En los artículos previos de esta serie he
hablado ya de dos de las profesiones jurídicas más importantes. Ha quedado
claro que el juez es la cúspide del procedimiento, puesto que su función
es resolver conflictos entre personas mediante la aplicación de la ley. Y
sabemos también que el fiscal es el funcionario que interviene en
determinados procesos judiciales con el fin de proteger los derechos
fundamentales y velar porque se respete la legalidad. Vamos un paso más allá: ¿para qué valen los abogados, aparte de para estar ahí colgados?
Como hemos dicho, la esencia del juicio
es un desacuerdo entre distintas personas. Yo creo que tengo derecho a algo, tú
crees que no lo tengo y como no nos ponemos de acuerdo acudimos al juez para
que resuelva. Pero claro, ni tú ni yo conocemos la ley, así que contratamos a
sendos profesionales que sí la conocen para que sean nuestra correa de
transmisión. Ésta es precisamente la figura del abogado: alguien que sirve a
los intereses de su cliente (al contrario que el juez y el fiscal, que deben
ser imparciales) y que es capaz de expresarlos “en jurídico”.
La misión del abogado consiste en coger
las necesidades del cliente, buscar argumentos jurídicos que las apoyen y
presentárselos al juez para convencerle de que es él (y no la otra parte) quien
lleva la razón en la controversia. En ejercicio de este cometido tiene que
redactar documentos de toda clase, pensar en estrategias procesales, buscar
normas y jurisprudencia favorable y, a veces, hablar en público. A todo este
trabajo técnico se le llama “defensa”.
La función de defensa judicial es solo
una de las tres que tradicionalmente se ha asignado a los abogados: las otras
dos son la de aconsejar jurídicamente a su cliente y la de negociar en su
nombre. En buena medida, con estas dos funciones se trata de evitar que se
llegue a la necesidad de ejercer la primera, pues se suele decir que es mejor
un mal acuerdo que un buen pleito. Sin embargo, en lo que son más conocidos los
abogados es en su tarea de litigantes, así que seguiré refiriéndome a ella.
El hecho es que, una vez metidos en
juicios, tener un abogado es imprescindible. Su función es tan importante que
para muchos pleitos el cliente está obligado a contratar los servicios de uno
(1). En realidad tiene bastante sentido: como ya hemos dicho, el abogado es el
que apoya con argumentos jurídicos las demandas del cliente, por lo que ir al
pleito sin abogado es como acudir a un duelo sin pistola (2). ¿Y qué pasa si el
litigante no tiene un abogado de su confianza o, peor aún, no puede pagar a
ningún profesional? Pues para eso está el turno de oficio.
Normalmente la idea del turno de oficio
se asocia con la de justicia gratuita, porque cuando pides justicia gratuita lo
común es que te asignen a un letrado de oficio. En la práctica ambas
instituciones están muy relacionadas y se apoyan mutuamente. En la teoría, sin
embargo, son cosas distintas: puedes consultar a un abogado de oficio sin tener
reconocida la justicia gratuita (en ese caso te tocará pagarle) o, al revés,
tener reconocida la justicia gratuita pero ir al pleito con tu abogado de
confianza (tu amigo o tu familiar que te cobra en cañas, por ejemplo).
¿Qué hay que hacer para ser abogado? Lo
más importante, claro, es tener una licenciatura o grado en Derecho.
Tradicionalmente con esto valía: ya te podías colegiar y empezar a ejercer. Sin
embargo, en los últimos tiempos han introducido dos requisitos extra: un
posgrado orientado hacia la profesión (el Máster de Abogacía, que por supuesto
incluye prácticas gratuitas) y un examen estatal. Esta reforma, más allá de su
retórica justificativa, tiene como objetivo poner un embudo y reducir el número
de colegiaciones, que al parecer eran demasiadas para el prestigio de la
profesión.
Vengo diciendo que para ser abogado hay
que incorporarse a un colegio de abogados. Efectivamente, los abogados no son
funcionarios (al contrario que jueces y fiscales), sino particulares, pero
deben estar colegiados. Se supone que el colegio, que es una institución
pública y no una asociación voluntaria, sirve para garantizar que todos sus
miembros son profesionales de calidad y que respetan el código deontológico. En
la práctica son una institución bastante cuestionable en cuanto a su
utilidad práctica. Por cierto: un abogado puede ejercer en toda España, no solo
en el territorio de su colegio.
Al margen de eso, la práctica de la
abogacía está en una evolución acelerada después de no haber cambiado en
siglos. Tradicionalmente se trataba de una profesión “de caballeros”: varios
abogados se asociaban para abrir un bufete que, en cierta manera, no se
concebía como una empresa. Esta idea era general. Por ejemplo: estaba prohibido
que los abogados pusieran publicidad, no podían pedir como precio un porcentaje
de lo que se sacase en el pleito, los colegios de abogados establecían unos
honorarios indicativos, etc.
Ahora ya no es así. Los despachos de
abogados han tomado conciencia de que son empresas, y se nota. Por ejemplo,
ahora tenemos una Ley de Sociedades Profesionales, que regula las
sociedades mercantiles cuando están formadas por profesionales liberales (no
solo abogados sino también arquitectos, aparejadores, administradores de
fincas, etc.): en la práctica, esta ley ha permitido que puedan aparecer
sociedades limitadas y anónimas de abogados. Por supuesto, ahora los bufetes
ponen publicidad si quieren y cobran lo que les sale de las narices.
Este proceso lleva a una cierta
proletarización del mundillo. Antes lo común era entrar como pasante (es decir,
aprendiz, por supuesto sin remunerar) en cualquier bufete pequeño y hacer
carrera allí hasta acabar como socio. Ahora lo que hay son empresas cada vez
más grandes que tocan varios palos del mundillo jurídico y que aspiran a
internacionalizarse. Para ello, contratan a toda la carne de cañón que va
saliendo de las facultades y la queman con ritmos de trabajo inhumanos sabiendo
que siempre habrá más (3). Por supuesto cada despacho es un mundo, pero no hay
duda de que este proceso avanza imparable.
Volviendo a la figura del letrado
individual, sabemos que se suele pintar a los abogados como tipos muy serios,
con traje, expertos en retorcer la ley y en sajar a sus clientes y que
venderían a su madre si el pago es bueno. En realidad hay, como en todas
partes, de todo: buenos profesionales y auténticos incompetentes, personas
honestas y estafadores, idealistas y mercenarios. Lo que sí es incorrecto es
hablar de ellos como “hombres”, ya que es una profesión cada vez más feminizada
(4).
En sala, el abogado (igual que el juez y
el fiscal) viste toga. En el caso de los abogados, la toga no tiene ningún
escudo, puñeta ni adorno: es solo el simple ropón negro y pesado. Antes era
tradición regalarle una toga al chaval que acababa Derecho. Ahora no sé si se
sigue haciendo, pero el hecho es que tener la toga en propiedad es un engorro.
Si tienes juicio, ¿qué haces? ¿La llevas puesta en el coche o, peor aún, en el
transporte público? ¿O la llevas al Juzgado dentro de su funda protectora? Por
suerte, existe una alternativa: en la mayoría de sedes judiciales del país hay
una Sala de Togas, gestionada por el colegio correspondiente, donde los
letrados pueden tomar en préstamo uno de estos ropajes.
Termino ya. El abogado es la primera
línea de contacto del litigante con el sistema judicial, y eso le pone en una
posición muy importante. Sus clientes son, en buena medida, personas que
sufren: nadie va a un abogado si no tiene un conflicto, y los conflictos jurídicos
hacen sufrir a la gente porque suelen ser incomprensibles para el profano. En
este sentido, la abogacía es una profesión muy humana, que requiere mano
izquierda, porque muchas veces el cliente no busca tanto a un técnico que sea
muy bueno en lo suyo como a alguien que le tranquilice y le diga que todo está
controlado.
Además, de todos los profesionales que
van a intervenir en el pleito, el abogado es el único que va a escuchar al
cliente: los demás van a escuchar al abogado. Por ello es muy conveniente que
entre ambos haya una relación de confianza. El letrado es quien está en
posición de poder, y por ello es quien tiene la carga de generar esa relación:
debe ser profesional y a la vez lo suficientemente abierto y humano como para
que las personas que pasen por su despacho confíen en él y quieran dejarle la
dirección técnica de sus asuntos.
Eso es, a mi juicio, lo que caracteriza a
un buen abogado.
(1) Hay una minoría de procesos donde
puedes ir sin abogado: los procedimientos civiles de baja cuantía, los penales
por delitos leves, etc. Aun así, suele ser conveniente tener uno.
(2) Esta retórica tiene cierta presencia
en el mundo judicial. Así, al hecho de que ambas partes vayan al juicio
provistas de abogado se le llama “igualdad de armas”.
(3) El mismo sistema que, en consultoría
informática, suele denominarse como “cárnica”.
(4) Esto es algo que sorprende, pero la
carrera de Derecho y el mundo jurídico en general no es el campo de nabos que
se suele pensar. Muy al contrario: en las nuevas generaciones, hay más mujeres
que hombres graduándose en Derecho. Lo que pasa es que claro, a la cúspide de
las instituciones llegan quienes llegan, y la visión que se da del colectivo es
exclusivamente masculina.
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En mi juzgado actual la "sala de togas" es un perchero. Y una vez conocí una procuradora que tenía su propia toga, decía que le daba asquito ponerse una toga que se ponía todo el mundo. Así que cuando la mujer tenía un juicio se paseaba todo el día por el edificio con la toga puesta. Hablando de lo cual, ardo en deseos de ver qué dices de los procuradores, insigne profesión jurídica que nadie sabe para qué sirve. A ver si puedes explicar su función en más de dos frases ;-P
ResponderEliminarLa entrada de los procuradores es la siguiente, y la verdad es que no sé qué poner xDDDD
EliminarSi me permites un apunte "ideológico" al muy buen artículo: los abogados (y los Colegios deberían estar ahí) estamos muy parados respecto de la mercantilización de la que hablas y que, por supuesto, existe. Tenemos unas condiciones laborales muy malas cuando estamos asalariados (horas extra a porrillo, generalidad de falsos autónomos etc.) y ni nosotros ni el Colegio pugnan ni siquiera por elaborar un convenio colectivo (hablo de Madrid) que sería una necesidad estatal o, cuanto menos, autonómica. Me consta que solo Bizkaia o el País Vasco -no estoy seguro- tienen un convenio de abogacía. Total que somos unos de los profesionales que más sabemos de derechos y obligaciones laborales y lo que es luchar por nosotros se nos da más bien mal y lo estamos pagando en calidad de vida. La única alternativa que nos queda es ponernos por nuestra cuenta si, por suerte, tenemos los medios económicos y materiales para ser unos entrepeneurs modernos y muy guays.
ResponderEliminarMuy interesante :) En mi post sobre los colegios profesionales esbocé la tesis de que son precisamente los colegios los que impiden esa evolución necesaria que sería la aparición de un sindicalismo de la abogacía y sus correspondientes convenios colectivos. El colegio agrupa a empresarios y a trabajadores en una supuesta defensa de intereses comunes, y además tiene un prestigio que dificulta los cambios. Así, ¿cómo se va a pelear por un convenio colectivo de la abogacía?
EliminarLa verdad es que llevo 1 año colegiado, soy un pipiolo aún. Pero es para darnos contra la pared la poca defensa de clase que tenemos como trabajadores y como, con conocimientos y recursos de sobra, cualquier otra profesión nos da mil vueltas en dignidad y conciencia. Urge y mucho un sindicalismo y una agrupación de trabajadores en la abogacía pues nos están exprimiendo y, por desgracia y como suele pasar, con el beneplácito de muchos de los explotados.
EliminarYo llevo algo menos de cuatro años, y ya me ha dado tiempo a ver de todo xD Ojalá pronto un sindicato de trabajadores de la abogacía, en serio :/
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