domingo, 29 de abril de 2012

¿Por qué los liberales son conservadores?


En España el término “liberal” se ha cargado de siniestras connotaciones. Se asocia con personas que no sólo buscan un Estado mínimo sino que son descaradamente conservadores y elitistas. En definitiva, se asocian al liberalismo medidas como la eliminación del matrimonio entre personas del mismo sexo, la protección institucional de la Iglesia católica o la promulgación de leyes fiscales favorables a los ricos (SICAV, amnistía...), cuando lo cierto es que esas medidas proceden de una tradición intelectual distinta y mucho más pobre, la del conservadurismo. Ambos términos parecen estar indisolublemente unidos, y quiero explicar por qué: mi tesis principal es que, aunque son tesis en principio contrapuestas, suelen reunirse en las mismas personas. Pero empecemos por el principio.

Los filósofos de la política suelen construir sus tesis con la finalidad de defender un valor que consideran supremo: la libertad, la utilidad, la igualdad, la identidad, la capacidad, etc. Una vez discutida la validez de cualquiera de esos bienes para fundar una teoría de la justicia robusta, el siguiente paso es obvio: predicar su extensión en igualdad a todos los seres humanos. En este sentido amplio todos los teóricos de la justicia defienden la igualdad: simplemente no se ponen de acuerdo en qué debe ser igual para todos.

El bien que defienden los liberales es la libertad: todos tienen que tener un cierto acervo de derechos que pueden ejercer con plena libertad (libertad de conciencia, de credo, de expresión, de residencia, de circulación, de reunión, de asociación, etc., así como propiedad privada). Todos son iguales ante la ley, lo cual implica que no puede haber discriminación entre los sujetos que hay en el círculo de la moralidad: por eso todas las luchas de liberación que ha habido (abolicionismo, feminismo, movimiento por los derechos civiles, movimiento LGTB) han sido para ampliar ese círculo de la moralidad a personas inicialmente ajenas a él (esclavos, mujeres, negros, LGTB).

El liberalismo se detiene ahí, sin considerar las capacidades que hay detrás de esos derechos. O, lo que es lo mismo, le basta con concederle a todos libertad de conciencia sin pensar en todos los que no pueden formar una conciencia libre. Libertad de expresión, sin pensar en que habrá algunos que no sepan expresarse correctamente. Libertad de residencia, sin pensar en que existirán personas que vivan en chabolas. Como decía el revisor del tren en El viaje del profesor Caritat, “Puede usted pagar por permanecer en el tren o pagar por bajar al andén. En este país dejamos a la gente elegir”.

En definitiva, el liberalismo es ciego al hecho de que hay personas cuya capacidad para ejercer cualquier libertad es menor que la de otros, por lo que en la práctica su libertad es menor. O, en otras palabras, un iletrado trabajador fabril londinense no va a saber expresarse tan bien como un ilustrado profesor de Oxford, aunque los dos tengan en teoría la misma libertad de expresión. Un minusválido no puede ejercer su libertad de movimientos igual que alguien que no lo es, aunque ésta en principio sea la misma. Un pobre no puede elegir residencia con la misma libertad que un rico.

Este punto es importante porque es el nexo de unión entre las dos tradiciones. Como acabamos de ver, el liberalismo respeta las capacidades dadas por el contexto social. Al ser una ideología fuertemente meritocrática, asume que si alguien está por debajo de otro en capacidades es porque no puede llegar más alto, es decir, que es “natural” que esté así. Cuando este pensamiento irrumpe en la política europea, y después de los primeros estallidos revolucionarios, encuentra rápido acomodo entre las clases altas. Se viste muy pronto de un ropaje eclesiástico: si hay personas con menos capacidad para ejercer los derechos (sea esta incapacidad real o falsa, como en el caso de mujeres y negros) es porque Dios lo quiso así.

Muy pronto el liberalismo, que había empezado siendo una ideología liberadora, se vuelve conservador. Hay tentativas de recuperar un liberalismo progresista, más orientado a las capacidades, pero son superadas por la izquierda (como la alianza Lib-Lab en Gran Bretaña, que acabó con la quiebra total del Partido Liberal) o tienen que apoyarse en ésta (como en la Francia de la III República): los partidos liberales de izquierdas caían en una contradicción importante, pues atender a las capacidades implica dejar el liberalismo de lado. Por el contrario, el liberalismo conservador resulta más coherente.

Sin embargo, liberalismo y conservadurismo tienen programas políticos distintos. El liberalismo es laicista, librecambista y universalista; el conservadurismo es partidario de la posición institucional de la Iglesia Católica, proteccionista y particularista. ¿Cómo se articularon ambas ideologías en las cabezas de los liberales? Gracias a la increíble capacidad del ser humano para ser incoherente y al pragmatismo requerido en política: el pensamiento conservador pasó a guiar las cuestiones sociopolíticas mientras que el pensamiento liberal pasó a guiar (al menos parcialmente) el pensamiento económico.

Esta es la lógica que la mayoría de los autoproclamados liberales siguen hoy en día en España. Es la que define el pensamiento neoconservador, que en realidad no es otra cosa que la reedición de esa vieja alianza, consolidada por el hecho de que las elites económicas actuales han hecho su fortuna en un paradigma liberal globalizado. Y es contra la que se pretenden rebelar los teóricos neoliberales, que en realidad (y como ellos mismos dicen) no son otra cosa que liberales clásicos carentes de las limitaciones del conservadurismo. No es que yo apoye sus tesis, pero desde luego son bastante más coherentes e interesantes que el conservadurismo con olor a naftalina.

viernes, 27 de abril de 2012

Tarde de toros


La plaza estaba a reventar. No era para menos: toreaba el gran Juan Santos, prez del toreo, mejor matador del año, diestro entre los diestros, que desde que había tomado la alternativa se había elevado hasta el Olimpo de los toreros, hasta equipararse a grandes como Manolete, el Cordobés o José Tomás. La prensa específica era unánime: Santos superaba a todas esas leyendas. Su toreo, que incorporaba elementos tradicionales y nuevos, gustaba a todo el mundo: él solo había revitalizado el maltrecho arte de los toros, volviendo a popularizarlo. Las plazas se abarrotaban cuando él toreaba, y los revendedores ganaban más dinero con las entradas para verle que con las de los partidos entre el Madrid y el Barça.
Era el cuarto de la tarde, y Juan Santos había estado cumbre. Su manera de torear había puesto en pie a la plaza un total de seis veces. Ello permitió a una serie de figuras, sentadas en distintos puntos de la plaza, levantarse de su asiento sin ser advertidas y acercarse a la barrera. En el momento en que los encargados de la plaza se llevaban el cadáver, saltaron el burladero y pasaron a la arena.
Eran ocho, e iban vestidos de forma extraña. Uno de ellos llevaba una capa decimonónica y un antifaz. Otros tres llevaban sombrero y tres grandes lanzas, que posteriormente se descubrió que habían sido sustraídas del cubil de los picadores. Los otros cuatro, vestidos de blanco con brazalete rojo, no parecían ir armados.
El apoderado del torero, capitaneando a dos miembros del servicio de seguridad, se acercó a los invasores. Sin embargo, uno de los de blanco se abrió su gabán, sacó una uzi y le apuntó. La plaza contuvo el aliento, y tanto el apoderado como los dos gorilas se detuvieron: morir a tiros en la arena no entraba dentro de su sueldo.
Sin embargo, la atención del público estaba ya centrada en otro punto. Los cuatro de blanco se habían detenido, pero los demás invasores habían seguido avanzando hacia el torero. Éste, con la gran chulería que le caracterizaba, se dirigió a grandes pasos ante el enmascarado, que parecía el capitán de los invasores, exigiendo explicaciones. Sin embargo, su avance se vio brutalmente detenido, cuando uno de los tres piqueros le alanceó la corva.
El torero cayó al suelo, y de inmediato una segunda pica se le clavó en la espalda. Se revolvió, tratando de huir, pero los tres piqueros hacían bien su trabajo, y cuando intentaba salir siempre se encontraba con una de las lanzas dirigiéndose directamente hacia él. Se echó a llorar con el bramido de la multitud atronándole los oídos.
De repente, el enmascarado, que había estado observando toda la escena, hizo un gesto ampuloso. Los tres picadores pararon de inmediato. El capitán abrió su capa y mostró que, de forma inverosímil, llevaba una espada. La sacó, y el acero brilló al aire. La plaza enloqueció. ¡Aquél loco iba a matar a Juan Santos!
Sin embargo, el enmascarado cogió el arma con el que su rival había acogotado al cuarto de la tarde, que estaba tirada en el suelo, y se la lanzó al diestro.
-Lucha –le dijo.
Santos apenas podía levantarse. Los músculos de sus piernas estaban destrozados, y apenas podía tenerse en pie, pero aún así sostuvo la espada. El otro, en una posición perfecta de esgrima, le esperaba. Los tres picadores les rodeaban: cualquier posibilidad de huir estaba descartada. El torero, a la desesperada, hizo lo único que podía hacer: levantó la espada y cargó.
Durante unos tres segundos. Los que necesitó el enmascarado para hurtar su cuerpo de la trayectoria del enemigo y golpearle con el antebrazo. El torero volvió a caer al suelo, y soltó la espada.
-Recógela y lucha.
El diestro no podía más. Las lágrimas le impedían ver, y temía no ser capaz de matarse.
-Por favor…
-Lucha.
-No puedo…
-¡Lucha! –uno de los piqueros, a iniciativa de su capitán, alanceó al caído en la espalda.
Sacando fuerzas de donde no las había, Santos se levantó, agarró la espada y se dirigió, trastabillando, hacia su contrario. El otro simplemente hizo un movimiento displicente y de un golpe le arrebató el arma al diestro. Con mucho arte, se apartó de la trayectoria del tambaleante torero y le clavó la espada en un costado. El torero aulló, mientras la plaza rugía. Y luego, tres, cuatro, cinco pinchazos y pronto el torero estuvo en el suelo, herido en varios de sus órganos vitales y con la vida escapándosele por una decena de heridas.
Sólo entonces el enmascarado condescendió a acercarse al moribundo. Le tumbó boca arriba y se sentó en su pecho. Hizo una seña y uno de los picadores clavó su arma en la arena y agarró la cabeza al torero. La espada se alzó dos veces, cayó otras dos y entonces el torero ya no tenía las orejas. Sus berridos llenaron la plaza, pero su asesino no había terminado: mientras los otros dos piqueros sujetaban las piernas del torero, el espadachín rajó el pantalón y le cortó el rabo.
Y entonces ya fue la apoteosis. La Policía, que ya había llegado, irrumpió en la arena dispuesta a detener a los ocho miembros de la cuadrilla asesina, pero se vio superada. El público de la plaza, convertido en una marea humana henchida de sangre de hombre, se lanzó hacia la arena y rodeó al toreo. Uno de los mayores cronistas taurinos del país lloraba y le daba la mano al espadachín, llamándole “maestro”. Pero pronto se lo arrebataron: la muchedumbre alzó al torero de hombres y le sacó en hombros por la puerta grande.

miércoles, 18 de abril de 2012

Sobre las amenazas de la delegada del Gobierno

Dado que el 20 de abril no parece ser una fecha propiedad de los católicos, Cristina Cifuentes ha condescendido a no prohibirnos a los laicistas manifestarnos ese día. Sin embargo, en la resolución se hace una amenaza más propia de un matoncillo de barrio o de un macarra de recreativos que de toda una delegada del Gobierno. Concretamente se recuerda de manera un tanto impropia el artículo 525 CPE, que en su inciso 1 dice: 

1. Incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican.


Otro día argumentaré por qué es una locura mantener este tipo en nuestro Código. De momento, lo que quiero decir es que es una amenaza un tanto estéril: se está pretendiendo asustar a ciudadanos que ejercen sus derechos con el coco de un Derecho penal que no podría actuar más que en circunstancias muy concretas.

Me explico: en nuestro país, como en cualquier democracia liberal, las libertades fundamentales (como la de expresión) tienen fuerza expansiva. Eso quiere decir, grosso modo, que impregnan todos los ámbitos del Derecho y que ninguna autoridad puede desconocerlas u obviarlas, ni siquiera el legislador. A la hora de legislar tiene que ser proporcional: la defensa de otros bienes jurídicos (como los sentimientos religiosos) no puede vulnerar el contenido fundamental de los derechos.

¿Y ello qué implica, en nuestro caso? Que no se puede penar la blasfemia de forma genérica, porque cualquier cosa puede ser considerada blasfemia por creyentes más o menos extremos de una u otra religión. O, dicho de otra manera, que sólo se pueden penar los ataques deliberados a los sentimientos religiosos.

En la formulación del precepto es importante la preposición "para". El delito de escarnio se comete cuando hay un ánimo específico de escarnecer, no cuando se pronuncian palabras que otros consideran injuriosas. Es decir, cuando la expresión presuntamente escarnecedora haya sido pronunciada con otro animus (iocandi, criticandi, narrandi) diferente al iniuriandi no será punible, aunque se haya tratado de una expresión poco cortés o maleducada. En definitiva, que pasear una tetera por la calle con la evidente intención de parodiar (animus iocandi) no es en absoluto delito aunque pueda ofender a los meapilas.

Además, en un hipotético juicio sería el fiscal el que tendría que demostrar que existía ese animus iniuriandi que es necesario para castigar, y no hace falta decir que eso es algo muy difícil. Una cosa es probar el dolo (que el autor conocía el resultado de su acción delictiva y que lo quería); otra probar ánimos específicos como es el de escarnecer o injuriar. Y si el fiscal no lo prueba, se entiende que la presunción de inocencia no ha sido desvirtuada y no se puede condenar al acusado. Por eso probablemente Krahe sea absuelto de su acusación de escarnio por el vídeo del Cristo, y por eso las amenazas de Cristina Cifuentes no pasan de ser algo anecdótico.

martes, 17 de abril de 2012

¿Se puede juzgar al rey?

Portadean hoy los principales diarios españoles con la noticia de que el socio de Urdangarín ha inculpado al rey de una serie de gestiones a favor de su yerno hechas con Camps. Así que surge una pregunta: ¿se puede juzgar al rey? Bueno, en principio parece que no: el artículo 56.3 CE es claro cuando dice que “La persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Es decir, que el rey es irresponsable por sus actos: no se le puede hacer responder por ellos, ni jurídica ni políticamente. Por sus actos públicos (como jefe de Estado) responderán los ministros que los refrenden; por sus actos privados (como ciudadano) no responderá nadie.

Ahora bien, ¿hasta dónde llega esa inviolabilidad? Es obvio que el rey no puede ser condenado, pero no lo es tanto que no pueda ser objeto de todos o alguno de los actos del juicio anteriores a la sentencia. Veámoslo.

Un juicio penal tiene dos grandes fases. La primera es la de instrucción (donde se forma el sumario), que tiene como objetivo averiguar qué ha pasado. No busca probar hechos, sino tener un relato más o menos coherente de lo sucedido: sobre éste, las partes probarán y debatirán. Una vez terminado el sumario, y siempre que el juez de Instrucción haya visto indicios de delito, se abre la segunda fase: el juicio oral o plenario, en el que las partes proponen prueba y argumentan jurídicamente, y que termina con sentencia condenatoria o absolutoria. Esta segunda fase no la lleva el juez de Instrucción sino el juez de lo Penal, la Audiencia Provincial o el Tribunal del Jurado según la naturaleza de los delitos.

Pues bien: a mí me resulta claro que el rey puede ser sometido a la investigación propia de la primera fase. En primer lugar, porque el rey no está exento de cumplir la ley, sino de responder por sus incumplimientos. Es una distinción muy sutil, pero que hace que si el monarca viola la ley esa violación sea un verdadero acto ilegal... sólo que no responderá por ella, cosa que podría perfectamente ser apreciada en el auto que termine el sumario, después de hacer toda la investigación.

Pero hay una segunda razón, más importante, por la cual convendría realizar investigaciones sobre el rey: porque se le está acusando de un delito en el que hay implicadas toda una serie de personas (según el titular, Urdangarín, su socio y Camps): ¿y si hubiera más implicados que aún no conocemos? ¿Y si el rey tuviera más pruebas contra los implicados que ya conocemos? Se trata de personas que no están amparadas por la inviolabilidad real, y dejar de investigar al rey podría conducir a su impunidad o a condenas inferiores a las que merecen, algo que no tiene ningún sentido jurídico.

Por ello, es claro que el rey puede ser investigado en la fase de instrucción. Sin embargo, también lo es que, cuando termine el sumario, el juez de Instrucción debe declarar el sobreseimiento libre del monarca, porque estamos en el supuesto de los artículos 637.3 y 640 LECrim: el rey está indudablemente exento de responsabilidad criminal por obra del artículo 56.3 CE, y por ello su caso no podría pasar al juicio oral.

No nos engañemos: en este país el rey no va a sufrir la instrucción de ningún procedimiento judicial. Pero he querido aclarar que perfectamente podría sufrirlo para, con suerte, convencer a quienes sólo han visto en este asunto el artículo 56.3 CE.

domingo, 1 de abril de 2012

Ateísmo gilipollas

Un buen escéptico tiene que ser crítico, ante todo, con los actos de la gente de su bando. Por ello, en diferentes medios he criticado cosas como la posible complicidad de James Randi con un caso de inmigración ilegal o la propuesta de construir un templo ateo en el centro de Londres. Hoy le toca el turno a David Osorio, autor de un blog escéptico, que hace unos días publicitaba ufano que él y unos amigos suyos se metieron en una iglesia y parodiaron una confesión mientras los fieles allí presentes celebraban una eucaristía.

[Entre que vi su blog y escribí esta entrada ha puesto un disclaimer donde se descarga de responsabilidad y entiende que el acto fue descortés. Los siguientes párrafos deben leerse, por tanto, no como crítica a Osorio sino a las verdaderas personas que tomaron parte en la anécdota y a su actitud]

El acto en sí es una machada, una infantilada que no conduce a ningún sitio. Osorio se precia de saber conocer la diferencia entre el derecho a la libertad religiosa (que ningún demócrata liberal puede cuestionar so pena de perder cualquier clase de credibilidad que tenga) y el contenido de dicha libertad (que admite críticas y burlas en ejercicio de la libertad de expresión). Sin embargo, sus actos demuestran que no lo conoce tan bien: interrumpir una ceremonia religiosa es sin duda un ataque a la libertad religiosa en su sentido externo, es decir, al derecho a participar en ritos religiosos sin ser molestado ni coaccionado en contra.

La libertad religiosa no consta sólo de la vertiente interna de creer en dioses sino también de contenidos externos como pueden ser la participación en actos de culto, la recepción y emisión de información sobre su religión o la asistencia religiosa. En cuanto a los actos de culto, dado que se suelen hacer colectivamente, están amparados por otra libertad constitucional: la de reunión. A este respecto resulta ilustrativo el artículo 2 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa española, especialmente cuando dice lo de la “inmunidad de coacción”.

Sin embargo, supongamos que la iglesia hubiera estado vacía, que no hubiera habido fieles dentro. Aún entonces no apruebo realizar la parodia de confesión, aunque ahora más por un argumento ético que jurídico. No se habría visto vulnerado derecho alguno, por lo que el hecho no debería ser punible (aunque en España lo es), pero desde luego no hubiera sido algo bueno para la causa del laicismo. Me explico: lo que cualquier ateo demócrata quiere es la laicidad del Estado, es decir, que las creencias queden en el ámbito de lo privado y lo social sin pasar a ser patrocinadas por el Estado. Por ello, resulta una grave incongruencia entrar en ese mismo ámbito privado como un elefante en una cacharrería.

Me cuesta hablar aquí de “falta de respeto”, porque lo cierto es que yo no tengo respeto alguno hacia las religiones. Sin embargo, entiendo que la irrupción de personas en una iglesia para burlarse de las creencias profesadas en esa misma iglesia pique a los creyentes, porque es una descortesía patente. Es como si se mete alguien en tu casa a burlarse constantemente de tu modo de vida, tu sexualidad o tu manera de cocinar huevos fritos: esa persona no estará vulnerando tus derechos y podrá emitir legítimamente sus opiniones, pero desde luego puede irse un poquito a la mierda. Creo que esto mismo es lo que muchos pensamos cuando un cura opina sobre cuestiones tan personales como el aborto, los anticonceptivos o la eutanasia.

Los perpetradores de esta gamberrada están actuando como una especie de iglesia atea: meterse en la vida privada de las personas a criticar sin que nadie les haya invitado es muy clerical, y de hecho las confesiones lo hacen a menudo. Una cosa es criticar y burlarse de las religiones y otra pasar al ad hominem, al ataque a la convivencia y a la descortesía sin razón. La anécdota me plantea la pregunta de si de verdad los ateos estamos dispuestos a vivir así, metiéndonos en la vida privada de los demás y envenenando la convivencia social. ¿Que los obispos hacen exactamente eso? Por supuesto, y seré el primero que les critique por ello, pero lo que desde luego no voy a hacer es copiarles la conducta.