jueves, 28 de marzo de 2024

El sainete de Pedraz

El ridículo soberano del juez Santiago Pedraz ha sido la comidilla de la semana, y más que va a ser. El viernes pasado ordenó el cierre de Telegram en España, es decir, emitió un mandamiento a todas las teleoperadoras de España para que cortaran el acceso a este servicio, tanto por web como por app. Daba para ello el plazo de 3 horas desde la recepción de la orden. Pero entonces empezó el fin de semanas, que nos pasamos entre gente pasando proxys, gente advirtiendo de los riesgos que supone usar proxys de desconocidos y gente haciendo rechufla de la decisión judicial.

Su señoría se debió tirar el fin de semana recibiendo esta clase de rechuflas (aunque no por Telegram, supongo; tiene pinta de usar WhatsApp) y el lunes por la mañana pidió a la Policía un informe sobre las características de Telegram. Ese mismo día, apenas unas horas después, dictaba un segundo auto en el cual dejaba sin efecto el del viernes, con lo que la suspensión quedaba suspendida. Es decir, seguimos teniendo Telegram hasta que otro analfabeto con toga decida que es un peligrosísimo medio delictivo.

La progresión de los acontecimientos ha sido ridícula hasta decir basta. Todo esto viene de una denuncia de diversas productoras de televisión, como Movistar, Mediaset o Atresmedia, en relación a un delito contra la propiedad intelectual, es decir, de piratería. Aunque ha habido coñas sobre que se quejan de la gente que ve El secreto de Puente Viejo o El diario de Patricia, parece ser que esto va más bien sobre quienes piratean emisiones de deporte, que estas entidades retransmiten y que dan pingües beneficios. Así pues, las productoras denunciaron a una serie de personas que difundían estos contenidos por medio de Telegram.

La investigación se ha alargado durante mucho tiempo, y ello se debe a que Telegram tiene su sede en Islas Vírgenes (un territorio sometido a la Corona británica, pero que no es parte del Reino Unido), y este país no ha hecho mucho caso a las solicitudes del juez Pedraz. En julio de 2023 se remitió a este territorio una solicitud para que Telegram identificara a los titulares de las cuentas utilizadas para piratear, pero las autoridades virgenenses ni siquiera le comunicaron la solicitud a la empresa. Es decir, y esto es importante, el incumplimiento es de las autoridades de Islas Vírgenes, no de Telegram, que oficialmente ni siquiera sabe que debe identificar a los titulares de ciertas cuentas.

La falta de respuesta a esta solicitud tiene parada toda la investigación del caso, por no mencionar que los mismos canales de Telegram siguen pirateando. Así que el viernes pasado, el juez Pedraz, al tiempo que alargaba el plazo de investigación otros seis meses, decidió adoptar una medida cautelar: el bloqueo de la aplicación en toda España.

Las medidas cautelares son decisiones que adopta un juez para facilitar una investigación, evitar que la sentencia sea imposible de cumplir (por ejemplo, embargando los bienes del imputado, para que no huya con ellos) o, en el caso de que el delito se siga cometiendo, cese en su comisión. Hay muchas medidas cautelares posibles, y la suspensión de servicios de la sociedad de la información, la retirada de contenidos o el bloqueo del acceso a unos u otros está expresamente prevista en la ley.

Pero claro, que una medida cautelar sea posible en abstracto no significa que pueda adoptarse en cada caso concreto que le apetezca al juez. En general, para tomar cualquier decisión que afecte a derechos fundamentales (y aquí quedan comprometidos varios), es necesario que realizar una valoración de proporcionalidad consistente en cuatro pasos:

  • Finalidad legítima: es necesario que la medida restrictiva de derechos fundamentales busque un fin legítimo y relevante. En determinadas formulaciones de este test de proporcionalidad, la finalidad legítima no es el primer paso sino más bien un prerrequisito del test.
  • Idoneidad: la medida restrictiva de derechos fundamentales debe ser apropiada para conseguir dicha finalidad legítima. En este paso hay que valorar si la medida es eficaz para alcanzar nuestros fines.
  • Necesidad: la medida restrictiva de derechos fundamentales tiene que ser lo menos gravosa posible. Es decir, en este paso hay que valorar si existen medidas igual de idóneas pero menos dañinas para el derecho implicado. La limitación de derechos debe ser la estrictamente indispensable.
  • Proporcionalidad en sentido estricto: una vez que tenemos identificada una medida idónea y necesaria, hay que ponderar sus ventajas en relación a su finalidad y sus desventajas en relación al derecho sacrificado. Si con la medida hacemos más mal que bien (es decir, si sacrificamos el derecho fundamental con una intensidad superior al beneficio obtenido), no podemos implementarla.

 

Es más complejo (por ejemplo, algunos autores sitúan la necesidad después de la proporcionalidad estricta), pero la idea general es esta. Como es obvio, este test de proporcionalidad exige que quien lo realice sea especialmente cuidadoso, porque el fallo de uno solo de los pasos impide llevar a cabo la medida. Hay que motivar muy bien estos casos, y tener en cuenta todos los factores implicados.

¿Cómo motiva el juez Pedraz la suspensión por tiempo ilimitado de un medio de comunicación que usan 8,5 millones de personas? Con tres párrafos mal escritos (o dos, si consideras que el primero es más un planteamiento de la cuestión que la motivación en sí):

Esta reiterada comisión del delito contra los derechos de la propiedad intelectual justifica la adopción de las medidas cautelares interesadas al concurrir los principios de necesidad, idoneidad y proporcionalidad. Las medidas cautelares solicitadas se erigen como las únicas medidas posibles ante la falta de colaboración de las autoridades de Islas Vírgenes. No existe otro tipo de medida que pueda detener la reiteración de los hechos denunciados.

La medida es idónea porque su ejecución podría fin a la infracción de los derechos de la propiedad intelectual denunciada a impedir el acceso a través de la red TELEGRAM a los contenidos de los derechos citados.

La medida proporcional ante la gravedad de la conducta denunciada y en este análisis relacionarse con le necesidad de la medida.

 

El primer nivel, el de finalidad legítima, está claro: perseguir los delitos y evitar que se sigan cometiendo es un fin legítimo. Pero más allá de ahí, y diga lo que diga el juez Pedraz, el auto se cae. Para empezar, la medida no es idónea, ya que su ejecución no pondría fin a la infracción denunciada: existen diversos medios para saltarse un bloqueo de Telegram. La propia plataforma tiene herramientas para instalar proxys, y si no siempre existen VPN. Además, cabe razonar que quien más conocimiento tiene de estas medidas es, precisamente, quien utiliza la plataforma para delinquir, por lo que el bloqueo es más que inidóneo.

Aunque fuera idónea, no es necesaria, es decir, no es la medida menos gravosa posible: bloquear solo las cuentas sospechosas de estar delinquiendo sería mucho más respetuosa. Pero bueno, es que la necesidad ni siquiera se motiva en el auto.

En cuanto a la proporcionalidad estricta, el juez se limita a concluir que concurre «ante la gravedad de la conducta denunciada», lo cual es lo mismo que decir que es proporcional porque es proporcional. Una pura tautología que no va a ninguna parte. Cómo va a ser proporcional privar de su medio de comunicación a 8,5 millones de personas. Por ahí se mueve información oficial, activismo político, periódicos, convocatorias de actividades culturales, canales de contacto con empresas y profesionales… Si se cierra, se están sacrificando media docena de derechos constitucionales (libertad de expresión, de asociación, de reunión, de participación en los asuntos públicos, de empresa…) solo porque unas pocas cuentas andan compartiendo claves para ver el fútbol. Pues hombre, proporcional, lo que se dice proporcional, no es.

Es por eso que el lunes a primera hora Pedraz solicitó a la Policía «informe sobre la plataforma Telegram (características, etc.) así como la incidencia que pueda tener sobre los usuarios dicha suspensión temporal». Y el informe debió ser demoledor, porque ese mismo lunes se dictó otro auto que revocaba la suspensión. Este auto se ha difundido menos que el del viernes, pero es una pieza de humor judicial mucho mejor.

En el auto del lunes, Pedraz copia el auto del viernes, erratas incluidas. Ahora bien, acepta que en esos tres días ha aflorado «un hecho notorio que este instructor no puede ignorar: la posible afectación de múltiples usuarios ante una eventual suspensión». Lo del hecho notorio tiene su guasa. Los hechos notorios (aquellos que gocen de notoriedad absoluta y general, según la Ley de Enjuiciamiento Civil) están excluidos de la prueba. Es decir, pueden traerse al proceso sin necesidad de abrir un periodo de prueba, poque se supone que tanto el juez como las partes los conocen. Uno se pregunta, si tan notorio es que hay mucha gente que usa Telegram, cómo es que el juez no lo sabía de antes y por qué ha necesitado pedir un informe a la policía sobre el tema.

Después el auto dedica un párrafo a criticar a los usuarios de Telegram, que al parecer obtienen de esta aplicación «unos “beneficios” que otras plataformas no dan. Y todo ello bajo una “amparada privacidad”». La cita es literal, es decir, que las comillas irónicas las ha puesto el juez. Su señoría, que debe de estar bastante ardido con todo el asunto, llega a decir que los usuarios de Telegram aceptan la pérdida de garantías para la protección de derechos de terceros o, en otras palabras, que ceden derechos fundamentales a cambio de una supuesta privacidad. Señoría, por el amor de dios, que la intimidad también es un derecho fundamental.

Pero bueno, los usuarios de Telegram serán tonticos pero también hay que quererlos, o algo así. Ya que «si se acordara la suspensión lo cierto es que supondría un claro perjuicio a aquellos millones de usuarios que la utilizan», incluyendo empresas y otras organizaciones. Y termina diciendo que esto no es una cuestión de libertad de expresión o información, sino de si la medida es o no proporcional. Lo cual es estúpido, claro: la medida no es proporcional, entre otras razones, porque afecta a la libertad de expresión e información. A regañadientes, también admite que no se cumple el principio de idoneidad, «por cuanto los usuarios podrían utilizar una red VPN o un proxy para poder acceder a Telegram».

El último punto del auto es delicioso, porque es su señoría quejándose de Telegram (cuando, recordemos, esta entidad ni siquiera ha sido notificada de nada, porque son las autoridades de Islas Vírgenes las que están incumpliendo la orden). Dice: «Se podrá plantear que Telegram resultaría “impune” , que esté echando un “pulso” a un Estado de Derecho, etc.; mas ahora no se trata de “juzgar” a Telegram; sino de instruir una causa por un determinado delito que requiere una investigación y que precisa de una información que solo puede suministrar dicha plataforma. Como acontece con otras, que la suministran». Comillas, negritas y subrayados del auto, ojo.

Todo ha sido patochada tras patochada. El viernes, el juez impuso una cautelar sin motivar y sin oír a la entidad afectada (Telegram). El lunes, pidió un informe sobre las características, etc. de la plataforma que había bloqueado el viernes y sobre el impacto de esta medida. Una mínima consideración de seguridad jurídica dicta que este informe se tendría que haber pedido antes de tomar cualquier decisión, no después. Porque si el lunes Pedraz estaba pidiendo un informe sobre las características de Telegram, es porque el viernes no las conocía. Es decir, que no sabía lo que estaba bloqueando ni cuál era el alcance real de sus actos. Y después de recibir este informe, a las pocas horas, sin dar audiencia a los querellantes, levantó su propia medida cautelar.

Lo he definido como patochada, pero roza la prevaricación. La prevaricación judicial es un delito consistente en dictar una resolución injusta. No basta con que esta resolución sea debatible o se gane un recurso contra ella, sino que debe ser una decisión grosera, manifiesta, evidentemente injusta. Algo como, por ejemplo, cerrar un canal de comunicación sin motivarlo. Existe incluso la figura especifica de la decisión injusta adoptada por imprudencia grave o ignorancia inexcusable del juez (artículo 447 CPE), que parece adaptarse a este caso como anillo al dedo. Este delito, por cierto, tiene una pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público de entre 2 y 6 años.

Su señoría, que conoce este delito, trata de cubrirse las espaldas diciendo que el hecho de que Telegram lo usa mucha gente solo es notorio desde el fin de semana. Es decir, que el viernes no era algo notorio que Telegram es muy usado (y, por ello, él pudo cerrarla sin incurrir en imprudencia grave o ignorancia inexcusable), mientras que el lunes ya lo era. La notoriedad se la habría dado, precisamente, la difusión en prensa del auto en el que ordenaba el cierre.

Eso es falso. Telegram es la segunda aplicación de mensajería más usada de este país, se menciona todo el rato en la prensa, y Pedraz debería haberlo sabido. Y si no lo sabía, debería haber preguntado antes de suspenderla, no después: teniendo en cuenta que el informe tardó unas pocas horas, no parece que pedirlo el viernes en lugar del lunes hubiera retrasado demasiado el procedimiento.

Ya para cerrar, voy a mencionar dos puntos que me parecen especialmente interesantes. El primero es que me fascina lo desconectados que están los jueces de la realidad. Después de un año de procedimiento, Santiago Pedraz aún ignoraba qué cosa es Telegram y exactamente cómo funciona el sistema de pirateo que estaba investigando. Y aun así seguía haciendo su trabajo, con la tranquilidad que da el saber que son sus dos huevos gordos los que mandan. En este artículo especulan con que Pedraz no sabía lo que era Telegram y debía pensarse que era una suerte de eMule. La verdad es que esta es la única interpretación que da sentido al sainete.

El segundo es que España ha descubierto que el juez Pedraz no sabe escribir. En las menos de 130 palabras de la «motivación» para cerrar Telegram hay repeticiones, frases demasiado largas y varias erratas. La última oración ni siquiera se entiende. ¿Qué cuernos significa «La medida proporcional ante la gravedad de la conducta denunciada y en este análisis relacionarse con le necesidad de la medida»? Parece un añadido al diálogo aquel de la parte contratante de la primera parte.

Por desgracia, tengo algo que decirle a España: no es cosa de Santiago Pedraz. Los jueces, o en general los operadores jurídicos, escriben muy mal. Estilo plomizo, subordinadas eternas, párrafos que no se sabe a dónde van… A veces citan páginas enteras de otras sentencias, hasta el punto de que no sabes cuándo termina la cita y vuelve a empezar la argumentación principal. Otras, copian literalmente las partes que les interesan, sin marcarlas como citas. Si el texto ese parece escrito por una IA es porque quizás lo escribió otro juez hace tres décadas y ha ido pasando de sentencia en sentencia, deformándose en el proceso. Esa es la razón por la que soy tan escéptico hacia la simplificación del lenguaje burocrático: que la tendrían que aplicar estos prendas.

En fin. De momento, parece que la comedia se ha acabado. Santiago Pedraz ha hecho el más espantoso de los ridículos y Telegram no cierra. Da tranquilidad pensar que esta banda está a cargo de juzgar delitos graves, ¿eh?

 

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jueves, 21 de marzo de 2024

Punitivismo

El populismo punitivo es una corriente que nunca acaba de morirse. Parece que lo tenemos controlado y de repente explota. ¡Más delitos, penas más altas, menos garantías! En los últimos tiempos, tenemos un alimentador notable de ese discurso debido a la presencia en El Salvador de Nayib Bukele, cuya bárbara política criminal parece haber conseguido un éxito temporal (al menos si no miras que las cifras de homicidios ya estaban descendiendo, y no miras demasiado tampoco las cifras de otros delitos) a cambio de tener a peña estabulada sin derechos ni pasar por delante de un juez.

Periódicamente hay quien nos recuerda a los españoles lo bien que nos iría si adoptáramos esa misma política. Por desgracia, no es solo entre la derecha. El asesinato de una cocinera de la cárcel de Mas d'Enric por parte de un preso que ya cumplía condena por el asesinato de otra mujer ha atizado estas ideas entre perfiles aparentemente progresistas y feministas, a alguno de los cuales les he leído cosas como que los delitos sexuales no deben tener atenuantes. Y no pasa una semana sin que vea a alguien opinar alguna barbaridad sobre los delincuentes más graves, la reinserción o las cárceles.

¿Para qué castigamos a la gente? ¿Por qué imponemos penas? Lo creáis o no, los filósofos del derecho y los penalistas llevan siglos haciéndose esa pregunta. Hay una división fundamental entre teorías absolutas y teorías relativas. Las teorías absolutas consideran que la pena es un fin en sí mismo, es decir, que el objetivo de imponer la pena es, precisamente, imponer la pena: castigar al delincuente y restaurar el orden social. Por tanto, la pena debe imponerse siempre, aunque no cause beneficios o incluso aunque cause perjuicios. Estas teorías son las más antiguas y han sido sostenidas por filósofos de honda raigambre, como Kant, pero hoy son poco populares.

Las teorías relativas consideran que la pena debe imponerse como medio para conseguir un fin mayor: la prevención del delito. Y esta prevención, a su vez, puede darse en relación a dos sujetos:

  • En la teoría de la prevención general, el objetivo de la prevención es la comunidad. Al imponer una pena a los culpables, anunciamos a la sociedad que los delitos se castigan y conseguimos, así, que haya menos.
  • En la teoría de la prevención especial, el objetivo de la prevención es el propio sujeto. Cuando le imponemos una pena, lo que buscamos es que no reincida. Y esto se puede conseguir de dos formas: rehabilitándolo (prevención especial positiva) o intimidándolo, recluyéndolo y hasta eliminándolo físicamente (prevención especial negativa).

 

Hoy en día las teorías absolutas, como digo, están un poco desfasadas. Y el debate entre las relativas, aunque sigue, está bastante matizado. En la práctica, la mayoría aceptamos que la pena cumple funciones tanto de prevención general como especial. Incluso hay quien dice que, dependiendo de la fase del proceso penal, se prima una u otra: en el juicio (que es público) prevalecería la prevención general y en la ejecución de la pena (que es privada) prevalecería la especial.

Sin embargo, no todos los sistemas penales funcionan bien para todas las teorías. En concreto, la prevención especial negativa choca con la positiva: inocuizar al sujeto (encerrándolo largas cantidades de tiempo, haciendo penoso su paso por prisión) es justo lo contrario de reinsertarlo y rehabilitarlo. Un sistema enfocado hacia una de estas finalidades no será efectivo para la otra y viceversa. La tentadora idea de centrar la reinserción en delincuentes primarios y delitos leves y la intimidación en reincidentes y delitos graves es complicada de ejecutar, por diversas razones (1).

La idea de reinserción como finalidad de la pena se popularizó durante los años 60 y 70. Cuando España aprobó su Constitución, en 1978, al concepto ya se le empezaban a ver los problemas, como por ejemplo:

  1. No se puede reinsertar a un sujeto contra su voluntad, por lo que establecer la rehabilitación como fin de la pena solo sirve si el reo colabora.
  2. Es muy clasista considerar que todos los delitos proceden de personas con problemas sociales. Los delitos de corrupción o los delitos contra la seguridad vial las cometen personas plenamente insertadas en la sociedad, por lo que la idea de rehabilitación es absurda en su caso.
  3. Reinsertar a alguien en una cárcel es francamente difícil, porque vivir encerrado no enseña a vivir en libertad. En este caso, el objetivo de la reinserción choca con el propio lugar donde se ejecuta la pena.

 

A pesar de ello, el artículo 25.2 establece que «las penas privativas de libertad (…) estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social», y añade algunas garantías para que así suceda: las penas no pueden consistir en trabajos forzados y el condenado goza de sus derechos fundamentales (salvo los que sea necesario limitar), así como del derecho a un trabajo remunerado, a los beneficios correspondientes de la Seguridad Social, al acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad. Este artículo está incluido entre los derechos fundamentales.

Es por todo esto que en España se considera que la reinserción no es tanto un objetivo de la pena (a pesar de la previsión constitucional) como un derecho del penado (2). El reo tiene que tener a su alcance las herramientas necesarias para su rehabilitación, y de él depende aprovecharlas o no. Este mandato se proyecta sobre todos los elementos de la pena: duración, lugar de cumplimiento, régimen de vida, cancelación de antecedentes penales y, sobre todo, medios de tratamiento.

Pero claro, hay un problema, y es que esta regulación, perfectamente razonable, es muy complicada, cuesta mucho dinero y, como su ejecución depende de muchas personas, a veces se cometen errores y pasa lo que no tendría que pasar (como que un tío condenado por apuñalar a una señora acabe trabajando en una cocina con otra señora). Es mucho más fácil ir a lo grueso: penas más altas, menos flexibilidad, menos tratamiento. A la mazmorra y a tirar la llave. Este punitivismo, que se aplica porque es facilísimo, entronca con las ansias de sangre de una parte importante de la población, que acaba aplaudiendo cada castigo ejemplar y diciendo «ya lo sabía yo» cada vez que una medida rehabilitadora falla.

El punitivismo es, por encima de todas las cosas, una ideología extremadamente infantil, que se queda en el aquí y en el ahora y no piensa en las consecuencias de sus actos. Cuando presencia un delito quiere castigos grandes, inmediatos y aparatosos (pena de muerte, cadena perpetua a pan y agua, trabajos forzados, antecedentes eternos) aunque dichos castigos vayan a producir más mal que bien. Es una versión paleta de las teorías absolutas de la pena: sanciones graves caiga quien caiga.

El punitivista hace una división binaria entre buenos y malos. Los buenos son él y sus conocidos, la sociedad biempensante. Los malos, todos los demás: el lumpen, la clase baja, los inmigrantes, los políticos (término que suele querer decir «los políticos que no sean de mi cuerda»), quien sea. Estas personas son malas por naturaleza, por lo que la reinserción es inútil. El delito no es un fenómeno complejo con mil causas y mil factores, sino una prueba de maldad, el gatillo que nos permite, como sociedad, castigar a una persona que ya era perversa antes de alzar el cuchillo o poner la bomba.

Si nosotros somos buenos y ellos son malos, podemos infligirles toda clase de padecimientos. Ver un diálogo entre punitivistas da cierta fascinación morbosa: cada cual la suelta más gorda que el anterior, intentando destacar su propia virtud, ciego al hecho de que están exigiendo auténticas barbaridades. Cosas que le ponen, de hecho, al mismo nivel moral que el delincuente cuyas maldades deplora. En especial cuando ellos mismos se ofrecen a ser ejecutores de las medidas, cosa que pasa con no poca frecuencia.

Si uno intenta cortar este desbarre hablando de los derechos de los presos, suele obtener siempre respuestas similares. Una popular es «¿y los derechos de la víctima qué?» Los derechos de la víctima los vulneró el delincuente, y por ello le estamos castigando. Convertir ese castigo en una tortura no reparará más a la víctima ni será mejor en ningún sentido. Otra contestación común, aunque a mí me aterroriza, es «Si cometes ciertos actos no eres humano y no tienes derechos humanos». Al margen de otras consideraciones, esta respuesta muestra como ninguna la profunda infantilidad de esta ideología. Negar humanidad a quienes cometen delitos que nos repugnan es tener una visión pueril y dulcificada de lo que es la humanidad. Sí, los genocidas, terroristas, asesinos y violadores son tan humanos como tú, porque la humanidad ha demostrado ser capaz de todas esas atrocidades y más.

Por último, este enfoque es totalmente inmune a las consecuencias de sus ideas. Cuando se le señala que estas políticas no reducen los delitos ni contribuyen a la prevención, el punitivista salta con variedades de «ese ya no delinque más». Lo cual, claro, no sirve de nada. Porque ese ya no delinquirá más, pero, salvo que lo mates, cuando salga va a estar completamente desocializado y, de hecho, sí delinquirá más. Y si lo matas o no lo dejas salir, la prevención general se nos va al carajo: ante la posibilidad de que algo así le pase a él, cualquier delincuente va a preferir escalar la situación y no dejar testigos. Como de hecho pasa en territorios con pena de muerte y demás, que increíblemente no han reducido sus delitos graves.

Esto último nos muestra que la ideología punitivista no solo es infantil, sino también peligrosa. Provoca crímenes más violentos, cometidos por personas que tienen menos que perder, y que, por tanto, nos amenazan más a todos. Por no hablar de que los condenados son el canario en la mina de los derechos fundamentales: por ellos empiezan siempre todos los recortes de libertades. Un Estado adscrito a la ideología punitivista es un Estado más fuerte, con menos controles y con más presencia policial. Algo que se puede volver muy fácilmente en contra de todos los biempensantes que nunca soñarían con cometer un delito.

Es muy fácil caer en el punitivismo. Ante hechos horribles, lo que nos pide el cuerpo es que el autor sea castigado con el más terrible de los sufrimientos. Hacer un ejercicio de empatía, pensar que nosotros mismos podemos delinquir en algún momento (no hay buenos y malos, hay personas que han delinquido y personas que no) y valorar las consecuencias de las políticas que defendemos es algo mucho más difícil, y requiere una serenidad que en caliente es difícil tener.

Pero es necesario. Nos lo jugamos todo.

 

 

 

 

 

 

(1) Desde que la esfera más punitiva acaba por absorber a la más rehabilitadora hasta que no parece muy justo tratar distinto a dos delincuentes que han cometido el mismo hecho solo porque uno es reincidente y el otro no.

(2) De hecho, los tribunales se han negado a levantar o a no imponer penas a personas que estaban ya rehabilitadas.


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lunes, 11 de marzo de 2024

Constitucionalizar el aborto

Francia ha constitucionalizado su derecho al aborto. El 8 de marzo de 2024, día de la mujer, se proclamaba solemnemente la entrada de la interrupción voluntaria del embarazo en la Carta Magna del país vecino. Vamos a ver qué ha pasado y cuáles han sido las reacciones en nuestro país, porque, por supuesto, aquí ya se han levantado voces (entre la izquierda) diciendo que deberíamos hacer lo mismo.

Esta historia no comienza en Francia, sino en EE.UU. La Constitución de EE.UU. es la segunda Constitución más antigua en vigor (1). Aunque se ha reformado en múltiples ocasiones, es un texto viejo y caduco, poco adaptado al cambiante siglo XXI. Su declaración de derechos, introducida a golpe de enmiendas, es incompleta y fragmentaria: no es solo que no reconozca derechos sociales, económicos o digitales, sino que algunos de los derechos del programa clásico liberal (como la libertad de circulación) están ausentes. Pero ojo, que la Enmienda IX contiene una cláusula de salvaguarda: «Que la Constitución enumere ciertos derechos no debe interpretarse como que niega o menosprecia otros que retiene el pueblo».

Desde 1791 que se introdujo esta enmienda han pasado más de dos siglos, y uno puede imaginar la cantidad de leyes y sentencias judiciales que han ido de un lado para otro intentando determinar cuáles son esos derechos que «retiene el pueblo» o, ya que estamos, intentando derivar derechos modernos del antiguo texto constitucional. Hay que entender que en este proceso está implicado también el reparto competencial entre la Federación y los Estados, reparto que tampoco está bien definido en la Constitución. Cuando el Tribunal Supremo dice que tal cosa es un derecho, está diciendo que es competencia de la Federación, y que es el Congreso de los EE.UU. quien debe dictar leyes para desarrollarlo. Cuando dice que tal cosa no es un derecho, está renunciando a la competencia federal y diciendo que cada Estado lo puede regular como quiera.

Eso sucedió con el derecho al aborto. La famosa sentencia del Tribunal Supremo Roe vs. Wade (1973) había hecho derivar de la Enmienda XIV (que prohíbe privar a nadie de su vida, libertad y propiedad sin un debido proceso legal) un derecho a la intimidad, que como tal no está enunciado en la Constitución. De ese derecho a la intimidad, a su vez, se derivaba un derecho al aborto de la mujer, que quedaba configurado en tres trimestres: en el primero era libre, en el segundo los Estados podían establecer regulaciones sanitarias, en el tercero los Estados podían prohibirlo salvo riesgo de la madre o del feto.

La cosa quedó así durante casi 50 años, pero en 2022 un Tribunal Supremo conservador anuló Roe vs. Wade y decretó que el aborto no era un derecho. Es decir, que los Estados podían hacer lo que les diera la gana en esta materia, incluyendo prohibirlo totalmente. Varios lo hicieron de inmediato. El impacto de esta decisión fue notable, por una razón: demostró que basar el derecho al aborto en la interpretación que haga un tribunal de la Constitución es muy mala idea. Lo que un Tribunal (Supremo, Constitucional, el que sea) ha hecho otro lo puede deshacer. Es necesario incluir el derecho al aborto, de forma textual, en la Constitución.

Esto es lo que hizo la semana pasada el Parlamento francés. A mí me sorprendió, porque la Constitución francesa, extrañamente, no tiene una declaración de derechos, como sí la tienen casi todas las demás. Lo paradójico es que fue un texto francés, la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789, quien dijo que «una sociedad en la que no están garantizados los derechos ni determinada la separación de poderes carece de Constitución», que es una de las definiciones más básicas de Constitución que hay: una lista de derechos y una regulación institucional de los tres poderes.

La Constitución francesa carece de esa primera pata. Remite para suplir su falta a otros textos, como la ya mencionada Declaración de 1789, el preámbulo de la Constitución de 1946 y la Carta del Medio Ambiente de 2003. El problema es que esos textos están ya cerrados. ¿Dónde va a insertarse un derecho al aborto? Pues al parecer en el artículo 34, que contiene un extenso listado de competencias del Parlamento. En cuanto se publique la reforma, este artículo 34 dirá que «La ley determina las condiciones en las que se ejerce la libertad garantizada a la mujer de recurrir a una interrupción voluntaria del embarazo”.

Según esta adición, la mujer tiene libertad de interrumpir el embarazo, y es la ley la que debe establecer las condiciones. Apunta hacia un sistema de plazos, no de supuestos: el aborto es un derecho de la mujer, no una gracia que te concede un médico en ciertos casos. Y ha votado a favor básicamente todo el mundo. En la votación final, realizada por todos los diputados y senadores reunidos en una única cámara, la propuesta ha salido por 780 votos a favor, 72 en contra y 50 abstenciones. Ha votado a favor toda la izquierda y una mayoría significativa de la derecha. No existe ningún grupo parlamentario que haya votado en contra o que se haya abstenido: en todos ellos hay mayoría o unanimidad de votos a favor y solo en algunos hay unos pocos en contra o abstencionistas. Es un consenso sin precedentes.

¿Y en España? En España bien, gracias. El año pasado el Tribunal Constitucional, en dos sentencias históricas, consideró que el aborto era parte del derecho fundamental a la integridad física y moral de la gestante. Es decir, que nuestro máximo intérprete de la Constitución consideró que esta garantizaba el aborto. Estas sentencias proceden, igual que la reforma de la Constitución francesa, de la oleada de acojono ante la anulación de Roe vs. Wade en EE.UU. Pero son exactamente igual de débiles que Roe vs. Wade: la doctrina que ha establecido hoy el Tribunal Constitucional, mañana puede eliminarla el Tribunal Constitucional.

Por estas razones, Sumar ha lanzado una propuesta para introducir el aborto en la Constitución, de forma similar a Francia. No hay aún texto concreto, pero no le auguro un recorrido muy largo. Hace unas semanas se ha aprobado una reforma de la Constitución en materia de personas con discapacidad, y comentábamos lo larga que ha sido la tramitación, debido a la oposición del PP. Remito al artículo del mes pasado para el razonamiento completo, pero la conclusión es: hoy, en España, necesitas al PP para sacar adelante cualquier reforma de la Constitución. Si ellos se oponen (y es más que previsible que van a hacerlo), no dan los números y la modificación constitucional no se hace.

Pero hay un segundo obstáculo, menos notorio. La Constitución tiene dos procedimientos de reforma, dependiendo de la materia de que se trate:

  • En el procedimiento general, las Cortes tramitan la reforma y la aprueban sin más.
  • En el procedimiento agravado, para cosas que requieren un nivel extra de acuerdo, es necesario disolver las Cortes, convocar elecciones y que las nuevas Cortes tramiten la reforma.

 

¿Cuál de estos procedimientos debe seguirse? Eso depende de dónde quisiéramos colocar el párrafo sobre el aborto. A mi entender, el lugar sería entre los derechos fundamentales, más en concreto en el artículo 15, que protege el derecho a la integridad física y moral. Este derecho, según el Tribunal Constitucional, es la base jurídica del aborto, así que la ubicación es lógica.

El problema es que esta es justo una de las secciones de la Constitución que requieren procedimiento agravado. Para meter el aborto entre los derechos fundamentales sería necesario convocar elecciones, y no parece que Pedro Sánchez, en plena negociación de la amnistía, esté muy por la labor. Ese es el segundo obstáculo: que el PSOE va a vetar cualquier proceso que implique convocar elecciones. De hecho, si en el PP hubiera alguien con un mínimo de maquiavelismo, presentarían ellos la propuesta y se sentarían a ver cómo el PSOE justifica su voto negativo.

Queda la opción de incluir el derecho al aborto en otra sección que no exija usar el procedimiento agravado, como entre los derechos no fundamentales o entre los principios de la política social y económica. Esta posibilidad no requiere convocatoria de elecciones, pero aboca al aborto a un menor nivel de protección: los derechos fundamentales no solo se llaman así porque haga bonito, sino porque tienen un nivel de protección mayor que el resto de derechos y principios: se desarrollan por ley orgánica, existen procedimientos más rápidos para demandar por su incumplimiento, puede recurrirse al Tribunal Constitucional, etc.

Es cierto que hay derechos no fundamentales que tienen algunas de las protecciones de los fundamentales (la igualdad y la objeción de conciencia militar). Pero no todas. Además, debido a la sistemática de nuestra Constitución, requeriría ya reformar dos artículos, uno para introducir el derecho y otro para regular su nivel de protección. Todo por tacticismo y politiquería. A poco que nos pongamos serios, lo único lógico es lo que he sugerido al principio: colocarlo en el artículo 15, como parte del derecho a la integridad física y moral. Cualquier otra opción es solo para evitar la convocatoria de elecciones.

Así que no, aun en el muy improbable caso de que el PP dijera que sí, no creo que tengamos pronto el aborto en la Constitución. Como siempre, mil quinientas palabras para decir lo que todos sabíamos: que, con esta derecha y con este PSOE, no vamos a ninguna parte.

 

 

 

 

 

(1) La primera es la de San Marino, escrita en latín en 1600.

 

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