lunes, 29 de abril de 2024

Un concejal masoquista

El asunto del concejal coprófilo ha sido asqueroso y desagradable, y cómo será la cosa que lo que peor ha olido no han sido las aficiones del susodicho sino la reacción del público. Para quien no sepa de qué hablo, me refiero a Daniel Gómez, concejal del PSOE en el municipio toledano de Illescas, que dimitió hace poco por «razones personales». Al parecer, se había filtrado que al hombre le gusta el BDSM, ¡y como sumiso! Claro, algo así no podía consentirse. El alcalde, también del PSOE, le pidió su dimisión. 

En grupos de WhatsApp andaban corriendo imágenes suyas de hacía 5 o 6 años, antes de entrar en política. Más en concreto, eran anuncios donde se ofrecía como esclavo para prácticas de humillación y scat y en los que mostraba incluso su DNI y su número de teléfono. Una vez ya había dimitido se filtró un último vídeo en el que aparecía comiendo heces en su antiguo lugar de trabajo, y eso ya ha sido como abrir la caja de los truenos. Como resulta que este concejal era del PSOE, todas las cuentas de periodicuchos y de agitadores han empezado con la matraca de que si el concejal enfermo, de que si en manos de quién están nuestros niños (Gómez era concejal de Infancia, Juventud y Familia), de que si el PSOE no sé qué… En fin, lo de siempre.

No puedo evitar que este caso me recuerde al de Olvido Hormigos. Esta señora tuvo después una cierta fama como colaboradora de Telecinco, pero por lo que se hizo conocida fue por un escándalo similar: ella envió un vídeo suyo masturbándose a su ex pareja, y posteriormente ese vídeo fue colgado en Internet. Todos los implicados fueron absueltos, porque en aquella época el delito de descubrimiento y revelación de secretos solo castigaba a quien vulnerara ilegítimamente la intimidad de alguien (apoderándose de sus papeles, interceptando sus comunicaciones, poniendo aparatos de grabación), y la pena era mayor si luego se difundía el resultado. No era lo que había pasado aquí.

Por cierto, que este caso sirvió para que cambiaran la ley. Ahora el Código Penal castiga a quien obtenga imágenes o grabaciones íntimas con consentimiento del afectado y luego las difunda sin dicho consentimiento. Y se castiga incluso la redifusión, es decir, la actuación del que recibe una de estas imágenes o grabaciones y las cede a más personas, con lo que amplifica el efecto. Esto es un apunte al margen que no se aplica al presente caso (por lo que parece, era el propio Gómez quien publicaba sus anuncios en internet, y ahí ya no hay intimidad que vulnerar), pero siempre está bien recordar que este delito existe.

El caso de Olvido Hormigos fue en 2012, y parece que no hemos mejorado nada. Han pasado 12 años, pero aún se nos caen los monóculos en el té y fingimos vahídos cuando descubrimos que a un representante político le gustan cosas un tanto raras para hacer en la cama. Como si las aficiones particulares de alguien fueran un indicador de lo buena o mala que va a ser su gestión pública, o como si las personas a las que elegimos para un cargo tuvieran que responder a nuestros ideales éticos. Un poco triste, la verdad.

Sin embargo, miles de cuentas de Twitter indignadas podrían hacerme el favor de señalar dos diferencias obvias entre el caso de Hormigos y el de Gómez. Es lo que han hecho, sin establecer la comparativa pero sentando dos grandes argumentos que justifican que dimita el concejal de Illescas y que no se aplicarían al caso de 2012. Primero, Gómez está enfermo: ¡le gustan las prácticas extremas! Y segundo, su concejalía era la de Infancia: ¿es que nadie va a pensar en los niños?

Vamos a la primera objeción. La idea de vincular enfermedad con prácticas sexuales no normativas es tan antigua que ya aburre. Y no va a ningún sitio. Es puro dictamen moral: esta persona realiza una práctica que no entiendo o que me da asco y que está fuera de la normatividad, así que está enferma. Todo el campo semántico de la enfermedad y la repulsión se utiliza aquí como juicio moral, normalmente acompañado de tonito de indignación, lo cual permite sospechar que lo que late detrás no es una pura y desinteresada preocupación por la salud del prójimo.

Tengo una mala noticia para los indignados: aunque los trastornos parafílicos siguen dentro de los manuales diagnósticos, su uso es muy residual, porque se considera que en la mayor parte de casos entran dentro de la libertad sexual del sujeto. Si nos vamos al famoso DSM-V, que tiene las parafilias a partir de la página 373 del documento (426 del PDF), vemos que estas tienen siempre dos elementos comunes: sentir atracción sexual por cosas raras (mirar a la gente desnuda, exhibirse, causar dolor) y que dicha atracción perjudique a terceros o altere la propia vida del sujeto que la sufre.

Así, el trastorno de masoquismo está definido por dos criterios:

  1. Durante más de 6 meses, excitación sexual derivada del hecho de ser humillado, golpeado, atado o sometido a otro sufrimiento, y que se manifiesta por fantasías, deseos irrefrenables o comportamientos.
  2. Las fantasías, deseos irrefrenables o comportamientos causan malestar clínicamente significativo o deterioro en lo social, laboral u otras áreas importantes del funcionamiento.

 

Es decir, lo que caracteriza el trastorno es el hecho de que te impida funcionar con normalidad, no que tú tengas tales o cuales fantasías o realices tales o cuales prácticas sexuales no normativas. De hecho, el DSM-V lo considera en remisión total cuando pasan 5 años sin que haya malestar significativo ni problemas sociales, laborales o en otras áreas del funcionamiento. Lo repetiré: el trastorno no remite cuando desaparecen las fantasías o comportamientos masoquistas, sino cuando estos dejan de afectar al sujeto. Si tú llevas tu masoquismo sin que influya en esas áreas, no hay trastorno.

Bajando de nuevo a nuestro tema, no se sabe si estas conductas afectaron a Gómez en áreas importantes de su funcionamiento, o si las vivió (o incluso si los sigue viviendo) de forma inocua para él, con gusto y con gozo. Y no, la decisión de filtrar sus vídeos y anuncios con el fin de acabar con su carrera política no puede considerase deterioro, porque se deriva de la acción maliciosa de terceros, no de la forma en que el sujeto vive su masoquismo.

Una derivación secundaria de este argumento es que la ingesta de heces puede derivar en problemas neurológicos. Como en Twitter todos sabemos de todo, discutí con unos cuantos listos que pegaban capturas de pantalla de titulares según los cuales hay correlación entre coprofagia y daños cerebrales. Y hombre, yo no voy a decir que comer caca sea sano, pero diagnosticarle un daño neurológico a una persona de la que se sabe que ha ingerido esta sustancia una única vez suena más, de nuevo, a juicio moral que a preocupación sanitaria.

Pero es que hay otra cosa. Supongamos que fuera cierto que el masoquismo de Gómez deriva de una depresión, de una falta brutal de autoestima o de cualquier otra circunstancia psicológica. O supongamos que de verdad tiene algún daño somático debido a la ingesta de sus propias heces. ¿Eso le tiene que impedir participar en política y gestionar los asuntos públicos? Pues tampoco se ve por qué. Las personas enfermas, e incluso las discapacitadas, gozan de todos sus derechos, entre ellos el de presentarse a un cargo público. Y que a alguien le vaya mal en una faceta de su vida o tenga quebrantada parte de su salud no quiere decir que no vaya a saber hacer su trabajo.

Es aquí donde viene al rescate el segundo «argumento»: ¡es que es concejal de Infancia! Esta gente no sé qué se creerá que es un concejal, pero no es un profesor, un monitor de tiempo libre ni nadie que trabaje directamente con menores. Es un señor que se pasa el 80% de su tiempo de trabajo en un despacho o en una sala de reuniones, y cuya tarea es decidir y ejecutar políticas. No hay ninguna manera de que lo que hace este señor en privado pueda afectar a los niños del pueblo donde desempeña sus funciones. La tan manida pregunta de «¿tú dejarías a tus hijos solos con él?» es estúpida: con independencia de lo que yo haría con mis hipotéticos hijos, el hecho es que este señor no se queda a solas con menores. La afectación a la infancia de sus gustos sexuales es tan intensa como si fuera concejal de Obras Públicas.

En fin, para sorpresa de nadie, una vez que miramos con atención todas estas apelaciones a la salud mental y a la pobre infancia, no queda más que matonismo. Quiero poder llamar a alguien degenerado y, cuando se queje, decirle que solo le digo eso desde la objetividad y la razón. Incluso que la ciencia demuestra que es un degenerado sin ninguna clase de moral. Qué bien me voy a sentir. Qué buena persona soy.

Si empezábamos hablando de Olvido Hormigos, vamos a terminar hablando de Cristina Cifuentes. Porque aquí la filtración no ha sido casual: tiene toda la pinta de ser una maniobra para descabalgar a un político molesto, exactamente igual que en el caso de las cremas que acabó con la madrileña. Alguien guardó pruebas de una conducta relativamente inocua (prácticas sexuales no normativas en un caso, una falta de hurto en otro) a la espera de poder usarlos, sabiendo que causaría más impacto que pruebas de otros comportamientos más lesivos. ¿Por qué? Porque contaba con la pacatería de una parte importante de la población.

Al final, lo que queda es tristeza. Tristeza de ver que somos incapaces de aceptar sin juzgar que alguien realiza prácticas que no nos gustan, que no entendemos o incluso que nos repugnan. Que falta educación sexual en todos los estratos de la población. Que lo que hagan de mutuo acuerdo dos o más adultos no los incapacita para desempeñar un trabajo o gobernar un pueblo. Que las malas decisiones tomadas hace años no deberían hipotecar a una persona durante el resto de su vida.

Esa es la verdadera mierda de este caso.

 



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sábado, 27 de abril de 2024

Legítima defensa

El caso del señor mayor que mató a un ladrón que se coló en su finca ha desatado ríos de tinta (sobre todo, tinta digital). Los periódicos inventabulos de la derecha se han apresurado a fabricar un caso con todos los elementos habituales: los extranjeros vienen a robarnos, nuestros pobres ancianos están desprotegidos por la ley, el buenismo por aquí, la legítima defensa por allá, ya nos gustaría ver en la vida real a todos los letrados de salón que defienden al delincuente, etc. Lo de siempre. El hecho de que el jurado y los jueces hayan dado la razón a la acusación y condenado al anciano por homicidio (si bien a una pena muy atenuada) no ha hecho más que darles alas en su delirio.

Si buscas en redes sobre el caso te encuentras a un montón de cuentas similares diciendo tonterías sobre que si alguien irrumpe en tu casa y te ataca con una motosierra tú tienes derecho a pegarle un tiro. Lo cual indica que hablan de oídas, porque eso no es en absoluto lo que ha ocurrido aquí, ni por parte del ladrón (que no irrumpió en casa de nadie con una motosierra) ni por parte del asesino (que no se limitó a pegarle un tiro al otro).

Para centrar el análisis, veamos qué es la legítima defensa. La legítima defensa es una eximente. Las eximentes se aplican cuando alguien ha cometido un delito (un hecho tipificado como tal por la ley), pero no se le impone una pena porque se considera, dadas las circunstancias, que su actuación estaba justificada o era comprensible, o bien que la persona no podía actuar de otro modo. Algunas de las eximentes del artículo 20 CPE son legítima defensa, estado de necesidad, miedo insuperable, alteración psíquica o intoxicación plena por alcohol o drogas.

La legítima defensa se define como la «defensa de la persona o derechos propios o ajenos», y tiene tres requisitos, definidos también por el Código Penal:

  1. Agresión ilegítima. Tiene que haber un tercero que me esté amenazando a mí o a otro. La ley define algunos casos especiales de qué se considera agresión ilegítima.
  2. Necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la agresión. Este requisito atiende al principio de proporcionalidad: si el ataque es leve, no se puede responder con medios graves. Se tiene que usar la fuerza necesaria para defenderse y no más.
  3. Falta de provocación suficiente por parte del defensor. Es decir, no puedo provocar a alguien para que venga a pegarme, partirle la cara y ampararme en la legítima defensa.

 

Si la legítima defensa no cumple todos los requisitos, se considera atenuante, no eximente: reduce la pena en vez de anularla. Y si el incumplimiento está muy caracterizado (no hay agresión ilegítima, la desproporción entre agresión y defensa es abismal, el defensor provocó el incidente), se puede llegar a anular por completo y no tenerla en cuenta ni siquiera como atenuante.

¿Qué ha pasado en este caso? Bueno, ante todo lo que ha ido diciendo la prensa, yo he preferido irme a la sentencia. Su relato de hechos probados establece que a las 2 de la madrugada del día de los hechos, el dueño de la finca se despertó y salió de paseo a ver los riegos. Advirtió daños en la finca, regresó al dormitorio y cogió su escopeta. En ese momento se percató de que había un hombre en un cuarto de herramientas, situado a 15 metros de distancia, junto a la puerta de entrada de la finca. Este hombre llevaba una motosierra apagada y enfundada, que acababa de sustraer del cuarto de herramientas.

El dueño se dirigió hacia el ladrón apuntándolo con la escopeta. El ladrón se agachó sin esgrimir la motosierra, pero el otro siguió acercándose y, cuando estaba a entre 5 y 10 metros, le disparó en el tórax. El ladrón giró sobre su propio eje y el dueño de la finca le disparó otra vez, ahora por la espalda. Tras eso, el dueño entró de nuevo en su casa, cargó otra vez la escopeta y volvió a salir para dispararle un tercer tiro al ladrón, aunque este disparo ya no tuvo resultado lesivo porque en ese momento el otro ya había fallecido. Una vez hecho esto, el tirador llamó al 112 y se entregó.

Esta descripción de hechos (insisto, los probados en la sentencia) se diferencia de la legítima defensa como la noche y el día. Al final la pena ha sido por homicidio. La acusación pedía asesinato, pero ese delito requiere una serie de circunstancias agravantes, como alevosía o ensañamiento, que el jurado no ha apreciado. Los hechos son simples: el hombre sorprendió a un ladrón y, sin desear directamente su muerte pero representándose esta como probable o posible (lo que se llama dolo eventual), le pegó dos tiros en zonas vitales. Un homicidio de libro.

Por supuesto, si la acusación intentaba alegar agravantes, la defensa alegaba atenuantes y eximentes, entre ellas la legítima defensa. No cuela. Uno podría pensar que, dada la evidente desproporción entre ataque y defensa, el que falla es el segundo requisito, el de la necesidad racional del medio empleado. Pero es que va más allá: el jurado considera que no había finalidad o necesidad de defensa. El ladrón no atacó al dueño de la finca; antes bien, al verle acercarse con la escopeta, se encogió. Ni siquiera hay lo que se llama legítima defensa putativa, que es la que se da ante una agresión que solo existe en la cabeza del defensor. El jurado concluye que la defensa es más un pretexto que una circunstancia real y, por ello, no puede funcionar como eximente ni como atenuante.

Es cierto que el Código Penal permite también la legítima defensa contra agresiones a los bienes, y aquí se estaba cometiendo una agresión ilegítima contra los bienes del dueño de la finca (le estaban robando una motosierra), pero resulta muy difícil también hablar de legítima defensa. El dueño de la finca no encañonó al ladrón y le dijo que se fuera, no pegó un tiro al aire, ni siquiera le disparó a las piernas. No, no: un primer tiro al tórax que le hace rotar, un segundo disparo por la espalda, un paseo hasta la casa para recargar, un tercer disparo contra quien era ya un cadáver y después volver a casa sin comprobar el estado de la víctima. Todo ello frente a alguien que se encogió en cuanto le vio llegar. El juez en la sentencia llega a hablar del «comportamiento falto de escrúpulos y de humanidad» del asesino, y uno no puede por menos de coincidir.

Los abogados del condenado intentaron también alegar la eximente de miedo insuperable (incompatible con la de legítima defensa), pero tampoco coló. La pena, eso sí, se reduce, porque se aplican dos atenuantes: alteración psíquica (el condenado padece un trastorno delirante y un trastorno mixto de la personalidad) y confesión de los hechos. Al final, seis años y tres meses de prisión, así como una responsabilidad civil de casi 160.000 € a repartir entre padres y hermanos de la víctima.

Y no hay mucho más que hacerle. La legítima defensa existe, por supuesto, pero tiene límites y es contextual. No es lo mismo alguien armado que entra en tu casa que alguien no armado que, sin penetrar en tu casa, roba una herramienta de un cobertizo que hay en la misma finca y ya está saliendo cuando le sorprendes. Contra el primero puede caber liarse a tiros (recientemente ha habido una absolución por un caso similar); contra el segundo ni de coña.

Esa tontería de «si alguien entra en mi casa puedo responder como quiera» está tomada de la cultura yanqui, aunque hay mucho bulo en ella y luego la práctica jurídica varía mucho según el estado (1). Ningún derecho es nunca absoluto, y el hecho de que alguien se introduzca en los espacios que consideramos importantes no quiere decir que las garantías legales dejen de aplicarse. Por mucho que los antiguos ingleses dijeran aquello de «mi casa es mi castillo», eso no significa que una vez se traspasa la puerta de entrada hayamos entrado en un mundo sin más ley que la voluntad del dueño.

En este caso no hay un delincuente, sino que hay dos: un ladrón y un homicida. El primero ya pagó con su vida; el segundo lo hará de una manera más habitual: con años de cárcel, que quizás se suspendan debido a su edad y patologías, y con una abultada responsabilidad civil. No había otra opción.

 

 

 

 

(1) Para empezar, no siempre está claro dónde empieza y dónde acaba la morada.

 

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domingo, 14 de abril de 2024

Mahomenos

«Los musulmanes más fanáticos eran llamados muysulmanes. Y, por el contrario, los que solo cumplían en parte los preceptos de Mahoma eran mahomenos». Esta chorrada de Les Luthiers siempre me viene a la cabeza cuando se habla del Islam y del fanatismo (real o supuesto, según los casos) que se atribuye a sus creyentes. Ya podemos estar hablando del más cruel ataque de ISIS, que el circuito de mi cerebro que se dedica a las gilipolleces va a estar pensando «mira, esos eran muysulmanes». Aunque no siempre lo digo, claro está.

Esta introducción viene a cuento de un vídeo que vi el otro día, donde Samya, una concursante de MasterChef, de origen marroquí pero que lleva en Madrid desde los 3 años, confesaba tomarse su religión de forma bastante relajada («yo soy musulmana pero de vez en cuando»). Bebe alcohol cuando sale de fiesta, no reza cinco veces al día, hace un Ramadán intermitente y, aunque no llegó a decirlo, probablemente coma cerdo. Una mahomenos de manual, vaya.

El vídeo había sido publicado por una cuenta con la bandera marroquí en el nombre, y se llenó de musulmanes diciendo tonterías sobre la indecencia y la impudicia. Cómo vas a ser musulmán a ratos, decían. Por supuesto, las respuestas vinieron de fachas locales, con las estupideces habituales sobre comer jamón, aunque a algunos parecía que les había crecido precipitadamente un sentido de orgullo hacia nuestra sociedad laica, en la que Samya puede tomar esta clase de decisiones sin que a nadie se le mueva una ceja.

La cosa es que… a mí no me parece para tanto. Me parece, de hecho, lo normal. Lo que debe suceder en cualquier país democrático funcional: que la gente le haga un caso justito a las estupideces del cura de turno, llámese como se llame y adore al dios que adore. Que cada cual se construya sus ideas a su medida, incluyendo creencias religiosas o no religiosas. Y, por supuesto, que cada cual decida la importancia que le da a dichas ideas y creencias.

La religión es, por encima de todas las cosas, una fuerza de control y cohesión social. Sirve para estructurar la sociedad, para darle a todo el mundo unas mismas coordenadas mentales, para aportar un sentido de lo correcto y de lo incorrecto y para crear una élite que lo gestione todo. Nos dice qué debemos esperar de los demás. Permea los momentos más importantes de la vida de los fieles, su comida, sus relaciones personales (y, por supuesto, sexuales), su actitud hacia los demás, etc.

Algo así va mucho más allá del texto de los libros sagrados o de la relación íntima que el creyente piense que tiene con la deidad. Es algo social. En lugares donde existe una religión mayoritaria y arraigada, una persona no puede salirse de estos mandatos, aunque haya llegado a la conclusión de que no tienen sentido para él o incluso haya dejado de creer en el dios que los ordena. En el peor de los casos, hay sanciones legales: lo habitual de las religiones mayoritarias es convertirse en moral social y que el poder civil (si es que lo hay) pueda castigar ciertos pecados. Y si no hay sanciones legales, las hay sociales. El miedo al escándalo y a que te señalen puede ser más fuerte que el miedo a la ley.

No hace tanto tiempo, España era así. Pienso por ejemplo en el luto, codificado según grado de parentesco. O en los certificados de buena conducta que tenías que pedirle al cura. O en el hecho de que no pudieras casarte si no era pasando por un sacerdote católico: técnicamente existía un matrimonio civil, para las parejas en las que ninguno fuera católico, pero demostrar la acatolicidad en esa época era comprensiblemente difícil. Todo estaba hecho para los católicos.

Claro, luego llega la democracia y el invento se hunde. Aquí sí que hay un salto generacional muy grande. Los que eran jóvenes y adultos en 1975 han vivido vidas más o menos acordes a la norma católica. Aprovecharon las ventajas de la democracia (como el divorcio o el aborto) y muchos fueron alejándose de la Iglesia, pero siguieron considerándose católicos. Son esa gran masa de «no practicantes», a los que es muy difícil pillar dentro de una iglesia salvo en ceremonias sociales, y que incluso critican al papa y rechazan algunos dogmas, pero que si les preguntas contestarán que son católicos.

Sus hijos, nacidos entre finales de los ’80 y principios de los ’90, somos otro rollo. Muchos en esta generación empezamos la vida como hijos de católicos: bautismo, catequesis, comunión, el pack completo (1). Pero luego, al crecer y al empezar a tomar nuestras propias decisiones, eso se fue al cuerno. La religión no estaba presente en nuestras vidas ni en nuestras sociedades, era algo ajeno y un tanto rancio: ¿por qué íbamos a volvernos a ella para, por ejemplo, casarnos? Esta generación es la de las parejas de hecho, las no monogamias, la experimentación relacional y sexual y, para quienes deciden «sentar la cabeza», el matrimonio civil.

Lo del matrimonio civil me fascina. En el año 2000, el matrimonio católico era en torno al 75% del total. Cayó en picado y en 2009 ya había más matrimonios civiles que canónicos. En 2022, último año del que hay datos completos, el matrimonio canónico es en torno a un 19% del total. En menos de un cuarto de siglo se ha hundido el porcentaje a menos de una quinta parte de la sociedad española, y la tendencia sigue. Lo cual nos lleva a la siguiente generación, la de los chavales que ahora son niños y adolescentes: han nacido, probablemente, de una pareja que no estaba casada por la Iglesia. Es decir, de una pareja que no tiene demasiado interés en bautizarlos (suponiendo que encontraran parroquia donde les dejaran) ni en criarlos como cristianos. La brecha se sigue ensanchando.

Solo dos ideas más, una anécdota y un dato. La anécdota es que es fascinante cómo los obispos han desaparecido de la vida pública. En la época de Zapatero, incluso encabezaron manifestaciones y lanzaron homilías contra el Gobierno. Era un machaque continuo: Rouco Varela no se caía de las primeras planas, el cabrón. Ahora, a pesar de que tenemos en el Parlamento un partido de extrema derecha con obvias bases cristianas, ni hay obispos en la vida pública ni ese partido hace demasiada promoción de lemas y conceptos católicos, salvo de pasada.

El dato viene del barómetro del CIS de noviembre de 2023, en el cual preguntan a la gente cómo se define en materia religiosa: los católicos practicantes son un 18,3%, los no practicantes un 37,3% y el grupo formado por indiferentes, agnósticos y ateos asciende a 39,2%. Es decir, los católicos son la mayoría de la sociedad, pero por poco y con una enorme masa de no practicantes, y los no religiosos alcanzan casi el 40%. Por cierto, que entre los que se definen como católicos, un 29,2% no va a ceremonias religiosas nunca (fuera de actos sociales), un 22,4% no va casi nunca, un 21,4% va varias veces al año y apenas un 25,7% va más de una vez al mes (2).

Esta es, muy a vuelapluma, la radiografía de la religiosidad española. Y ahora pregunto: ¿tan raro es que una chica musulmana que se ha criado aquí pase bastante del Corán, de Mahoma y de las prédicas del imán? ¡Si es lo que hace todo el mundo! Igual que en la España de hace un siglo, si no tienes otra opción, pues claro que te das grandes golpes en el pecho y compites con los demás para ser el más meapilas. Pero si la unidad religiosa no existe, si la libertad de conciencia está garantizadísima, si ves que cada cual vive como se le antoja y que todos hacen de su capa un sayo en materia de religión, ¿por qué no vas a hacer tú lo mismo? Coges los preceptos de la fe que dices profesar y te los adaptas a tu vida hasta sentirte cómoda con ellos.

Es la evolución normal de las religiones en las sociedades abiertas: disolverse y perder importancia. Me apresuro a decir, eso sí, que sé que no es tan fácil. En España, el Islam es una religión que se identifica como foránea, propia de inmigrantes. Y todos sabemos que, cuando un grupo de personas no puede integrarse en la sociedad donde viven, se vuelven a sus elementos culturales comunes para intentar conservar una identidad. Este proceso puede ralentizar la «disolución» del Islam. Supongo que es algo que todos intuimos, y por eso nos parece tan rara la actitud de Samya, cuando tendría que ser normalísima. Ah, sí, y eso significa que todos los racistas soplamierdas que no dejan de decir tonterías sobre comer jamón están, de hecho, dificultando que las religiones de los inmigrantes pierdan importancia y se integren en la ensalada de creencias en la que vivimos los demás.

Por último, también quiero comentar que en la reacción que ha tenido el vídeo ha influido que ella sea una chica y que sea joven. El arquetipo del hombre musulmán que bebe alcohol y no hace sus cinco oraciones diarias está más o menos establecido. Todos conocemos a uno, o nos han hablado de uno, o conocemos a alguien que conoce a uno. Pero ¡ay si una chavala joven hace lo mismo! ¡Ay si nos demuestran que las mujeres musulmanas pueden ser igual de pasotas que los hombres y resulta que no pasa nada! ¡Ay si nos quitan la excusa de salvarlas con la que disfrazamos nuestro racismo! Mujeres musulmanas con agencia y pasando de lo que les dice el cura: esto es algo que, como salvadores blancos, nos pica bastante.

Yo solo quiero desearle a Samya que sea muy feliz y que siga haciendo lo que se le ponga en las narices. Y ojalá sigan saliendo por la televisión más y más Samyas y se normalice lo que es normal.

 

 

 

(1) Lo pongo en primera persona porque es mi generación, pero yo, por suerte, no estoy bautizado.

(2) No es exacto, porque estos porcentajes abarcan también a creyentes de otras religiones que no son el catolicismo, pero estos son un exiguo 3,4% del total de la sociedad española.

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