domingo, 26 de febrero de 2017

El delito de enaltecimiento tiene que desaparecer

El tema del enaltecimiento del terrorismo no pasa de moda. La Audiencia Nacional ha condenado a un rapero por este delito, injurias a la Corona y amenazas (1). A mí cada vez me parece más preocupante esta deriva autoritaria de nuestros tribunales. He escrito bastante sobre enaltecimiento del terrorismo: esta entrada lo que busca es unificar y sistematizar todas las anteriores para fijar mi posición sobre el tema si alguien me pregunta. Si de paso convenzo a alguien, pues genial.

1.- La libertad de expresión es un derecho básico en democracia. Es un derecho muy amplio, que se proyecta sobre todo en materia política. Sin embargo, no ampara únicamente los discursos políticos estructurados y razonados: incluye también la burla, la crítica ácida, la chabacanería, el humor negro y la provocación. Como decía en su momento mi profesor de derecho constitucional, la libertad de expresión no está sólo para decir cosas razonables.

2.- La libertad de expresión no es, ni puede ser, absoluta. Todos estamos de acuerdo en que determinadas expresiones (como las amenazas, los insultos, las imputaciones falsas de un delito, los discursos dedicados a estafar a una persona) están fuera de este derecho. El Código Penal generalmente coge estas expresiones y las convierte en delito.

3.- El legislador penal no es libre a la hora de sacar ciertas expresiones del ámbito de la libertad de expresión y convertirlas en delito. En otras palabras: no se puede criminalizar cualquier expresión que no nos guste. Para transformar en delito un cierto tipo de expresiones, es necesario que afecten a un bien jurídico, es decir, a un valor que consideramos socialmente importante y merecedor de protección. El legislador debe motivar esta conexión en la Exposición de Motivos de la norma.

Así, convertimos en delito las amenazas porque entendemos que vulneran la libertad de la víctima. Criminalizamos la injuria y la calumnia porque afectan al honor del injuriado o calumniado. Castigamos la estafa porque sirve para privar a alguien de su patrimonio de forma injusta. Punimos los delitos de odio porque refuerzan discriminaciones y crean un clima de inseguridad para las minorías. Y así sucesivamente.

4.- Y ahora vamos al delito de enaltecimiento del terrorismo. Este delito fue introducido en el Código Penal en el año 2000 y castiga dos conductas que suelen ir unidas: enaltecer o justificar públicamente el terrorismo y humillar o menospreciar a sus víctimas. Así, quedaban castigados comportamientos que hasta entonces estaban en un limbo: actos de apoyo a presos etarras, expresiones acerbas pero no insultantes dirigidas a las víctimas o a sus familiares, etc.

¿Qué razón dio el legislador para incluir este nuevo tipo penal? La siguiente: “Las acciones que aquí se penalizan (…) constituyen no sólo un refuerzo y apoyo a actuaciones criminales muy graves y a la sostenibilidad y perdurabilidad de las mismas, sino también otra manifestación muy notoria de cómo por vías diversas generará el terror colectivo para hacer avanzar los fines terroristas”. En otras palabras, las causas alegadas para prohibir los actos de enaltecimiento y humillación son dos:

  1. Que refuerzan actuaciones criminales. No hace falta mucho razonamiento para llegar a esta conclusión: si se justifica el terrorismo o se enaltece a quienes lo practican, éstos reciben el mensaje de que su actividad goza de cierto apoyo social, lo que ampara que sigan cometiendo estos delitos.
  2. Que generan un clima de terror colectivo. Esta idea tampoco es descabellada: justificar el terrorismo y humillar a las víctimas enrarece el ambiente social y ataca la libertad de expresión de quienes rechazan estos medios. Esto también viene de perlas a los miembros del grupo terrorista.


Se castiga el enaltecimiento del terrorismo porque sirve, mediante dos vías distintas, para favorecer la acción del grupo terrorista. Es un verdadero delito de terrorismo porque su comisión, al fortalecer la actuación de una organización criminal, debilita el orden público. Ése es el bien jurídico que se aspira a proteger, y por eso se saca a las expresiones enaltecedoras del ámbito de la libertad de expresión.

5.- Este delito fue incluido en el Código pensando, evidentemente, en el terrorismo etarra. Sin embargo, ETA ya no existe. Es cierto, no ha habido una disolución formal, pero en 2009 mató por última vez en España, en 2010 cometió su último asesinato (no en un atentado, sino en un tiroteo no planeado) y en 2011 anunció el cese definitivo de la actividad armada. Desde entonces, no ha habido nada más que detenciones y requisas de armas. Sí, formalmente no ha desaparecido, pero ya no es un problema ni va a serlo más.

Esto es importante, porque quiere decir que los dos razonamientos empleados para castigar este delito ya no son válidos: no se puede favorecer la actuación de una banda que ya no actúa, ni mediante la vía de la justificación pública de sus actos ni mediante la vía de la generación del terror colectivo. Los actos de enaltecimiento ya no tienen conexión alguna con una actividad terrorista. Tenemos un delito previsto para defender el orden público pero que criminaliza conductas que ya no afectan a dicho orden público.

Lo lógico habría sido que el legislador, o bien aboliera el delito de enaltecimiento, o bien buscara una nueva justficación para mantenerlo. No se ha hecho ninguna de las dos cosas. La última macrorreforma del Código Penal en materia de terrorismo, que se implementó mediante la Ley Orgánica 2/2015 después del atentado contra Charlie Hebdo, mantuvo el tipo penal. La Exposición de Motivos de la ley se limita a describirlo, sin razonar en absoluto sobre su mantenimiento.

Más aún: el delito de enaltecimiento no sólo mantiene sino que aumenta su pena básica (2), incluye agravantes como el uso de Internet y permite sanciones de hasta cuatro años y medio de prisión cuando los hechos “resulten idóneos para alterar gravemente la paz pública o crear un grave sentimiento de inseguridad”. Es decir, que mantener este delito no es un error del legislador: es una decisión consciente y voluntaria… que se ha olvidado de explicarnos.

6.- Podrá haber quien diga que este delito se mantiene con la voluntad de luchar contra el terrorismo islámico. No compro este argumento. El delito de enaltecimiento del terrorismo tiene sentido en una sociedad donde parte de sus miembros apoyan el terrorismo. No tiene por qué ser una mayoría, pero sí una minoría lo bastante activa como para ser oída. En definitiva, es necesaria una cierta capacidad de actuación para vulnerar el orden público.

Voy a ponerlo de manera gráfica: pensemos en un pequeño pueblo vasco donde los grupos proetarras están lo suficientemente organizados como para realizar actos públicos de exaltación del terrorismo o para ir a casa de las víctimas a insultarlas. Es evidente que están ayudando a la consecución de los objetivos de ETA, puesto que consiguen acallar a la oposición y amedrentar a quienes no comulgan con sus ideas. Tienen algo de fuerza y el orden público se ve afectado.

Ahora pensemos en lo que pasaría si alguien sale en los medios de comunicación apoyando a ISIS. La respuesta de todos los partidos políticos, asociaciones religiosas, sindicatos e instituciones sería unánime: rechazo total a estas palabras, exigencias de dimisión, depuración de responsabilidades… Las propias asociaciones musulmanas se posicionarían contra el bocachancla. ¿Cómo se ve atacado ahí el orden público? ¿Cómo se refuerzan actuaciones criminales o se genera terror colectivo?  De ninguna manera en absoluto. Incluso es posible que esta respuesta tan fuerte desalentara a ISIS en vez de animarle.

En fin: alguien que hoy hable a favor de ISIS o Al-Qaeda no tiene capacidad suficiente como para ayudar a que estos grupos vulneren el orden público español, al contrario de lo que pasaba si hace quince años alguien justificaba a ETA. No podemos olvidar que el Derecho penal es la ultima ratio del ordenamiento, que solo se aplica cuando el resto de medios (jurídicos y extrajurídicos) se han mostrado impotentes para resolver un problema. Y hoy en día la sociedad española es perfectamente capaz de lidiar con cualquier imbécil que venga a exaltar los actos de ISIS.

7.- Otra prueba de que lo que buscaba el legislador al mantener este delito no era luchar contra el terrorismo islámico lo tenemos en la actuación de la Fiscalía. Recordemos que el Ministerio Fiscal depende jerárquicamente del Gobierno. Pues bien: este organismo sigue llevando a la gente ante los tribunales por tuits y canciones relativas a ETA.

Pensemos en Pablo Hásel, en Guillermo Zapata, en la tuitera Casandra, en César Strawberry, en Valtonyc, en los sucesivos detenidos por las operaciones Araña, los titiriteros… Todas estas personas han acabado ante los tribunales por cosas relacionadas con ETA o por enaltecimientos en abstracto (“tal político merece una bomba”). Algunos hablaban de los GRAPO o de Terra Lliure, grupos que tampoco existen ya. Y los menos mencionaban al terrorismo islámico.

Que la Fiscalía siga persiguiendo a quienes justifican a ETA o a quienes exaltan actos de terrorismo sin autor concreto muestra que hace mucho que esto dejó de ir de la defensa del orden público.

8.- A principios del año pasado ElDiario publicó un ilustrativo gráfico en el que demuestra que, desde el fin de la violencia de ETA, las sentencias por enaltecimiento no han dejado de crecer. Es una triste gracia, que muestra a un Ministerio Fiscal muy activo y a unos Juzgados Centrales de Instrucción que imputan sin tener en cuenta todo lo anterior. Muchas de estas causas acaban en nada, pero también las hay que terminan en condena.

Generalmente, la Audiencia Nacional imponía ciertos requisitos a la hora de condenar a alguien por enaltecimiento. Se hablaba de discursos “especialmente perversos”, se razonaba sobre la afectación al bien jurídico, etc. Ahora da la sensación de que esto ha cambiado. De que la Audiencia Nacional se ha quedado como un órgano dedicado a la persecución de tuiteros y cantantes. Vemos imputaciones a la mínima, sin que el órgano instructor haga un mínimo de razonamiento sobre la nula afectación al orden público que tiene, en 2017, una loa pública a ETA.

Lo triste es que hemos incorporado esta idea a nuestro lenguaje cotidiano y a nuestras prácticas. En mi entorno se bromea sobre que determinados chistes ya no se pueden contar en público porque te imputan por enaltecimiento. Divertidísima la autocensura, ¿eh? Resulta muy deprimente sentirse transgresor por hacer una manida broma sobre Carrero Blanco y los astronautas, pero es que lo han conseguido: han logrado que volvamos a tener cuidado con lo que decimos, no sea que venga un fiscal a llevarnos ante la Audiencia Nacional.

Ése es, hoy en día, el objetivo del delito de enaltecimiento del terrorismo: la represión política. Ya no se busca proteger el orden público, sino acallar a cierto activismo. Llevamos unos cuantos años donde no hay semestre sin su escándalo de enaltecimiento: luego la mayoría de imputados salen libres, sí, pero el paseo hasta la Audiencia, los insultos de los tertulianos del extremo centro y el trago de que les acusen de terroristas ya no se los quita nadie. Lentamente nos vamos acostumbrando a modular nuestro discurso y a no expresar nuestro cabreo por lo que pueda pasar.

9.- Es por eso que creo que el delito de enaltecimiento del terrorismo, al menos en su modalidad de justificación del mismo, debe desaparecer. Podría admitir que se conservara el subtipo de humillación a las víctimas (3), pero mantener el de justificación del terrorismo es una lesión constante y profunda a nuestra democracia. Es un hueco abierto que tiene el poder para reprimir a cualquier persona incómoda, pues siempre se va a poder trazar una conexión con el terrorismo.

Uno de los problemas de este país es que no ha terminado de asumir que la legislación antiterrorista era provisional, hasta que ETA desapareciera. Las medidas se han vendido como definitivas y buenas por sí mismas, y ahora que España ya no tiene un problema de terrorismo resulta difícil pensar en quitarlas. Más aún cuando estamos gobernados por una derecha acostumbrada a acusar a todo el mundo de proetarra. Al PP le es muy cómodo mantener el delito de enaltecimiento del terrorismo.

Por lo demás, que nadie piense que abolir este delito convertiría a España en una especie de ciudad sin ley. La apología del terrorismo (ensalzar el delito o a su autor) seguirá siendo castigada exactamente igual que en los demás delitos (4): cuando sea una incitación directa a cometerlos. Es decir, si alguien escribe una entrada de blog pidiendo a ISIS que atente en España, se le podrá perseguir igual. Esta era la situación en la que estuvo España desde que ETA empezó a atentar hasta el año 2000 y tampoco fue tan mal la cosa.

10.- En resumen: creo que hoy en día no existe razón alguna para mantener el delito de enaltecimiento del terrorismo. Nos podrán gustar más o menos las expresiones que justifican la violencia política, pero hoy por hoy no son un ataque al orden público ni a ningún otro bien jurídico. Más aún, la criminalización de estas conductas sirve como excusa jurídica para perseguir a activistas y opositores y para crear un clima de miedo y autocensura.

Así que sí: el delito de enaltecimiento tiene que desaparecer. La Audiencia Nacional tiene cosas mejores que hacer que perseguir a tuiteros.










       (1) No he leído la sentencia, pero me encantaría ver cómo razona que una amenaza rimada y cantada es creíble.

       (2) Se pasa de prisión de uno a dos años a prisión de uno a tres años y multa.

       (3) Concretamente, lo sacaría de los delitos contra el orden público y lo pondría en los delitos contra la integridad moral, que es donde debe estar.

       (4) Aclaración: he puesto “en los demás delitos” por simplificar. La apología es una forma especial de la figura que llamamos “provocación” (incitar a alguien a cometer un delito), y para muchos delitos no se castiga la provocación.









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jueves, 23 de febrero de 2017

El medievo no es como te lo han contado

La palabra “medievo” se ha convertido en un meme en mi entorno. La razón es simple: cada vez que alguien critica el machismo de un juego ambientado en un mundo ficticio de carácter medieval (señaladamente el The Witcher), los fans saltan con el tema del realismo. Voy a olvidar la respuesta obvia de que resulta absurdo exigir realismo en un mundo fantástico, y voy a ir a algo menos conocido: en realidad, la Edad Media fue mucho más diversa de lo que te han contado.

Vamos a centrarnos. Lo que solemos llamar “Edad Media” es un periodo de tiempo de aproximadamente mil años (desde la caída de Roma hasta la de Bizancio), tal y como fue vivido en el continente europeo. Hablamos de diez siglos y de decenas de países. Realmente es muy difícil, en este contexto, decir que “en el medievo las cosas eran así”, porque hay demasiado tiempo y espacio etiquetados bajo el término “medievo” como para llegar a una regla general.

Lo que nos venden como “medievo” en realidad es la reinterpretación hecha por novelistas y cineastas estadounidenses de épocas muy concretas de la Edad Media inglesa y francesa. Claro, esa reinterpretación es machista y racista: sobre lo primero, ya se ha dicho mucho sobre los personajes femeninos en las novelas de fantasía; sobre lo segundo, simplemente reseñaré lo raro que es tener protagonistas no blancos. Pero cuando te acercas a la realidad ves que era todo mucho más complicado de lo que parece: hubo mujeres en la guerra, mujeres que decidían sobre su matrimonio, mujeres que administraban sus propiedades, mujeres que litigaban en los tribunales, mujeres que incluso alcanzaban cargos públicos, etc. Cualquier aproximación mínimamente seria a la historia de la vida cotidiana durante el medievo sorprende porque resulta que está llena de mujeres.

Lo cierto es que el asunto tiene sentido. El sistema legal de la Edad Media cristiana (y hablo en estos términos porque Al-Andalus también cuenta como medievo) era esencialmente fragmentario. Para empezar, no consideraban que la costumbre y la ley escrita fueran dos cosas materialmente distintas. Todas las normas eran reflejo de una equidad que venía directamente de Dios, por lo cual el legislador positivo se limitaba a coger esa equidad y ponerla por escrito. Los juristas medievales equiparaban el proceso de legislación con la obra de un orfebre que convierte el mineral de plata (la equidad “en bruto”) en un bello cáliz que se puede usar para fines prácticos (la ley escrita).

¿Y quién es ese legislador, esa persona que realiza el proceso de conversión? Cuando pensamos en la Edad Media nos imaginamos a un rey dictando leyes para todo su reino. En realidad ésta es una concepción más moderna que medieval, propio de las monarquías autoritarias y absolutas. En la Edad Media, en el mismo reino podía haber cientos de corporaciones jurisdiccionales, cada una de las cuales tenía capacidad para dictar leyes. El reino era una de esas corporaciones, pero ni siquiera dentro del mismo tenía el rey plena potestad (1). Y por debajo del reino cada señorío, cada ciudad, cada gremio, cada colegio profesional y cada universidad tenían el poder de dictar normas jurídicas. Además, de forma paralela a estas regulaciones civiles existían las eclesiásticas, que estaban igual de fragmentadas.

“Bueno, pero eso no es tan diferente de lo que pasa hoy en día. También ahora en España conviven la ley nacional, las leyes autonómicas y las ordenanzas municipales”. No es lo mismo. Porque hoy en día concebimos la ley como un acto de voluntad política, y por tanto es muy fácil ordenar las competencias y establecer criterios de jerarquía. En la Edad Media, como hemos visto, la cosa no era así: todo legislador, desde el rey hasta el último gremio del reino, hacía esa labor orfebre de convertir la justicia divina en ley escrita. Y si todas las leyes vienen de Dios, ¿qué autoridad tiene el rey para derogar normas inferiores?

En la práctica, con mucha lentitud los reyes se fueron imponiendo al resto de legisladores, en un proceso que desembocó, ya terminada la Edad Media, en las monarquías absolutas. Este proceso tuvo momentos de resistencia (2) y nunca llegó a ser completo. Además, aun asumiendo que el único legislador era el rey, aparece otro problema: si la ley procede de Dios, no se puede derogar aunque haya quedado desactualizada. ¿Cómo va a cambiar de opinión la justicia divina, que por su propia definición es inmutable? Lo que se puede hacer es dictar una norma nueva basada en las nuevas costumbres, pero la antigua seguirá vigente aunque sea contradictoria... y podrá alegarse en los tribunales.

¿Qué quiero decir con todo esto? Que la Edad Media (y, en menor medida, también la Moderna) era un carajal jurídico. Las leyes estaban dispersas y fragmentadas, y eso significa que podían surgir situaciones socialmente extrañas (como por ejemplo, las ya mencionadas mujeres que alcanzan cargos públicos o que vana la guerra) y siempre habría un hueco para encajarlas (3). No afirmo que fuera un mundo menos machista ni una especie de utopía liberadora. Lo que intento decir es que era un mundo más caótico, donde se podía encontrar con facilidad una forma de justificar jurídicamente casi cualquier desviación de la norma (4). Y la vida social tiende a ser fértil en esta clase de desviaciones.

En ese sentido, se puede decir que a corto plazo las mujeres perdieron autonomía con el advenimiento de la revolución francesa. La revolución trae una nueva filosofía jurídica: hay un solo encargado de hacer las leyes (el Parlamento o Asamblea, que representa a la nación soberana), y esas leyes están por encima de todo. Eso quiere decir que si llega el Código Civil y convierte a las mujeres en menores de edad perpetuas, siempre sometidas a tutela, ya no hay argumento jurídico que permita oponérsele. Ya no vale el “obedézcase pero no se cumpla”, ni el “en esta provincia tenemos otra costumbre”. Las cosas son así y punto (5).

Cuidado con el reduccionismo histórico, y cuidado con imponerle al pasado nuestras propias categorías. Como dice Kameron Hurley, las mujeres siempre han luchado, y es posible que si sigues contando la historia de manera tan acrítica te encuentres con que una de ellas te ha hundido su espada hasta los higadillos.









(1) Pensemos en el papel tan importante que juegan las Cortes, Estados Generales, Parlamento o como se llame en cada país. No son órganos legislativos, pero son la representación del reino ante el rey y éste tiene que tenerlos en cuenta a la hora de legislar.

(2) Por ejemplo, en Castilla cada ciudad tenía una ley municipal básica, el fuero, que estaba escrita. Sin embargo, su origen era consuetudinario. La razón por la cual las ciudades comienzan a escribir sus fueros es, precisamente, que necesitaban un texto en el que basarse para resistir la expansión del poder real.

(3) Por ejemplo, en la segunda cruzada Leonor de Aquitania comandó a las tropas de su feudo. No fue bien visto, pero ¿le vas a decir a la mayor feudataria del reino de Francia que no cumpla lo que jurídicamente es su principal obligación hacia su señor?

(4) Una de las técnicas que más me fascina a la hora de investigar la vida cotidiana del pasado es el análisis legal. Básicamente: si encuentras muchas leyes de muchos monarcas distintos prohibiendo bajo grandes penas la práctica X, es que la práctica X era habitual.

(5) Pio Caroni, un historiador del derecho, dice que el derecho medieval era una fotografía de su sociedad, que era variada, rica, caótica y dispersa. Por el contrario, el derecho liberal escondió toda esta diversidad detrás de principios generales (la igualdad ante la ley evita hablar de graves diferencias de clase, por ejemplo), de tal manera que para conocer la sociedad liberal hay que hacer una radiografía del derecho.



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viernes, 17 de febrero de 2017

Cinco consejos para tratar con tu banco

En nuestra vida tratamos con bancos a diario. La hipoteca, el seguro del coche, la tarjeta de crédito, la cuenta corriente, las cuatro acciones que heredamos de la abuela, el préstamo para renovar la cocina… todo eso acaba pasando por una entidad bancaria. Es normal que establezcamos buenas relaciones con los empleados de la sucursal, y que nos dé reparo discutir con ellos.

Por desgracia, la cosa está muy malita. De un tiempo a esta parte, los bancos están siendo sistemáticamente sancionados por toda clase de tribunales. Hablamos de condenas masivas por haber incluido cláusulas nulas en contratos y por haberse pasado por el forro todos sus deberes de información. No son cosas de tal y cual oficina o de tal y cual entidad: son prácticas generalizadas de todos los bancos.

Así que he decidido sacar esta pequeña guía, inspirada en el cinismo más absoluto. Porque la experiencia demuestra que para tratar con bancos es necesaria una precaución superior a la que tenemos en cualquier otro caso:

1.- El del banco no es tu amigo. Esto es lo primero que hay que tener claro. Los empleados de la sucursal no son tus colegas. Puede que te lleves bien con ellos y que haya una cordialidad, pero a la hora de la verdad van a estar con el banco y no contigo. ¿Quiere eso decir que son demonios sin alma? No: quiere decir que es el banco quien les paga el sueldo y autojustificarse es muy fácil si de ello dependen los propios garbanzos.

El objetivo de esta entrada no es meterse con los empleados de banca (allá cada quien con su conciencia), sino recordar un hecho básico: ese empleado tan simpático del banco, que te llama por tu nombre y te pregunta por tu familia, no juega en tu equipo. Va con los de enfrente. En caso de conflicto tenéis intereses contrapuestos. Llévate bien con él si quieres, pero no olvides esto.

2.- El banco te va a intentar engañar. En derecho de los contratos, hay una cosa que se llama principio de buena fe: la asunción de que, salvo que se pruebe lo contrario, ambas partes del contrato van a ser leales y honestas. Creo que a estas alturas podemos asumir que los bancos no van de buena fe. De nuevo, no me interesa establecer responsabilidades, sino dar consejos de supervivencia: no te creas nada de lo que te digan.

Yo entiendo que este cinismo es difícil de sostener a largo plazo. No es cómodo ir a tu sucursal de toda la vida con la misma precaución con la que entrarías en una cueva de ladrones, pero esa desconfianza es necesaria. Los bancos no son contrapartes fiables, y llevan años demostrándolo. Su actuación en los últimos meses, presionando al Gobierno para que les saque normas a medida en materia de cláusulas suelo, lo demuestra. Por cierto, ¿sabéis que algunos siguen incluyendo esta clase de cláusulas en sus hipotecas?

3.- Hazte asesorar hasta que lo entiendas. La ley impone a los bancos una serie de deberes de información hacia sus clientes. Como hemos visto en casos como las preferentes o las cláusulas suelo, dichos deberes han sido completamente ignorados: las sentencias sobre esos casos se basan en este punto. Si los empleados de banca te van a convencer para que firmes lo que les interesa, lo mínimo es hacerte asesorar por alguien independiente.

Lo idóneo sería un abogado. Si no tienes acceso a alguno de confianza (el típico familiar o amigo que te lo hace a cambio de unas cañas), que no te duelan prendas en contratar a uno desconocido. En Internet los hay relativamente baratos, y probablemente te compense pagar 50 o 100 € para entender perfectamente un producto de miles. Existen también las asociaciones de consumidores, aunque no sé si todas ofrecen este servicio. En todo caso, elijas al experto que elijas, hazle todas las preguntas que necesites hasta que entiendas las implicaciones de lo que firmas. Si no llegas a entenderlo todo, mejor no firmes.

Por cierto, para que el abogado te pueda dar un asesoramiento decente, tendrás que presentarle el contrato. Eso implica que tendrás que sacarlo de la entidad bancaria antes de firmarlo: si te ponen pegas para eso o te exigen que lo firmes en el momento, malo.

4.- Reclama. Todo lo anterior está muy bien antes de firmar. Pero ¿y si ya te han engañado? ¿Y si ya te han quitado tu dinero? Pues es importante que reclames: no pases de follones y que te devuelvan hasta el último céntimo. Lo primero es ir por las buenas: hablar con el banco, intentar que medie una organización de consumidores, etc., y ver si así se logra algo.

Es importante, en este proceso, seguir desconfiando de lo que te digan los empleados del banco. Quiero decir: si te han engañado cuando todo iba bien y tú tragabas, ¿crees que te van a decir la verdad si planteas un conflicto? Es muy probable que te intenten tranquilizar y te suelten en la cara que tu hipoteca no tiene cláusula suelo, cláusula de gastos o cualquier otro pacto ilegal. Tú, ni caso. De nuevo: hazte asesorar, calcula cuánto te deben (intereses incluidos) y que te lo devuelvan.

La reclamación conviene hacerla también por solidaridad. Piensa en la gente semianalfabeta, confiada o ignorante a la que esta escoria ha vaciado los bolsillos. Puede que ellos no reclamen nunca; puede que ni siquiera lleguen a saber que les han timado. Si quienes tenemos la capacidad y los medios para reclamar no lo hacemos, van a seguir estafando a las capas más vulnerables de la población. Sin embargo, si a cada ilegalidad respondemos con reclamaciones y les damos en la cuenta de resultados, igual se lo empiezan a pensar.

5.- No tengas miedo de meterte en pleitos. Litigar contra la banca da miedo. Son empresas gigantes, que controlan nuestro dinero y que pueden pagar a abogados de relumbre, mientras que tú eres un simple particular, que a lo mejor tiene incluso que irse a la justicia gratuita a busca un abogado de oficio. Los empleados de banca explotarán esa diferencia y dirán que no te conviene un pleito. De nuevo: no les hagas ni caso y decide por ti mismo si demandas o no demandas.

La banca está perdiendo sistemáticamente en los tribunales. Una demanda interpuesta en estas materias es, muy probablemente, una demanda ganada. Y ellos lo saben. Si puedes evitar ir a juicio mejor (menos preocupaciones para ti), pero no lo descartes como posibilidad: tienes altas probabilidades de ganar. Por desgracia, no todo es bueno: en el tema de cláusulas suelo, por ejemplo, el infame decreto-ley 1/2017 modifica el sistema de costas a favor de la banca. Pero en otras materias, se sigue aplicando el principio del vencimiento: será el banco, al ser vencido en el pleito, el que pague los honorarios de tu abogado.

Mi último consejo es que, si vas a litigar, trates de superar a esa especie de fábricas de morcillas jurídicas que han proliferado últimamente: Arriaga, Rosales y demás. Búscate a un abogado de verdad, aunque sea un poco más caro (total, lo va a pagar el banco) y asegúrate de que tu caso se trata de manera individualizada.



En definitiva: con los bancos, desconfianza y mano dura. No hay que pasarles ni media ni perdonarles un euro. Sí, son negocios, no son ONG, su trabajo es obtener beneficios… pero no están por encima de la ley. Aunque a veces lo parezca, no lo están. Sólo hay que recordárselo.





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miércoles, 15 de febrero de 2017

Religiosos progresistas

Cada cierto tiempo tengo el placer de leer un texto que intenta vindicar el papel de las personas religiosas dentro de movimientos de izquierdas. Es un asunto que me da entre perecita y rabia, pero nunca me he animado a escribir un artículo para hablar sobre ello. Sin embargo, lo último que he leído acerca del tema reunía las virtudes de ser especialmente malo y de estar publicado en un medio que para mí es de referencia. Así que sí, voy a admitirlo: no puedo con los religiosos progresistas.

¿Qué entiendo por religiosos progresistas? Incluyo en este concepto a aquellas personas que tienen ideas políticas de izquierdas (1) y que a la vez profesan fidelidad a una de las tres grandes religiones monoteístas. Esto es importante: lo que me escama de todo este asunto es precisamente la contraposición entre una ideología progresista y la afiliación a lo que esencialmente son poderosos grupos de presión. Por eso no meto en el saco de los religiosos progresistas al pagano o a la wiccana: sus creencias me parecen igual de infundadas que las de los otros, pero se trata de religiones minoritarias y sin poder alguno.

Generalmente, cuando discutes con alguno de estos religiosos, su primera línea de defensa es que en su libro sagrado no hay barbaridades contrarias a los derechos humanos. Si señalas textos concretos, te dirán que son malas traducciones, que estás descontextualizando, que eso está anulado por un texto posterior o, en los casos más injustificables, que lo que hoy nos parece inaceptable fue en su momento un avance. Y ¿sabéis qué os digo? Que lo asumo. Me lo creo: abandono el campo de batalla del análisis de textos. Es un tema que me da igual.

¿Y por qué me da igual? Por dos razones. La primera, que es una discusión estéril, que los propios religiosos llevan teniendo siglos. Mirad el islam, religión en la que conviven diferentes escuelas jurídicas que no se ponen de acuerdo sobre cuáles son las fuentes del derecho musulmán ni sobre la forma de razonar a partir de ellas. O los cristianos, que ni siquiera tienen un consenso acerca de cuál es la composición de su libro sagrado. Si la cosa está así: ¿cómo puedo aspirar yo, simple profano que no habla hebreo ni se maneja en árabe medieval, a decir nada relevante?

Pero hay una segunda razón, aún más poderosa, que me lleva a rechazar el análisis textual, y es que una religión es mucho más que sus textos. Sus textos son la base, sí, pero lo que define a una religión es lo que sus miembros, jerarcas y representantes, hacen en la práctica. Y la verdad es que el saldo no es muy positivo: por cada religioso progresista hay diez conservadores que dedican sus esfuerzos a hacer que la vida de quienes les rodean (especialmente si se trata de mujeres, minorías raciales o personas LGTB) sea un poco más miserable.

Y no es solo que haya religiosos conservadores ni que sean la mayoría: es que son los que mandan. Son ellos los que tienden a ocupar puestos de poder y a convertirse en la cara visible de la confesión, lo que quiere decir que son sus declaraciones y sus actos los que acaban definiendo ésta. ¿Y vas a venir tú, religioso progresista, a excomulgarles a todos ellos y a decir que son malos cristianos (o musulmanes, o lo que sea)? ¿Que tú y tus cuatro colegas sois los únicos fieles De Verdaz al mensaje de vuestro dios? ¿Sobre qué base?

La única base que se puede tomar para un debate de este tipo es, y volvemos de nuevo a lo mismo, los textos sagrados. Toca cogerse la Biblia, el Corán o la Torah y leerlos en clave progresista. El problema que le veo a esto es que los conservadores, a partir del mismo texto, sacan conclusiones completamente opuestas. ¿Quiénes tienen razón? Uno pensaría que la solución lógica es “aquellos que se acerquen más al mensaje original”. Pero esto, aparte de provocar nuevos problemas de interpretación, hace que yo como ateo me baje del debate. Porque no hay un mensaje original. O más bien: si lo hay, no procede de una divinidad sino de un grupo de personas con experiencias vitales e inquietudes muy distintas a las que pueda tener nadie en el siglo XXI.

Al final, ver a gente debatir sobre religión me recuerda a aquella famosa discusión sobre si el balrog de Moria tenía o no alas: será muy interesante para los cuatro frikis a los que les importe, pero al resto de la humanidad nos da igual. Y esa es la razón por la cual los religiosos progresistas me dan tanta pereza: sus intentos por demostrar que un ser inexistente apoya sus tesis de cambio social me aburren hasta el infinito y me parecen tremendamente improductivos. ¿Opinas que Jesucristo o Mahoma eran de izquierdas? Pues adelante, qué te voy a decir yo. Pero a mí me da lo mismo.

He explicado hasta aquí por qué las aproximaciones progresistas a las religiones mayoritarias me dan perecita, pero al principio he dicho también que me dan rabia. Eso es porque contribuyen a un lavado de cara que no me gusta nada. Las religiones del Libro son fuerzas jerárquicas, conservadoras y represivas, pero a veces la existencia de un pequeño número de progresistas en sus filas nos hace olvidarnos. “¡Esta sí que es una Iglesia decente!”, exclama la gente cuando descubre la existencia de la parroquia roja de Vallecas o cuando lee alguna de las frases vacías del papa Francisco. A nivel de calle también sucede: “Bueno, pero es que no todos los cristianos son así: mira a Fulanito”. Y ya tenemos salvada una institución asquerosa.

Muchos de los progresistas reconocerán que la institución hiede por los cuatro costados, pero rechazarán la idea de que estén blanqueándola. “Yo lucho para que la institución cambie”, dicen a veces. Je. Sí. La próxima vez que haya elecciones a papa vas a votar al candidato de la izquierda. En serio: las confesiones religiosas están constituidas para no cambiar, o para hacerlo lo menos posible, porque para algo se basan en una verdad revelada. ¿Y de verdad os extraña que haya personas de izquierdas que veamos con desconfianza la presencia en nuestros espacios de personas que pertenecen a estructuras así?

No se puede olvidar, además, que muchas personas de izquierdas hemos sufrido a manos de religiosos. En Europa la religión ya no puede montar tribunales para juzgarnos, pero sigue estando presente en nuestras vidas. Hablo explícitamente del catolicismo, que en España sigue ejerciendo un gran poder: no me refiero sólo a los obispos sino a toda esa panoplia de meapilas que en tu vida diaria te reconvienen, te presionan, te molestan o te atosigan debido a tu ateísmo. Creo que puede entenderse que queramos tener el menor contacto posible con gente que pertenece al mismo club que quienes nos han acosado, sobre todo si tenemos en cuenta que la base ideológica del club es la que amparó dicho acoso (2).

¿Quiere esto decir que alguien religioso no puede ser de izquierdas? No, en absoluto. Yo jamás diría eso: primero, porque yo no soy nadie para quitar carnets. Y segundo, porque asumo que todos tenemos contradicciones y que nadie es plenamente coherente. Pero lo que no voy a tragarme es que tu institución religiosa es progresista o que el “mensaje original” de tu dios es acorde con los derechos humanos. Porque los hechos nos demuestran que no es así.

En definitiva: si tengo que elegir entre religiosos progresistas y religiosos conservadores, obviamente escojo a los primeros. Pero es una elección que no me gusta hacer, porque lo que preferiría es que la gente no fuera religiosa. No quiero que la Iglesia se vuelva progre: quiero que deje de existir o, al menos, de tener influencia y prestigio. Cualquier objetivo que no sea ése me parece pernicioso para la sociedad, y así lo diré las veces que sea necesario.







(1) Y entiendo “de izquierdas” en el más amplio sentido, desde un progre socialdemócrata hasta una persona que vive la revolución y que pretende incendiar hasta los cimientos la sociedad actual.

(2) Dicho sea de forma incidental, a mí me fastidian más estas cosas cuando vienen de progresistas. Que un obispo me diga que voy a ir al infierno, pues vale, es su trabajo. Pero esos molestísimos “rezaré por ti” pasivoagresivos, esos intentos de conversión, esos “ya cambiarás de opinión…” no me los han hecho obispos sino amigos míos muy progres.







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viernes, 10 de febrero de 2017

El impuesto de sucesiones

El runrún en contra del impuesto sobre sucesiones lleva un tiempo en repunte. Sale en la tele, los partidos de derechas se posicionan en contra y aparece la típica historia de la pobrecita familia que tuvo que vender su casa para pagar el tributo. Lo más triste es ver a partidos que se dicen de izquierda apuntarse al carro, pero en fin. La cosa es que creo que ha llegado el momento de plantarle cara dialéctica a este discurso. Porque sí, yo defiendo el impuesto de sucesiones.

¿Qué son los impuestos? Los impuestos son ingresos coactivos que nos cobra el Estado cuando manifestamos capacidad económica. Esto es importante: los impuestos gravan capacidad económica, y por ello se ponen de manifiesto por la posesión de bienes, por la realización de actos económicos o por el aumento del patrimonio. En el primer grupo entraría el IBI; en el segundo, el IVA y en el tercero el IRPF, el ITP, el IS… y el impuesto sobre sucesiones. En el resto de esta entrada le llamaremos por sus siglas, que son ISD porque también grava las donaciones.

En primer lugar, hay que tener claro que abolir el ISD no impediría que las herencias tributaran. ¿Por qué? Porque todo aumento patrimonial que recibe una persona física tributa en el IRPF. El salario que te pagan, los intereses que renta tu dinero del banco, lo que sacas de tu negocio si eres autónomo, la ganancia que recibes si vendes tu casa, etc. Esto quiere decir que, en el caso de que elimináramos el ISD, las herencias pasarían a tributar en el IRPF. O, en otras palabras, la existencia de un impuesto especial sobre sucesiones desgajado del IRPF lo único que quiere decir es que el legislador ha considerado apropiado tratar por separado este aumento patrimonial. Pero, por un concepto o por otro, es muy lógico que las herencias tributen, porque son ganancias patrimoniales.

Es aquí cuando suele salir la principal objeción al impuesto: “¡es que mis padres ya tributaron al adquirir esos bienes que ahora me dejan!” La pregunta es: ¿y qué? Todo euro que recibes, sea en el concepto que sea, es un euro por el cual se ha tributado miles de veces. Tu jefe obtiene ingresos cuando vende las mercancías al público, y con ese dinero te paga un salario, que le das (a cambio de comida) al tendero, que lo usa para pagar el alquiler, que… y por todas esas operaciones se tributa. ¿Por qué iba a ser diferente cuando el aumento patrimonial se haya producido por herencia?

No se trata de que las personas contrarias al ISD piensen que los negocios gratuitos (aquellos en los que recibes algo a cambio de nada) deban estar exentos: nadie cuestiona que las donaciones tributen. La oposición sólo se da con las sucesiones por causa de muerte. Aquí está la diferencia psicológica, a mi parecer: existe el sentimiento de que lo que heredo ya es, de alguna manera, “de mi familia” o incluso “mío”. Al fin y al cabo, yo he estado usando la casa de mis padres durante años, he invertido trabajo doméstico en ella, ¡incluso es posible que haya ayudado a pagarla o que viva allí! Recordemos que muchas veces la gente no tiene claros los tecnicismos jurídicos. ¿Por qué tengo que tributar por algo que ya se pagó cuando entró en la familia y que moralmente siento como mío?

Este argumento es, digamos, global, una especie de enmienda a la totalidad contra el ISD: se afirma por principio que este impuesto no debería existir, ya que es tributar dos veces por lo mismo. En torno a esta idea central se van añadiendo historias lacrimógenas sobre pobres familias trabajadoras que pierden la casa donde viven a causa del ISD. Estos argumentos secundarios sirven para que la gente se identifique, apoye algo que en realidad ni le va ni le viene y acabe apareciendo un movimiento de resistencia.

Contra esto sólo se puede oponer rigor, rigor y más rigor. En este sentido, me gusta mucho la entrada que escribió @indvbio hace un par de años, que desmonta precisamente todas estas historias lacrimógenas. ¿Gente que renuncia a su herencia por no poder pagar el impuesto? No hay ninguna prueba de que este problema tenga una incidencia superior a la anecdótica, y además es posible fraccionar el pago. ¿Pobres trabajadores que pierden la casa donde vivían, que estaba incluida en la herencia? Hay bonificaciones que se aplican si se afecta a la vivienda habitual. ¿Impuestos gigantescos por herencias muy pequeñas? Hay mínimos exentos. Y así sucesivamente (1).

Una vez desbrozados todos los mitos lacrimógenos, lo que nos queda es la realidad. Y la realidad es que, cuando heredas, te conviertes en propietario de un cierto patrimonio que antes no tenías. No es injusto que tributes por ese enriquecimiento, por mucho que tus padres también tributaran cuando adquirieron esos bienes, porque sois personas distintas aunque pertenezcáis a la misma familia. El argumento principal del movimiento anti-ISD, esa enmienda a la totalidad de la que hablaba más arriba, se deshincha solo: una cosa es que moralmente sientas como tuya la casa de tus padres y otra que jurídicamente lo sea.

Más aún: hacer tributar a las herencias es una muy buena idea desde el punto de vista de la redistribución de recursos. Dígase lo que se diga, el ISD afecta sobre todo a las grandes fortunas. Fijaos si no que cuando quieren generar indignación contra el impuesto, tienen que buscar ejemplos tan absolutamente desorbitados como éste. Herencias de 850.000 €, sí. Y desde luego que no me parece mal que los niños de papá que heredan cientos de miles de euros en propiedades inmobiliarias y valores bursátiles (algo muy alejado de “la casa de mis padres con la que tengo un fuerte vínculo emocional”, por cierto) paguen un pastón para contribuir al bienestar social.

Otra cuestión importante es que, muchas veces, se mete en este revoltijo una queja que no tiene nada que ver con el ISD. Me refiero al llamado "impuesto sobre la plusvalía", que en realidad se denomina Impuesto sobre el Incremento del Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana. Es un impuesto municipal, que convive con el ISD (que es autonómico), y que grava exactamente lo que dice su nombre: el incremento del valor que ha tenido un inmueble urbano desde que su dueño lo compra hasta que se muere. Este impuesto se confunde con el de Sucesiones porque se devenga a la vez, pero es otro tributo distinto. Es bastante más criticable que el ISD, entre otras cosas porque se basa en una presunta estimación objetiva a partir de datos catastrales (2) y eso genera situaciones de injusticia.

Dicho esto: sí, el impuesto de sucesiones es, como todo, mejorable. Por ejemplo, se producen agravios comparativos entre Comunidades Autónomas, y eso es un hecho (3). También sería necesario potenciar la información sobre las bonificaciones y fraccionamientos que existen, para que nadie acabe pagando de más. Y seguro que hay otros mil detalles que se pueden revisar. Vamos, que cualquier idea para reformar el ISD y hacerlo más justo será bienvenida.

Pero no me vengáis con trampitas dialécticas. Si queréis mejorar el impuesto, bien. Si queréis usar los fallos y carencias que tiene para engrosar una argumentación liberal al servicio de las grandes fortunas, me parece a mí que tenemos poco de lo que hablar. Porque el Impuesto de Sucesiones es una herramienta de política fiscal muy útil para redistribuir la riqueza y para que pague más el que más tiene.






(1) Algunas de las posibilidades mencionadas en este párrafo son estatales y otras se refieren sólo a Andalucía. Sin embargo, cada Comunidad Autónoma tiene su ley reguladora del ISD y muchas han establecido beneficios similares.

(2) Se supone que el impuesto grava el aumento del valor de las fincas. Pero dicho aumento se calcula tomando el valor catastral (que puede no tener nada que ver con el real) y aplicándole unos porcentajes que varían según el número de años que se ha poseído el bien.

(3) Aunque ya adelanto que mi receta para solucionar esos agravios es que todos nos acerquemos a Andalucía, no que todos nos acerquemos a Madrid.




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martes, 7 de febrero de 2017

Los grados penitenciarios

Es común, cuando alguien mediático entra en la cárcel (sea el asesino del hacha o el corrupto de los miles de millones), que la prensa incluya una breve referencia al grado penitenciario en que será clasificado. Esto nos permite jugosos comentarios para analizar la situación del país (“fíjate, con todo lo que ha robado y en tercer grado”), pero no nos enseña cuándo se impone cada grado ni qué significa. Por ello, voy a dedicar unas líneas a los grados penitenciarios.

Empecemos por el principio: la cárcel, que es la pena principal de nuestro sistema, tiene que tener contenido rehabilitador. Debe servir para que el preso salga convertido en un miembro útil y productivo de la sociedad, que no vuelva a delinquir. Este enfoque está desactualizado, por una variedad de razones que darían para otro post (1), pero sigue siendo lo mejor que tenemos. Cada preso tiene derecho a acceder a recursos que le permitan superar las condiciones que le han llevado a delinquir. Estos recursos son de lo más variados: educación secundaria o superior, deshabituación de drogas, oportunidades laborales, terapia psicológica, etc.

Todas estas medidas reciben el nombre común de “tratamiento”. Como hemos visto, se supone que cada recluso tiene que ser valorado y recibir un tratamiento individualizado. Pues bien, la clasificación en tres grados es una herramienta que sirve para este objetivo individualizador: un sujeto que esté en primer grado necesitará un tratamiento muy completo e incisivo, mientras que otro que esté en tercero apenas requerirá medida alguna.

“Pero espera”, podríais decirme, “yo creía que lo del tercer grado era que podías salir durante el día y esas cosas”. Efectivamente, a eso vamos: resulta que a cada grado de tratamiento va asociado un determinado régimen de vida. Y, como apenas hay dinero para garantizar tratamientos decentes, la lógica se invierte: la clasificación en tal o cual grado depende más de lo que el reo merezca estar en el régimen de vida correspondiente (por su conducta, por el delito que ha cometido, etc.) que del tratamiento que necesite. En otras palabras: si es bueno, le clasificarán en tercer grado todo lo rápido que se pueda.

La asociación tratamiento / régimen es la siguiente:

  • Primer grado / régimen cerrado: es el de los presos más peligrosos. Consiste básicamente en un encierro en condiciones de aislamiento, con unas pocas horas de patio al día y comunicaciones restringidas.
  • Segundo grado / régimen ordinario: es, como su nombre indica, el que se aplica a la mayoría de los presos. Éstos pueden moverse por el centro penitenciario, aunque deben cumplir un horario y pasar las ocho horas de pernocta dentro de su celda.
  • Tercer grado / régimen abierto: es el de aquellos presos que están casi preparados para vivir en libertad. Los reos deben dormir en el centro, pero por lo demás son libres. Incluso es posible que se les conceda la libertad completa, si acceden a llevar una pulsera localizadora.

La clasificación en uno u otro grado, así como las progresiones y regresiones, se hace según las condiciones de cada reo. Esto quiere decir que es perfectamente posible que un preso quede clasificado en tercer grado desde el primer momento. Sin embargo, distintas reformas legales han ido sumando requisitos para acceder a este grado: por ejemplo, se exige que se pague la responsabilidad civil, se puede ordenar que se cumpla la mitad de la pena, etc. Estas medidas se han ido tomando por una pura razón de populismo punitivo, y suponen la quiebra del sistema individualizador. 

Y luego está la libertad condicional. La libertad condicional es aquella etapa en la cual se libera por completo al reo, que puede ya empezar a planificar su vida sin la necesidad de pernoctar cada noche en la prisión. Sin embargo, eso no quiere decir que ya haya cumplido la pena: al contrario, la cumple fuera de los muros de la prisión. Es el último paso, la culminación del proceso de cumplimiento, y por ello no es posible clasificar a un peso inicialmente en libertad condicional (2). Se solía decir que la libertad condicional era un “cuarto grado”, caracterizado por la ausencia de tratamiento (lo que se buscaba era precisamente probar que éste había funcionado) y por la libertad ambulatoria total.

Ahora ya no es así. La profunda reforma penal de 2015, en el marco de la llamada Ley Mordaza, se cargó la libertad condicional. Sigue habiendo un periodo que se llama así, pero es otra cosa distinta: un tiempo en el cual la pena queda suspendida o, en otras palabras, deja de ejecutarse. ¿Qué quiere decir esto? Veámoslo con un ejemplo. Supongamos a un delincuente al que le quedan tres años para terminar de cumplir su condena. Le conceden la libertad condicional y, pasado un año, comete un delito. Con la regulación anterior a la Ley Mordaza, ese año de libertad condicional era un año redimido. El nuevo delito muestra que el tratamiento no ha funcionado y obliga a ingresarle en prisión durante los dos años que quedan, pero el año que ha pasado fuera se le cuenta como cumplido. Con la Ley Mordaza ya no es así: la pena no se estaba cumpliendo sino que simplemente había quedado suspendida. Con el nuevo delito volvemos a la casilla de salida: le siguen quedando tres años de cárcel.

Precioso, ¿eh? En 2015, el legislador buscó que ningún día pasado fuera de la cárcel fuera un día de pena redimido (3). La libertad condicional cambia por completo de signo: pasa de ser una prueba de confianza a una prueba de desconfianza, regulada bajo la presunción de que el reo va a volver a delinquir. Cualquier error puede hacer que se pierda todo lo ganado. Además, su transformación en un periodo de suspensión de la pena permite locuras tales como que te puedan imponer un periodo de libertad condicional más largo que el tiempo de pena que te queda por cumplir (4).

Esta mutación en la naturaleza de la libertad condicional (de “cuarto grado” penitenciario a fase de suspensión de la pena) la ensayaron primero con terroristas. Fue introducida en 2003 sólo para quienes estuvieran condenados por delitos de terrorismo. Como no despertó gran oposición, en 2015 la generalizaron.

Y aquí es donde viene la moraleja de la historia: la norma penal durísima de hoy será la norma penal normal de mañana. Lo que hoy es excepcional, está muy controlado y sólo se va a usará contra los tipos malos malos de verdad, mañana será normal y se aplicará a todos los delitos. Esto es así siempre y sin excepciones. Por eso mismo, haceos un favor y no apoyéis endurecimientos penales. Porque nunca sabéis cuándo se van a volver contra vosotros.






(1) Algunas de ellas son que es clasista, que la cárcel no es un lugar apropiado para resocializar a nadie (precisamente porque es un entorno con reglas muy distintas a las de la sociedad exterior) y que la decisión última de someterse a los programas de reeducación es del reo.

(2) Como regla general, para clasificar a alguien en libertad condicional es necesario que haya cumplido las 3/4 partes de la condena, aunque existen beneficios penitenciarios que permiten rebajar este periodo. Como mínimo absoluto, tiene que haber cumplido la mitad.

(3) No sólo se cargó la libertad condicional, sino que cercenó la posibilidad de sustituir las penas cortas de prisión por una multa o unos trabajos en beneficio de la comunidad. Ahora, si te condenan a prisión, la única forma de librarte físicamente de la cárcel es acceder a una de las modalidades de suspensión, como la libertad condicional. Y claro, eso significa lo que hemos dicho: que al mínimo error, la pena sigue ejecutándose desde donde estaba.

(4) En serio. Supongamos un penado al que le queda un año de prisión. Le pueden imponer una libertad condicional de, por ejemplo, tres años. Si en cualquier momento de este periodo delinque, vuelve a la cárcel y le sigue quedando un año de prisión.


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