jueves, 27 de enero de 2022

Ni machismo ni feminismo, independencia

La semana pasada ocupó algunos titulares el rifirrafe -menor- que tuvo la ministra de Igualdad, Irene Montero, con el decano del Colegio de Abogados de Madrid, José María Alonso. La ministra estaba invitada al Foro de Justicia que organizaba el Colegio, e hizo una serie de declaraciones sobre la justicia patriarcal y la necesidad de que este importante servicio público tenga perspectiva de género. El decano, después de defender la necesidad de una justicia más especializada y más centrada en la protección de las víctimas de violencia de género, dijo las frases de la polémica: «No estoy de acuerdo contigo en que tengamos que tener una justicia feminista. Como no estoy de acuerdo en que tengamos que tener una justicia machista. Tenemos que tener una justicia independiente».

Montero contestó y el intercambio siguió en un tono bastante cordial. Sin embargo, estas palabras de Alonso (a las que se podría aplicar el calificativo de «desafortunadas» si uno no quisiera hacer mucha sangre) se hicieron virales, y Alonso sintió la necesidad de enviar una carta a los colegiados en la que aclaraba su posición. Esta carta, dividida en cinco puntos, venía a decir lo siguiente:


1.- El ICAM invita a sus actividades a cuantas personas sean de interés para la profesión, y la ministra de Igualdad lo es porque tiene competencias en materias que afectan al ejercicio profesional (igualdad, conciliación, lucha contra la VG). Supongo que con este párrafo pretendía desactivar las críticas de los sectores derechistas del Colegio, que vendrían en el sentido de «qué hace esta feminazi en nuestros venerables salones».

2.- El principio de igualdad es importantísimo (no se equivoca aquí Alonso, ya que la igualdad es, a la vez, un principio informador del ordenamiento y un derecho fundamental) y la abogacía está implicada al máximo en su consecución. Así, el derecho de defensa, que es el que garantizan los abogados, debe ser concedido a todo el mundo sin que importen circunstancias personales y sociales.

3.- Para salvaguardar el derecho de defensa, los jueces tienen que ser independientes e imparciales, es decir, sujetarse solo al derecho. A esto se le llama «desinterés objetivo»: la actividad jurisdiccional (aplicar el derecho al caso concreto) es un fin en sí mismo, no un medio para alcanzar otro objetivo que le interese al juez. Al juzgar hay que alejarse de cualquier visión política.

4.- La violencia sobre la mujer es una lacra. Toda la sociedad, abogacía incluida, debe implicarse en su erradicación.

5.- Al enjuiciar un hecho no se puede tener en cuenta la opinión pública que se suscita sobre el mismo. Los prismas políticos no pueden «perturbar la recta y serena aplicación del Derecho por los Tribunales». Tampoco se puede criticar la actividad judicial por medio de «descalificaciones generales al abrigo de pretendidos sesgos», sino que las críticas han de hacerse en «estrictos criterios técnicos» y en las vías de recurso previstas por la ley.


He glosado la carta entera porque me voy a referir mucho a ella y porque ejemplifica muy bien una cierta visión del derecho y de la justicia que se tiene desde lo institucional. Lo primero que quiero destacar es que, como ya he dicho más arriba, todo el intercambio fue cordial. La ministra respondió de manera firme pero amable a las críticas del decano, y la carta posterior de este se escribe en términos generales y no en forma de ataque. 

Y eso es así, sospecho, porque ministra y decano están más cerca de lo que la prensa ha querido mostrar. Ambos coinciden en el gran problema que es la violencia de género y en la necesidad de que las soluciones a las mismas sean jurídicas. Así, la respuesta de Montero al «ni machismo ni feminismo» de Alonso fue, aparte de aclarar la confusión, las siguientes palabras: «estamos proponiendo, simplemente, que podamos vivir en igualdad con todos nuestros derechos garantizados». Antes de eso, según el resumen publicado por ElDiario.es, la ministra había reivindicado el derecho como herramienta para eliminar situaciones de injusticia. Diferentes lenguajes para ideas que, si no son similares, sí pueden dialogar y entenderse.

Entonces ¿por qué el desacuerdo? Es difícil de entender si no estás en el mundillo jurídico. La cuestión es que, desde que entramos en la carrera de Derecho, estamos mamando una ideología complaciente sobre lo importante que somos para el funcionamiento del sistema. Se habla del «tercer poder del Estado», el único que aparece definido en la Constitución como poder, garante de los derechos fundamentales y del buen funcionamiento de las instituciones. Y el epítome de esta ideología es la figura del juez: un funcionario que ha estudiado una oposición complicadísima, que es independiente (nadie le puede dar órdenes) y que ejerce la función de Impartir Justicia solo con base en el derecho.

Esta ideología judicial entiende que todas las personas que trabajamos en el mundillo contribuimos, por supuesto, a este ideal de impartir justicia, pero nadie de manera tan perfecta como el juez: abogados y procuradores son profesionales sujetos a los deseos de su cliente, el LAJ y sus subordinados son funcionarios que ejercen tareas de apoyo, el fiscal está inserto en una estructura jerárquica. Todos tienen funciones importantes, pero el que representa al sistema es el juez, que dicta sentencias y autos (¡resuelve conflictos aplicando el derecho!) desde un trono de independencia e intangibilidad. Como un tribuno romano o, en las versiones más desatadas de esta ideología masturbatoria, como un semidiós.

Esto y no otra cosa es lo que permea la intervención del decano y su carta posterior. Los jueces no deben ser ni machistas ni feministas, los jueces deben ser profesionales, independientes, capaces de ese «desinterés objetivo» que les permita juzgar los casos con justicia. Porque si no es así, si admitimos que los jueces son personas como las demás y que tienen su ideología, sus sesgos y sus manías (y que todo eso influye a la hora de juzgar), se nos cae encima todo el edificio judicial.

Y es curioso, porque si alguien tiene oportunidad de conocer jueces con la ideología marcada, con sesgos, endiosados o maniáticos es precisamente un abogado. A veces, por supuesto, los jueces son capaces de «ponerse la máscara» y aparentar ese desinterés objetivo. Otras veces te tienen hostilidad, a ti o a tu cliente, desde que entras en sala y la sentencia refleja esa situación. No es que los jueces sean una casta de malvados, es que son seres humanos, y seres humanos de una extracción social muy concreta, por lo general. No pueden quitarse todo su bagaje mientras se ponen la toga.

No es posible ser «ni machista ni feminista». En mi experiencia, lo más normal, salvo para fanáticos, es tener una mezcla de ambas cosas: ideas machistas más o menos enquistadas dentro de un pensamiento genéricamente feminista, favorable a la igualdad de oportunidades y contrario a la violencia sexual y de género. Y los jueces no son esa «boca muda de la ley» que creían en la Ilustración: los jueces interpretan la ley, y esa interpretación se hace con arreglo a criterios técnicos y a principios jurídicos, por supuesto, pero también a valores personales, generalmente no declarados. Aunque las sentencias estén motivadas, lo normal es decidir primero el sentido del fallo y luego escribir la motivación. Y si el sentido del fallo se ha decidido, aunque sea en parte, por razones extrajurídicas (es decir, ideológicas), no hay que preocuparse, que el papel lo aguanta todo y podrán encontrarse razonamientos que lo sustenten. Anda que no hay ejemplos.

Los jueces no son semidioses y el «desinterés objetivo», la pura sujeción al derecho, puede intentarse y quizás lograrse en algunos casos. La rutina, la profesionalidad y la necesidad de juzgar siete pleitos en una mañana ayudan, qué duda cabe. Pero no podemos pretender que jueces y magistrados dejan de ser seres humanos con sus valores, sus problemas, sus sesgos y sus cositas cuando entran en el Juzgado. La ideología (que no tiene por qué ser un conjunto de postulados articulados y racionales, que suele ser más bien una amalgama de asunciones y puntos de vista) se cuela siempre en todo lo que hacemos las personas.

Claro, el problema es que toda esta inflación de la figura del juez es, como ya he dicho, un discurso aspiracional: el juez es el que mejor representa al sistema judicial. Si admitimos que los jueces son gente normal, que puede existir una justicia patriarcal (que, de hecho, existe una justicia patriarcal) y que la solución a la misma es la perspectiva de género y la educación en feminismo, pues entonces ¿qué soy yo, un simple abogado? Si los semidioses resultaron ser mortales muy normalitos, los que ya éramos mortales somos escoria. Por supuesto, estoy exagerando. Pero no mucho.

Ni siquiera he desarrollado otra idea sobre la que también podríamos hablar, y es que el derecho es ideología legislada. ¿Para qué? Esto es más primario: diga lo que diga el derecho, su interpretación pasa por el filtro de seres humanos, que nunca pueden alejarse demasiado de su condición de tales. Así que sí, para luchar contra la violencia de género y todos esos problemas que tanto preocupan a José María Alonso, es necesaria perspectiva de género en los jueces. Porque no ser ni machista ni feminista es, mucho me temo, algo imposible.



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