El acoso a Pablo Iglesias, Irene Montero y sus hijos (o,
como lo llaman los fachas, “las legítimas manifestaciones delante del casoplón
del Coletas”) ha llegado a extremos inauditos. Que el vicepresidente y la
ministra tengan que abandonar sus vacaciones debido al acoso es algo que no
había pasado nunca hasta ahora. Pero claro, como hace unos años se popularizó
la práctica del escrache en casas de políticos de la derecha y de directivos
bancarios, y como esa práctica venía del entorno de lo que ahora es Podemos, ya
tenemos el contexto montado para que los acosadores y los tibios digan eso de:
“¿No decíais que esto era tan bueno? Pues ahora que os toca a vosotros, no os
quejéis”.
He escrito “el entorno de lo que ahora es Podemos” eligiendo
muy bien las palabras. Cuando los escraches estuvieron en su punto más alto, en
2011 y 2012, Podemos aún no existía. Pero está claro que es un medio de
protesta que han justificado líderes de este partido (incluso el propio
Iglesias) y que se generó en el mismo caldo de malestar social del cual salió
la formación morada. Entonces, ¿qué diferencia hay, si es que hay alguna, entre
aquellas manifestaciones y estas? ¿Son estos los proverbiales lodos que vienen
de aquellos barros? ¿Es correcto llamar acoso a lo que pasa ahora y escrache a
lo que pasaba antes?
Estos días hemos podido leer a mucha gente intentando trazar
una línea entre el escrache y el acoso. Por ejemplo, he leído (hay hasta una infografía) que el escrache congrega a personas que tienen una causa común,
para hacerse oír por el responsable de su malestar y conseguir una solución,
mientras que el acoso sería una acción ideológica, cuya finalidad es hacerle la
vida imposible a un político que no te gusta hasta que dimita. Todo esto está
muy bien, pero es una aproximación poco rigurosa (por decir algo suave), y
además es más sociológica o política que jurídica.
Los derechos fundamentales, y el de reunión y manifestación
lo es, no están para ejercerse de forma razonable y que no moleste. La libertad
de expresión no sirve solo para decir cosas normales y sensatas, la libertad de
asociación no sirve solo para montar asociaciones inocuas, el derecho al voto
no sirve solo para votar a los de siempre. En ese sentido, manifestarse frente
a la casa de un gobernante es a priori lícito, sea porque uno tiene una demanda
política que no se ve satisfecha o porque está lleno de rabia debido a que
alguien a quien aborrece ocupa un cargo público. Y pretender que alguien dimita
es una demanda tan legítima como querer que se cambie una ley o una política
pública.
Pero los derechos fundamentales, con toda su fuerza
expansiva, no son absolutos. Limitan con ciertas necesidades sociales y, sobre
todo, con los derechos fundamentales de otras personas. Así, el derecho a la
intimidad, que tal y como ha sido interpretado por el TEDH incluye el derecho
al disfrute tranquilo del propio hogar (doctrina que se ha usado contra
industrias o prácticas que producían ruidos molestos) es una barrera obvia a
las manifestaciones delante de la puerta de cargos públicos.
¿Dónde se traza el límite? Pues en abstracto no se puede
saber, claro está. Cuando hay un conflicto entre dos principios jurídicos (como
puedan ser dos derechos fundamentales) nunca se puede dar una solución general
y válida para todos los casos: hay que estar al supuesto concreto. Pero, por
ejemplo, una serie de prácticas que se me ocurre que alejarían un escrache del
ejercicio lícito del derecho de manifestación y lo acercarían al acoso:
- Gritar cuando la persona escrachada está dentro del domicilio, no solo en los momentos en que entra/sale.
- Usar aparatos que aumenten el escándalo (bocinas de coche, cacerolas, etc.) o incluso instalarlos para que hagan ruido sin necesidad de intervención humana.
- No emitir consignas políticas, sino limitarse a hacer ruido o gritar insultos.
- Que el escrache dure semanas o incluso meses.
- Que cada sesión diaria dure horas, o que sea continuo.
- Realizarlo fuera de horas normales, interfiriendo con patrones de sueño.Perseguir a la persona escrachada, no solo por la calle sino también por toda España, incluso en viajes largos o de descanso.
Esta son ideas rápidas, a vuelapluma: un juez podría pensar
que algunos de estos indicios no tienen nada que ver con el acoso y, por el
contrario, tener en cuenta otros. Y no es una cuestión de blanco o negro: los
escraches de los afectados por las malas prácticas bancarias (desde
lanzamientos hipotecarios hasta preferentes y otros pufos) incurrieron sin duda
en algunas de estas conductas, pero es que los que se han hecho contra Iglesias
y Montero han realizado todas o casi todas. Resulta difícil considerar que esto
no es un acoso, la verdad.
El Código Penal considera el acoso como una modalidad
de las coacciones. Requiere una conducta insistente, reiterada y no autorizada
que altere gravemente el desarrollo de la vida cotidiana de la víctima. El
acoso tiene varias modalidades, de las cuales nos interesan dos: por un lado, vigilar,
perseguir o buscar la cercanía física de la víctima; por otro, establecer o
intentar establecer contacto con ella a través de cualquier medio de
comunicación. Creo que la primera es especialmente aplicable a los casos de
supuestos escraches que en realidad no lo son.
Me llama la atención que el Código Penal exija que el acoso
se concrete en una conducta “no autorizada” porque, por pura lógica, esto
sucede en todos los delitos: ningún comportamiento que esté autorizado (por
ejemplo, amparado por un derecho fundamental) puede ser a la vez un delito. Hay
incluso una causa de exención de la responsabilidad criminal que consiste en
obrar “en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo” (artículo 20.7 CPE). En términos de este artículo, o el escrache es ejercicio lícito
del derecho de manifestación -como es siempre a priori- o estamos ya dentro del
terreno del delito de acoso. Y la presencia o ausencia de los indicadores de
los que hemos hablado más arriba será lo que nos permita decidir.
Queda por preguntarse hasta qué punto los escraches de los
primeros años de la década han influido en esta dinámica de acoso que ahora
sufren el vicepresidente Iglesias y la ministra Montero. El “saber popular”
parece opinar que sí. Yo no estoy tan seguro. Protestar delante de la casa del
político al que odias (en vez de ante la sede de cualquier institución o en un
recorrido pactado con la autoridad) no es una idea tan original ni tan
rompedora. A la derecha ultramontana y protofascista que se ha desarrollado en
el último lustro se le podría haber ocurrido por sí sola: no es que sean en
general muy listos, pero organizarse para joder se les da de vicio.
Lo último, una reflexión: ser un cargo público tiene
ventajas y privilegios variados, y quien recibe lo cómodo de una posición debe
también aguantar lo incómodo de la misma. Si eres impopular (aunque sea una
impopularidad artificial, generada desde los medios del bulo), soportar
manifestaciones contra tu persona es parte de tu trabajo. Pero esas
manifestaciones tienen que estar también dentro de los límites democráticos,
porque si no ya no hablamos de manifestaciones o escraches, sino de acoso. Y
eso ya no vale.
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Empecé a leer este artículo pensando que no me iba a gustar, pero sí. Te leo a pesar de que, o quizá porque, suelo discrepar de muchas de las cosas que escribes, pero me sueles aportar perspectivas que yo no había tenido en cuenta. Y parece que en este asunto estamos más de acuerdo de lo que yo pensaba a priori.
ResponderEliminar:)
EliminarAsí de buenas a primeras se me ocurre que si la actividad que constituye el acoso es autorizada, entonces encajaría en la prevaricación de quien la autoriza, y excluye de responsabilidad a los que participan.
ResponderEliminarHmmmm... así dicho, sin más, eso es bastante matizable xD
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