o, por el contrario, hacer una crítica mordaz) sí que es relevante para determinar el dolo.

Eso es lo que el TS negó, y eso es lo que el TC corrige, hasta el punto de decir que la intención del emisor es “uno de los aspectos indispensables en el análisis” de la conducta. Hace una extensa cita de jurisprudencia previa. Por ejemplo, cita sus propias sentencias relativas al delito de justificación del genocidio (un delito muy similar al de enaltecimiento del terrorismo) y dice que es posible castigarlo “siempre que tal justificación opere como incitación indirecta a su comisión”. Y sigue: “el legislador puede, dentro de su libertad de configuración, perseguir tales conductas (…) siempre que no se entienda incluida en ellas la mera adhesión ideológica a posiciones políticas de cualquier tipo”.

O sea, estas conductas (enaltecimiento del terrorismo, justificación del genocidio, etc.) solo pueden castigarse cuando el autor del mensaje, más allá de adherirse a tales o cuales posiciones políticas, haya verdaderamente incitado a la comisión de nuevos hechos delictivos. La libertad de expresión no es una bagatela, y menos cuando estamos en temas de discurso político, que se considera central. Hay que ponderar muy bien cómo se limita, teniendo en cuenta tanto las intenciones del emisor como el posible efecto desaliento que pueda extenderse sobre otros emisores. El TC recuerda todo esto, constata que el TS no lo ha hecho (antes bien, como digo, saldó el asunto diciendo que la intención es irrelevante) y, por tanto, otorga el amparo.

El segundo caso, el de Willy Toledo, es mucho más sencillo de analizar desde la perspectiva jurídica, pero está empantanado por la propia actuación del acusado. Toledo, en señal de protesta por el hecho de que le juzguen por algo tan estúpido como cagarse en varias figuras religiosas (en Dios, en el dogma de la virginidad de María y en la virgen del Pilar, más en concreto), ha dificultado el procedimiento todo lo posible. Se negó a comparecer ante el Juzgado y acabó siendo detenido; ya una vez en sede judicial, se acogió a su derecho a no declarar (2).

Como ya hemos analizado más de una, más de dos y más de cien veces (en ocasiones creo que en este blog solo hablo de esto) los delitos contra los sentimientos religiosos requieren un elemento intencional que es imposible declarar por probado salvo que el acusado sea tan tonto de personarse ante el juez y decir “sí, quería ofender y no quería ninguna otra cosa más”. A poco que se pueda argumentar un ánimo de broma o un ánimo de crítica hacia la religión (y siempre se puede) queda vedada la posibilidad de condenar.

Eso quiere decir que el camino tradicional es denuncia-comparecencia-archivo. Aquí, como Toledo decidió no declarar en instrucción, su abogado tuvo que currárselo un poco más. La causa llegó a pasar a juicio y todo, y es allí donde se ventilaron unos hechos que, precisamente, tenían conexión con el discurso político del que hablábamos en el caso de Strawberry. Toledo no se cagó así porque sí en Dios, en el dogma de la virginidad de María y en la virgen del Pilar, sino que lo hizo para apoyar a las porteadoras del Coño Insumiso (también encausadas por impulso de los Abogados Cristianos) y para criticar la festividad del 12 de Octubre. O sea, se trataba de sendos mensajes políticos.

Así pues, tenemos dos victorias. Pero dos victorias agridulces, o incluso amargas si se quiere. ¿Por qué César Strawberry ha tenido que esperar al Constitucional para que le arreglen lo suyo? ¿Por qué Willy Toledo ha acabado imputado por hacer algo que hacemos todos los españoles en un momento u otro de nuestras vidas? ¿Por qué sigue existiendo el delito de enaltecimiento del terrorismo a pesar de que en 2020 se cumplen diez años desde la última vez que mató ETA? ¿Por qué en el maldito siglo XXI seguimos castigando el escarnio de los sentimientos religiosos? ¿De qué vamos?

Los problemas con la justicia que han tenido César Strawberry y Willy Toledo no son, más que en una pequeña parte, judiciales. Sí, en el caso de Strawberry el TS podría haber sido menos idiota, pero aparte de eso no había mucho más que jueces y fiscales pudieran hacer (3). Son problemas legislativos. Son problemas de que nuestro Código Penal castiga unos delitos que no tiene ya absolutamente ningún sentido social castigar.

Por eso estas dos victorias son agridulces. Porque Strawberry y Toledo pueden dormir ya tranquilos, sí (Toledo algo menos, que su caso aún es recurrible), pero mientras esos tipos penales sigan en el Código la espada de Damocles pende sobre todas nuestras cabezas.






(1) En puridad existió una, en febrero de 2018, pero fue de conformidad.

(2) En el juicio sí declaró.

(3) De hecho, en el caso de Toledo el Ministerio Fiscal pedía la absolución.



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