jueves, 29 de febrero de 2024

Estoy sin médico

«En estos momentos no es posible gestionar su cita. Contacte con su centro de salud». Esto es lo que me dice la aplicación de gestión de citas sanitarias de la Comunidad de Madrid cada vez que intento pedir una con mi médico de familia. Claro, contactar con el centro de salud es una odisea en sí misma, porque el teléfono que sale en la web es en realidad el de una centralita de la Comunidad de Madrid llevada por un robot muy inútil y por unos operarios muy estresados y que se enfadan bastante cuando descubren que crees que has llamado a tu centro de salud. Así que, en el momento presente, no tengo médico.

En septiembre estuve en Galicia. Me traje experiencias inolvidables, recuerdos gratos, unas cuantas fotos y una fascitis plantar cojonuda en el pie derecho. La fascia es una banda de tejido que conecta el hueso del talón con los dedos de los pies. La fascitis es su inflamación. Se trata de una afección que causa un dolor punzante cada vez que uno pisa con el pie afectado, especialmente en la parte del talón, aunque en mi caso se extendía por toda la planta. Algunas de sus causas son caminar demasiado y sobre superficies duras (ah, las bellas calles de Galicia), tener obesidad (sí soy) y usar zapatos con suelas blandas o finas (las botas de Vimes atacan de nuevo).

Durante los primeros meses pasé de ir al médico. Ya sabía lo que me iba a decir: que adelgazara, que usara zapatos mejores, que tomara Ibuprofeno, que hiciera estiramientos y que me pusiera hielo. Y todas esas cosas ya las estaba haciendo. Pero allá por diciembre, y en vista de que la cosa no mejoraba, decidí pedir cita con mi médico de cabecera. El que fuera. Porque durante todo 2023 había pedido cita en varias ocasiones, y nunca me había tocado el mismo. Pero esta vez ni cita dentro de tres semanas ni médico nuevo. «En estos momentos no es posible gestionar su cita. Contacte con su centro de salud».

Estos momentos se han extendido hasta febrero, y más que se van a extender. Porque mi centro de salud es el Vicente Soldevilla, en Vallecas. Si no estás atento a las noticias sobre la gestión sanitaria de Madrid (cosa que entiendo), te cuento que este centro de salud atiende a 30.000 personas en el barrio de San Diego, uno de los más pobres de Madrid: es el segundo barrio con menos renta media anual de la ciudad. Sin embargo, históricamente el centro de salud ha funcionado bastante bien: tenía muchos servicios, se daban citas con rapidez, los profesionales eran estables, etc.

Además, siempre fue un modelo de atención comunitaria. He encontrado un artículo de fecha tan temprana como 1993 en el que se lo utiliza como caso de estudio de organización de un centro de salud a partir de la participación ciudadana. En él se reúne la Mesa de Salud Comunitaria, una reunión de profesionales sanitarios y sociales, asociaciones y entidades vecinales. Se han hecho incluso documentales sobre la forma en que lo social y lo sanitario se entrelazaban en este consultorio.

En pandemia todo cambió. Las condiciones laborales empeoraron rápidamente. Empezaron a faltar profesionales, a no cubrirse bajas, a tensarse las relaciones entre un personal saturado y unos pacientes que dirigían su comprensible rabia a quien no procedía. Ya a finales de 2021 El País hablaba de muerte lenta del centro y de situación especialmente caótica. En noviembre de ese año, quedaban cinco de ocho médicos del turno de mañana y dos de ocho del turno de tarde (que era, por cierto, el que me atendía a mí), aunque luego metieron algún refuerzo puntual. Cada médico faltante son unos 1.700 pacientes que tienen que repartirse los demás profesionales, y llega un momento en que el reparto es imposible.

Vallecas es un barrio de lucha. Los profesionales empezaron a colgar carteles explicando la situación (carteles que la gerencia ordenó retirar por ser políticos) y se montaron manifestaciones. Pero las manifestaciones no sirvieron de gran cosa, porque la demolición de los servicios públicos no es un error ni una mala gestión: es el objetivo de nuestra presidenta autonómica. Las condiciones laborales en sanidad son cada vez peores, y estos problemas se ceban especialmente en los centros de barrios más desfavorecidos. Es lo que busca. No se la va a convencer exponiendo la discriminación que supone y los problemas a los que aboca a la población de estos barrios, porque son justo esos efectos los que quiere generar.

A finales de 2023, cuando a mí ya me saltaba el mensaje que me urgía a contactar con el centro de salud, quedaban solo dos médicos de tarde, Daniel García y Beatriz Arribas, ambos con reducción de jornada por cuidado de menores. En enero de 2024, se resolvieron solicitudes de movilidad y Arribas se fue. García, único médico que quedaba en este turno, presentó su dimisión. Por supuesto, el personal de enfermería también se está largando, porque a ver quién quiere trabajar en estas condiciones. A fecha de hoy, y de acuerdo con el último artículo enlazado, cerca de un tercio de los pacientes del Soldevilla no tenemos médico ni lo vamos a tener.

La sensación psicológica de estar sin médico es muy rara. Por suerte yo no soy una persona que necesite con frecuencia los servicios del médico de cabecera: soy relativamente joven y mi salud es buena, salvo por ciertos problemas crónicos que ya están en seguimiento por especialistas. Pero aun así me siento como si me hubieran segado la hierba bajo los pies, como si me hubieran quitado un apoyo básico que no sabía que necesitaba y ahora mi paso fuera mucho menos firme.

Los servicios públicos proporcionan un entorno seguro. Al margen de la concreta atención que presten a los casos que la necesiten, nos permiten ir por la vida sabiendo que hay ciertas prestaciones a las que podremos acceder. Siempre voy a poder ir a la sanidad, siempre podré optar aunque sea a un subsidio de desempleo o jubilación, mis hipotéticos hijos siempre tendrán plaza en la educación pública. En mejores o en peores condiciones, con más o menos masificación, pero todo eso está ahí, reduciendo la incertidumbre de nuestras vidas y permitiéndonos hacer planes. No me voy a tener que hipotecar ni depender de un crowdfunding si me detectan un cáncer.

Cuando un servicio público se corta de raíz (no es que funcione mal o de manera deficiente: es que no lo hay) ese entorno seguro se rompe. Si yo ahora mismo tengo un problema médico, solo me quedan las urgencias y rezar porque el médico que me toque no sea de esos a los que les gusta airear en redes las intimidades de sus pacientes para quejarse de un mal uso del sistema. Ya no puedo pedir una cita para que me miren esa fascitis, ese dolor inespecífico, esa tos que no acaba de irse o ese leve problema de audición. Nadie va a hacerme seguimiento y a controlar que las cosas leves no vayan a más. Me siento, de alguna manera, un poco más cerca del abismo.

Se me podría decir que estoy exagerando. «¿Y por qué no te cambias de médico?» Bueno, es factible, varios de mis amigos del barrio ya se han ido a otro ambulatorio, es hacer un trámite. Pero me jode tener que tomar esa decisión, porque es el siguiente paso en la degradación de mi centro de salud: cuando ese tercio de pacientes del Soldevilla que estamos sin profesional nos hayamos distribuido por otros consultorios, ¿para qué van a poner más médicos? Lo reformularán como centro solo de mañanas o algo así, y seguirán empeorando las condiciones. Así, poco a poco, hasta que lo cierren.

Además, tampoco es tan fácil. Una amiga que intentó hacer el cambio de centro hace poco ya tuvo problemas, porque, como es evidente, los diez mil pacientes desatendidos del Soldevilla no pueden distribuirse entre los consultorios cercanos sin provocar, a su vez, que estos colapsen. Si intentas pedir un médico cuyo cupo ya está sobrepasado, es posible que te rechacen y te cueste salir del atolladero. La siguiente opción es, directamente, buscar un centro de salud de un barrio rico al que pueda llegar con facilidad en transporte público, pero me hace más bien poca gracia.

Un paso intermedio podría ser, aprovechando mis circunstancias particulares, quedarme en el Vicente Soldevilla pero pasarme al turno de mañana. Será lo que acabe haciendo. O intentando. Porque claro, si los centros de salud cercanos al Soldevilla se están colapsando ya, ¿cómo estará el turno de mañana (al que, recordemos, le lleva faltando personal desde 2021, si bien de forma menos dramática que al de tarde)?

Así que aquí estoy. Sin médico asignado. Una situación que, la verdad, nunca pensé que pudiera darse, pero no sabemos hasta qué punto puede llegar la degradación de los servicios públicos para quienes vivimos en barrios desfavorecidos.

 


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lunes, 19 de febrero de 2024

La reforma del artículo 49 CE

Es curioso que, en este ambiente de crispación perpetua, cuando sale algo que tiene el acuerdo de los dos grandes partidos apenas nos enteramos. ¿Vosotros sabíais que anteayer entró en vigor una reforma de la Constitución? Yo sabía que se estaba tramitando, pero si no llega a ser porque sigo en Twitter al Ministerio de Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes y tengo activadas sus alertas (un residuo de cuando esa cuenta era solo la del Ministerio de Justicia y yo opositaba a cuerpos generales de justicia), no me habría enterado. El sábado colgó un enlace a la reforma recién aprobada, pero aparte de eso no he visto noticias; los principales diarios ni siquiera mencionan las palabras Constitución o constitucional en su portada. 

Vamos a explicar de qué va esa reforma (que, ya voy adelantando, es muy menor). Pero antes, un poco de contexto.

En España hay poca tradición de reformas constitucionales. Solo en dos casos (ahora tres) se ha modificado algún artículo de la Constitución. Y tiene sentido, porque la reforma de la Constitución requiere un acuerdo de los dos principales partidos, y en este país esto no siempre es fácil de conseguir, y menos cuando el PP está en la oposición.

Nuestra norma fundamental es rígida. Para reformarla hay que seguir uno de estos dos procedimientos:

  • Procedimiento ordinario. Requiere aprobación de ambas Cámaras, Congreso y Senado, por 3/5 cada una de ellas (es decir, 60% de diputados a favor y 60% de senadores a favor). Si no se obtiene, se crea una Comisión paritaria de diputados y senadores, que prepara un texto que somete de nuevo a ambas Cámaras. Si aun así no se obtiene esta mayoría, el Congreso puede aprobarla por 2/3 (66,66% de diputados) siempre que en el Senado haya salido al menos por mayoría absoluta (más del 50% de senadores). No se hace referéndum, salvo que lo soliciten un 10% de diputados o senadores.
  • Procedimiento agravado. Se aplica cuando se propone la revisión total de la Constitución, o reformas que afectan a sus partes más importantes: los principios básicos del Estado, los derechos fundamentales y la Corona. En este caso, ambas Cámaras deben aceptar la iniciativa de reforma por 2/3 (66,66% de diputados, 66,66% de senadores), luego disolverse y convocar elecciones. Las nuevas Cámaras ratifican la decisión y tramitan la reforma, que debe ser aprobada de nuevo por 2/3 de cada una. Después, el referéndum es obligatorio.

 

El procedimiento agravado no se ha usado nunca. Es obvio que está pensado para no usarse, porque requiere un nivel de acuerdo absurdamente elevado. De hecho, se dice a veces que la única forma de proclamar legalmente una república sería usar el procedimiento ordinario de reforma para cargarse el procedimiento agravado, y solo después tramitar la reforma constitucional.

Pero es que ya el procedimiento ordinario requiere unas mayorías importantísimas. Ni siquiera en las mayorías absolutas más grandes del país ha tenido nunca ningún partido 3/5 de los diputados (210 diputados): González tuvo 202 en 1982, Aznar tuvo 183 en 2000, Rajoy tuvo 185 en 2011. En el Senado sí que ha habido esas mayorías alguna vez, pero se requiere el acuerdo de ambas Cámaras. Por no hablar de la mayoría de 2/3 en el Congreso que se requiere en caso de que el Senado «solo» la apruebe con mayoría absoluta.

Nunca en España va a poder ningún partido pilotar él solo la reforma constitucional. Siempre requerirá el pacto. Lo cual era precisamente la idea de los constituyentes, y la principal razón por la cual no se han acometido más que tres reformas de la Constitución en los casi 50 años que lleva en vigor. Cuando se han logrado modificaciones ha sido, de hecho, por iniciativa de algún organismo internacional, que ha hecho que PP y PSOE cierren filas y tramiten la iniciativa a toda pastilla.

La primera reforma era necesaria para cumplir el derecho europeo. El artículo 13.2 establecía que los derechos electorales eran solo para los españoles, salvo un caso: a ciertos extranjeros residentes en España se les podía conceder el sufragio activo (derecho de voto) en las elecciones municipales, atendiendo a criterios de reciprocidad, es decir, siempre que su Estado reconozca el mismo derecho a los españoles. La reforma exigía que a estos extranjeros se les reconociera también el sufragio pasivo (derecho de presentarse como candidatos) en las elecciones municipales.

¿Por qué? Porque el tratado de Maastricht, firmado en febrero de 1992, establecía ese derecho: cualquier ciudadano europeo que viva en otro Estado puede tanto votar como presentarse como candidato en las municipales. En abril, el Gobierno preguntó al Tribunal Constitucional si este derecho era contrario a la Constitución española. El Tribunal Constitucional contestó que sí. Así que había que adaptar la Constitución o España no podía ratificar el tratado: el 7 de julio todos los grupos parlamentarios presentaron conjuntamente la iniciativa de reforma y el 28 de agosto, menos de dos meses después, entraba en vigor sin que nadie pidiera referéndum. Si cuando hay acuerdo todo es muy fácil.

La segunda reforma vino en 2011. En un contexto de crisis, recortes y rescates, se reformó el artículo 135 (que antes incluía apenas un par de normas sobre la deuda pública) para constitucionalizar el principio de estabilidad financiera, someter a todas las Administraciones a las normas de déficit de la UE y dar prioridad absoluta al pago de la deuda. Con esto se pretendía garantizar el pago de la deuda y así impedir rescates como el de Grecia. La iniciativa vino, una vez más, de la UE.

Se llegó a decir que esta reforma había sido aprobada con «agostidad y alevosía». El PSOE y el PP la propusieron conjuntamente el 26 de agosto, y el 27 de septiembre, apenas un mes después, estaba en vigor. Ambos partidos tenían más del 90% de diputados (ah, el bipartidismo) y, aunque en el Senado no era así, los partidos que podrían haber forzado un referéndum (recordemos, hay referéndum cuando lo piden el 10% de diputados o de senadores) no lo hicieron.

Y así llegamos a 2024, donde se ha acometido la tercera reforma constitucional de nuestra historia: la del artículo 49 de la Constitución. Este artículo se dedica a la protección de los discapacitados, y decía lo siguiente:

Los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos a los que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos.

Este artículo tenía dos problemas. El primero, obviamente, el lenguaje: no queda muy bonito lo de llamar disminuidos a la gente a la que quieres proteger. Y el segundo que, pese a la referencia al disfrute de los derechos, tiene todavía un enfoque muy asistencial, muy de «el Estado ayuda a estos pobrecitos», que se ha quedado desfasado.

Hoy en día, las normas sobre discapacidad han mejorado muchísimo. Ya no consideran la discapacidad una característica inherente al sujeto, sino algo que surge de la interacción entre las personas con deficiencias y las barreras que les limitan o impiden su participación en la sociedad. Es decir, ser ciego no es una discapacidad: lo que es una discapacidad es ser ciego en una sociedad sin libros en Braille y sin guías de voz para trámites. No tener piernas no es una discapacidad: lo que es una discapacidad es no tener piernas en una sociedad sin rampas para sillas. Y así sucesivamente.

En otras palabras, la discapacidad es una forma de discriminación. Y desde esta perspectiva, muy distinta a la del artículo 49 de la Constitución, está construido todo el derecho de discapacidad. A nivel internacional está la Convención de Nueva York de 2006, a la cual se adaptó España en una ley de 2011 y luego, más adelante, en otra de 2013. En 2018 se extendió el derecho de voto a las personas incapacitadas e internadas y en 2021 se abolió la propia institución de la incapacitación, que se sustituyó por una serie de medidas de apoyo. Es decir, normas que buscan ampliar la esfera de acción de las personas discapacitadas y reducir en lo posible estas barreras sociales. Y mientras tanto, el artículo 49 hablando de disminuidos.

La reforma del artículo 49 lleva años sobre la mesa. Las asociaciones lo exigían desde hacía años, pero solo a finales de 2018 el Gobierno de Pedro Sánchez, el recién salido de la moción de censura, aprobó el texto de la reforma y lo envió a las Cortes Generales. Todos sabemos lo que pasó después. En abril de 2019 se disolvieron anticipadamente las Cortes, se convocaron elecciones, no se pudo elegir presidente, hubo nuevas elecciones en noviembre y, para cuando tuvimos Gobierno, golpeó la pandemia. El año 2020 y la mitad de 2021 fue un estado de alarma constante (y en estado de alarma no se pueden proponer reformas constitucionales) y, cuando salimos de él, el PP estaba tan enquistado que ya era imposible aprobar cualquier cosa. Hablamos de esto en septiembre de 2022, pero ha sido necesario año y medio más para que salga.

¿Y qué dice el nuevo artículo 49? Pues nada muy novedoso:

1. Las personas con discapacidad ejercen los derechos previstos en este Título en condiciones de libertad e igualdad reales y efectivas. Se regulará por ley la protección especial que sea necesaria para dicho ejercicio.

2. Los poderes públicos impulsarán las políticas que garanticen la plena autonomía personal y la inclusión social de las personas con discapacidad, en entornos universalmente accesibles. Asimismo, fomentarán la participación de sus organizaciones, en los términos que la ley establezca. Se atenderán particularmente las necesidades específicas de las mujeres y los menores con discapacidad.

Elimina menciones insultantes, reconoce el enfoque de los derechos y la autonomía, constitucionaliza la accesibilidad universal, etc. Una reforma blanca, de pura actualización. Por supuesto, el partiducho nazi votó en contra (no les parecía bien lo de la particular atención a las mujeres, y también estaba el blablablá de que sería apoyar a un Gobierno ilegal y que atenta contra la Constitución), y curiosamente el PNV se abstuvo. Aparte de eso, todos los demás votaron a favor.

Evidentemente, no se ha pedido referéndum. Tampoco vamos a pasarnos de democráticos.

 

 


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sábado, 3 de febrero de 2024

Derecho y desigualdad

No sé si hay más imbéciles que nunca o es que yo les presto más atención, pero tengo la sensación de que cada vez empiezo más artículos hablando de uno con el que me crucé en Twitter. Pues adivinad. Un liberalazo argentino que da clases en la Universidad de Chicago (es decir, un imbécil) ha dicho que: «Unpopular opinion: el "derecho laboral" no debería existir. Ninguna "Cámara del Trabajo" debería existir». La Cámara del Trabajo es el nombre que adoptan allí sus tribunales laborales, y la nacional acaba de declarar inconstitucional la reforma laboral de Milei, por lo que los fachas locales están enfadadísimos. 

Esta afirmación no es solo la boutade de un tonto: es un reflejo profundo de cómo los liberales creen que es la sociedad y, por tanto, de cómo deberían ser las instituciones. Vamos a analizarla un poco.

Todo el mundo sabe que existen diferentes ramas del derecho. Puede que alguien no sepa lo que hacen o en qué se diferencian, pero sí tiene la idea de que el derecho civil, el derecho penal y el derecho laboral no son lo mismo. Lo que no es tan fácil, eso sí, es contar cuántas y cuáles ramas existen. El derecho de consumidores, por ejemplo, ¿es una rama autónoma o es parte de otra? Una forma de identificar esas ramas es acudir a las principales asignaturas de la carrera. Otra, algo más fiable, es ver el listado de jurisdicciones.

Una jurisdicción, orden jurisdiccional o fuero es el conjunto de tribunales que se ocupan de una cierta materia o conjunto de materias. Cada país tiene las jurisdicciones que considere, aunque son similares en todas partes. En España hay cuatro:

  • Civil, que se encarga de las relaciones entre personas y de todo lo no atribuido a otros órdenes.
  • Penal, que se encarga de juzgar los delitos y ejecutar las penas.
  • Contencioso-administrativo, que se encarga de los litigios contra la Administración.
  • Social, que se encarga de las materias laborales y de Seguridad Social.

 

La cosa es que estos órdenes jurisdiccionales no aparecieron de la nada, ni todos a la vez. Se fueron creando según iban siendo necesarios, en especial (y de esto va el artículo) según los Estados liberales pasaron a ser Estados democráticos y necesitaron gestionar situaciones de desigualdad.

Tras las revoluciones liberales, el sistema jurídico tenía básicamente dos ramas: civil y penal. La rama penal se encargaba de los delitos, y la civil de todo lo demás. Todo lo que no fuera un delito (es decir, un ataque grave a otra persona) se llevaba a los tribunales civiles y se sustanciaba por el derecho civil. Y esto ya prejuzgaba la solución, porque el derecho civil, al menos toda la parte de contratos y obligaciones, se basa en la igualdad de las partes.

El liberalismo político y económico está asentado sobre la idea de sujeto autónomo. Lo importante es que los ciudadanos sean capaces de definir su propia ética y marcarse sus propios objetivos vitales, y para ello es crucial que el Estado no intervenga. Los poderes públicos deben estructurarse de tal manera que nunca se metan en la vida privada de los individuos, y a estos se les deben garantizar ciertos derechos.

Esta perspectiva tiene ciertas asunciones implícitas. La más importante es que todos estos individuos son similares, que pueden entenderse entre ellos en plano de horizontalidad. Es decir, que todos están más o menos igual de formados e informados, que pueden negociar entre sí los contratos y poner y quitar las cláusulas que acuerden, que pueden elegir con quién contratar, que pueden presionarse parecido entre sí para obtener ventajas, y así sucesivamente.

Esto en parte se consigue, al principio, sacando de la categoría de individuos a mujeres, esclavos, extranjeros, criados domésticos, etc., ya que las relaciones privadas de opresión sobre estas personas son obvias. Y el liberalismo no puede admitirlas. Porque si aceptamos que hay individuos más poderosos que otros, que pueden obligar a los demás a cumplir su voluntad (es decir, si aceptamos que puede haber tiranías en lo privado, no solo en lo público) se nos cae todo el sistema. Si los acuerdos entre individuos no son libres, si la gente no tiene verdadera posibilidad de elegir, que el Estado no intervenga deja de ser una regulación ideal para pasar a ser casi un crimen.

Fue pasando el tiempo y este sistema liberal tuvo que admitir que hay casos donde las partes son desiguales. Primero apareció el derecho administrativo y la correlativa jurisdicción contencioso-administrativa, que se basa en la desigualdad de las partes, una desigualdad explícita y aceptada en la ley: la Administración tiene potestades que el ciudadano no. Eso exige una nueva regulación y unos nuevos tribunales que ventilen los conflictos que la misma genera.

El derecho administrativo y la jurisdicción contencioso-administrativa son creaciones del siglo XIX, y también es un poco lo máximo que el liberalismo puede aceptar. Que la Administración no puede relacionarse con los administrados por medio del derecho civil porque no es ni va a ser igual a ellos es casi un desarrollo lógico de la teoría liberal, que separa con radicalidad al Estado de los individuos. Hubo que esperar al siglo XX y a la evolución de los Estados democráticos para que las leyes admitieran la desigualdad entre particulares y respondieran en consonancia.

Hoy en día estamos muy acostumbrados a que el derecho tutele a la parte débil de una relación privada. El derecho antidiscriminación, por ejemplo, es una muestra de esta corriente. También lo es el derecho arrendaticio: en los alquileres de vivienda el inquilino no está tan protegido como nos gustaría, pero tiene unas cuantas defensas legales, como el plazo mínimo de estancia y la prohibición de subir los precios más del IPC durante esos años. Y tenemos también el derecho de consumidores, que se basa en una idea muy simple: cuando un particular contrata con una empresa, no puede negociar el contrato ni presionar a su contraparte, sino que le dan un conjunto cerrado de cláusulas y solo puede elegir entre firmarlas o no. Por ello, el derecho debe garantizar que esas cláusulas sean justas.

El derecho laboral es el rey de esta tendencia. Como hemos visto, se ha convertido en una rama jurídica propia, con sus propios tribunales (la jurisdicción social), igual que le pasó en su tiempo al derecho contencioso-administrativo. Se ha desgajado del antiguo tronco civil y ahora nadie diría que alguna vez fueron la misma cosa.

Cuando el trabajo estaba regulado por el derecho civil, la normativa era muy magra: el Código Civil dedica cinco artículos al «servicio de criados y trabajadores asalariados», en los que separa a los criados de labranza y artesanos de los criados domésticos, cuya situación es ligeramente mejor. Si el jefe es un empresario, el Código de Comercio dedica 22 artículos a sus trabajadores, que reciben los nombres de factor (gerencia de la empresa o establecimiento), dependiente (desempeño de alguna/s gestión/es propias del tráfico de la empresa) y mancebo (realización de operaciones mercantiles concretas). Puede uno imaginarse la cantidad de regulación que cabe ahí, y la calidad de la misma (1).

No vamos a comparar eso con lo que hay actualmente. Un Estatuto de los Trabajadores que reconoce la naturaleza desigual de la relación de trabajo y está lleno de medidas para paliarla (aunque no tantas como nos gustaría). Por debajo de este Estatuto, los convenios colectivos, cuyo proceso negociador y fuerza vinculante están garantizados por la Constitución. El reconocimiento del derecho de huelga y la libertad sindical como fundamentales. Una jurisdicción social que resuelve estos conflictos. Obviamente, la situación no es perfecta, pero los trabajadores ya no somos mancebos al servicio del factor de la empresa.

Quienes quieren eliminar el derecho laboral y los tribunales laborales buscan cargarse todo este siglo de avances. Enarbolan esa visión liberal que no concibe más opresión que la del Estado ni más violencia que la física directa («nadie te ha puesto una pistola en la cabeza para que tengas que trabajar ahí, puedes irte cuando quieras») y que considera que las desigualdades sociales son beneficiosas, porque incentivan a prosperar y tampoco son lo bastante graves como para detener a un individuo decidido que quiera hacerlo. Es decir, una visión ciega, completamente ajena al funcionamiento real del mundo. Y desde esa visión ciega, la propuesta es comprensible. Si dos particulares no pueden oprimirse ni coartarse la libertad entre sí, nos sobra toda legislación que proteja a una sobre otra.

Yo no sé cuál es la sociedad perfecta, pero sí me atrevo a decir que no vamos a llegar a ella dirigidos por ciegos.

 

 

 

(1) Tanto los artículos del Código Civil como los del Código de Comercio siguen en vigor, en el sentido de que ninguna norma los ha derogado expresamente. Sin embargo, han sido completamente superados por la normativa laboral y no se aplican.



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