El mundillo de los creadores de contenido fachas está, como no podría ser de otra manera, lleno de imbéciles. Digo que no podría ser de otra manera porque los creadores de contenido (término que odio) suelen ser gente bastante limitadita, o al menos finge serlo con envidiable capacidad. Por su parte, y aunque no quisiera yo generalizar sobre todo un grupo de sensibilidades políticas, muchos fachas tienden a ser más tontos que mis pelotas. Disculpen mi lenguaje.
La cosa es que el último bulazo que se ha montado esta caverna de mamarrachos es el siguiente: uno de ellos afirma haber registrado todo el lenguaje inclusivo. Ahora el lenguaje inclusivo es de su propiedad, y solo concede permiso para usarlo a los fachas para burlarse; los demás le tenemos que pagar.
Me lo imagino yendo todo orgulloso a contárselo a su madre y recibiendo la colleja correspondiente.
Empecemos por el principio: el idioma no es propiedad de nadie. Desde luego, no es propiedad de la RAE, a pesar de que esta venerable institución algunas veces se comporta como la dueña del cortijo. Pero tampoco es propiedad de los hablantes. A veces se usa la frase «la lengua es de la comunidad» para oponerse al prescriptivismo y destacar que los idiomas son sistemas abiertos que fluyen, pero, si nos atenemos a un estricto sentido jurídico, no es cierto.
Las palabras significan cosas. El derecho de propiedad implica una serie de facultades, lo que a veces se llama derecho de usar y abusar del bien. Si yo soy propietario de algo, puedo impedir al resto de personas que usen ese algo, o cobrarles por ello. Puedo celebrar contratos sobre esa cosa: venderla, alquilarla, prestarla, regalarla. Si me muero, la heredan mis descendientes. Si me la roban, puedo denunciar. Si me la expropian, me tienen que indemnizar. Todo eso está comprendido dentro del derecho de propiedad.
No hace falta ser un fino analista jurídico para darse cuenta de que nada de eso se aplica a la lengua. La comunidad de hablantes no puede impedir que otros la aprendan: incluso si hablamos de idiomas pequeños y cerrados, si alguien consigue aprenderlo no le puedes forzar a desaprenderlo. No se puede vender ni alquilar, no se puede robar, no se puede heredar. Cuando se muere mi padre yo no recibo sus conocimientos idiomáticos.
En definitiva, el lenguaje no es propiedad de nadie, sino otra cosa. Un patrimonio inmaterial que no se puede privatizar y del que nadie es dueño. Y eso nos lleva al meollo de la cuestión. Los registros públicos no son más que medios de defender la propiedad, creando un sistema que permite conocer quién es propietario de ciertos bienes o derechos. Si el lenguaje no puede ser propiedad, no puede registrarse.
Pero esto choca, al menos en apariencia, con una realidad: que hay formulaciones del lenguaje que sí son propiedad y que, por tanto, se registran. Eso es cierto. Existen la propiedad industrial y la propiedad intelectual. Así que la pregunta es obvia: ¿se puede registrar el lenguaje inclusivo bajo estas modalidades? Y la respuesta, me temo, también es obvia: no, claro que no. Cómo se va a poder.
La propiedad industrial es un término paraguas que agrupa varios derechos de uso exclusivo sobre creaciones inmateriales. Es decir, se le dispensa la misma protección que concede el derecho de propiedad a cosas que de otra forma sería difícil considerar como tal. Son los siguientes:
- Patentes y modelos de utilidad: protegen las invenciones, es decir, todos los productos y procedimientos que puedan reproducirse con fines industriales. Cualquier cosa que implique un adelanto en el estado de la técnica puede protegerse así.
- Marcas y nombres comerciales: protegen las denominaciones de productos y servicios.
- Diseños industriales: protegen la apariencia externa de los productos.
De estos tres tipos de propiedad industrial, el que parece aplicable es el de marca. Dice la Ley de Marcas que una marca es «todos los signos, especialmente las palabras (…), a condición de que tales signos sean apropiados para distinguir los productos o los servicios de una empresa de los de otras empresas».
Entonces, las marcas pueden estar formadas por palabras y frases. Pero la inversa no es cierta: no todas las palabras y frases pueden considerarse marca. Así, según el artículo 5.1.d, no pueden registrarse los signos «que se compongan exclusivamente de signos o indicaciones que se hayan convertido en habituales en el lenguaje común». Yo no puedo registrar como marca una palabra de uso común. Si buscáis ejemplos encontraréis muy repetido el de una empresa que vendía cervezas denominadas Madridista y Culé, cuya inscripción se denegó por este motivo. Otro: la marca de bollería Qe! solo pudo inscribirse después de quitar la U de la palabra y agregar el signo de exclamación.
Aun suponiendo que se lograra sortear ese escollo (se podría decir, por ejemplo, que las palabras inclusivas no han trascendido al lenguaje común), las cosas siguen sin ser sencillas para nuestro hipotético registrante. Para empezar, tiene que indicar los productos o servicios que va a designar cada una de las marcas que registre (artículo 12.1.d), y yo creo que se acaban antes los productos que las palabras. Para seguir, por cada marca registrada hay que pagar una tasa (artículo 12.2), lo cual ya disuade a cualquier desocupado que quiera ponerse a hacer el tonto con este tema.
Y luego está lo más gracioso de todo: que, incluso si supera todo esto, incluso si alguien tiene el dinero y la capacidad jurídica suficiente para inscribir a su nombre, como marcas, muchas palabras de lenguaje inclusivo, eso no significa que pueda prohibirnos usarlas o cobrarnos por ello. ¿O es que yo no puedo decir Coca-Cola? ¿O es que tengo que pagarle a Rowling cada vez que digo Harry Potter? ¿De repente es ilegal que escriba Mercadona? Qué va. Una marca concede el derecho exclusivo a usar ese signo en el mercado y, por tanto, a «prohibir a cualquier tercero el uso, sin su consentimiento, en el tráfico económico» de signos idénticos a la marca o de signos similares cuando haya posibilidad de confusión (artículo 34.2).
Es lógico. Lo que protege la legislación de marcas es el nombre de un producto o servicio. Yo no puedo llamar Coca-Cola a mi bebida (o, ya que estamos, a mi restaurante o a mi floristería), pero por supuesto que puedo usar esa palabra en mi día a día.
Queda cerrada la vía de la propiedad
industrial.
¿Y la de la propiedad intelectual, también llamada derechos de autor? Es la que está intentando ejercer el youtuber en cuestión. Afirma haber escrito un libro formado por cientos y cientos de palabras en lenguaje inclusivo, escritas en sus tres versiones: con e, con x y con @. Por tanto, esto le dotaría de un derecho a prohibir que el resto las use sin que él les dé permiso.
Eso es como si Arturo Pérez-Reverte pretendiera impedirnos usar las palabras «hombre», «honesto», «piadoso» y «valiente» solo porque salen en la primera línea de El capitán Alatriste, obra escrita por él y registrada a su nombre en el Registro de la Propiedad Intelectual. Un absoluto sinsentido y, de nuevo, no hace falta ser jurista para verlo.
La Ley de Propiedad Intelectual se aplica a obras literarias, artísticas o científicas, y establece que los derechos de autor corresponden «al autor por el solo hecho de su creación» (artículo 1). Lo que se protege es la obra en sí, es decir, las «creaciones originales (…) expresadas por cualquier medio o soporte, tangible o intangible, actualmente conocido o que se invente en el futuro».
La obra es el libro completo o, al menos, partes notables o reconocibles del mismo, no cada una de las palabras individuales que lo componen. Por ejemplo, si yo me atribuyo la frase «No era el hombre más honesto y el más piadoso, pero era un hombre valiente», estoy vulnerando la propiedad intelectual de Arturo Pérez-Reverte (1): es lo que llamamos un plagio. Por el contrario, si me invento la frase «Prefiero que un hombre sea honesto o piadoso a que sea valiente», que tiene unos ladrillos similares, no estoy vulnerando la propiedad de nadie ni hay nada que se parezca a un plagio.
Volviendo al caso que analizamos, no hay vulneración de la propiedad intelectual si yo escribo cualquiera de las palabras inclusivas que este youtuber ha escrito en el libro que está registrado a su nombre. Tampoco la hay si repito las frases y párrafos de su libro, pero no me las atribuyo, sino que las cito adecuadamente. Y, por ser como es la propiedad intelectual, lo que no puede hacer el autor es conceder el derecho de cita solo a algunas personas y para algunos propósitos: una vez existe el libro, todos podemos citarlo de la manera prevista en la ley.
Ojo, a este respecto da igual que las palabras se las invente el autor o no, porque lo que importa es su combinación en frases hasta formar una obra. Si yo escribo un libro lleno de palabras que me he inventado desde cero, el resultado tiene exactamente la misma protección que si me atengo al viejo y resobado diccionario de la RAE. Hago esta última advertencia porque ya he visto a algún fan decir que esas palabras se las ha inventado él. No es cierto (cambiar el morfema de género a una palabra ya existente es algo que dista mucho de inventar un nuevo término, incluso aunque nadie haya usado antes la palabra que resulte), pero aunque lo fuera daría igual.
Queda cerrada, por tanto, la vía de la propiedad intelectual. Y si el lenguaje inclusivo no puede registrarse ni como propiedad intelectual ni como propiedad industrial es que no puede registrarse de ninguna manera. Se trata de un intento inane, es decir, y de nuevo según nuestra poco admirada RAE (2), vano, fútil e inútil. Pero que dará que hablar unos días.
Mira, en eso sí son buenos los creadores
de contenido fachas.
(1) Mil perdones, don Arturo, ya sabe que aquí lo estimamos.
(2) Mil perdones, doña RAE, ya sabe
que aquí la estimamos.
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