El otro día me contaron una historia
triste. Empieza con una mujer desarrollando en el pecho un tumor que al
principio era pequeño y operable. La clase de cosa que, en el primer mundo y en
el siglo XXI, supone una cabronada pero no una sentencia de muerte. Por
desgracia, esta mujer decidió prescindir de la medicina y ponerse en manos de
un curandero que prometió quitarle el cáncer a golpe de zumos y de cartas
escritas por las amistades de ella para transmitirle buenas vibraciones. La
paciente confió en el curandero, ya que (giro de los acontecimientos) éste era
su marido. ¿Cómo iba su marido a engañarla, o a no querer lo mejor para ella?
Aquí tengo que hacer una digresión: me
puedo creer que su marido de verdad quisiera lo mejor para ella. Lo fácil aquí
es ver a todos los curanderos, chamanes y pseudomédicos como estafadores sin
escrúpulos, cuando me da la sensación de que la mayoría creen de verdad en las
mierdas que venden. No es tanto maldad como pura incompetencia intelectual:
creer de verdad que cualquier estupidez (sea tradicional o recién inventada)
vale lo mismo que los hechos contrastados y los tratamientos de verdad. Sumado,
por supuesto, a una irresponsabilidad completa a la hora de asumir las
consecuencias de los propios actos. En este caso, y como ya podrá imaginar
cualquiera que lea esto, la consecuencia fue que la paciente murió de algo
curable.
Cuando lo conté en Twitter, varias
personas me preguntaron si no se podría procesar al marido (o, en general, a
los curanderos que consiguen matar a su paciente) por homicidio. La pregunta se
puede extender a un hipotético enjuiciamiento por lesiones si el paciente no
muere sino que sufre algún daño. Sin embargo, existen problemas de toda clase
para que estos procesos acaben con la condena del pseudomédico. En primer
lugar, están las objeciones de orden práctico: alguien que ha perdido a un
familiar cercano (progenitor, pareja…) no suele estar para muchos pleitos. La
mayoría de estos casos acabarían antes de empezar.
Pero venga, supongamos que alguien reúne
las ganas necesarias para meterse en ese fregado. El primer problema lo
encontraríamos al analizar la parte subjetiva del tipo penal. O, en otras
palabras: ¿los hechos se cometieron con dolo o por imprudencia? Porque la
diferencia es importante: el homicidio doloso lleva pena de 10 a 15 años de
prisión, mientras que el imprudente es de 1 a 4 años si la negligencia es grave
y de una simple multa si es leve.
Se suele decir que el dolo es
intencionalidad (conocer y querer el resultado) y que la imprudencia es una
simple falta de cuidado, por lo que en principio la distinción entre ambos
quedaría clara. Sin embargo, existe el llamado dolo eventual, que linda con la
imprudencia consciente: en ambos casos el sujeto se plantea la posibilidad del
resultado lesivo y, pese a no ser su objetivo, actúa.
No vamos a reproducir aquí todo el debate
sobre la distinción entre ambas figuras. Solo diremos que el principal
problema, como en todos los elementos subjetivos del delito, es saber qué
pasaba por la cabeza del autor en el momento de cometer el delito. En el caso
que motiva esta entrada, si el curandero se representó la posibilidad de que su
mujer acabara muerta podríamos discutir si estamos ante dolo o ante
imprudencia; si nunca previó ese resultado, por el contrario, estaríamos
siempre ante imprudencia. Como in dubio
pro reo, un dictamen de imprudencia sería el resultado más probable.
Vale, estamos ante un acto imprudente. Pero
¿es homicidio? ¿Se puede decir que el curandero ha matado a su paciente, que le ha causado
la muerte? Aquí entramos en una maraña de problemas, tanto fácticos como jurídicos,
que dificultan conseguir una condena. Para empezar, si el paciente está muerto
es casi imposible probar lo que pasó en la consulta: ¿qué promesas le hizo el
pseudomédico? ¿Qué mentiras le contó sobre el tratamiento médico? ¿Qué le dijo
que tenía que hacer para que la estafa funcionara? No se sabe.
Es posible, entonces, que ni siquiera se
pueda probar que el curandero convenció al paciente de que abandonara el
tratamiento médico en favor de la estafa. Ya sabemos que estos timadores han abandonado
la retórica de la medicina alternativa para hablar de medicina complementaria. La
defensa del curandero lo tendría muy fácil: “mi cliente nunca le dijo al
fallecido que dejara la quimioterapia, simplemente se ofreció a complementar
ésta con técnicas holísticas”. Y ya estaría.
Incluso en el caso de que haya
testimonios creíbles que se contrapongan a esta versión (familiares cercanos de
la víctima, o incluso ésta si ha sobrevivido), el asunto se convierte en una
cuestión de “mi palabra contra la suya”. Salvo que los testimonios de la
acusación sean muy sólidos y creíbles, y a ser posible apoyados por pruebas
documentales, sería difícil desvirtuar la presunción de inocencia.
Pero esto no es lo peor. Vamos a ponernos
en el supuesto más favorable: tenemos grabaciones de las conversaciones del
curandero, donde se le ve prometiendo sanación si el paciente abandona el
tratamiento médico y se somete a su pseudoterapia. Pues aun así, sería difícil
lograr la condena. La razón es que entre las actuaciones del charlatán y la
muerte de su víctima media la propia actividad de ésta, que es en última
instancia quien decide si acepta o rechaza los tratamientos “alternativos”. En otras
palabras: por mucho que yo prometa curaciones milagrosas, si es el paciente
quien me compra la moto no se puede decir que yo le matara.
Se aducirá de contrario que la víctima no
era verdaderamente libre de elegir, porque el curandero le engañó. Y yo estoy
de acuerdo. Pero el derecho tiende a ser poco comprensivo con las decisiones
tomadas desde la desesperación. Se asume que, salvo situaciones de abuso
emocional o dependencia grave, las decisiones son libres: si un paciente opta
por prescindir de la quimioterapia y aceptar que un chamán trate de curarle el
cáncer con zumos, no hay demasiado que se le pueda hacer.
Esta doctrina de la responsabilidad
personal se aplica también cuando el delito no es el homicidio sino la estafa,
por medio del concepto de “engaño burdo”. Si yo voy a un brujo a que me quite
el amarre que creo que me han hecho y aun así mis circunstancias vitales no
cambian, mi denuncia por estafa va a acabar en vía muerta. Los tribunales
consideran que esta clase de cosas (hechicerías, vudú y, sí, pseudoterapias)
son engaños burdos, lo que paradójicamente reduce la protección de quienes caen
en ellos: si el engaño podría ser destapado con una diligencia normal por parte
de la víctima, no se considera estafa.
Volvamos al homicidio. Por desgracia, el
argumento que he expuesto no es un invento mío: es la solución que un Juzgado de Valencia ha dado al caso de Mario Rodríguez, que murió después
de que un curandero le convenciera de dejar su tratamiento contra la leucemia.
La sentencia concluye que Mario tomó una decisión libre, por lo que su muerte
no es imputable al charlatán. Además, usa otro argumento, también muy común en
esta clase de procedimientos: que no queda acreditado hasta qué punto el parón
en el tratamiento provocó la muerte del joven. Este segundo argumento es más
débil, puesto que puede combatirse con periciales.
Escribo esta entrada justo la semana en
que me entero de un estudio de Yale sobre la probabilidad de muerte en
pacientes con cáncer que “complementan” su terapia con mierdas no curativas. Resulta
que la posibilidad de morir se dispara porque tienden mucho más a abandonar el
tratamiento. Lo cual es lógico: ¿por qué iban a pasar por cosas tan invasivas como
la quimio o la radio si les están prometiendo que con zumos, oraciones o
cristales cuánticos quedarán curados?
Veremos en qué para el asunto de Mario
Rodríguez, que está ya recurrido. Pero sea cual sea la sentencia final, ya es
tarde para él, igual que lo es para la mujer cuya muerte ha motivado esta
entrada. La persecución de estos terroristas de la salud no puede dejarse en
manos de los familiares de los muertos, entre otras cosas porque no deberíamos
esperar a que hubiera muertos. El legislador y el resto de operadores jurídicos
tienen que concienciarse y empezar a recuperar el tiempo perdido.
Vivimos en una sociedad cada vez más
capaz de curar enfermedades. No sé en qué cabeza cabe que sea la misma sociedad
en la que está haciendo su agosto una panda de estafadores sin pizca de
vergüenza que convencen a la gente de abandonar el tratamiento. Hay que
ponerles coto a la de ya.
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Sé que ya hace tiempo de esta entrada, pero la estaba releyendo y me surgió una duda: en este tipo de casos no se podría aducir que el marido aprovechó su ascendiente sobre ella por su relación?
ResponderEliminarComplicadísimo probarlo postmortem. Sin duda yo lo intentaría aducir de ser el fiscal, pero...
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