Antes de que empezara todo el sainete del PP (el cual analicé de manera absolutamente errónea en el artículo anterior), estábamos todos indignadísimos por la sentencia que había absuelto al periodista de OKDiario que acosó a los hijos de Pablo Iglesias e Irene Montero. En especial el argumento de «como son niños no se enteran del acoso» nos resultaba inaceptable. Una semana después, y aunque a nadie le interesa ya, podemos analizar la sentencia un poco más en serio.
Los hechos probados son los siguientes: el acusado, Alejandro Sanmiguel, periodista, se enteró de que los dos hijos de Iglesias y Montero acudían a cierta vivienda a ser cuidados por una mujer. Con intención de investigar las condiciones de trabajo de dicha cuidadora, a la que la sentencia anonimiza como «Covadonga», hace lo siguiente:
- Se persona en la vivienda, llama al telefonillo varias veces y se marcha cuando no le abren (7 de noviembre de 2019).
- Llama unas cuatro o cinco veces a Covadonga, sin que ella conteste (días siguientes).
- Vigila la casa de Covadonga desde un coche (14 de noviembre).
- Realiza una grabación con cámara -cuyo contenido se ignora- cerca del domicilio (26 de noviembre).
- Acude a la vivienda, llama al telefonillo varias veces y se marcha cuando un hombre le dice que no hay ninguna guardería (3 de diciembre).
Además, el 5 de diciembre una periodista del medio llama a Covadonga, que le dice que no quiere dar ninguna información.
A partir de estos hechos, el juez decide absolver a Sanmiguel del delito de acoso. Y, mal que me pese, debo darle la razón.
El acoso se convirtió en delito en una fecha tan reciente como 2015. Antes de eso lo que había (y sigue habiendo) eran acosos «con apellidos»: acoso sexual, acoso inmobiliario, acoso laboral, etc. Pero lo que no había era un artículo del Código Penal que sancionara la conducta del que vigila a otra persona en su portal, la llama constantemente y trata de poner a sus amistades en su contra. Eso no se castigaba.
Desde 2015 se castiga. El delito impone 3 meses a 2 años de prisión o 6 a 24 meses de multa a quien:
- Realice de forma insistente, reiterada y sin autorización alguna de las conductas que sanciona la ley: vigilar a la víctima, buscar su cercanía física, establecer o intentar establecer contacto con ella, contratar productos a su nombre, amenazarla a ella o a otra persona próxima, etc.
- Con esta conducta, altere gravemente la vida cotidiana de la víctima.
Además, la ley configura este delito como semipúblico. Eso quiere decir que solo se puede perseguir previa denuncia de la víctima, que es quien sabe mejor que nadie cuán intenso fue el acoso y cómo la afectó. Y este es, precisamente, el primer argumento utilizado por el juez para absolver a Sanmiguel: aquí la víctima (la «persona agraviada» o el «sujeto pasivo» en la terminología legal) es Covadonga, la cuidadora. Es ella quien tuvo a Sanmiguel picándole la puerta, haciéndole llamadas y tomando vídeos en su barrio. Pues bien, esta señora no ha denunciado. Sin este requisito procesal, no se puede condenar a nadie.
Toda la actividad procesal de Iglesias y Montero se ha dirigido a un único fin: demostrar que sus hijos (que son menores de edad y están representados por sus padres) son también personas agraviadas por el delito y, por tanto, el procedimiento puede iniciarse en su nombre. Reconocer esto sería particularmente relevante porque elevaría la pena, ya que las víctimas serían especialmente vulnerables por edad. Esto ha dicho el juez al respecto:
«Tampoco se puede otorgar tal cualidad [la de persona agraviada] a sus hijos quienes, con poco más un año en la fecha de los hechos, con toda seguridad eran ajenos a lo que ocurría a su alrededor y concretamente a las llamadas a la puerta o por teléfono que pudiera hacer el acusado. Este último de hecho sólo va a la casa de la cuidadora y toca a la puerta dos veces (…) por lo que se descarta tajantemente que los mismos pudieran ser sujetos pasivos del delito, estuvieran o no en la casa en dichos momentos».
No puedo por menos de coincidir. Ni siquiera se sabe si los niños estaban en la casa en los momentos en que Sanmiguel se acercó a tocar el timbre o llamó por teléfono a su cuidadora. Aunque hubieran estado, hablamos de llamadas al telefonillo y al teléfono, y con una periodicidad muy poco intensa. Es difícil entender que la vida cotidiana de los menores se haya visto afectada por algo así. Esto impide considerarlos víctimas y, por tanto, estimar la denuncia interpuesta por sus padres en su nombre.
Es cierto que este argumento del juez es un poco circular: no entramos a analizar la conducta del denunciado porque el proceso no lo inicia una víctima, y los menores que le denuncian no son víctimas porque la conducta fue muy leve. Por esa razón el juez dedica las dos últimas páginas de la sentencia (que es bastante corta) a analizar los hechos, asumiendo de forma hipotética la legitimación de Iglesias y Montero. Y tampoco así encuentra razones para condenar.
Es en esta parte de la sentencia donde están las frases más discutibles. El juez afirma que, de acuerdo con la jurisprudencia, este delito suele cometerse en el ámbito de la violencia sobre la mujer, más concretamente tras una ruptura que actúa como detonante. «Y no es casualidad», dice, «porque normalmente para que se den estas situaciones de persecución tan intensas (…) debe haber una relación previa que genere en uno de ellos un resentimiento muy acentuado y que induzca al sujeto activo a realizar actos que van mucho más allá de la molestia». Y más adelante sostiene que es «ciertamente raro que este tipo de delito se pueda dar en supuestos donde no hay una animadversión muy intensa entre los implicados».
Todo lo cual es cierto, pero no tiene mucho que ver con los hechos. Que este delito suela cometerse en el marco de una relación personal no quiere decir que no pueda cometerse en otros contextos, más aún cuando Iglesias y Montero son, gracias a la prensa de derechas (prensa como el medio que envió a Sanmiguel), dos de las personas más odiadas de este país. Desde esta perspectiva, es ridículo descartar la posibilidad de acoso.
Una vez terminada esa especie de exposición previa (que,
como digo, creo que sobra bastante), el juez comienza a argumentar por qué no
hay acoso:
1.- Sanmiguel no llegó ni siquiera a ver a Covadonga, ni a hablar con ella. Esta no le pudo decir que la dejara en paz, que sería un dato relevante para entender que hay acoso: la voluntad por parte de la víctima de cesar la conversación (1). Sanmiguel y Covadonga no tenían ninguna relación previa de enemistad, por lo que para castigar por acoso sería necesario que esta le dejara claro que no quería más acercamientos.
2.- Se probaron cuatro actos presenciales en la urbanización de Covadonga (dos llamadas al telefonillo y dos permanencias en el vehículo) y cuatro o cinco llamadas, todo ello en el lapso de un mes. Ni las llamadas al telefonillo ni las telefónicas se realizaron con más duración de la normal o en horario inapropiado. Cuando, el 5 de diciembre, Covadonga dejó claro que no iba a responder a nada, cesaron las llamadas y acercamientos.
Es difícil considerar que estos actos exceden de la mera molestia y se internan en territorio del acoso. Para llegar a esta conclusión, el juez analiza la escasa jurisprudencia al respecto, como por ejemplo una sentencia donde, pese a que los actos eran más graves que en este caso (llamadas continuas, intentos de entrar en la casa, gritos en la vía pública y en el trabajo de la víctima), se absolvió al acusado del delito de acoso debido al hecho de que no fueron reiterados ni insistentes (2).
3.- Por último, hay que tener en cuenta que Sanmiguel era
periodista y estaba investigando una información sobre dos cargos públicos, lo
cual le da una protección extra debido a la importancia que se concede en estos
casos a la libertad de expresión.
El juez concluye entendiendo que es normal que los adultos implicados (Iglesias, Montero y Covadonga) se sintieran inquietos y alarmados, pero que ello no hace que los hechos pasen de «molestia» a «acoso». Se trata de actos demasiado leves como considerarse delito.
Como ya he anunciado, tengo que coincidir. El juez se pasa toda la sentencia empleando un lenguaje durísimo contra Iglesias y Montero: llega a decir que los querellantes «decidieron por Covadonga» al interponer la denuncia y los pinta poco menos que como unos locos por aumentar el dispositivo de seguridad al enterarse de que había un periodista rondando la casa de la cuidadora de sus hijos. Todo eso es cierto. Pero también es cierto que, por mucho que detestemos a OKDiario y a las sabandijas que tiene en nómina, que un periodista te llame cuatro veces y te pique dos a la puerta, todo ello en el plazo de un mes, difícilmente se puede considerar acoso.
El acoso es un delito contra la libertad. Por eso exige que la vida diaria de la víctima quede alterada. Si no hay alteración, no se puede sancionar a nadie salvo que empleemos figuras como la tentativa de acoso. Pero es que el delito de acoso ya incluye tentativas de acciones (como «buscar la cercanía» de la víctima o «intentar establecer» contacto con ella), por lo que es difícil pensar que se pueda cometer en grado de tentativa.
Hace año y medio analicé las manifestaciones que se habían sucedido enfrente de la casa de Iglesias y Montero. A mi juicio, esas manifestaciones sí son acoso: duraron meses, emplearon bocinas y cacerolas para aumentar el estruendo, se hicieron durante horas (a veces incluso de noche) y participaron decenas de personas. Algo así por supuesto que altera la vida de la víctima. Lo que sucede aquí, no.
Para terminar, hay un hecho sin el cual el análisis de la sentencia queda cojo. Es el siguiente: la actuación de Sanmiguel tiene un contexto. Lo he comentado más arriba: ha sido la persecución de OKDiario, entre otros medios, la que ha convertido a Iglesias y a Montero en dos de las personas más odiadas de este país. La «investigación» de Sanmiguel sobre la identidad, salario y condiciones laborales de Covadonga es un intento más de encontrar mierda que publicar o material para inventársela. En una panorámica amplia, los actos de Sanmiguel (y las manifestaciones ante la casa de Iglesias y Montero) son parte de un proceso que claro que se puede denominar acoso, si no legalmente, sí sociológicamente.
Pero aquí se juzgaban unos hechos concretos, no la
panorámica amplia. Y se juzgaban empleando la ley y no una definición
sociológica del fenómeno. En estas coordenadas, no creo que sea posible llegar
a otra solución.
(1) Cuando hay conocimiento y animadversión personal entre denunciado y víctima, dice el juez, esta misma animadversión permite suponer que la víctima no quiere el contacto, sin necesidad de que lo exteriorice.
(2) El acusado en esta sentencia que comenta el juez sí fue
condenado por coacciones.
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