Supongamos que un padre decide poner a su hijo (menor de edad, pongamos que de 10 años) a trabajar en un campo de minas. El trabajo consiste en encontrar, desenterrar y desarmar minas para que dejen de ser peligrosas: por supuesto, hay altas posibilidades de que el niño acabe perdiendo una pierna, las dos o la vida.
Es muy posible que, en esas circunstancias, cualquiera de nosotros nos dirigiéramos al padre y le echáramos en cara su conducta. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando nos dijera algo de lo siguiente:
1) “En realidad no hay peligro: las estadísticas demuestran que las muertes de niños por pisar una mina llevan treinta años descendiendo. Las razones no son que los padres hayan dejado de llevar a sus hijos a los campos de minas, sino que ahora los niños tienen cuerpos más fuertes por efecto de otros factores”
2) “Hay minas por todas partes: yo conozco niños que no trabajan en ningún campo de minas y aún así han pisado minas.”
3) “La industria del calzado quiere que saquemos a nuestros hijos de los campos de minas porque así pueden vender más zapatos. Por ello, crean el bulo de que no ir a un campo de minas es una medida efectiva contra pisar una mina.”
6) “Quiero que mi hijo pise alguna mina, así su cuerpo aprenderá a tratar con las explosiones. De hecho, organizo fiestas de minas con otros padres”
7) Y el argumento supremo: “si tú quieres exponer a tus hijos a los riesgos de no meterles en un campo de minas, allá tú. Pero mi libertad me permite elegir, después de informarme, lo mejor para los míos, y eso es que se dediquen a limpiar minas.”
En el mejor de los casos, nos retiraríamos asombrados de que alguien sea capaz de exponer a sus hijos a un peligro tan grande sin ningún argumento a favor. En el peor, pediríamos la tutela del Estado para quitarle a semejante loco la guarda y custodia de sus hijos: es obvio que una persona con esas creencias no puede garantizar la seguridad de nadie.
Y sin embargo hay padres que lo hacen. Dado que en España estamos un poco faltos de campos de minas, su forma de poner estúpidamente en peligro a sus hijos es no vacunarlos. Les colocan en un campo de minas infeccioso y se congratulan por ello, dándoselas de informados y alternativos, citando el falso estudio de Wakefield y haciéndole el juego a las farmacéuticas que dicen despreciar.
Haciéndoles el juego, sí: una vacuna es muy barata de producir, por lo que una farmacéutica no gana mucho con ella. Un tratamiento completo para una enfermedad de las protegidas por una vacuna es sensiblemente más caro. Probablemente, si por las farmacéuticas fuera no se venderían vacunas sino que se le endosaría a los Gobiernos carísimos tratamientos de curación para que éstos los vendieran subvencionados. Digámoslo claro: la industria del calzado y la de las piernas ortopédicas es la misma, y le resulta mucho más rentable vender piernas ortopédicas que zapatos. Cuando la mina explota, los padres pueden felicitarse de haber frustrado las expectativas de vender zapatos de las malvadas zapateras, pero inmediatamente después comprarán piernas ortopédicas.
Nada justifica que los padres pongan a sus hijos en el campo de minas infeccioso que supone no vacunarles. Ninguno de los débiles argumentos antivacunas (autismo, Thimerosal, conspiración farmacéutica, miedo a la química...) triunfa ante el principio del interés del menor: las vacunas han demostrado probadamente su eficacia, y ninguna libertad autoriza a los padres a privar a sus hijos de ellas.
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